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BIENVENIDOS A TOD@S A ESTE BLOG, ESPERO QUE DISFRUTÉIS LEYENDO LAS ADAPTACIONES DE CRÓNICAS VAMPÍRICAS.

COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


GRACIAS

21 diciembre 2012

La Magia Existe Capitulo 04


Capítulo 04

Las cuatro islas principales del archipiélago, San Juan, Oreas, López y Shaw, eran accesibles a través de la línea de ferry estatal de Washington. Se podía aparcar el coche en el ferry, subir a una de las cubiertas superiores y sentarse con los pies en alto la hora y media que se tardaba en recorrer la distancia entre la isla de San Juan y Anacortes, en el continente. El agua estaba en calma y las vistas eran espectaculares tanto en verano como en otoño.


Elena condujo el coche hasta la terminal del ferry en Friday Harbor después de dejar a su perro en la residencia canina local. Aunque podría haber tomado el vuelo de media hora que la dejaría directamente en Bellingham, prefería ir por mar a ir por aire. Le gustaba contemplar las casas que se levantaban junto al mar y las líneas costeras de las islas, y disfrutar de los avistamientos ocasionales de los delfines o de los leones marinos. En ocasiones, se podía ver a los voraces cormoranes en los rompientes de las olas, negros como la pimienta recién salida de un molinillo.
Dado que una de sus hermanas la recogería en la terminal de Anacortes y que no necesitaría el coche durante los días que iba a pasar con su familia, Elena embarcó a pie en el ferry. La embarcación era un ferry eléctrico de acero con capacidad para casi mil pasajeros y ochenta y cinco vehículos, y una velocidad de treinta nudos.

Con el macuto a cuestas, se dirigió a la zona cerrada de la cubierta principal de pasajeros. Recorrió uno de los anchos bancos que flanqueaban las ventanas. El ferry del viernes por la mañana estaba repleto de pasajeros que o bien iban a Seattle por motivos laborales, o bien lo hacían para disfrutar del fin de semana. Encontró un par de bancos que se miraban entre sí. Uno estaba ocupado por un hombre vestido con pantalones chinos y un polo azul marino. El hombre estaba absorto leyendo un periódico y tenía varias secciones descartadas a su lado.

—Perdone, ¿está libre…? —le preguntó, pero se quedó sin voz cuando el hombre levantó la cabeza para mirarla.

Lo primero que vio fueron sus ojos azules. Sufrió una especie de descarga, como si su corazón estuviera conectado a unos cables.

Era Damon Salvatore… afeitado, bien vestido, muy sexy y rezumando virilidad por todo su cuerpo. Sin apartar la mirada de ella, dejó el periódico a un lado y se puso en pie, un gesto muy anticuado que la desconcertó todavía más.

—Elena… ¿Vas a Seattle?

—A Bellingham. —Se habría dado de tortas por haber hablado como si le faltara el aire—. A visitar a mi familia.

Damon señaló el banco que tenía enfrente.

—Siéntate.

—Yo… —Elena meneó la cabeza y echó un vistazo a su alrededor—. No quiero molestarte. —No pasa nada.

—Gracias, pero… no quiero hacer lo del avión contigo.
Damon enarcó las cejas.

—¿Lo del avión?

—Sí, es que cuando me siento junto a un desconocido en un avión, a veces acabo contándole un montón de cosas… que jamás admitiría ni delante de mi mejor amiga. Pero nunca me arrepiento, porque sé que no voy a encontrarme otra vez con esa persona.

—No estamos en un avión.

—Pero sí en un medio de transporte.

Damon Salvatore se quedó mirándola con un desconcertante brillo burlón en los ojos.

—El trayecto en ferry no es tan largo. ¿Cuánto podrías contarme?

—Toda mi vida.

A Damon le costó esbozar una sonrisa, como si no pudiera malgastarlas.

—Arriésgate. Siéntate conmigo, Elena.

Era más una orden que una invitación. Pero se descubrió obedeciéndola. Dejó su macuto en el suelo y se sentó en el asiento opuesto. Mientras enderezaba la espalda, se percató de que Damon la repasaba con la mirada de forma eficiente. Llevaba unos vaqueros ajustados, una camiseta blanca y una americana corta negra.

—Estás distinta —dijo él.

