Capítulo 03
—¿Te has vuelto loco? —exclamó Klaus.
Damon dejó de pasear por el despacho y
miró a su amigo a los ojos.
—Preferiría no hablar de quién ha
perdido la cabeza —señaló—. No soy yo quien está buscando a la mujer que me
engañó con mi hermano.
—Eso ha sido un golpe bajo —intervino Stefan.
Damon dejó escapar un suspiro. Era
cierto. Fuera cual fuera el motivo que tuviera Klaus para buscar a su exnovia,
no se merecía ese trato.
—Lo siento, tío —se disculpó.
—Creo que los dos estáis locos.
Ninguna mujer merece tantas molestias. Y en cuanto a ti, no sé qué decir sobre
esa locura de volver a la isla Moon. ¿Qué esperas conseguir?
Quería recuperar la memoria. Quería
saber por qué había actuado de manera tan poco propia de él.
—Ella dice que nos enamoramos.
Los otros tres lo miraron como si
acabara de anunciar que iba a hacer voto de castidad.
—También asegura que el hijo que
espera es tuyo —señaló Stefan—. Eso es asegurar mucho.
—¿Has hablado con tu abogado? —preguntó
Klaus—. Toda esta situación me pone de los nervios. No nos hará ningún bien si
va por ahí contando que eres un auténtico bastardo al seducirla y abandonarla
antes de que se secara la tinta del contrato.
—No, aún no he hablado con Mario —murmuró
Damon—. No he tenido tiempo.
—¿Y cuánto tiempo vas a dedicar a
buscarte a ti mismo? —preguntó Cam.
—Tanto como sea necesario.
—Me encantaría seguir aquí —Stefan
consultó el reloj—, pero tengo una cita.
—¿Forbes? —bufó Cam.
Stefan hizo un mohín en dirección a su
amigo.
—¿El viejo sigue empeñado en que te
cases con su hija si quieres la fusión?
—Sí —Stefan suspiró—. Ella es un poco…
alocada y Forbes cree que yo conseguiré equilibrarla.
—Pues dile que no hay trato —Cam se
encogió de hombros.
—No está tan mal. Es joven y…
exuberante. Hay peores mujeres con las que casarse.
—En otras palabras, volvería loca a
una persona tan inflexible como tú —rio Klaus.
Stefan le dedicó un gesto grosero a su
amigo y se dirigió hacia la puerta.
—Yo también tengo que irme —Cam se
puso de pie—. Antes de iniciar tu búsqueda, tenemos que quedar para tomar algo,
Damon.
Klaus no se había apartado de la
ventana y se volvió hacia su amigo en cuanto estuvieron a solas.
—Oye, siento lo que dije sobre Kelly —se
disculpó Damon—. ¿Aún no la has encontrado?
—No —Klaus sacudió la cabeza—. Pero lo
haré.
Damon no comprendía el empeño de su
amigo en encontrar a su antigua novia. Todo había sucedido durante las cuatro
semanas perdidas de su vida. Kelly se había acostado con el hermano de Klaus. Klaus
la había echado de su vida y, aparentemente, pasado página.
—¿No te acuerdas de Elena? —preguntó Klaus—.
¿Nada en absoluto?
—No —Damon tamborileó con un bolígrafo
sobre el escritorio.
—¿Y no te parece raro?
—Pues claro que es raro —contestó él
exasperado—. Todo esto es raro.
—¿No crees que si te hubieras
enamorado de esa mujer y pasado con ella cada instante del día durante cuatro
semanas, no tendrías al menos una leve sensación de déjà vu?
—Entiendo tu punto de vista, Klaus —Damon
soltó el bolígrafo—, y agradezco tu preocupación. Algo sucedió en esa isla. No
sé qué es, pero en mi mente hay un enorme boquete y ella está en el centro.
Tengo que regresar, aunque sólo sea para desmentir su versión.
—¿Y si lo que dice es verdad?
—Entonces tengo mucho tiempo que
recuperar.
Elena se paró frente al edificio de
oficinas y miró hacia arriba. La moderna arquitectura del rascacielos
relumbraba bajo el sol otoñal.
La ciudad la asustaba y fascinaba a
partes iguales.
Todo el mundo parecía ocupado y nadie
se paraba siquiera un segundo. La ciudad latía con gente, coches, luces y
ruidos. ¿Cómo podía alguien soportar ese ruido constante?
Aun así, había estado dispuesta a
abrazar esa vida, consciente de que, si iba a compartir su vida con Damon,
tendría que acostumbrarse a la ciudad.
Una semilla de duda crecía a cada
aliento que exhalaba y no podía evitar preguntarse si no estaría haciendo un
ridículo aún mayor que la primera vez.
—Debo estar loca por confiar en él —murmuró.
Pero si decía la verdad, si esa
historia extraña e increíble era cierta, entonces no la había traicionado. No
la había abandonado.
—Elena, ¿verdad?
Ante ella había dos hombres que ya
había visto en la fiesta de Damon.
—En efecto, Elena.
