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BIENVENIDOS A TOD@S A ESTE BLOG, ESPERO QUE DISFRUTÉIS LEYENDO LAS ADAPTACIONES DE CRÓNICAS VAMPÍRICAS.

COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


GRACIAS

20 septiembre 2013

Al azar Capitulo 02


–¿Qué has dicho? –preguntó Caroline Forbes cuando se disponía a llevarse a la boca un trozo de
pollo.

–Voy a encargarme de escribir las crónicas de los partidos de los Vampires. Viajaré con ellos –
repitió Elena atendiendo a la amistad que las unía desde la infancia.

–¿El equipo de hockey?



Caroline trabajaba en Nordstrom's vendiendo aquello de lo cual era una completa adicta:
zapatos. A primera vista, Elena y ella eran diametralmente opuestas. Era alta, rubia, de ojos azules,
poco menos que un anuncio andante de belleza y buen gusto. Y sus caracteres tampoco eran muy
parecidos. Elena era introvertida, en tanto que Caroline no se guardaba en el tintero ningún
pensamiento o emoción. Elena compraba por catálogo. Caroline consideraba los catálogos una
herramienta del Demonio.

–Sí, por eso estoy en esta parte de la ciudad. He venido a encontrarme con el dueño del equipo.

Aquellas dos amigas eran como el fuego y el hielo, como la noche y el día, pero compartían
experiencias y un pasado que las mantenía profundamente unidas.

La madre de Caroline se había fugado con un camionero y había ido apareciendo y
desapareciendo de su vida cada cierto tiempo. Elena había crecido sin madre. Las dos chicas habían
vivido puerta con puerta en Tacoma, en el mismo desolado bloque de apartamentos. Eran pobres.
No tenían donde caerse muertas. Ambas sabían lo que era acudir a la escuela calzando zapatos de
lona cuando los demás los llevaban de cuero.

Las dos habían crecido, y cada una se enfrentaba al pasado a su manera. Elena cuidaba del dinero
como si siempre se tratase del último cheque de su vida, en tanto que Caroline derrochaba ingentes
cantidades en zapatos de marca, como si fuese Imelda Marcos.
Caroline dejó el tenedor junto al plato y se llevó una mano al pecho.

–¿Tienes que viajar con los Vampires y entrevistar a los jugadores mientras se desnudan?
Elena asintió y repuso, mientras pinchaba unos macarrones con queso:
 

–En el mejor de los casos, no se quitarán los calzoncillos hasta que yo esté fuera del vestuario.

–Estás de broma, ¿verdad? ¿Qué otra razón podría haber, aparte de ver tíos en pelotas, para
entrar en un vestuario maloliente?

–Entrevistarlos para el periódico.

Como ya los había visto a todos esa misma mañana, estaba empezando a sentir un tanto de
aprensión. A su lado, teniendo presente que ella medía metro cincuenta y cinco, parecían gigantes.

–¿Crees que se darían cuenta si sacases algunas fotografías?

–Sin duda. –Elena rió–. No son tan tontos como podría pensarse.

–Pues la verdad es que no me importaría ver a unos cuantos jugadores de hockey desnudos.

Y una vez que los había visto a todos, verlos desnudos era un aspecto del trabajo que le
preocupaba. Tenía que viajar con esos hombres. Sentarse con ellos en el avión. No quería saber
cómo eran sin ropa. A ella sólo le gustaba estar cerca de un hombre desnudo cuando los dos lo
estaban. Y si bien para ganarse el pan escribía acerca de explícitas fantasías sexuales, en su vida
cotidiana no se sentía cómoda ante la desnudez descarada. No era como la mujer que escribía acerca
de relaciones y citas amorosas en la columna del Times. Y, en ningún caso, se parecía a
Bomboncito de Miel.
Elena Gilbert era una impostora.

–Ya que no podrás sacar fotos –dijo Caroline mientras pinchaba un pedazo de pollo de su
ensalada oriental–, toma notas para mí.

–Eso no es ético en un montón de sentidos –repuso Elena, y entonces recordó el ofrecimiento de
Damon Salvatore de «mear» en su café y se dijo que, en esta ocasión, podría dejar de lado la ética–. Le
he visto el culo a Damon Salvatore.

–¿Al natural?

–Como su madre le trajo al mundo.
Caroline se inclinó hacia delante.

–¿Cómo es?


–Está bien. –Elena recordó sus esculturales hombros y su espalda, la marca de su columna
vertebral, y la toalla deslizándose hasta sus pies, mostrando la redonda perfección de sus nalgas–.
Muy bien, de hecho.

No podía negarlo, Damon era un hombre hermoso, pero por desgracia su personalidad dejaba
mucho que desear.

–Joder –suspiró Caroline–, ¿por qué no habré terminado la carrera? ¿Podría conseguir un trabajo
como el tuyo?

–Demasiadas fiestas.