—Es por el pelo. —Se pasó los dedos con timidez por los mechones largos y lisos—. Me lo aliso cada vez que voy a ver a mi familia. Si no lo hago, mis hermanos empiezan a meterse conmigo y a tirarme del pelo… Soy la única de la familia que lo tiene rizado. Rezo para que no llueva. En cuanto se moja… —Gesticuló, imitando una explosión.

—Me gusta de las dos maneras.

El halago fue dicho con tal sinceridad que a Elena le resultó más enternecedor que otra cosa.

—Gracias. ¿Qué tal Emma?

—Sigue hablando. Cada vez más. —Hizo una pausa—. No tuve oportunidad de darte las gracias el otro día. Lo que hiciste por Emma…

—Bah, fue una tontería… Me refiero a que en realidad no hice nada.

—Para nosotros fue mucho. —La miró a los ojos—. ¿Qué vas a hacer con tu familia este fin de semana?

—Es una simple reunión familiar. Cocinaremos, comeremos, beberemos… mis padres tienen una casa enorme en Edgemoor y un millón de nietos. Somos ocho hermanos.

—Eres la pequeña —dijo él.

—La segunda por la cola. —Soltó una carcajada desconcertada—. Casi aciertas. ¿Cómo lo has adivinado?

—Eres extrovertida. Sonríes mucho.

—¿Y tú qué eres? ¿El mayor? ¿El mediano?

—El mayor.

Elena lo estudió abiertamente.

—Lo que quiere decir que te gusta imponer las reglas, que eres de fiar… pero que de vez en cuando también puedes pecar de sabelotodo.

—Tengo razón casi siempre —replicó él con modestia.

Elena contuvo una carcajada.

—¿Por qué montaste una juguetería en la isla? —quiso saber Damon.

—Se puede decir que fue algo natural. Antes decoraba muebles infantiles. Así conocí a mi marido. 
Tenía una fábrica de muebles rústicos donde solía comprar cosas, juegos de mesas y sillas, cabeceros para las camas y esas cosas, pero después de que nos casáramos, dejé de pintar durante un tiempo, por culpa de… ya sabes, el cáncer que padecía. Y cuando volví a trabajar, me apeteció probar algo distinto. Algo divertido. —Al ver que Damon estaba a punto de hacerle una pregunta, seguramente sobre Leo, se lo impidió con una pregunta de su propia cosecha—: ¿A qué te dedicas?

—Tengo una torrefactora de café.

—¿Es un negocio familiar o…?

—Tengo dos socios y la fábrica está en Friday Harbor. Contamos con una torrefactora industrial capaz de producir cuarenta y cinco kilos por hora. Hemos desarrollado seis tipos de café que comercializamos con nuestra propia marca, pero también producimos para varias cadenas de supermercados, tanto en la isla como en Seattle o Lynnwood… De hecho, también le servimos a un restaurante de Bellingham.

—¿De verdad? ¿Cómo se llama?

—Es un vegetariano, Variedad de la Huerta.

—¡Me encanta ese sitio! Pero nunca he probado el café.

—¿Por qué no?

—Dejé de tomarlo hace años, después de leer un artículo que aseguraba que no era bueno para la salud.

—¡Pero si es prácticamente un tónico medicinal! —protestó Damon, indignado—. Está lleno de antioxidantes y fitoquímicos. Reduce el riesgo de padecer ciertos tipos de cáncer. ¿Sabías que la palabra «café» tiene su origen en una frase árabe que podría traducirse como 'vino del grano'?

—Pues no lo sabía —contestó Elena con una sonrisa—. Te tomas muy en serio tu café, ¿verdad?

—Todas las mañanas enciendo la cafetera como un soldado que se reencontrara con su amor perdido tras una guerra —contestó.

Elena sonrió de nuevo al pensar en lo maravillosa que era su voz, grave pero muy clara.

—¿Cuándo empezaste a beber café?

—En el instituto. Mientras estudiaba para un examen. Probé mi primera taza de café porque creía que me ayudaría a mantenerme despierto.

—¿Qué te gusta más? ¿El sabor? ¿La cafeína?

—Me gusta empezar el día con las noticias y con un Blue Mountain de Jamaica. Me gusta tomarme una taza por la tarde mientras despotrico contra los Mariner o los Seahawk. Me gusta saber que con una taza de café puedo disfrutar de los sabores de lugares a los que nunca iré. Las faldas del Kilimanjaro en Tanzania, las islas de Indonesia, Colombia, Etiopía, Brasil, Camerún… Me gusta que un camionero pueda disfrutar de una taza de café tan buena como la de un millonario. Pero sobre todo me gusta el ritual. Reúne a los amigos, es el colofón perfecto de cualquier cena… y de vez en cuando te ayuda a convencer a una mujer guapa de que suba a tu casa.

