–Me resulta extraño no tener jardín –dijo Bonnie,
hablando acerca de las diferencias de su vida
ahora que vivía en el edificio Bell Town con Damon–. Y ya
no tengo que ir a la lavandería –añadió al
tiempo que salía del ascensor en la planta decimonovena–.
Eso está muy bien.
Bonnie rió.
–No. –Recorrieron el pasillo hasta la última puerta a la
izquierda–. Vienen a buscarla y después
nos la traen limpia y planchada.
–¿También la ropa interior?
–Sí.
–No sé si me gustaría que alguien tocase mis bragas –dijo
Elena mientras Bonnie abría la puerta.
Al menos, ningún extraño, pensó al entrar en el piso,
deteniéndose al instante. La visión del
espectacular ventanal hizo que Elena se detuviera y
dejase de pensar en gente extraña toqueteando
sus tangas. El ventanal iba del suelo al techo y ocupaba
toda una pared. Más allá de los tejados de
los edificios, podía ver los barcos que recorrían la
bahía Elliot. En la estancia había un sofá azul
oscuro, sillas y un par de mesillas de acero y cristal.
La habitación no tenía aristas y había grandes
plantas dentro de tiestos de acero inoxidable. A su
izquierda, los Devils jugando contra Long Island
en una gran pantalla de televisión, mientras Dave Mathews
sonaba en el equipo de música.
Damon estaba en la cocina abierta, separada del salón por
una columna de granito. Los armarios
que había tras él tenían las puertas de cristal con
tiradores cromados. Los electrodomésticos, de
acero inoxidable, eran de líneas modernas. Damon apretó
un botón del mando a distancia y la música
cesó. Sonrió y se formaron unas pequeñas arrugas en las
comisuras de sus ojos.
–Estás muy guapa, Bonnie.
Bonnie dejó sus bolsas en el suelo y arrojó el abrigo
sobre el sofá. Se puso a dar vueltas alrededor
de su hermano y dijo:
–Tengo el aspecto de una chica de veintiún años.
–No tantos. –Damon se volvió sonriendo hacia Elena y, de
nuevo, ésta sintió su magnetismo,
atrayéndola con una fuerza superior a todos sus reparos–.
¿Te apetece una cerveza?
–No, gracias –respondió Elena–. No bebo cerveza. –Dejó el
maletín y el abrigo sobre el sofá.
–¿Alguna otra cosa?
–Un poco de agua estaría bien.
–Yo me tomaré la cerveza de Elena –dijo Bonnie con
inocencia.
–En cuanto cumplas los veintiuno –repuso Damon mientras
sacaba una botella de agua de la nevera
de acero inoxidable.
–Me apuesto lo que quieras a que bebías alcohol antes de
los veintiuno –dijo Bonnie.
–Claro, y mira en lo que me he convertido. –Damon cerró
la puerta con el pie y señaló hacia Elena
con la botella–. Y tú no digas nada.
–No pensaba hacerlo. –Elena caminó por la estancia y se
detuvo entre dos taburetes de piel gris
con las patas de aluminio.
–Muy bien. –Damon puso un par de cubitos de hielo en un
vaso y vertió agua de la botella. Se había
107
subido las mangas del jersey color pastel, y la camiseta
blanca asomaba por el cuello de pico.
Llevaba su Rolex de oro y unos pantalones color verde
oliva–. Porque dispongo de suculenta
información con la que podría chantajearte.
Sabía que ella se había excitado muchísimo cuando la
había besado y que no le gustaba llevar
sujetador.
–Pues no conoces la información verdaderamente suculenta.
–¿Verdaderamente suculenta? –preguntó él con una sonrisa.
Era información que le habría dejado a cuadros, pero ella
le rezaba a Dios para que nunca
llegase a imaginarlo. Él nunca sabría que ella era
Bomboncito de Miel.
–¿Qué información? –preguntó Bonnie sentándose al lado de
Elena.
–Que pertenezco a un grupo de scouts –respondió Elena.
Damon enarcó una ceja con expresión de incredulidad y
dejó el vaso en la mesa.
–Bueno, pertenecí -puntualizó Elena.
–Y yo –apuntó Bonnie–. Todavía conservo todos mis
parches.
