Capitulo 21
Elena contempló el retrato acabado antes de salir de la casa.
En él, Nita aparecía con un traje de noche azul claro de una exhibición de
danza de los años cincuenta, y tenía el pelo recogido en un moño estilo años
sesenta que dejaba a la vista unos pendientes de diamantes que Marshall le
había regalado el día de su boda, en los setenta. Se veía delgada y
encantadora. Tenía la piel perfecta y estaba maquillada sólo lo justo. Elena la
había pintado posando en una majestuosa escalinata con Tango a sus pies. Nita
había intentado que eliminara al perro del retrato.
Elena tomó eso como que le había encantado, y, a pesar de lo
ostentoso que resultaba el cuadro, estaba muy orgullosa de lo bien que había
captado la imagen que tenía Nita de sí misma: la mirada de gatita sexy en los
ojos, la provocativa sonrisa de los labios rosados, y el toque perfecto de
platino del peinado. Más de una vez había pillado a Nita estudiando el retrato
en el pasillo, con una expresión de nostalgia en sus viejos ojos.
Ahora que Elena disponía de efectivo en la cartera no había
ninguna razón para quedarse. Podía marcharse de Garrison cuando quisiera.
Nita apareció a sus espaldas y juntas partieron hacia la
granja para la cena de los domingos. Damon y Riley hicieron hamburguesas en la
parrilla y Elena se encargó del acompañamiento: frijoles con ensalada de sandía
condimentada con menta y zumo de lima. No le había dado el primer bocado a la
hamburguesa, cuando Damon empezó a incordiarla para que le hiciera los murales,
acusándola de ingratitud, de cobardía artística, y alta traición; cosas fáciles
de ignorar. Hasta que April metió baza.
—Sé lo mucho que amas esta casa, Elena. Me sorprende que no
quieras dejar tu impronta en ella.
A Elena se le puso la piel de gallina, y mientras todos se
dedicaban a tomar otra ración, ella supo que tenía que pintar los murales. No
sólo para dejar su impronta en la casa como había dicho April, sino que también
quería dejar su huella en Damon. Los murales durarían años. Cada vez que Damon entrara
en esa habitación, él se vería forzado a recordarla. Podía olvidar el color de
sus ojos, incluso su nombre, pero mientras esos murales estuvieran en las
paredes, no podría olvidarla a ella. Elena empujó la comida a un lado del
plato, se había quedado sin apetito.
—Vale, los haré.
A April se le cayó un trozo de sandía del tenedor.
—¿De verdad? ¿No cambiarás de idea?
—No, pero recuerda que te lo advertí. Mis paisajes son...
—Mierdas sentimentaloides. —Apuntó Damon con una sonrisa—. Lo
sabemos. Enhorabuena, campanilla.
Nita levantó la vista de sus frijoles. Para sorpresa de Elena
no protestó.
—Con tal de que me hagas el desayuno, y vuelvas a tiempo de
hacerme la cena, no me importa lo que hagas.
—Elena se quedará ahora en la caravana —dijo Damon sin
tapujos—. Será lo más conveniente para ella.
—¿No querrás decir que es más conveniente para ti? —replicó
Nita—. Elena es tonta, pero no estúpida.
Elena podría habérselo rebatido. Pero no sólo era tonta, era
completamente estúpida. Cuanto más tiempo permaneciera allí, mucho más le
costaría luego marcharse. Lo sabía por experiencia, Bueno, tenía los ojos bien
abiertos. Echaría muchísimo de menos a Damon cuando se fuera, pero se había
pasado toda una vida diciéndole adiós a la gente que le importaba, así que ya
debería estar acostumbrada.
—No hay motivos para que sigas viviendo en ese mausoleo —dijo
Damon la noche siguiente cuando cenaban en el Barn Grill—. No cuando vas a
trabajar todos los días en la granja. Sé cuánto te gusta dormir en la caravana.
Incluso te instalaré un retrete portátil de Porta Potti para ti sola.
Ella quería quedarse en la granja. Quería escuchar el débil
repiqueteo de la lluvia de verano sobre el techo de la caravana mientras se
quedaba dormida, hundir los pies descalzos en la hierba mojada cuando saliera
por la mañana, dormir toda la noche acurrucada junto a Damon. Quería todo
aquello que sabía que la torturaría cuando se marchara de allí.
Elena dejó la jarra de cerveza sobre la mesa sin haber bebido
ni un solo sorbo.
—De ninguna manera pienso renunciar a que mi Romeo trepe por
el balcón todas las noches en busca de su golosina preferida.
—Cualquier día me partiré la cabeza por catar esa golosina.
Eso no ocurriría. Sin que Romeo lo supiera, Julieta había
contratado a Chauncey Crole, que era el hombre para todo del pueblo, para
reforzar la barandilla de hierro.