—Eso no tiene nada que ver con el café. Convencerías a cualquier mujer con un vaso de agua del grifo. —Un segundo después, y con los ojos como platos, se tapó la boca con una mano—. No sé por qué he dicho eso —dijo a través de los dedos, avergonzada y alucinada.

Sus ojos se encontraron durante un electrizante momento. Y después Damon esbozó una sonrisa y a Elena le dio un vuelco el corazón.

Damon meneó la cabeza para decirle que no se lo había tomado a mal.

—Ya me lo advertiste. —Señaló las paredes del  ferry—. Los medios de transporte hacen que pierdas las inhibiciones.

—Sí. —Hipnotizada por esos cálidos ojos azules, intentó recuperar el hilo de la conversación—. ¿De qué estábamos hablando? Ah, sí, del café. Nunca he probado un café que sepa tan bien como el olor de los granos.

—Algún día te prepararé el mejor café que hayas probado en la vida. Me perseguirás taza en mano rogándome que te dé más agua caliente filtrada a través de café robusta molido.
Mientras se echaba a reír, Elena se percató de que algo había cobrado vida entre ellos. Era atracción, se dio cuenta de pronto. Hasta ese momento estaba convencida de que había perdido la capacidad de percibir el atractivo físico de otra persona.

El ferry se estaba moviendo. Ni siquiera se había dado cuenta de que la sirena había sonado. El potente motor hacía vibrar la estructura de la embarcación, de modo que un leve rumor recorría el suelo y los asientos, de forma tan constante como los latidos de un corazón.
Elena supuso que debería apreciar las vistas mientras cruzaban el estrecho, pero habían perdido su capacidad para seducirla. Volvió a mirar al hombre que estaba sentado frente a ella, su cuerpo relajado, con las piernas separadas y un brazo apoyado en el respaldo del banco.

—¿Cómo vas a pasar el fin de semana? —le preguntó.

—Voy a ver a una amiga.

—¿La mujer que te acompañaba en la tienda?

La expresión de Damon se tornó cautelosa.

—Sí. Bonnie.

—Me pareció agradable.

—Lo es.

Elena sabía que debería dejarlo tal cual. Pero la curiosidad que Damon le provocaba comenzaba a traspasar todos los límites. Mientras intentaba recordar a Bonnie, una rubia elegante y guapa, recordó que en su momento creyó que hacían buena pareja. Como las que se veían en los anuncios de joyas.

—¿La cosa va en serio?

Damon meditó la respuesta.

—No lo sé.

—¿Cuánto lleváis saliendo?

—Unos meses. —Hizo una pausa reflexiva antes de añadir—: Desde enero.

—Pues ya deberías saber si la cosa va en serio.

Damon parecía dividido entre el fastidio y la sorna.

—A algunos nos cuesta descubrirlo más que a otros.

—¿Qué hay que descubrir?

—Si soy capaz de superar el miedo a la eternidad.

—Creo que debería decirte cuál es mi lema. Es una frase de Emily Dickinson.

—Yo no tengo lema —replicó él con aire pensativo.

—Todo el mundo debería tener uno. Puedes usar el mío si te gusta.

—¿Cuál es?

—«Siempre está compuesto de ahoras». —Guardó silencio y su sonrisa adquirió un matiz tristón

—. No deberías preocuparte por la eternidad… el tiempo se acaba antes de que te des cuenta.

—Sí. —En su tono apacible había una nota desesperada—. Lo descubrí cuando perdí a mi hermana.

Elena lo miró con expresión compasiva.

—¿Estabais muy unidos?

Se produjo una pausa larguísima.

—Los Salvatore nunca hemos sido lo que se dice una familia unida. Es como un plato horneado. Puedes coger un montón de ingredientes que están muy buenos cada uno por su lado, pero que si los juntas y los metes en el horno, sale un potingue asqueroso.

—No todos los platos horneados están malos —replicó ella.

—Dime uno.

—El timbal de macarrones con queso.

—Eso no es un plato horneado.

—¿Y qué es?

—Es pasta.

Elena se echó a reír.

—Buen intento, pero se hace en el horno.