–Yo nunca fui Boy Scout –intervino Damon.
Bonnie puso los ojos en blanco.
–Vaya.
Damon miró a su hermana como si pensase decirle algo pero
en el último segundo decidiera no
hacerlo. Volvió a meter el agua en la nevera y dejó una
bandeja de pechugas de pollo marinadas en
la encimera.
–¿Puedo ayudarte en algo? –preguntó Elena.
Tras abrir un cajón, Damon sacó un tenedor y le dio la
vuelta a las pechugas.
–Tú siéntate y relájate.
–Te ayudaré yo –se ofreció su hermana bajándose del
taburete.
Él alzó la vista y dirigió a Bonnie una mirada cálida,
Elena sintió que el corazón le latía de un
modo que poco tenía que ver con el deseo que sentía por
Damon y sí con el hecho de apreciar el lado
cariñoso y amable de Damon Salvatore.
–Eso estaría bien. Gracias. Echa la pasta en agua
hirviendo.
Bonnie rodeó la barra y fue hasta donde se encontraba
Damon, junto a la cocina. Sacó una caja roja
de uno de los armarios y después el medidor de agua.
–Dos tazas de agua –leyó en voz alta–. Y una cucharada de
mantequilla.
–Cuando Bonnie era pequeña –dijo Damon cuando ella se
volvió–, decía «guagua» en lugar de agua.
–¿Cómo lo sabes? –preguntó Bonnie mientras calculaba la
cantidad de agua.
–Te lo oí decir una vez que fui de visita cuando mi padre
aún vivía. Debías de tener unos dos
años.
–Era muy mona de pequeñita.
–No tenías pelo.
Bonnie vertió el agua en una cazuela.
108
-¿Y qué?
Damon alzó la mano y le revolvió el pelo a su hermana.
–Parecías un monito.
–¡Damon! –Bonnie dejó la cazuela sobre el fogón y se
peinó con la mano,
Damon soltó una carcajada.
–Eras una monita muy mona.
–Bueno, eso está mejor. –Bonnie se volvió y añadió la
mantequilla- Estás celoso porque tú
parecías un Teletubby.
–¿Qué es un Teletubby?
–¡Oh, Dios mío! ¿No sabes lo que es un Teletubby? –Bonnie
meneó la cabeza, azorada ante la
ignorancia de su hermano.
–No. –Damon frunció el entrecejo al tiempo que se volvía
hacia Elena–. ¿Tú lo sabes?
–Por desgracia, sí. Es un programa de televisión para
niños. Yo sólo lo he visto una vez, y por lo
que pude comprobar, los Teletubbies se limitan a dar
vueltas por Teletubbylandia balbuceando.
–Y tienen una pantalla en la barriga –dijo Bonnie.
Damon abrió la boca, sorprendido; parecía como si le
hubiese sobrevenido un repentino dolor de
cabeza sólo de imaginarlo.
–¿Estás bromeando?
–No. –Elena negó con la cabeza–. Y, en mi defensa, tengo
que decir que sé quiénes son porque
hace unos años Jerry Falwell alertó a los padres de que
en Teletubbylandia había un mensaje
homosexual encubierto. Al parecer, Tinky Winky es de
color violeta y lleva un bolso rosa.
–¿Tinky Winky? –Damon se volvió muy despacio hacia su
hermana–. Dios del cielo. Y te burlas de
mí porque me gusta mirar los partidos de hockey.
–No es lo mismo. Que tú mires partidos de hockey es como
si yo mirase clases del instituto por
la tele.
No dejaba de tener razón. Damon, por lo visto, también
apreciaba la lógica de su afirmación, pues
se encogió de hombros.
–No puedo creer que veas cosas como los Telebellies esos
–dijo, pero al mismo tiempo cogió el
mando a distancia y apagó la tele.
–Teletubbies –lo corrigió Bonnie–. Cuando voy a casa de
Hanna pone las cintas de vídeo para su
hermanito de dos años. Él queda hipnotizado y así podemos
pintarnos las uñas.
–¿Hanna?
–La chica que vive en el tercero. Ya te he hablado de
ella.
–Ah, sí. Había olvidado su nombre. –Una vez que Damon
sacó las verduras humeantes, se volvió
hacia los fogones y puso a calentar el pollo.