–Oh, sí. –Caroline permaneció en silencio durante unos segundos, después sonrió–. Lo que
necesitas es una ayudante. ¿Por qué no me contratas?

–El periódico no pagaría a una ayudante.

–Vaya rollo. –La sonrisa desapareció del rostro de Caroline, cuya mirada descendió hasta la
chaqueta de su amiga–. Tendrás que comprarte ropa nueva.

–Ya lo he hecho –dijo Elena antes de llevarse un trocito de queso a la boca.


–Cuando digo nueva me refiero a algo más atractivo. Siempre vas de negro o gris. La gente no
tardará en preguntarse si estás deprimida.

–No estoy deprimida.

–Tal vez no, pero deberías vestir algo con un poco de color. Rojos y verdes, especialmente. Vas
a viajar durante toda la temporada con tipos grandes inflados de testosterona. Es la oportunidad
perfecta para hacer que uno de ellos se fije en ti.

Elena viajaría por trabajo. No quería atraer la atención de nadie. Especialmente de jugadores de
hockey. Especialmente si todos eran como Damon Salvatore. Cuando declinó su oferta referente al
café, casi se echó a reír. Casi. En lugar de ello, dijo: «Si cambias de opinión, házmelo saber.» Sólo
que no había dicho «saber», sino «sabeg». Era un gilipollas, y no había perdido del todo su acento
canadiense. Lo último que quería o necesitaba era llamar la atención de tipos como él. Reflexionó
en su propio aspecto, en sus pantalones negros y su chaqueta negra y su blusa gris. Le pareció que
tenía buena pinta.

–Es de J. Crew.

Caroline abrió desmesuradamente sus ojos azules. Elena sabía qué diría a continuación: que J.
Crew no era Donna Karan.

–Exacto. ¿Del catálogo?

–Por supuesto.

–Y negro.

–Ya sabes que soy daltónica.

–No eres daltónica. Lo que pasa es que no distingues qué colores casan.

–Es cierto.

Por eso le gustaba el color negro. Tenía buen aspecto vestida de negro, y además no corría el
riesgo de desentonar.

–Tienes un cuerpo menudo muy bonito, Elena. Tendrías que explotarlo, enseñarlo. Ven conmigo
a Nordy's y te ayudaré a escoger algunas cosas.

–Ni hablar. La última vez que te dejé escoger mi ropa, empecé a parecerme a Greg Brady, sólo
que menos guay.

–Eso fue en sexto curso, y teníamos que ir a Goodwill para comprar ropa. Ahora somos mayores
y tenemos dinero. Al menos, tú lo tienes.

Sí, y también tenía un plan para invertirlo. Había pensado en un nidito de amor. O sea, nada de
ropa de marca, sino en comprar una casa.

–Me gusta la ropa que llevo –dijo como si no hubiesen hablado de ello unas mil veces antes de
ese día.

Caroline puso los ojos en blanco y cambió de tema.

–He conocido a un tipo.

Menuda novedad. Desde que había pasado la frontera de los treinta la última primavera, el reloj
biológico de Caroline parecía haberse puesto en marcha y ella no podía dejar de pensar que sus
óvulos se estaban marchitando. Resolvió que era el momento de casarse, y como no deseaba
mantener a Elena al margen, llegó a la conclusión de que las dos tenían que casarse. Pero el plan de
Caroline entrañaba un problema. Elena estaba convencida de que era una especie de imán que atraía
a tíos dispuestos a romperle el corazón y tratarla mal, y de que los únicos hombres capaces de excitarla y ponerla a tono eran los gilipollas, por lo que había decidido comprarse un gato y
encerrarse en casa. Pero estaba atrapada en un callejón sin salida. Si se encerraba en casa, no sacaría
de ningún lado nuevo material para su columna «Soltera en la ciudad».

–Tiene un amigo –añadió Caroline.

–El último «amigo» con el que me citaste conducía una furgoneta estilo asesino en serie con un
sofá en la parte trasera.

–Lo sé, y no le hizo mucha gracia leer su historia en tu columna del Times.

–Peor para él. Era uno de esos tipos que da por supuesto que porque escribo la columna estoy
desesperada y soy una cachonda.

–Esta vez será diferente.

–No.

–Tal vez le gustes.

–Ése es el problema. Si le gusto, sé que me tratará como una mierda y después me dará una
patada en el culo.

–Elena, rara vez le das a alguien la oportunidad de que te dé una patada en el culo. Siempre tienes
un pie en la puerta, esperando encontrar la excusa adecuada para largarte.
Caroline no era la más adecuada para reprocharle nada en ese sentido. Ella despachaba a los
chicos por ser demasiado perfectos.

–No has salido con nadie desde Vínny –dijo Caroline.

–Sí, y mira cómo me fue.

Le había sacado dinero para comprarle regalos a otra mujer. Por lo que ella sabía, lencería
barata. Elena odiaba la lencería barata.