Syl apareció de pronto en la mesa. Una vez más quería conocer
los progresos de Elena para convencer a Nita de que accediera al plan de mejora
del pueblo. Por enésima vez, Elena intentó convencerla de lo inútil de esa
tarea.
—Si yo digo blanco, ella dice negro. Cada vez que intento
hablar con ella del tema, empeoro las cosas.
Syl le birló a Elena una patata frita y comenzó a mover el
pie al ritmo de la canción «Honky Tonk Badonkadonk» de Trace Adkins.
—Tienes que adoptar una actitud más positiva, Elena. Díselo, Damon.
Dile que nadie consigue nada sin una actitud positiva.
Damon le dirigió a Elena una mirada larga y penetrante.
—Syl tiene razón, Elena. Una actitud positiva es la clave del
éxito.
Elena pensó en los murales. Pintarlos sería como mudar de
piel, pero no de una manera natural como cuando uno se quema por el sol, sino
de una manera dolorosa, como si la piel estuviera en carne viva.
—No puedes darte por vencida —dijo Syl—. No cuando todo el
pueblo depende de ti. Eres nuestra última esperanza.
Cuando Syl se marchó, Damon pasó un trozo de perca asada al
plato de Elena.
—Las buenas noticias son que la gente está tan ocupada
dándote la lata que han dejado de prestarme atención a mí —dijo él—. Ahora ya
puedo comer tranquilo.
No mucho después, Karen Ann arrinconó a Elena en el aseo de
señoras. En el Barn Grill ya no le servían alcohol, pero eso no había mejorado
su carácter.
—No sé si lo sabes Elena, pero Mister Perfecto se está
tirando a todo el pueblo a tus espaldas.
—Ya lo sabía. De lo que no estoy tan segura es de si sabes
que yo también me estoy tirando a Ronnie a tus espaldas.
—Gilipollas.
—Deberías intentar centrarte, Karen Ann. —Elena arrancó una
toalla de papel del dispensador—. Tu hermana fue quien te robó el Trans Am., no
yo. Yo soy la que te pateó el culo, ¿recuerdas?
—Sólo porque estaba borracha. —Se apoyó una mano en la cadera
huesuda—. ¿Obligarás a esa vieja bruja a abrir el pueblo, sí o no? Ronnie y yo
queremos poner una tienda de cebos.
—No puedo hacer nada. ¡Nita me odia!
—¿Y qué más da? Yo también te odio. Pero eso no quiere decir
que debas hundirte en la miseria y dejarnos en la estacada.
Elena soltó la toalla de papel mojada en las manos de Karen
Ann y regresó a la mesa.
El último día de junio, Elena cargó sus utensilios de pintura
en el asiento de atrás del Vanquish de Damon, lo sacó del garaje de Nita, y
enfiló hacia la granja. En lugar de abandonar Garrison, iba a comenzar a
trabajar en los murales del comedor. Se había puesto tan nerviosa que no pudo
desayunar y llevó todas las cosas adentro con el estómago revuelto. Simplemente
con mirar las paredes en blanco, sentía que las manos se le ponían húmedas y
pegajosas.
Todos excepto Damon asomaron la cabeza por allí mientras
hacía los preparativos. Incluso apareció Jack. Elena lo había visto media
docena de veces en las últimas semanas, pero aún se tropezaba con la escalera
de mano cuando él andaba cerca.
—Lo siento —dijo él—. Creí que me habías oído llegar.
Ella suspiró.
—No habría servido de nada. Nunca dejaré de ponerme en
ridículo en tu presencia.
Él sonrió ampliamente y la abrazó.
—Genial —masculló Elena—. Ahora no podré lavar esta camiseta
en lo que me queda de vida, y era mi favorita.
Cuando él se marchó, ella pegó algunos bocetos en las paredes
para poder mirarlos mientras trabajaba. Con un carboncillo, comenzó a esbozar
los contornos por las paredes: las colinas y el bosque, el estanque, un pasto
recién segado. Cuando estaba delineando la cerca, oyó que se detenía un coche
en el camino de entrada y echó un vistazo por la puerta.
—Dios Bendito.
Salió al porche y observó cómo Nita salía del Corvette rojo.
April había debido de oír también el coche, porque apareció por detrás de Elena
y soltó un taco.
—¿Qué está haciendo? —le gritó Elena—. Creía que usted no
podía conducir.
—Por supuesto que puedo conducir —le espetó Nita—. ¿Para qué
querría un coche si no puedo conducirlo? —Señaló con el bastón hacia el sendero
adoquinado—. ¿Qué tiene de malo el cemento? Cualquiera puede partirse la
cabeza. ¿Dónde está Riley? Debería estar aquí ayudándome.