–Precisamente, voy a ir al cine con ella después de
comer.
–¿Quieres que os lleve?
–No.
Damon tenía una gracia innata para todo lo que hacía, ya
fuese detener un disparo a puerta o darle
109
la vuelta a las pechugas de pollo en el fuego. Sus
movimientos eran tan armoniosos que observarlo
resultaba fascinante. Casi tanto como ver el modo en que
su culo llenaba los pantalones. El jersey le
llegaba justo por debajo de la cintura y justo por encima
de la etiqueta de los bolsillos traseros.
Elena oyó hablar a Damon y a su hermana acerca de lo que
habían estado haciendo, todo lo que ella
había comprado y sus planes para más tarde. Elena sabía,
gracias a las conversaciones que había
mantenido con Damon, que éste no creía que estuviese
haciendo un buen trabajo con Bonnie. Al verlos
juntos, Elena no estaba tan segura de que en efecto fuese
así. Parecían llevarse muy bien. Eran una
familia. Quizá no la familia ideal, pero familia al fin y
al cabo. Allí estaban, en la cocina,
preparando la comida, intentando incluir a Elena, pero
aun así un poco distantes. Bonnie con aquellos
ceñidos vaqueros que llevaba cuando Elena pasó a buscarla
por la mañana, y Damon con aquellos
pantalones que le quedaban como un guante.
Damon movió el pollo y Bonnie le habló de los diferentes
diseñadores de los que Caroline le había
estado hablando.
–Espero que, finalmente, te compres unos téjanos que no
te vayan tan ajustados –dijo mientras
se ocupaba de las verduras.
Bonnie le miró por encima del hombro, sus ojos azules
tenían un leve deje estrábico.
Tal vez si Damon se hubiese percatado de la mueca de su
hermana, se habría dado cuenta que Bonnie
se tomaba en serio sus palabras y no habría añadido:
–Esos pantalones te van tan ceñidos que es un milagro que
las costuras no hayan reventado.
Oh, oh.
–¡Qué simpaaaático! Yo no te digo si los pantalones te
van muy ajustados.
–Eso es porque no me van ajustados. No me gusta que me
aprieten el culo. –Finalmente, Damon
miró a su hermana–. ¿Qué es lo que te molesta tanto?
Bonnie abrió la boca, pero Elena habló por ella.
–Bonnie se ha comprado algunas cosas muy bonitas que le
quedan estupendamente. –Bueno,
excepto aquel cinturón con tachuelas–. Caroline la ha
ayudado a escoger. A mí no se me da muy
bien eso de la moda y los colores. Por eso visto siempre
de negro.
Damon se volvió hacia ella y apoyó el trasero en la
encimera.
–Pensaba que se debía a que eras la Reina de los
Condenados.
Ella lo miró a los ojos y frunció el entrecejo.
–No, chico duro –dijo volviendo a centrar la atención en
Bonnie–. La próxima vez iré a depilarme
a la cera, y tú vendrás conmigo. Antes me depilaba con
maquinilla, pero ahora me he pasado a la
cera. Duele como un demonio, te lo aseguro, pero merece
la pena.
–De acuerdo. –Bonnie le sonrió a su hermano–. ¿Podré
llevarme una de tus visas, Damon?
–No, maldita sea. –Cruzó los pies y los brazos–. Te
comprarías ocho kilos de chucherías y
alguno de esos horribles discos de Britne Spears.
Bonnie volvía a estar radiante.
–Eso sólo pasó una vez, y no fueron ocho kilos. Y no
compré ningún disco horrible.
–Dos. Todo ese azúcar es malo para ti, y escuchar a
Britney Spears vuelve a uno estúpido. –La
tensión se palpaba en el ambiente, aunque Damon parecía
no darse cuenta. O eso, o era muy hábil para
pasarlo por alto. Se volvió para echar un vistazo a la
comida–. Un día, si aún conserva todos tus
dientes y tu cerebro no se ha hecho fosfatina por culpa
de Britney, me darás las gracias.
110
Por la cara que puso Bonnie, ese día iba a tardar una
eternidad en llegar.