–Míralo por el lado bueno –dijo Caroline–. Después de librarte de él, estabas tan afectada que
blanqueaste los azulejos del cuarto de baño.

Era un detalle triste de la vida de Elena, pero cuando sufría un desengaño amoroso y se sentía
deprimida, se ponía a limpiar con saña. Cuando estaba contenta en cambio, tenía cierta tendencia a
amontonar la ropa en el armario.

Después de comer, Elena dejó a Caroline en Nordstrom's y condujo hasta el Seattle Times. No
disponía de un escritorio propio en el periódico, pues su trabajo en éste se limitaba a escribir una
columna mensual. De hecho, en contadas ocasiones se aventuraba dentro de aquel edificio.

Había quedado en verse con el editor de deportes, Kirk Thornton, quien ni siquiera había tenido
que decirle a Elena lo mucho que le asustaba dejar el trabajo de Chris en sus manos. La recibió con
frialdad y le presentó a los otros tres cronistas deportivos, que no se mostraron más cálidos que
Kirk. A excepción de Jeff Noonan.

A pesar de que raramente pasaba por el Seattle Times, había oído hablar de Jeff Noonan. Las
mujeres de la plantilla lo llamaban «el Acosador», y era poco menos que un juicio por acoso sexual
andante. No sólo creía que el lugar adecuado para las mujeres era la cocina, sino que estaba
convencido de que, dentro de ésta, lo mejor era que se tumbasen sobre la mesa. Por el modo en que
la miró quedó claro que se la estaba imaginando desnuda, y le sonrió como si algo así pudiese
hacerla sentir halagada. La mirada que ella le dedicó daba a entender que antes que estar con él
prefería comer matarratas.


El BAC-111 despegó del aeropuerto de Seattle a las seis treinta y tres de la mañana. Pocos
minutos después, el reactor atravesaba la capa de nubes y viraba hacia la izquierda. El sol de la
mañana entró por las ventanillas ovaladas como si se tratase de los focos de un estadio. De repente,
las sombras fueron arrasadas bajo aquella luz brutal, y un buen número de jugadores de hockey
reclinaron sus asientos y se prepararon para las cuatro horas que duraba el vuelo. Un olor que era
mezcla de loción para después del afeitado y colonia invadió la cabina al tiempo que el avión
concluía el ascenso y adoptaba la horizontalidad.

Sin apartar los ojos de la hoja de itinerario que sostenía en su regazo, Elena alzó una mano para
regular el aire acondicionado que tenía encima de su cabeza. Estaba totalmente concentrada en la
agenda del equipo. Observó que, en algunas ocasiones los vuelos tenían prevista la hora de salida
justo después de los partidos, mientras que otras veces estaban programados para la mañana
siguiente. Pero a excepción de las horas de los vuelos, lo señalado en la agenda era siempre igual.
El equipo entrenaba invariablemente la víspera de cada partido y llevaba a cabo unos ejercicios
ligeros el día del mismo. Nunca variaba.

Dejó las hojas con el itinerario a un lado y cogió un ejemplar del Hockey News. La luz de la
mañana iluminó la sección de reportajes sobre los equipos de la NHL. Se detuvo a leer la columna
dedicada a los Vampires. El titular rezaba: «Su portería, la clave del éxito para los Vampires.»
Durante las últimas semanas, Elena había estudiado las estadísticas de la NHL. Se había
familiarizado con los nombres de los jugadores de los Vampires y con las posiciones en que
jugaban. Leyó todos los artículos relativos al equipo que pudo encontrar, pero seguía sin tenerlo
claro respecto al juego y los jugadores. No le quedaba más opción que lanzarse sin red, esperando
no partirse la crisma en el intento. Necesitaba el respeto y la confianza de aquellos hombres. Quería
que la tratasen como a un cronista deportivo cualquiera.

En su maletín llevaba dos libros de inestimable valor para ella: «Hockey para principiantes» y
«Los chicos malos del hockey». El primero explicaba los rudimentos del juego, en tanto que el
segundo hablaba del lado oscuro de éste y de los hombres que lo practicaban.

Sin alzar la cabeza, miró a lo largo del pasillo, unas filas de asientos más adelante. Observó la
hilera de luces de emergencia que recorría la moqueta azul y se detuvo en los mocasines de piel y
en los pantalones grises de Damon Salvatore. Desde la conversación que mantuvieron en el estadio
Key, había investigado con más interés su vida que la del resto de los jugadores.

Había nacido y crecido en Edmonton, Alberta, Canadá. Su padre era canadiense francófono y se
había divorciado de su madre cuando Damon acababa de cumplir los cinco años. Los Houston Oilers
habían elegido a Damon en la sexta posición del draft de la NHL a los diecinueve años. Había sido
traspasado a Detroit y, finalmente, a Seattle. Los datos más interesantes los proporcionaba el libro
«Los chicos malos del hockey», que le dedicaba cinco capítulos enteros. El libro explicaba con todo
detalle las andanzas del portero, de quien decía que tenía las manos tan rápidas dentro como fuera
de la pista. Las fotografías mostraban a un buen número de actrices y modelos entre sus brazos, y si
bien ninguna de ellas afirmaba haberse acostado con él, tampoco lo negaba.