—Aquí estoy, señora Garrison. —Riley se acercó corriendo. Por
una vez no llevaba la guitarra a cuestas—. Elena no me dijo que iba a venir.
—Elena no lo sabe todo. Sólo cree que lo sabe.
—Estoy maldita—masculló Elena—. ¿Qué he hecho para merecer
esto?
Riley ayudó a Nita a entrar en la casa y la condujo
directamente a la mesa de la cocina.
—Me he traído el almuerzo. —Nita sacó el sandwich que Elena le
había metido en una bolsa antes de salir—. No quiero ser una molestia.
—Usted no es una molestia —dijo Riley—. Cuando acabe de
comer, le leeré el horóscopo y le tocaré la guitarra.
—Necesitas practicar ballet.
—Lo haré. Después de tocar la guitarra.
Nita soltó un carraspeo.
Elena apretó los dientes.
—¿Qué está haciendo aquí?
—Riley, ¿podrías mirar si tenéis mayonesa de Miracle Whip?
Como a Elena no le gusta esa marca, se cree que no le gusta a nadie más. Así es
Elena. —Riley fue a la nevera a por un bote. Nita se lo quitó de las manos y le
pidió a April un té helado—-. Nada de esas cosas instantáneas. Y con mucho
azúcar. —Le ofreció a Riley la mitad de su sandwich.
—No gracias. A mí tampoco me gusta esa mayonesa.
—Tienes que acostumbrarte a comer de todo.
—April dice que no se deben comer cosas que no te gustan.
—Eso valdrá para ella, pero no para ti. Sólo porque
estuvieras algo gorda no significa que debas convertirte en una anoréxica.
—Olvídelo, señora Garrison —dijo April con firmeza—. Riley no
se está convirtiendo en una anoréxica. Sólo presta más atención a lo que come.
Nita carraspeó de nuevo, pero si se trataba de April, sabía
cuándo no discutir.
Elena regresó al comedor con la fuerte sensación de que ése
no sería el único día que Nita se pasaría por allí.
Más tarde llegó Damon, sucio y sudoroso, de trabajar en el
porche. Elena decidió que había una gran diferencia entre un hombre sudoroso
que no se duchaba con regularidad y otro que se había duchado esa misma mañana.
El primero era repulsivo, el segundo no. No es que quisiera precisamente
acurrucarse contra su pecho húmedo, pero tampoco le desagradaba la idea.
—Tu sombra está echándose un sueñecito en la sala —le dijo Damon,
ignorante del efecto que él y su camiseta húmeda tenían sobre ella—. Esa mujer
tiene más agallas que tú.
—Por eso nos llevamos tan condenadamente bien.
El examinó los bocetos que Elena había pegado en la puerta y
en los marcos de las ventanas, luego centró la atención en la enorme pared,
donde ella había empezado a trabajar en el cielo.
—Éste es un proyecto muy grande. ¿Cómo sabes por dónde
empezar?
—De arriba abajo, de claro a oscuro, desde el fondo al primer
plano, de las pinceladas más finas a las más gruesas. —Se bajó de la escalera
de mano—. El hecho de que conozca la técnica no quiere decir que no vayas a
lamentar haberme forzado a realizar este trabajo. Mis paisajes son...
—Mierda sentimentaloide. Ya lo sé. Me gustaría que dejaras de
preocuparte. —Le pasó el rollo de cinta adhesiva que ella había dejado caer y
estudió las latas de pintura—. Veo que son pinturas de látex.
—También trabajo con esmalte y óleo porque se secan más
rápido, y las utilizo directamente del bote si quiero un color más intenso.
—Y la arena para gatos que saqué del coche...
—Es la mejor manera de eliminar la trementina con que limpio
mis pinceles. La absorbe y luego puedo...
Riley entró a tropel en la habitación con la guitarra a
cuestas.
—¡La señora Garrison me acaba de decir que su cumpleaños es
dentro de dos semanas! Y nunca ha tenido una fiesta de cumpleaños. Marshall
sólo le regalaba joyas. Damon, ¿podríamos hacerle aquí una fiesta sorpresa? Por
favor, Elena. Podrías hacer un pastel y algunos perritos calientes y cosas así.
—¡No!
—¡No!
Riley frunció el ceño con gesto de disgusto.
—¿No creéis que os estáis pasando?
—Sí —dijo Damon—. Y no me importa. No voy a organizar una
fiesta para ella.
—Hazlo tú, Elena —dijo Riley—. En su casa.
—No creo que me lo agradeciera. El agradecimiento no forma
parte de su vocabulario. —Elena cogió la taza de plástico donde había echado la
pintura y se subió a la escalera de mano.
—Puede que si todo el mundo dejase de ser tan borde con ella
todo el rato, ella dejaría de serlo también. —Riley se fue enfadada.
Elena la siguió con la mirada.
