Capítulo 13
Elena
se despertó y vio que Damon no estaba
en la cama con ella. Miró el reloj y vio que eran ya más de las nueve. Imaginó que estaría trabajando.
Había sido muy fácil acostumbrarse de nuevo a esa casa y a estar con
él. Cuando empezaron a salir unos
meses antes, confiaban plenamente
el uno en el otro. Pero
todo había cambiado, le costaba más fiarse de
la gente y también había aprendido que todo podía
cambiar muy rápidamente.
Seguía sin entender por qué Damon
no la había creído. Cuando pensaba en
ello, llegaba a la conclusión de que no
la había querido tanto como ella a él o que no confiaba en su
palabra.
Fuera
cual fuera la razón, cuando las cosas se pusieron difíciles,
su relación se resquebrajó como
el cristal.
Y eso,
le hacía temer por su futuro juntos. Pero prefería no pensar en ello. A lo
mejor estaba siendo una
estúpida al confiar tanto en Damon,
pero había nacido una esperanza nueva en su
interior y se aferraba a ella. Una esperanza
que la cegaba y no le dejaba ver la
verdad.
Esperaba
que esa vez todo fuera distinto.
Aunque
para ello tuviera
que soportar que el hombre al que amaba
pensara que le había sido in- fiel. Y nada menos
que con su hermano.
Habían
sido muchas las veces en las que se le había pasado por la
cabeza sacar el tema
y tratar de conseguir que la escuchara, pero le daba
miedo que no la creyera. Además, sabía que el pasado ya no podía cambiarse.
Llevaba
días sin poder pensar en otra cosa, no sabía qué hacer. Una parte
de ella deseaba contarle la verdad.
Por otro lado, creía que era
mejor olvidar su orgullo para poder ser
feliz.
Después de todo,
era una vida con
Damon lo que más anhelaba y creía
que quizás mereciera la pena
concentrarse en ese objetivo y no
pensar en nada más. Pero le dolía
que Damon siguiera pensando que ella había sido capaz de traicionarlo de esa manera.
Respiró profundamente y se levantó de la cama. Fue hasta el salón para
ver si Damon había encendido la
chimenea.
No
sólo había encendido un buen fuego sino que la esperaba un fabuloso
desayuno en la mesa. Pero lo que
más le llamó la atención fue un
precioso par de patucos de bebé.
Los
tomó con cuidado. Eran amarillos y muy suaves.
«Porque
dijiste que aún
no tenías un
par. Te quiero, Damon»,
decía la tarjeta que
había dejado sobre la mesa.
Se
sentó en la silla con lágrimas en los
ojos.
–No
debería quererte tanto –susurró ella con
emoción.
Pero
no podía evitarlo. Sabía que estaban
hechos el uno para el otro y lo necesitaba para ser feliz.
Esa
mañana fue la primera de un nuevo ritual
de conquista que estaba consiguiendo enamorarla más aún.
Al día
siguiente, cuando salió de la cama, se encontró
con otro
regalo. Era un libro
sobre el cuidado del bebé.
Otra
mañana, le dejó un par de conjuntos al lado del desayuno. Uno rosa y otro azul.
«Por
si acaso», había escrito Damon.
Cuando
fue al salón al día siguiente, no se encontró ningún regalo, pero
sí una nota. En ella le decía que tenía una
sorpresa para ella en la
habitación de invitados.
Entusiasmada,
fue hacia allí.
Al
abrir la puerta, vio que estaba
llena de cosas para el bebé. Había
una silla de paseo, una cuna que ya estaba montada, un columpio, varios
juguetes, un cambiador…
No
entendía cómo podía haber llenado esa
habitación sin que ella se diera cuenta.
Al
lado de la ventana había una
mecedora con una manta
amarilla sobre uno de
los reposabrazos. Fue hasta allí y la
tocó. Se sentó después en
ella y miró a su alrededor.
Durante
los dos últimos días, se había sentido algo más cansada, pero no le había
dicho nada Damon. No quería preocuparlo.
Él se
esforzaba mucho por hacer
que cada día fuera
especial.
Era esa noche cuando habían quedado con sus amigos
y su madre. Damon había
conseguido con sus atenciones y
su cariño que se sintiera mucho más
fuerte y le costaba pensar que esas personas pudieran decir
o hacer algo que enturbiaran su felicidad.
Damon
quería casarse con ella y creía que nada
más importaba.
Cuando
llegó la hora de prepararse para la
cena, fue al armario y trató de
encontrar la ropa perfecta para esa
velada. Le preocupaba llevar algo que fuera demasiado sexy. No podía quitarse la cabeza que esas personas tenían una opinión muy baja de ella.
Le
entraron ganas de llevar algo muy modesto y conservador, pero
le molestaba dejarse influenciar
por lo que otros pensaran de ella.
Seguía frente al armario cuando Damon se le acercó
por detrás y la abrazó. Se estremeció al sentir que mordisqueaba su cuello. Suspiró,
encantada con sus atenciones.
–¿Por
qué estas aquí mirando tu ropa con la
vista pérdida? –le preguntó él.
Se dio
la vuelta para abrazarlo y lo besó.
–Has
vuelto muy pronto hoy.
–Estaba
deseando verte.
–No sé
qué ponerme para la cena.
Quiero llevar algo con lo que no parezca
la mujerzuela que creen que soy.
Damon
la miró comprensivo. La apartó del armario y fue con ella a la cama. Se
sentaron y la abrazó.
–Te
pongas lo que te pongas, estarás
preciosa –le dijo Damon–. Deja de
preocuparte tanto.
–Lo sé. Sé que es absurdo, pero no puedo evitarlo. Estoy muy nerviosa.
–No
quiero que te preocupes, Elena. El pasado
es el pasado. Te perdono. Y si yo te he perdonado, ellos deberían ser
capaces de hacer lo mismo.
Se
quedó inmóvil al oírlo y sintió
un gran dolor en su pecho.
Damon
la perdonaba por algo que no había
hecho. Le costó no estallar
al oírlo. Sabía que Damon no estaba tratando de hacerle daño y estaba
segura de que no tenía
ni idea de cuánto dolor le habían
producido sus palabras.
–Los
dos cometimos errores. También tengo yo
parte de la culpa. Lo importante es que no permitamos que algo
así vuelva a ocurrir –le dijo Damon.
Ella asintió
con la cabeza. No se atrevía a hablar y tampoco sabía qué decirle.
Cerró los ojos y lo abrazó. Damon pensaba que estaba así por culpa de la
cena. Dejó que la consolara sin decirle
que eran sus palabras las que más daño le habían hecho.
Damon
fue al armario y, pocos segundos
después, sacó un precioso vestido azul oscuro.
Se lo enseñó y sonrió.
–Este
te quedaría fenomenal.
Cerró los ojos. Él la había perdonado. Le entraron ganas de llorar.
Creía que
debería ser ella quien lo perdonara y no al revés.
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