Su mirada se posó en su enorme mano y sus largos dedos tamborileando sobre el brazo del
asiento. Su Rolex de oro asomaba por debajo de la manga de su camisa blanca con rayas azules. Se
fijó en sus hombros y en el perfil de sus altos pómulos y su recta nariz. Llevaba el pelo corto como
un gladiador dispuesto a entrar en combate. Aun cuando se diera por hecho que sólo la mitad de lo
que decía aquel libro debía de ser cierto, aun así Damon Salvatore había ido dejando un buen rastro de
mujeres en todas las ciudades por las que había pasado el equipo. A Elena le sorprendía que no
tuviese el aspecto de un agotado enfermo terminal.

Al igual que el resto de los jugadores, aquella mañana Damon tenía el aspecto de un hombre de
negocios o de un inversor financiero más que de un jugador de hockey. Ya en el aeropuerto, a Elena
le sorprendió ver a todos los miembros del equipo vestidos con traje y corbata como si se
dispusiesen a ir a la oficina.

Algo se interpuso en su ángulo de visión. Elena alzó la vista y topó con Jeremy Martillo Sutter. Con
la cabeza inclinada para no golpearse con el techo, parecía aún más temible de lo habitual. Elena
todavía no había memorizado las caras de los miembros de la plantilla, pero Jeremy era uno de esos
tipos que resultan inolvidables. Medía más de metro noventa, y pesaba cien kilos de puros músculos
intimidatorios. En esa época, lucía una tupida perilla y un ojo morado. Se había quitado la
americana y la corbata y arremangado la camisa. Su cabello castaño pedía a gritos un buen corte, y
llevaba una tira de esparadrapo en el puente de la nariz. Le echó un vistazo al maletín que Elena
había dejado en el asiento contiguo.

–¿Te importa si me siento aquí durante un rato?

Elena no quería admitirlo, pero siempre la habían puesto nerviosa los tipos muy corpulentos.
Ocupaban demasiado espacio y hacían que se sintiera pequeña y vulnerable.

–No..., no. –Cogió el maletín de piel y lo colocó en el suelo, entre sus pies.
Jeremy acomodó su anatomía en el asiento y señaló el periódico que Elena tenía en las manos.

–¿Has leído el artículo que escribí? Está en la página seis.

–Todavía no.

Elena buscó de inmediato la página seis y observó la foto de Jeremy Sutter durante un partido. Tenía
la cabeza del jugador contrario inmovilizada con una llave de judo y le estaba golpeando la cara.

–Ése soy yo dándole su merecido a Rasmussen en su temporada de novato –explicó Jeremy.
Elena lo miró de medio lado, fijándose en su ojo morado y su nariz rota.

–¿Por qué?

–Había metido tres goles.

–¿Acaso no es ése su trabajo?

–Claro, pero el mío era ponerle las cosas difíciles. –Jeremy se encogió de hombros–. Conseguir que
se pusiera nervioso cuando me viese acercarme.
Elena se dijo que lo más prudente era guardarse para sí las opiniones que le inspiraba el trabajo
de Jeremy.

–¿Qué le ha pasado a tu nariz? –preguntó.

–Pasó demasiado cerca de un stick. –Jeremy señaló al periódico–. ¿Qué opinas?

Echó un vistazo al artículo; parecía bastante bien escrito.

-¿Crees que atrapa al lector desde la entradilla?.

–¿La entradilla?

–Es como los periodistas denominan el principio.

Sabía lo que era una entradilla.

–«Soy algo más que un saco para calentar los puños» –leyó en voz alta– Pues sí, me ha
atrapado.
Jeremy sonrió, mostrando una hermosa y blanca hilera de dientes. Elena se preguntó cuántas veces
se los habrían arrancado y habría tenido que reponerlos.


 
–Me lo pasé muy bien escribiéndolo –dijo–. He pensado que, cuando me retire, quizá me
dedique a escribir artículos a tiempo completo. Tal vez podrías darme algunos consejos.
Introducirlo en la profesión se le antojó mucho más sencillo que hacer lo que le pedía. Su propio
curriculum no era precisamente brillante, pero no quería desilusionar a Jeremy explicándole la verdad.

–Te ayudaré en lo que pueda.

–Gracias. –Jeremy se puso en pie a medias y extrajo su billetera del bolsillo trasero de sus
pantalones. Cuando se sentó de nuevo, la abrió y sacó una fotografía–. Ésta es Amelia –dijo al
tiempo que le pasaba la fotografía de una niña descansando sobre su pecho.

–Qué pequeñita. ¿Qué tiempo tiene?