—Nuestra niñita comienza a actuar como una niña normal y
corriente.
—Lo sé. ¿A que es genial?
Era más que genial.
Damon finalmente se marchó para mirar algunos caballos. Elena
cogió un poco de pintura blanca con el pincel, y Riley volvió a la carga sin
soltar la guitarra.
—Apuesto lo que quieras a que nadie le manda siquiera una
tarjeta de cumpleaños.
—Yo le mandaré una. Incluso le haré un pastel. Le daré una
fiesta a la que sólo asistamos nosotras.
—Sería mejor si viniera más gente.
Cuando Riley regresó con Nita, a Elena se le ocurrió una idea
interesante, y como era mucho mejor pensar en ello que en lo que estaba tomando
forma en las paredes, consideró la idea un buen rato y, finalmente, llamó a Syl
a la tienda de segunda mano.
—¿ Quieres que el pueblo le dé a Nita una fiesta sorpresa de
cumpleaños ? —exclamó Syl después de que Elena le explicara su idea—. ¿Y dentro
de dos semanas?
—Que sea dentro de dos semanas es el menor de nuestros
problemas. Obligar a la gente a que asista es el verdadero reto.
—¿De veras crees que si le damos una fiesta se ablandará lo
suficiente como para apoyar el plan del pueblo?
—Probablemente no —dijo Elena—. Pero a nadie se le ha
ocurrido nada mejor, y a veces ocurren milagros, así que creo que debemos
intentarlo.
—No sé. Deja que lo consulte con Penny y Mónica.
Media hora después, Syl volvió a llamarla.
—Lo haremos —dijo con una falta total de entusiasmo—. Pero
tienes que asegurarte de que ella esté allí. Si Nita se huele algo y se niega a
aparecer, habremos perdido el tiempo.
—Estará allí aunque tenga que dispararle y llevarla a
rastras.
Tras media docena más de interrupciones, entre ellas varias
de Nita, Elena cubrió las dos puertas que daban al comedor con el plástico que
habían usado los trabajadores. Cuando lo había asegurado, añadió unos carteles
donde se podía leer «NO ENTRAR. PELIGRO DE MUERTE». Ya estaba lo
suficientemente nerviosa sin tenerlos a todos mirando por encima del hombro.
Al final del día, había hecho jurar a todos los miembros de
la casa por sus iPods, guitarras, Tango, Puffy y cierto par de botas de Dolce
& Gabbana que se mantendrían alejados del comedor hasta que los murales
estuvieran listos.
Por la noche, se acercó al dormitorio de Nita cuando la
anciana estaba quitándose la peluca, revelando su pelo corto y cano.
—Hoy he tenido una interesante llamada telefónica —dijo Elena
mientras se sentaba en el borde de la cama—. No iba a decirle nada, pero
acabará enterándose de todas formas y luego me echará la bronca por no
habérselo contando.
Nita se cepilló el pelo. No se había anudado el kimono y Elena
vio que llevaba puesto su camisón favorito de raso rojo.
—¿Qué tipo de llamada telefónica?
Elena alzó las manos.
—Un montón de idiotas pensaban darle una fiesta sorpresa por
su cumpleaños. Pero no se preocupe. Les dije que no se molestaran. —Cogió el
ejemplar de la revista Stars que había a los pies de la cama y fingió mirarla—.
Supongo que algunos de los jóvenes del pueblo se enteraron de lo mal que la
habían tratado en el pasado y querían compensarlo..., como si pudieran
hacerlo..., con una fiesta en el parque, un pastel grande, globos y algunos
discursos estúpidos de personas que odia. Por supuesto, lo dejé bien claro.
Nada de fiestas.
Por una vez, Nita pareció quedarse muda. Elena siguió ojeando
las páginas con fingida inocencia. Nita dejó el cepillo sobre el tocador y se
ató con rudeza la faja del kimono.
—Podría ser interesante.
Elena ocultó una sonrisa.
—Sería un rollo. No se preocupe, ya me encargaré de que no la
hagan. —Fingió que leía la revista—. Sólo porque al fin se hayan dado cuenta de
lo mal que se portaron con usted no quiere decir que no pueda seguir
ignorándolos.
—Creía que tú estabas de su lado —replicó Nita—. Siempre me
andas recriminando sobre lo mucho que perjudico a la gente. Se supone que
debería dejarlos abrir esas tiendas en las que nadie comprará nada. O poner un
Bed & Breadfast que jamás hospedará a nadie.
—No son malos negocios, pero está claro que, usted es
demasiado vieja para comprender la economía moderna.
Nita chasqueó la lengua y luego cargó contra Elena.
—Vuelve a llamarles ahora mismo para decirles que hagan la
fiesta. ¡Cuánto más grande mejor! Me la merezco, y ya es hora de que se hayan
dado cuenta.