Ambos eran altos. Uno de ellos tenía
el pelo castaño y corto, y le sonrió. El otro era rubio con cabellos revueltos,
y fruncía el ceño mientras entornaba los azules ojos.
—Soy Stefan Carter, un amigo de Damon —el
sonriente extendió una mano—. Y éste es Cameron Hollingsworth.
Cameron seguía escrutándola con la
mirada, y Elena lo ignoró, centrándose en Stefan.
—Encantada de conocerte —murmuró al
fin, sin saber muy bien qué decir.
—¿Has venido para ver a Damon? —preguntó
Stefan.
Ella asintió.
—Nos encantará acompañarte.
—No hace falta —Elena sacudió la
cabeza—. Puedo ir yo sola. No quiero causar molestias.
Cameron le dedicó una mirada fría y
calculadora.
—No es ninguna molestia —insistió Stefan—.
Te acompañaré hasta el ascensor.
—¿No me crees capaz de encontrar el
ascensor? —ella frunció el ceño—. ¿O acaso eres uno de esos amigos
entrometidos?
Stefan sonrió despreocupadamente y la
miró como si supiera exactamente cómo se sentía.
—Entonces te deseo un buen día —dijo
él al fin.
Elena deseó no haber sido tan grosera.
—Gracias, encantada de conocerte.
Impregnó su voz de tanta sinceridad
que estuvo a punto de creérselo ella misma. Stefan asintió, pero Cameron no
pareció impresionado. Los dos amigos entraron en un BMW que les aguardaba.
Respiró hondo y atravesó las puertas
giratorias para entrar en el edificio. El vestíbulo era precioso. En el centro
había una gran fuente y se paró frente a ella para permitir que el sonido del
agua le relajara. Echaba de menos el mar. No salía muy a menudo de la isla y,
en medio de la gran ciudad, sólo pensaba en regresar al tranquilo lugar en el
que había crecido.
Se le formó un nudo en la garganta y
el dolor le oprimió el pecho. Por su culpa, las tierras de la familia estaban
en manos de un hombre decidido a construir un complejo turístico con campo de
golf y a saber qué más.
Pero la isla Moon era especial. Las
familias llevaban viviendo allí desde hacía generaciones y todo el mundo se
conocía. La mitad de la isla se dedicaba a la pesca o a las gambas y la otra
mitad vivía jubilada tras años trabajando en Houston o Dallas.
Entre los residentes había un acuerdo
no escrito por el que la isla seguiría siendo un paraíso para quien buscara una
vida más tranquila.
Pero todo eso iba a cambiar por su
culpa. Las excavadoras iban a invadirlo todo y, lentamente, el mundo exterior
cambiaría su forma de vivir.
Elena se mordió el labio y se dirigió
hacia el ascensor. Le dolía pensar en lo ingenua y estúpida que había sido.
Furiosa, pulsó el botón de la tercera
planta. Le había creído cuando le había asegurado que quería las tierras con
fines personales. Al firmar los documentos, el nombre que había aparecido era
el suyo, no el de ninguna empresa. Damon Salvatore. Y también le había creído
cuando le había dicho que la amaba y que regresaría. Que quería que estuvieran
juntos.
Se sentía tan humillada por su
estupidez que no soportaba pensar más en ello. Y al presentarse en Nueva York
se había encontrado con la historia de la pérdida de memoria. Demasiado
oportuno.
—Por favor, que esté diciendo la
verdad —susurró.
Porque, si decía la verdad, entonces a
lo mejor no era tan mala persona.
—¿Tiene cita? —al salir del ascensor,
se topó con un mostrador. La recepcionista sonrió.
—Damon me está esperando —asintió ella
tras unos segundos de incertidumbre.
—¿Es usted la señorita Gilbert?
Ella asintió de nuevo.
—Sígame. El señor Salvatore pidió que
la llevara de inmediato a su despacho. ¿Le apetece un café o té? —miró la
enorme barriga—. Si lo prefiere, tenemos descafeinado.
—Gracias, estoy bien —Elena sonrió.
—Señor Salvatore, la señorita Gilbert
está aquí —la recepcionista abrió una puerta.
—Gracias, Tamara —Damon alzó la vista
del escritorio y se puso en pie.
—¿Necesitará alguna cosa más? —preguntó
amablemente Tamara.
—Que nadie me moleste —Damon sacudió
la cabeza. La mujer sonrió y se marchó, cerrando la puerta tras ella.
Elena miró a Damon. Estaban tan cerca
que podía olerlo, pero no sabía cómo actuar. No podía mantener la pose airada
de amante despechada porque, si no se acordaba de ella no se le podía culpar
por comportarse como si no existiera.
Pero tampoco podía retomar la relación
donde la habían dejado arrojándose en sus brazos.
—Antes de que esto vaya más lejos, hay
algo que debo hacer —él suspiró.
—¿Qué? —Elena frunció el ceño antes de
enarcar las cejas al verlo aproximarse.
Damon le tomó el rostro entre las
manos ahuecadas y se acercó aún más a ella.
—Tengo que besarte.
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