–Un mes. ¿No es la cosa más bonita que has visto nunca?
Elena no tenía la intención de discutir sobre ese tema con Martillo.

–Es preciosa.

–¿Otra vez enseñando fotos de bebés?
Elena alzó la vista y topó con dos ojos pardos que la miraban por encima del asiento de enfrente.
El hombre le pasó una foto.

–Es Taylor Lee –dijo–. Tiene dos meses.
Elena observó la fotografía de un bebé con tan poco pelo como el tipo que se la había pasado, y
se preguntó por qué la gente daba por hecho que todo el mundo estaba deseando ver las fotos de sus
hijos. Ella no reconoció al tipo que la miraba por encima del asiento hasta que Jeremy le dio una pista.

–Está calva como una bola de billar, Fishy. ¿Cuándo le va a salir algo de pelo?
Bruce Fish, que jugaba de extremo, se alzó sobre el asiento y recuperó su fotografía. La luz se
reflejaba en su calva, pero una espesa barba le cubría la cara.

–Yo era calvo a los cinco años, y era muy guapo.
Elena se las ingenió para no evidenciar reacción alguna. Bruce Fish podía ser muy bueno
controlando el disco, pero no era un hombre atractivo.

–¿Tienes hijos? –le preguntó a Elena.

–No, nunca he estado casada –respondió ella, por lo que la conversación derivó hacia qué
jugadores de los Vampires estaban casados y cuáles no y quiénes tenían hijos. No era lo que se dice
una conversación estimulante, pero alivió su preocupación respecto a que los jugadores la dejasen
de lado.
Le devolvió a Jeremy su fotografía y decidió ponerse manos a la obra. Quería sorprenderles con su
investigación, o como mínimo demostrarles que sabía hacer su trabajo.

–Dada la edad y la carencia de jugadores cedidos, los Coyotes están jugando mejor de lo que se
esperaba este año –dijo, recitando lo que acababa de leer–. ¿Qué os preocupa especialmente del
partido del miércoles?

Ambos la miraron como si hubiese hablado en una lengua incomprensible para ellos. Latín, tal
vez. Bruce Fish se volvió y desapareció tras el respaldo de asiento. Jeremy guardó la fotografía en su
billetera.

–Aquí llega el desayuno –dijo poniéndose en pie.

Martillo se marchó, dejándole bien claro que si bien era lo suficientemente buena como para
hablar de periodismo y bebés, no lo era para hablar de hockey. Y a medida que el vuelo proseguía,
se le hizo más evidente que los jugadores harían caso omiso de ella. A excepción de la breve charla
con Bruce y Jeremy, nadie le dirigió la palabra. Daba igual; no podrían eternamente. Tendrían que
permitirle entrar en el vestuario y responder a sus preguntas. Acabarían hablando con ella, si no
querían enfrentarse a una acusación de discriminación.

No quiso el bollo ni el zumo de naranja. Alzó el brazo rígido entre los asientos, se desplazó
hacia el asiento junto al pasillo, extendió sus artículos y los libros, y después se quitó la chaqueta
gris de lana. Se centró en intentar memorizar las infracciones, cuándo se señalaba penalti y debido a
qué tipo de falta, y las siempre confusas indicaciones arbítrales. Sacó un bloc de notas adhesivas de
su maletín, apuntó toda una serie de detalles y pegó las notas dentro del libro.

Hacer avanzar su trabajo y su vida mediante notas adhesivas no era la manera más eficiente de
conseguir que las cosas funcionasen, pero había probado con métodos más organizados, un
programa para su ordenador portátil, por ejemplo, y había acabado tomando notas para saber qué
era lo que tenía que escribir en él. Se compró una agenda, que utilizaba habitualmente, pero en las
páginas de cada día sólo había notas adhesivas.

El año anterior se había comprado un ordenador de bolsillo, pero no acababa de acostumbrarse.
Sin sus notas adhesivas, había sentido algo similar a un ataque de ansiedad, lo que la llevó a
venderle aquel aparato a un amigo.

Apuntó los términos del juego que le resultaban desconocidos, pegó las notas en el libro y a
continuación miró hacia la fila de Damon. Las manos de éste descansaban a los lados de un vaso de
zumo de naranja que había sobre la bandeja. Procedió a abrir con sus largos dedos una bolsita de
aperitivos.

Alguien pronunció su nombre y Damon se volvió. Su mirada se posó en algún punto detrás de Elena,
y rió debido a un chiste que ella no captó. Su dentadura era blanca y regular, y su sonrisa podía
hacer que una mujer pensara en muchísimos pecados. Después la miró y Elena se olvidó de aquella
dentadura. Con ojos inexpresivos, él prosiguió su escrutinio descendiendo por su cara y su cuello
hasta la mitad de su blusa blanca. Por alguna inquietante razón, Elena dejó de respirar mientras él
fijaba la mirada en aquel punto. El instante se hizo eterno, extendiéndose entre ellos hasta que el
entrecejo de Damon se convirtió en una línea recta. Entonces, sin alzar la vista, volvió a mirar al frente.
Elena soltó el aire. De nuevo tuvo la sensación de que había sido juzgada y declarada culpable por
Damon Salvatore.