—No puedo hacer eso ahora. Se supone que es una fiesta
sorpresa.
—¿Crees que no puedo fingir que estoy sorprendida?
Elena se pasó un buen rato discutiendo, y cuanto más
discutía, más se obcecaba Nita. Eso sí que podía considerarse un trabajo bien
hecho.
Los murales, sin embargo, eran otra historia. Cada día que
pasaba, Elena se desviaba más de lo que había dibujado en los bocetos hasta que
finalmente los arrancó de las paredes.
A Damon se le ocurrió celebrar el Cuatro de Julio haciendo
una excursión a pie por las Smokies con Elena. Con sus largas piernas y su
ritmo incansable, tuvo que detenerse en varias ocasiones para esperarla, pero
no intentó apresurarla en ningún momento. Incluso le aseguró que le gustaba ir
a paso lento porque así no sudaba y no se le estropeaba la gomina. Elena no
veía ni una sola gota de gomina en ese pelo dorado, pero él estaba siendo
demasiado amable con ella para señalárselo. Odiaba cuando se hacía el
simpático, así que cuando pararon a almorzar, intentó buscar bronca. Damon la
empujó sin motivo aparente hacia un área sombreada cerca de una cascada y la
besó hasta que ella estuvo demasiado jadeante para pensar con coherencia. A
partir de ahí, él tomó ventaja.
—Tú —dijo él con brusquedad—. Contra el árbol.
Los cristales plateados del último y carísimo par de gafas de
sol de Damon le devolvieron su imagen, pero la deliciosa amenaza que veía en su
boca la hizo temblar.
—¿Qué quieres decir?
—Me ha presionado demasiado, señora. Es hora de jugar al
juego pervertido de Prison Break.
Ella se humedeció los labios.
—Eso... eh... suena aterrador.
—Oh, y lo es. Por lo menos para ti. Si intentas huir lo
lamentarás. Ahora date la vuelta y ponte de cara al árbol.
Elena sintió la tentación de huir para ponerlo a prueba, pero
la idea del árbol era demasiado excitante. Desde el principio habían estado
jugando a distintos juegos de dominación y sumisión. Mantenía la perspectiva de
las cosas, justo como ella quería.
—¿Qué árbol?
—Elige la prisionera. Será tu última elección antes de que yo
tome el mando.
Ella se demoró demasiado admirando los músculos que se
marcaban bajo la camiseta de Damon. Él se cruzó de brazos.
—No me hagas tener que repetírtelo.
—Quiero llamar a mi abogado.
—Aquí no existe más ley que la mía.
Él aún podía sorprenderla. Estaba sola con más de ochenta
kilos de macho dominante, y jamás se había sentido más segura o más excitada.
—No me hagas daño.
Damon se quitó las gafas de sol y las cerró lentamente.
—Eso dependerá de lo buena que seas cumpliendo órdenes.
Con las rodillas temblorosas por la excitación, Elena se
acercó hacia un arce rojo rodeado por una alfombra de musgo. Ni siquiera las
salpicaduras de agua de la cascada cercana apagaban su ardor. Cuando acabaran,
tendría que recompensarlo del mismo modo, pero por ahora, simplemente se
limitaría a disfrutar.
Él lanzó a un lado las gafas de sol y la agarró por el codo
para dejarla de cara al árbol.
—Pon las manos en el tronco y no las muevas a menos que yo te
lo diga.
Elena extendió los brazos sobre su cabeza con lentitud. El
áspero roce de la corteza contra su piel aumentó la sensación erótica de
peligro.
—Eh... ¿de qué va todo esto, señor?
—De la reciente fuga en la prisión de máxima seguridad de
mujeres al otro lado de las montañas.
—Ah, eso. —¿Cómo podía un famoso deportista tener tanta
imaginación?—. Pero yo no soy más que una excursionista inocente.
—Entonces no le importará si la registro.
—Bueno, pero sólo para probar mi inocencia.
—Una chica sensata. Ahora separe las piernas.
Ella abrió lentamente sus piernas desnudas. Él se arrodilló
detrás de ella y se las acabó de separar con brusquedad. La barba de tres días
de Damon rozó el interior del muslo de Elena mientras le bajaba los calcetines
y le rodeaba los tobillos con los dedos. Le masajeó con el pulgar el hueco
justo debajo del hueso del tobillo, despertando una zona erógena que ella ni
siquiera sabía que existía. Él se tomó su tiempo para recorrerle las piernas
desnudas con las manos. A Elena se le puso la piel de gallina. Esperaba que
llegara al dobladillo de los pantalones cortos, pero se sintió frustrada cuando
lo bordeó para levantar la parte trasera de la camiseta.
—Un tatuaje de prisión —gruñó él—. Tal como sospechaba.