Cuando se sentaron a la mesa del comedor, Bonnie había
enmudecido. A pesar de haber sido
también una adolescente, Elena no había tenido hermano
alguno que le dijese que le iba demasiado
ceñido el pantalón o que la música que escuchaba era una
porquería. Sólo había dispuesto de un
padre que solía sacarla de quicio y humillarla
sencillamente por ser una mujer.
Damon se sentó a un extremo de la mesa, y Elena y Bonnie
a los lados. Había sendos vasos de leche
junto a los tres platos, a pesar de que Elena había dicho
a Damon que no bebía leche. Nadie le había
servido leche a la hora de la comida desde que estudiaba
en la escuela primaria, pensó mientras
colocaba su servilleta en el regazo. Muchos hombres
habían intentado que bebiese alcohol, pero
ninguno que bebiera leche.
Damon no sólo se las había ingeniado para conseguir que
lo que había cocinado tuviese buena
pinta, sino que también tenía buen sabor. Así pues ¿
existía un tipo tan bien parecido como para
comérselo y capaz de cocinar bien? De no haber sido por
su colección de Barbies, y por obligarle a
beber leche, habría sido demasiado bueno para ser verdad.
–El pollo está genial –dijo Elena.
–Gracias. El secreto está en el zumo de naranja.
–¿Has hecho tú la salsa?
–Claro, el asunto...
–¿Sabéis una cosa? –lo interrumpió Bonnie–. Los delfines
son los únicos mamíferos, aparte de
los humanos, que hacen el amor por placer.
Damon frunció el entrecejo y miró a su hermana. Bonnie
estaba intentando molestarlo adrede, y Elena
quería oír su respuesta, para comprobar si se había
irritado y reaccionaba como ella deseaba que lo
hiciese.
–¿Dónde has oído eso? –le preguntó.
–Me lo dijo la profesora de biología. Y un chico que
había ido a Disney World, y que había
nadado con los delfines, dijo que realmente estaban muy
cachondos.
–No recuerdo haber oído nada de delfines cachondos cuando
iba al colegio. Nos limitábamos a
diseccionar ranas –dijo Damon. Se volvió hacia Elena y
añadió–: Me siento estafado. ¿Y tú, Elena?
¿Tuviste que aprender algo sobre delfines cachondos?
Elena negó con la cabeza e intentó no sonreír.
–No, pero en el Discovery Channel vi un reportaje en el
que afirmaban haber encontrado monos
homosexuales en África. Así que, sin duda, algunas
especies de monos también se enrollan por
placer.
Damon enarcó las cejas.
–¿Monos homosexuales? ¿Cómo lo han descubierto?
Elena rió meneando la cabeza. Él también sonrió y se le
formaron unas pequeñas arrugas en las
comisuras de los ojos.
–¿Llevaban gafas de montura negra y pijamas con vaquitas?
–No empieces otra vez.
–¿De qué habláis? –quiso saber Bonnie.
–Cree que mis gafas son horrorosas –repuso Elena con una
sonrisa.
111
–Y tus pijamas.
–¿Cómo sabes qué pijamas lleva?
Damon miró a su hermana.
–La pillé en el pasillo del hotel de Phoenix con el más
espantoso pijama de vaquitas que puedas
imaginar.
-Quería algo de chocolate –explicó Elena–. Creía que
todos los jugadores ya estaban en sus
habitaciones.
–Damon no sabe lo que significa necesitar chocolate.
–Bonnie puso los ojos en blanco–. Sólo come
cosas sanas.
–Mi cuerpo es un templo –dijo él tras pinchar un buen
trozo de coliflor.
–Y cualquier mujer con las piernas largas y un buen par
de melones merece que la adoren –
apuntó Elena, arrepintiéndose de inmediato.
Bonnie se echó a reír.
Damon sonrió.
Elena cambió de tema antes de que él pudiese hacer algún
comentario.
–¿Quién es la señora Jackson?
–La vieja que se queda conmigo cuando Damon está de viaje
–respondió Bonnie.
–Gloria Jackson es una profesora retirada –aclaró Damon–,
una mujer muy agradable.
–Es vieja. –dijo Bonnie–. También come muy despacio.
–Ahí lo tienes, ésa sí que es una buena razón para
odiarla.
–No odio a Gloria. Lo que pasa es que creo que no
necesito una canguro.