En el momento en el que el avión tocó tierra, la temperatura en Phoenix era de 23 grados y
brillaba el sol. Los jugadores de hockey se anudaron las corbatas, se pusieron las americanas, y
salieron en dirección al autocar. Damon esperó a que Elena Gilbert pasara por su lado para levantarse y
salir al pasillo. Mientras se ponía su americana de Hugo Boss, la estudió.
Llevaba la chaqueta de lana colgando del mismo brazo en el que portaba un gran maletín lleno
de libros y periódicos. Tenía el cabello recogido en una tensa cola de caballo que le rozaba los
hombros al caminar. Era muy baja (apenas si le llegaba a la barbilla) y, a través del olor a colonia y
loción para después del afeitado, percibió cierto perfume floral.

De pronto el maletín chocó contra el respaldo de un asiento y Elena dio un traspié. Damon la cogió
del brazo para evitar que cayese, pero el maletín se abrió y los periódicos y los libros fueron a dar al
suelo. Él la soltó y se arrodilló a su lado en el estrecho pasillo, recogió el libro sobre las reglas
oficiales de la NHL y «Hockey para principiantes».

–No sabes mucho de hockey, ¿no es así? –dijo al pasarle los libros. Las puntas de sus dedos se
rozaron y ella lo miró.

La cara de Elena se encontraba a escasos centímetros de la suya, por lo que pudo estudiarla con
detenimiento. Tenía un cutis perfecto y un leve rubor teñía sus suaves mejillas. Sus ojos eran del
color de la hierba en verano, y pudo apreciar las finas líneas de las lentillas en los extremos de sus
iris. Si no se tratase de una periodista y en su primer encuentro no le hubiese preguntado si había
dejado las drogas definitivamente, quizás hubiese pensado que no era del todo fea. Incluso quizás
hubiese llegado a pensar que no estaba mal. Quizá.

–Sé lo suficiente –respondió mientras apartaba su mano y metía los libros en el bolsillo
delantero del maletín.

–No me cabe la menor duda. –Damon despegó una de las notas de la rodillera de su pantalón. En
ella podía leerse: «¿Qué demonios es marcaje al hombre?» La agarró por la muñeca y le dejó la nota
en la palma de la mano–. Parece como si realmente lo supieses todo.
Se pusieron en pie y él le cogió el maletín.

–Puedo con él -protestó Elena al tiempo que se metía la nota en el bolsillo de los pantalones.

–Deja que te lo lleve.

–Si estás intentando ser amable, debes saber que ya es tarde.

–No quiero ser amable. Lo que quiero es salir de aquí antes de que se vaya el autocar.

–Oh. –Ella abrió la boca para decir algo más, pero la cerró al instante.

Recorrieron el pasillo, Elena con una energía que revelaba su agitación. Una vez dentro del
autocar, se sentó junto al director deportivo. Damon dejó el maletín sobre su regazo y se fue a la parte
de atrás. Jeremy Sutter se acercó a Damon cuando éste se hubo sentado.

–Oye, Damon –dijo Jeremy–, ¿no te parece mona?

Damon recorrió las hileras de asientos con la mirada hasta ver la cabeza de Elena y los mechones
sueltos de su cola de caballo. No era fea, pero distaba de ser su tipo. Le atraían las mujeres estilo
Barbie, con piernas largas y pecho abundante, larga melena y los labios pintados de rojo. Mujeres a
las que les gustaba satisfacer a los hombres y no esperaban más que su propia satisfacción. Sabía lo
que se decía de él, pero no le importaba demasiado. Elena tenía una bonita piel y su pelo estaría
mejor si no lo estirase de aquel modo, pero sus pechos eran pequeños.

La imagen de la blusa blanca de Elena cruzó su mente. Se había vuelto para responder a algo que
le había preguntado Vlad Fetisov y, por primera vez desde el despegue, se percató de su presencia.
Se fijó entonces en los dos puntos que se marcaban en su blusa de seda. Por un instante se preguntó
si tendría frío o estaría excitada.

–No especialmente –le respondió a Jeremy.

–¿Crees que es verdad eso de que se acostó con Donovan para conseguir el trabajo?

–¿Es eso lo que dicen los chicos?

–Con él y con su amigo del Seattle Times.

La idea de una mujer joven como Elena montándoselo con dos viejos verdes para conseguir un
trabajo le revolvió el estómago. No entendía por qué le molestaba algo así, y con un encogimiento
de hombros apartó de su mente a Elena y cualquier pensamiento acerca de con quién podría o no
haberse acostado ella.