—Bebí demasiado en una excursión del colegio, y cuando me
desperté...
Los dedos de Damon se detuvieron en la suave curva de la
espalda, justo encima de la cinturilla de los pantalones cortos.
—Ahórrese saliva. Sabe qué significa esto, ¿no?
—¿Que no podré ir a más excursiones del colegio?
—No. Tengo que cachearla sin ropa.
—Oh, por favor, eso no.
—No se resista o tendré que ponerme duro. —Le deslizó las
manos debajo de la camiseta, le levantó el sujetador, y arrastró los pulgares
por los pezones de Elena. Ella gimió y dejó caer los brazos.
Damon le pellizcó los pezones.
—¿Acaso he dicho que pueda moverse?
—Lo siento. —Si continuaba así iba a morir de éxtasis. De
alguna manera consiguió levantar los brazos, que parecían de goma, hasta la
posición anterior. Él le abrió la cremallera y le bajó los pantalones cortos y
las bragas hasta los tobillos. El aire fresco le rozó la piel desnuda. Apretó
la cara contra el duro tronco del árbol mientras le tocaba el trasero,
amasándolo, rozando la hendidura de sus nalgas con los pulgares, como probando
hasta dónde le dejaría ella llevar ese juego taimado.
Al parecer, muy lejos.
Al final, cuando ella ya estaba loca de necesidad, cuando
apenas se mantenía en pie, Elena oyó el sonido de la cremallera de Damon.
—Y por último... —dijo él con voz ronca.
Entonces la giró hacia él y se quitó los calzoncillos y los
pantalones cortos de una patada. Tenía los ojos entrecerrados, oscuros de
deseo. Como si pesara menos que una pluma, la tomó en brazos y le apoyó la
espalda contra el tronco del árbol. Le abrió las piernas y se acomodó entre
ellas. Ella le rodeó las caderas con las pantorrillas y entrelazó los brazos
alrededor de la firme columna de su cuello. Damon la abrió con los dedos,
explorando su deseo, y, al fin, reclamó lo que era, en ese momento,
indiscutiblemente suyo.
Era tan fuerte que mientras la penetraba profundamente, se
aseguró de que el áspero tronco no le dañara la piel. Elena enterró la cara en
el cuello de Damon, tomó aire y llegó al climax mucho antes de lo que quería.
Él esperaba más de ella. Después de dejarla descansar un momento, siguió
moviéndose en su interior, llenándola, incitándola, ordenándole que se uniera a
él.
El agua de la cascada fluía junto a ellos. El sonido del
chorro cristalino se mezclaba con sus entrecortadas respiraciones, con sus
ásperas órdenes y sus roncas palabras de cariño. Sus bocas se amoldaron,
tragándose las palabras. Él le apretó el trasero. Una embestida más y ellos,
también, se unieron a la corriente.
Luego no dijeron nada. Cuando volvieron sobre sus pasos, él
se adelantó a ella que, asombrada, sintió que se le llenaban los ojos de
lágrimas. Esos viejos sentimientos de querer pertenecer a alguien habían arraigado
en su alma de nuevo.
Damon caminó más rápido, aumentando la distancia entre ellos.
Elena lo comprendía demasiado bien. Damon entraba y salía de las relaciones
como otros se cambiaban de chaqueta. Amigos, amantes..., eso era fácil. Cuando
una relación llegaba al final, había una larga cola de mujeres esperando para
iniciar otra.
Damon se giró y la llamó..., le gritó algo sobre que se le
había abierto el apetito. Ella se forzó a sonreír, el placer del encuentro
había desaparecido. Lo que había comenzado como un absurdo juego sexual había
dejado sus sentimientos tan frágiles e indefensos como los de la niña que había
sido una vez.
Al día siguiente, Elena recibió una carta de Virginia
reenviada desde Seattle. Cuando Elena la abrió, encontró una foto dentro. Seis
chicas con ropas mugrientas y sonrisas llorosas posaban delante de un sencillo
edificio de madera en medio de la selva. Su madre estaba de pie en el medio,
parecía exhausta y triunfante. En el dorso, Virginia había escrito un escueto
mensaje: «Están a salvo. Gracias.» Elena contempló la foto durante mucho
tiempo. Mientras observaba la cara de cada una de las chicas que su dinero
había salvado, se olvidó de su resentimiento.
La tarde del jueves, cuatro días después de la excursión a
las Smokies y dos días antes de la fiesta de Nita, Elena dio los últimos
retoques a las paredes. Los murales no guardaban más que un superficial
parecido con los dibujos originales, pero tampoco se parecían a los empalagosos
paisajes que había pintado en la universidad. Éstos le gustaban más —aunque
eran inadecuados—, pero no pensaba borrarlos.