—Si tú lo dices… Pero entonces es el único que me gusta. Los demás saben como si hubieras vaciado la despensa en el horno.

—Yo hago la receta de mi abuela para el timbal de macarrones con queso. Con cuatro variedades distintas de queso. Y picatostes por encima.

—Vas a tener que preparármelo algún día.

Claro que eso nunca sucedería. Pero la idea de que pudiera suceder hizo que el rubor se le extendiera desde el cuello hasta la raíz del pelo.

—A Bonnie no le gustaría.

—No. Bonnie no come carbohidratos.

—Me refería a que yo cocine para ti.

Damon guardó silencio y se limitó a mirar por la ventana con expresión distraída. ¿Estaría pensando en Bonnie? ¿Estaría emocionado porque pronto iba a verla?

—¿Con qué los acompañarías? —le preguntó Damon al cabo de un momento.

La sonrisa de Elena se convirtió en otra carcajada.

—Lo serviría como plato principal acompañado de espárragos a la plancha y tal vez de una ensalada de rúcula y tomate. —Tenía la sensación de que había pasado una eternidad desde la última vez que cocinó algo más elaborado que las comidas sencillas que se preparaba para ella, ya que cocinar para una sola persona no merecía la pena—. Me encanta cocinar.

—Ya tenemos algo en común.

—¿También te encanta cocinar?

—No, me encanta comer.

—¿Quién cocina en tu casa?

—Mi hermano Stefan y yo nos turnamos. A los dos se nos da fatal.

—Tengo que preguntártelo: ¿cómo es que os decidisteis a criar juntos a Emma?

—Sabía que yo no podría hacerlo solo. Pero no había nadie más dispuesto y era incapaz de dejar a Emma en un hogar de acogida. Así que pinché la conciencia de Stefan hasta que accedió a ayudarme.

—¿Te arrepientes?

Damon negó con la cabeza sin pensárselo siquiera.

—Perder a mi hermana ha sido lo peor que me ha pasado, pero tener a Emma en mi vida es lo mejor. Stefan te diría lo mismo.

—¿Ha sido como esperabas que fuera?

—No sabía qué esperar. Aprendemos a vivir día a día. Hay momentos geniales… como la primera vez que Emma pescó un pez en el lago Egg o la mañana en que Stefan y ella decidieron construir una torre de plátanos y malvaviscos para desayunar… Deberías haber visto la cocina. Pero hay otros momentos, como cuando salimos y vemos a una familia… —Titubeó—. En esos momentos lo veo en la cara de Emma, veo que se pregunta cómo sería tener una familia.

—Sois una familia —le recordó ella.

—¿Dos tíos y una niña?

—Sí, eso es una familia.

Mientras seguían hablando adquirieron de alguna forma el ritmo agradable y cómodo de una conversación entre dos buenos amigos, cada cual dejando correr el asunto cuando lo creía conveniente.

Elena le habló de lo que se sentía al crecer en una familia numerosa, de las interminables competiciones por el agua caliente, por recibir atención, por disfrutar de intimidad. Pero pese a las peleas y a la rivalidad, habían gozado de cariño y felicidad, y se habían cuidado los unos a los otros. Cuando Elena estaba en cuarto curso, ya sabía preparar la cena para diez personas. Sólo había usado ropa heredada de sus hermanos y no le había importado en lo más mínimo. Lo único que le había molestado era que las cosas se perdieran o se rompieran.

—Llegas a un punto en el que no puedes dejar que te afecte —dijo—. Así que desde que era muy pequeña adopté una mentalidad muy budista acerca de mis juguetes y no les tomé demasiado cariño. Se me da bien eso de desprenderme de las cosas.  

Aunque no se podía decir que Damon hablara por los codos de su familia, sí dejó caer unos cuantos comentarios muy significativos. Según entendió, sus padres habían estado absortos en su guerra matrimonial mientras que sus hijos recibían los daños colaterales. Vacaciones, cumpleaños, reuniones familiares eran los escenarios perfectos para las discusiones rutinarias.

—Dejamos de celebrar la Navidad cuando yo tenía catorce años —le dijo Damon. Elena puso los ojos como platos.

—¿Por qué?