Damon soltó un suspiro de exasperación, como si hubiesen
hablado de ese tema con anterioridad, lo
que de hecho había ocurrido varias veces. Cogió su vaso
de leche y bebió un buen trago. Cuando
volvió a dejarlo sobre la mesa, apareció sobre su labio
un bigote blanco que él no tardó en limpiar
con la lengua.
–¿Por qué no te bebes la leche? –le preguntó a Elena.
–Ya te he dicho que no me gusta la leche.
–Lo sé, pero necesitas calcio. Es bueno para los huesos.
–No me digas que estás preocupado por mis huesos...
–Preocupado, no. –Damon esbozó una atractiva sonrisa–.
Sólo siento curiosidad.
Sus palabras, así como aquella mirada, se metieron dentro
de Elena, calentando puntos de su
cuerpo que era mejor dejar enfriar.
–Será mejor que te la bebas, Elena –le advirtió Bonnie,
manteniéndose al margen de las
insinuaciones sexuales que estaban intercambiando los
adultos–. Damon siempre consigue lo que
quiere.
–¿Siempre? –preguntó Elena.
–No. –Damon negó con la cabeza–. No siempre.
–La mayoría de las veces –insistió Bonnie.
112
–No me gusta perder. –Damon deslizó la mirada hasta la
boca de Elena–. Quiero conseguir todo lo
que me propongo.
Elena miró a Bonnie, que estaba ocupada intentando
pinchar un trozo de brécol.
–¿Cueste lo que cueste? –preguntó, y volvió a mirar a
Damon.
–Sin duda.
–¿Y qué hay de la sutileza?
–Depende de las probabilidades. –Damon la miró a los
ojos–. A veces me veo obligado a jugar
sucio.
–¿Obligado?
Damon esbozó una sonrisa maliciosa.
–A veces me gusta jugar sucio.
Sí, Elena sabía algo de eso. Le había visto golpear con
el stick y trabar los patines de los
contrarios y echar mano de su fuerza en la portería. Pero
sabía que no estaba hablando de hockey.
Bonnie irrumpió la conversación cambiando de tema.
–¿Cuándo podré sacarme el carné de conducir?
Los dos adultos la miraron, entonces Damon se retrepó en
su silla y Elena recuperó en parte la
serenidad.
–No eres lo bastante mayor.
–Sí lo soy. Tengo dieciséis años.
–Cuando tengas dieciocho.
–No, Damon. –Bonnie bebió un trago de leche y dejó el
vaso sobre el plato vacío–. Quiero un
Volkswagen New Beetle. Puedo comprarlo con mi dinero.
–No podrás disponer de tu dinero hasta que cumplas
veintiuno.
–Trabajaré –dijo Bonnie, recogiendo su plato y sus
cubiertos y llevándolos a la cocina.
–Hoy tiene uno de esos días –masculló Damon.
–Está enfadada porque le has dicho que los vaqueros le
van demasiado ajustados.
–Es que es así.
Elena cogió la servilleta y la dejó sobre la mesa.
–No creo que ése sea su problema. Caroline le aconsejó
que se comprase ese tipo de ropa.
–Ha sido muy amable de tu parte, y de la de tu amiga,
pasar el sábado de compras con mi
hermana –dijo Damon mientras ambos observaban a Bonnie
salir de la cocina y recorrer el pasillo
camino de su habitación– No puedo imaginar nada peor. –Deslizó
su mano bajo la de Elena y estudio
sus dedos.
–Caroline se encargó de todo. –Su mano parecía pequeña y
pálida junto a la cálida mano de Damon,
y de repente sintió una opresión en el pecho–. Yo no
tengo ni idea de combinar los colores, por eso
casi siempre visto de negro.
–Y a veces de rojo –dijo Damon. Muy despacio, recorrió
con la mirada la muñeca de Elena, el brazo
y el hombro hasta llegar a la boca una vez más. Se
inclinó hacia ella, y con voz grave añadió–: Te
queda muy bien el rojo. Pero creo que ya hablamos en una
ocasión de ese pequeño vestido tuyo.
113
–¿El que te hipnotizó y te obligó a besarme? –preguntó
ella, que de pronto sintió un nudo en el
estómago.