Todos habían cumplido la orden de mantenerse alejados del
comedor, y había programado la inauguración para el día siguiente por la
mañana. Se enjugó el sudor de la frente con la manga. El aire acondicionado se
había averiado esa mañana, y a pesar del ventilador portátil y las ventanas
abiertas del comedor, tenía calor y náuseas. Se sentía un poco asustada, ¿y
si...? No, no pensaría en eso hasta después de la fiesta de Nita. Se separó la
camiseta húmeda del cuerpo y se quedó quieta para observar el desastroso e
inapropiado trabajo. Jamás había pintado nada que le gustara más.
Había terminado de difuminar —usando un trozo de gasa para
aclarar algunas sombras— y había comenzado a limpiar los materiales cuando oyó
unos coches aproximándose a la casa. Se asomó por la ventana abierta y vio que
dos grandes limusinas blancas se detenían en el camino de entrada. Se abrieron
las puertas y salió un grupo de gente guapa. Los hombres eran enormes, con
gruesos cuellos, bíceps protuberantes e imponentes torsos. A pesar de las
diferencias en el color de la piel y los peinados de las mujeres, podrían haber
salido de una fábrica de clonación de gente joven y guapa. Llevaban gafas de
sol caras sobre la cabeza, bolsos de diseño en la mano, y ropas provocativas
que mostraban sus cuerpos ágiles. La verdadera vida de Damon Salvatore acababa
de llamar a la puerta.
Damon se había marchado de nuevo a la cercana granja de
caballos, April y Riley estaban haciendo recados y Jack estaba recluido en la
casita de invitados componiendo una canción. Nita se había quedado en su casa
por una vez. Elena se deshizo la coleta floja, se peinó el pelo sudoroso con
los dedos y volvió a recogérselo en una coleta alta. Cuando apartó a un lado el
plástico y salió al vestíbulo, oyó las voces de las mujeres a través de la
mosquitera de tela metálica.
—No esperaba que fuera algo... tan rural.
—Tiene un granero y todo.
—Mira por donde pisas, amiga. No veo vacas, pero eso no
quiere decir que no las haya en alguna parte.
—Boo sí que sabe montárselo bien —dijo uno de los hombres—.
Quizá debería hacerme con un sitio como éste.
Cuando Elena salió al porche, las mujeres repararon en su
apariencia desaseada: los pantalones cortos y la camiseta, raídos y manchados
con restos de pintura. Un hombre con el cuello como el tronco de un árbol y los
hombros más anchos que había visto nunca se acercó a ella.
—¿Dónde está Damon?
—Salió a mirar unos caballos, pero debería estar de vuelta en
una hora más o menos. —Se limpió las palmas de las manos en los pantalones
cortos—. El aire acondicionado está estropeado, pero podéis sentaros en el
porche trasero para esperarlo.
La siguieron a través de la casa. El porche, con el nuevo
suelo de pizarra gris, tenía, las paredes recién pintadas de blanco y el techo
muy alto; era la estancia más fresca y espaciosa después del comedor. Tres
elegantes ventanas paladianas horadaban las paredes, proyectando sombras
moteadas sobre las sillas de mimbre y la mesa de hierro forjado negro que había
llegado unos días antes. Los cojines de color verde claro contrastaban con el
negro y conferían un aire elegante al acogedor espacio.
Había cuatro hombres y cinco mujeres. Ninguno de ellos perdió
el tiempo en presentaciones, aunque ella captó un nombre aquí y otro allá:
Larry, Tyrell, Tamiza y... Courtney, una morena alta y hermosa que no parecía
estar con ninguno de los hombres. Elena no tardó en averiguar por qué.
—En cuanto acabe la concentración de entrenamiento, voy a
pedirle a Damon que me lleve a San Francisco un fin de semana —dijo Courtney
con una sacudida de su pelo brillante—. Nos lo pasamos muy bien allí en San
Valentín y me merezco un poco de diversión antes de regresar a dar clases de
cuarto grado.
Genial. Courtney ni siquiera era una chica bonita y tonta.
Las mujeres comenzaron a quejarse del calor, a pesar de la
brisa que proporcionaban los ventiladores del techo, recién instalados. Todos
dieron por hecho que Elena formaba parte del servicio de la casa y comenzaron a
pedirle cerveza, té helado, bebidas light y agua fría. Poco después, Elena se
encontró haciendo perritos calientes, cortando rodajas de queso y fiambre para
picar. Uno de los hombres quería la programación de la tele, otro un tylenol, y
un guapo pelirrojo quería comida tailandesa, pero como muy bien le informó Elena,
esa clase de comida aún no había llegado a Garrison.
April llamó a Elena mientras ésta estaba en la despensa
buscando patatas fritas.
—He visto que Damon tiene compañía, así que nos vamos a la
casita de invitados. Riley viene conmigo. Nos quedaremos allí hasta que no haya
moros en la costa.