Estaba esperando una importante llamada de su representante, Howie. Howie vivía en Los
Ángeles y tenía a sus tres hijos internados en una escuela al sur de California. Cuanto más pensaba
en ello, más convencido estaba Damon de que un internado en California era la solución perfecta para
Bonnie, que había vivido en el sur de ese estado durante la mayor parte de su vida. Para ella sería
como volver al hogar. Estaría contenta y él recuperaría su vida de antes. Todos saldrían ganando.



Los Vampires se registraron en el hotel a las once de la mañana, comieron algo y a las dos ya
estaban en la pista de hielo del America West Arena para entrenar. El equipo llevaba dos semanas
sin perder un solo partido, y Damon ya había detenido cinco penaltis en lo que iba de temporada. El
equipo no había constituido una auténtica amenaza para sus rivales desde la retirada de su antiguo
capitán, John Kowalsky. Ese año la cosa era diferente: estaban en plena forma.

A las cuatro, los Vampires estaban de regreso en el hotel. Damon subió en el ascensor a su
habitación y llamó por teléfono a una amiga. Dos horas después, salió del ascensor en la planta baja
dispuesto a disfrutar de la vida mientras pudiese hacerlo.

Conoció a Bonnie Benett en un vuelo de la United a Denver. Ella le sirvió un vaso de soda con
lima y una bolsita de cacahuetes en la que había apuntado su nombre y su número de teléfono. De
eso hacía tres años, y siempre se veían cuando él estaba en Phoenix o ella pasaba por Seattle. La
situación resultaba satisfactoria para ambos. Él la satisfacía. Ella lo satisfacía a él.
Esa noche se encontró con Bonnie en el vestíbulo del hotel y fueron juntos a Durant's. Allí Damon
tomó su habitual cena antes de los partidos: chuleta de cordero, ensalada César y arroz salvaje.

Después de cenar, Bonnie lo llevó a su casa, en Scottsdale, donde le ofreció su postre especial. Le
condujo de vuelta al hotel a la hora del toque de queda. A Damon le encantaba su vida cuando estaba
de viaje. Ya en el hotel, se sentía totalmente calmado, relajado, listo para enfrentarse a los Coyotes
la noche siguiente.

Charló durante un rato con sus compañeros en el bar del hotel, después de lo cual se fue a su
habitación. Estaba un tanto preocupado por su rodilla derecha, por lo que cogió la cubitera que
había encima del televisor y recorrió el pasillo hasta la máquina de hielo. Apenas se había dado la
vuelta para regresar a la habitación cuando vio a Elena Gilbert introduciendo unas monedas en la
máquina de chocolatinas. Llevaba el cabello recogido en lo alto de la cabeza, con unos cuantos
mechones sueltos. Dio un paso hacia delante y apretó el botón elegido; una bolsa de M&M's cayó
en la cesta metálica de la máquina.

Se encaminó hacia su habitación y entonces pudo apreciar el trasero redondo de Elena, con dos
vaquitas estampadas. De hecho, había vaquitas por todo su pijama azul. Era de una sola pieza. Se
volvió y Damon tuvo que enfrentarse a un horror superior al que implicaban las vaquitas del pijama:
lucía unas gafas de montura negra. Las gafas eran pequeñas y cuadradas, y se suponía que le daban
cierto aire de feminista militante. Eran verdaderamente desagradables.
Al verlo, Elena abrió los ojos como platos y se quedó sin aliento.

–Creía que a estas horas ya estabais en la cama –dijo.
Damon no imaginaba que una mujer pudiese parecer tan poco sexy.

–¿Qué es esto? –preguntó él apuntando con la cubitera hacia ella–. ¿Te has prometido a ti misma
hacer todo lo posible para no volver a acostarte con nadie en la vida?
Ella frunció el entrecejo.

–Tal vez te sorprenda, pero estoy aquí para trabajar, no para irme a la cama con el primero que
se cruce en mi camino.

–Vale, vale. –Damon recordó su conversación con Sutter y se preguntó si se habría acostado con el
viejo Matt Donovan para conseguir el trabajo. Había oído historias relativas a la debilidad de Matt
por mujeres lo bastante jóvenes para ser sus nietas. De hecho, cuando Damon se trasladó a Seattle,
Sutter le dijo que en 1998 Matt había estado a punto de casarse con una jovencita, pero que ésta
había recobrado la cordura en el último momento y lo dejó plantado en el altar. Damon no solía tomar
en consideración los chismes y no sabía cuánto de cierto había en aquella historia. Simplemente, no
podía imaginarse a Matt en el papel de cazachicas–. Dudo mucho que encontrases algo de acción
con esa pinta.

Elena abrió la bolsa de los dulces.

–Al parecer, tú no tienes problemas para encontrar acción, Damon. –A Damon no le gustó el modo
en que pronunció «Damon», pero no le pidió explicaciones. Ella se las dio de todos modos–. Te vi
marcharte con la rubia. Por lo que pude ver, yo diría que es azafata. Tenía ese aire de ven-a-volar-
conmigo.
Damon siguió camino de la máquina de hielo e hizo el gesto de quitarse el sombrero.