–He llegado a la conclusión de que no fue el vestido,
sino la mujer que iba dentro de él. –Le
acarició la mano con el pulgar–. Tienes una piel muy
suave.
Elena posó la mano libre sobre el estómago, pues sentía
un poderoso cosquilleo en esa zona de su
cuerpo.
–Soy una chica.
–Ya me he dado cuenta. Incluso cuando no he querido darme
cuenta. En todo momento soy
consciente de tu presencia, Elena, ya sea cuando vas
sentada en la parte trasera del avión o del
autobús, o al entrar en el vestuario después del partido,
dispuesta a enfrentarte con un puñado de
tipos que son el doble de altos que tú...
–Probablemente porque soy la única mujer entre treinta
hombres –dijo ella con una sonrisa
nerviosa–. Resulta difícil no fijarse.
–Tal vez fue así al principio. –Él contempló su pelo y su
cara–. Miraba alrededor y te veía, y me
sorprendía una y otra vez, porque se suponía que no
tenías que estar allí. –Bajó la vista–. Ahora te
busco.
Aunque aquellas palabras le hicieron latir con fuerza el
corazón, a Elena le costaba tomarlas en
serio.
–Creía que no querías que viajase con el equipo.
–Es cierto. –Damon se puso en pie y comenzó a recoger los
platos y le cubiertos–. Y sigo sin
quererlo.
Elena recogió los vasos y lo siguió a la cocina.
–¿Por qué? Te dije que no estaba interesada en los
chismes que contaba el libro. –Y no lo
estaba. «Bomboncito de Miel» era una fantasía erótica. Su
fantasía erótica.
Damon lo dejó todo en el fregadero y, en lugar de
responder, vació de un trago el vaso de leche de
Elena.
–¿Por qué no quieres que viaje con el equipo? –preguntó
Elena.
Damon clavó en ella sus ojos azules mientras limpiaba con
la lengua los restos de leche que le había
quedado en el labio. Elena sentía que su respuesta era
muy importante. Para ella. Porque, aunque
deseaba que no ocurriera, y a pesar de lo mucho que se
esforzaba por evitarlo, se estaba
enamorando de Damon. Cuanto más se resistía, más empujaba
la fuerza del amor.
–Me voy –anunció Bonnie entrando en la cocina.
Por unos segundos Damon siguió mirando fijamente a Elena
antes de volver la cabeza hacia su
hermana.
–¿Necesitas dinero? –le preguntó dejando el vaso en el
fregadero.
–Tengo veinte dólares. Creo que será suficiente. –Bonnie
se encogió de hombros y se apartó el
pelo del cuello–. Tal vez pase la noche en casa de Hanna.
Aunque tendrá que preguntárselo a su
madre.
–Sea como sea, dímelo.
–Lo haré. –Bonnie cerró la cremallera de la cazadora y se
despidió de Elena. Mientras ésta miraba
a Damon caminar junto a su hermana hacia la puerta, su
vista se posó en el maletín y recordó por qué
había acudido al piso de Damon. Tal vez se sentían
atraídos el uno por el otro, pero eran profesionales
114
y ella tenía trabajo que hacer. Sabía que no era su tipo
de mujer, y además no quería enamorarse de
un hombre que podría romperle el corazón como quien parte
una barra de pan.
Fue hacia el sofá de la sala de estar. Abrió el maletín y
sacó un bloc de notas y su grabadora.
Elena no deseaba que le rompiesen el corazón. No quería
enamorarse de Damon Salvatore, pero cada
latido de su corazón le decía que ya era demasiado tarde
para echarse atrás.
Cuando él cerró la puerta una vez que Bonnie hubo salido,
Elena lo miró.
–¿Preparado para la contienda? –preguntó.
–¿Es la hora?
–Sí. –Elena sacó un bolígrafo de su maletín.
Fue hacia ella, cubriendo con un par de zancadas la
distancia que los separaba. ¿Qué había en su
manera de caminar hacia ella, en su manera de mirarla con
aquellos hermosos ojos azules, que la
fundía de arriba abajo como si fuese de mantequilla?
–¿Dónde quieres que lo hagamos? –preguntó.
–Bueno, ésa es la
cuestión –respondió él con una sonrisa cálida y sexy.
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