—No tienes por qué esconderte —contestó Elena.
—Es lo mejor. Además, Jack quiere que escuche su nueva
canción.
Elena también deseaba poder irse con ellas y escuchar la
nueva canción de Jack Patriot en lugar de atender a los amigotes de Damon.
Cuando Damon finalmente apareció, todos se levantaron para
saludarle. Si bien olía a caballo y a sudor, Courtney, que había estado
quejándose de lo mal que olía el abono, se lanzó sobre él.
—¡Damon, mi amor! ¡Sorpresa! Pensábamos que no aparecerías
nunca.
—Hola, Boo. Bonito lugar te has agenciado.
Damon ni siquiera miró en dirección a Elena. Ella se retiró a
la cocina, donde empezó a meter los productos perecederos en la nevera. Unos
minutos después él apareció en la cocina.
—Oye, gracias por echar una mano. Me daré una ducha rápida y
volveré enseguida.
Cuando desapareció, Elena se preguntó si le había sugerido
que siguiera atendiendo a sus amigos o si esperaba que se uniera a la fiesta.
Cerró de golpe la nevera. A la mierda. Iba a volver al trabajo.
Pero antes de poder escaquearse, Roshaun apareció de pronto
en la puerta pidiendo helado. Fue a llevar más platos y quitó los que habían usado.
Mientras llenaba el lavavajillas, Damon volvió de darse la ducha.
—Gracias otra vez, Elena. Eres la mejor.
Momentos después lo oyó en el porche con los demás, riéndose
con sus amigos.
Ella se quedó allí, observando la cocina que tanto amaba. Así
que eso era todo, ¿no? Tenía que saberlo con seguridad. Con manos temblorosas,
puso un par de Coca-Colas light en una bandeja, añadió la última botella de
cerveza fría y lo llevó todo al porche.
Courtney estaba junto a Damon, con el brazo rodeando su
cintura; un brillante mechón de pelo rozaba la manga de la camisa gris. Con los
tacones era casi igual de alta que Damon.
—Pero Boo, tienes que volver a tiempo para la fiesta de Andy
y Sherrilyn. Les prometí que iríamos.
«¡Es mío!», quiso gritar Elena. Pero en realidad no lo era.
Nadie le había pertenecido nunca y jamás lo haría. Llevó la bandeja ante él.
Los ojos de Elena se encontraron con esos familiares ojos azules que tan a
menudo se habían reído de ella. Iba a decirle que había reservado la última
cerveza fría para él, pero antes de que pudiera abrir la boca, él apartó la
mirada como si ella fuera invisible.
Se le hizo un nudo en la garganta. Dejó la bandeja con
suavidad sobre la mesa, entró, y, a ciegas, se abrió paso hacia el comedor.
Hasta ella llegaron más risas. Cogió los pinceles y comenzó a
limpiarlos. Trabajaba mecánicamente, cerrando las tapas de los botes, guardando
los utensilios, doblando las telas del suelo, decidida a acabar de limpiar todo
para no tener que volver allí. El plástico de la puerta crujió y Courtney asomó
la cabeza en el comedor. A pesar de haber dado a entender que era profesora,
parecía que no sabía leer el cartel de «NO ENTRAR».
—Tengo una pequeña emergencia —dijo ella sin dirigir una
mirada a los murales—. Los chóferes se han ido a comer y tengo una espinilla
gigante. No tengo aquí ninguna crema correctora. ¿Podrías ir hasta el pueblo y
traerme Erace o cualquier corrector por el estilo? Y ya de paso, ¿no te
importaría traer unas botellas de agua mineral fría? —Courtney se alejó—. Voy a
preguntar si alguien quiere algo más.
Elena quitó el carro de pintura de su camino y se dijo a sí
misma que le daría a Damon otra oportunidad. Pero fue Courtney quien regresó,
con un billete de cien dólares entre los dedos.
—El corrector, el agua mineral y tres bolsas de Cheetos.
Quédate con el cambio. —Soltó el dinero en la mano de Elena—. Gracias, cielo.
Por la mente de Elena cruzaron varias opciones. Escogió la
única que le permitía conservar su dignidad.
Una hora más tarde, regresó a una casa vacía y dejó caer la
barra de corrector, el agua mineral, los Cheetos y el cambio en la encimera de
la cocina. Sentía el pecho como si alguien le hubiera amontonado piedras
encima. Terminó de barrer el comedor, colocó las sillas, cargó el coche de Nita
y desgarró el plástico de las puertas. No había nada como el presente para
poner fin a algo que nunca debería haber empezado.
Cuando terminó, le echó una última mirada a los murales y los
vio como lo que eran. Mierda sentimentaloide.
No hay comentarios:
Publicar un comentario