—Todo comenzó por una pulsera que mi madre vio en el escaparate de una tienda mientras estaba de compras con April. Entraron, mi madre se la probó y le dijo a April que tenía que ser suya. Así que volvieron a casa entusiasmadas y a partir de ese momento sólo hablaba para decir lo mucho que le gustaría que le regalaran esa pulsera por Navidad. Le dio todos los datos a mi padre y se pasaba el día preguntándole si la había comprado, insistiendo para que fuera a por ella porque era una ganga. Y llegó el día de Navidad y no había ni rastro de la pulsera.

—¿Qué le regaló? —preguntó Elena, fascinada y pasmada.

—No me acuerdo. Una licuadora o algo así. El asunto es que mi madre se cabreó tanto que se negó a que volviéramos a celebrar la Navidad en familia.

—¿No la celebrasteis más?

—Aja. Creo que llevaba un tiempo buscando una excusa y eso le dio pie. Y supuso un alivio para todos. A partir de ese momento cada uno celebraba la Navidad por su lado, la pasábamos en casas de amigos, íbamos al cine o hacíamos cualquier otra cosa. —Al ver la expresión de Elena, se sintió obligado a añadir—: Era estupendo. Las Navidades nunca significaron para nosotros lo que debían significar. Pero lo más raro de todo es que April se sentía tan mal por todo el asunto que nos dio la tabarra a Stefan, a Klaus y a mí hasta que reunimos el dinero entre todos y le compramos la pulsera a mi madre por su cumpleaños. Tuvimos que trabajar y ahorrar para comprársela, y April se la envolvió en un papel muy elegante con un lazo. Y cuando mi madre lo abrió, todos esperábamos que se llevara las manos a la cabeza o que se pusiera a llorar de la alegría, algo por el estilo. Pero en vez de eso… fue como si no se acordara de la pulsera. Dijo: «¡Qué bonita!» y «Gracias», y se acabó. Ni siquiera recuerdo habérsela visto puesta.

—Porque, en realidad, no se trataba de la pulsera.

—Sí. —La miró con expresión alucinada—. ¿Cómo lo has adivinado?

—Cuando las parejas discuten, siempre hay una razón oculta que no tiene nada que ver con lo que haya sucedido en el momento concreto de la discusión.

—Pues cuando yo discuto con alguien, siempre es por algo que ha sucedido en ese momento. Soy así de superficial.

—¿Sobre qué discutís Bonnie y tú?

—No discutimos.

—¿Nunca discutís? ¿Por nada?

—¿Es malo?

—No, no, claro que no.

—Crees que es malo.

—Bueno… depende del motivo. ¿No hay discusiones porque da la casualidad de que estáis de acuerdo absolutamente en todo? ¿O es porque ninguno de los dos está realmente volcado en la relación?

Damon meditó sus palabras.

—Voy a discutir con ella en cuanto llegue a Seattle y así lo sabré.

—No lo hagas, por favor —le suplicó con una sonrisa.

Aunque parecía que apenas llevaban hablando diez o quince minutos, Elena acabó por darse cuenta de que los demás pasajeros estaban recogiendo sus pertenencias y preparándose para desembarcar en Anacortes. El ferry estaba cruzando el estrecho de Rosario. El lúgubre aullido de la sirena hizo que se percatara con irritación de que había transcurrido una hora y media con una velocidad vertiginosa. Tuvo la sensación de estar saliendo de una especie de trance. Y se dijo que ese trayecto en ferry había sido lo más divertido que había hecho en meses. Tal vez en años.
Damon se puso en pie y la miró con una irresistible sonrisa torcida.

—Una cosa… —Su voz ronca le provocó a Elena un agradable escalofrío en el cuello—. ¿Vas a volver en el ferry del domingo por la tarde?

Lo imitó y se puso en pie, demasiado consciente de su presencia y deseando empaparse de todos los detalles de su persona: la calidez que irradiaba su piel por debajo del polo de algodón; el punto donde esos mechones oscuros, relucientes como el satén, se rizaban ligeramente al rozar la piel bronceada de su cuello…

—Es posible —le contestó.

—¿Volverás en el de las tres menos cuarto o en el de las cuatro y media?

—Todavía no lo sé.

Damon asintió y dejó de insistir.

Cuando se marchó, Elena fue consciente de una especie de alegría muy inquietante teñida por cierto anhelo. Se recordó que Damon Salvatore estaba vedado. Y que ella también lo estaba. No sólo desconfiaba de la intensa atracción que sentía por él, sino que además no estaba preparada para el tipo de riesgo que él representaba.
Nunca estaría preparada.

Algunos riesgos sólo se podían correr una vez en la vida.

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