–Es prima segunda mía.

Elena no dio la impresión de creerle, pero a él no le importó lo más mínimo. Ella se creería lo que
le diese la gana y escribiría aquello que sirviera para vender más periódicos.

–¿Para qué quieres el hielo? ¿Te preocupan las rodillas?

Era demasiado lista.

–No.

-¿Quién es Gump Worsley? –preguntó Elena.
Gump era una leyenda del hockey, pues había jugado más partidos que nadie como portero. Damon
admiraba sus estadísticas y su dedicación. Años atrás, Damon había escogido el número de Gump
como amuleto de la suerte. No se trataba de un gran secreto.

–¿Has estado leyendo sobre mí otra vez? –preguntó mientras metía el hielo en la cubitera–. Me
siento muy halagado –añadió, pero no se esforzó porque sus palabras sonasen convincentes.

–No hay por qué. Es mi trabajo. –Elena se metió un M&M's en la boca, y al ver que Damon no decía
nada, insistió–: ¿No vas a responder a mi pregunta?

–No.

Ella no iba a tardar en entender que ninguno de los muchachos se iba a mostrar cooperativo. Lo
habían hablado y habían trazado un plan para confundirla y sacarla de sus casillas. Tal vez de ese
modo regresase a casa. Fuera del vestuario, le enseñarían fotografías de sus hijos y hablarían de
cualquier cosa excepto de lo que ella deseaba fervientemente hablar: el hockey. Dentro del
vestuario, colaborarían lo justo para no ser acusados de discriminación sexual, pero eso sería todo.

Damon no creía demasiado en la eficacia del plan. Estaba convencido de que le sacaría de sus casillas,
pero eso no la llevaría a volver a casa. No, después de hablar con ella durante unos cuantos minutos,
se dijo que pocas cosas podrían noquear a la señorita Gilbert.

–Sin embargo, te diré algo. –Damon se apartó de la máquina de hielo y susurró a su oído cuando
pasó por su lado–: Sigue buscando, porque la historia de Gump es muy interesante.

–Buscar también forma parte de mi trabajo, pero no te preocupes. No estoy interesada en tus
pequeños secretos sucios –dijo a su espalda.

Damon ya no tenía secretos sucios que guardar. Aunque había ciertos detalles de su vida personal
que prefería que no apareciesen en los periódicos; por ejemplo, que tenía diferentes «amigas» en
ciudades, aunque semejante información no daría para grandes titulares. A la mayoría de la gente la
traería sin cuidado. No estaba casado, y aquellas mujeres tampoco lo estaban.

Entró en su habitación y cerró la puerta. Sólo había un secreto que no quería que nadie
conociese. Un secreto que le hacía despertarse a media noche bañado en sudor frío.
En cada nuevo partido, jugaba con la posibilidad de que un buen disparo lo dejase cojo de por
vida, y lo que era aun peor, acabase con su carrera.



Damon vertió los cubitos de hielo sobre una toalla de mano y se quitó los pantalones cortos. Se
rascó el vientre, después se sentó en la cama con la rodilla sobre la almohada y colocó el hielo
alrededor de aquélla.

Lo único que había deseado en su vida era jugar al hockey y ganar la Stanley Cup. Vivía y
respiraba para conseguirlo, eso era todo lo que sabía. Al contrario que algunos chicos, que eran
escogidos por los equipos profesionales al acabar la universidad, él había sido seleccionado para
jugar en la NHL a los diecinueve años, con un brillante futuro por delante.

Por un tiempo, sin embargo, su futuro se torció. Cayó en un círculo vicioso de dolor y adicción.
De recuperación y trabajo duro. Y finalmente había surgido la posibilidad de ver cumplidos sus
sueños. Pero el trofeo Conn Smythe que había conseguido el año anterior al de su lesión había
quedado atrás, y él no estaba seguro de seguir disponiendo de lo que se requería. Algunos –
incluidos varios directivos de los Vampires– se preguntaban si no habrían pagado demasiado por su
portero titular, si Damon estaría en condiciones de reanudar su prometedora carrera.

Como quiera que fuese, y sin importar el dolor que sintiera jugando, estaba dispuesto a dejarse
la piel para que nada se interpusiese entre él y la conquista del campeonato.

Estaba al cien por cien. Leía los partidos, paraba todo lo que le echasen. Se encontraba en un
buen momento, pero sabía lo rápido que puede pasarse de lo más alto a lo más hondo del pozo.

Podía perder la concentración. Dejarse colar unos cuantos goles fáciles de detener. Calcular mal la
velocidad del disco, dar demasiados pases atrás, y tener que recoger el disco de dentro de su
portería. Cualquier portero podía tener una mala noche, pero saberlo no le hacía sentir mejor.

Un mal partido no significaba una mala temporada. En la mayor parte de los casos al menos.
Pero Damon no podía perder más tiempo.

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