Capitulo 13
Una
hora más tarde, el patio estaba casi vacío. Con los últimos rayos de sol, Damon
recorrió el perímetro del edificio humeante y se detuvo en la parte trasera.
Un
grupo de árboles que protegían la parte de atrás de la estructura habría hecho
que resultara fácil aproximarse sin ser visto desde esa dirección. Habiéndolo
planeado la noche anterior, tras colocar pólvora en la paja o empaparla con
aceite, alguien podría haber prendido fuego al tejado simplemente subiéndose a
un árbol y lanzando desde allí un paño en llamas.
Si
alguien había provocado el fuego, el calor del incendio, lo suficientemente
intenso como para chamuscar los alrededores del edificio, habría destruido
cualquier resto de pólvora o aceite que el culpable hubiera podido derramar
durante los preparativos. A pesar de lo que Damon le había dicho a la multitud,
sin testimonio alguno, sería casi imposible demostrar que alguien hubiera
cometido el delito.
Aun
así, le preguntaría al joven Tanner si recordaba haber olido a aceite.
Suspiró
con frustración y regresó a la calesa. Tras mirar una última vez los restos de
la hilandería, ayudó a la señora Gilbert a sentarse junto a Davie, se sentó
después él y condujo el vehículo hacia la casa de Biddy Cuthbert.
Dejaron
al chico, se quedaron el tiempo suficiente para explicarle a la anciana lo
sucedido y luego retomaron el camino hacia la mansión.
Con
el chico a salvo en casa, por primera vez desde que condujera la calesa a toda
velocidad hacia el incendio, Damon tuvo tiempo para pensar en los
acontecimientos. Tal vez la señora Gilbert estuviera pensando en ellos también,
pero igualmente permaneció callada. Ni siquiera su tentadora presencia junto a
él podía distraer a Damon de los catastróficos resultados del fuego.
Poco
después de su llegada a la finca, tras inspeccionar el proyecto de la
hilandería que Tyler había dejado a medias, Damon había decidido completar el
proyecto y había escrito a Hal para preguntarle por los últimos adelantos en
seguridad disponibles. Junto con el extintor de Manby, Hal le había recomendado
que instalaran mangueras en el carro. Las mangueras permitirían a los bomberos
dirigir el agua bombeada hacia el edificio, no sólo rociarla desde la máquina
hacia el tejado. Pero, como el dinero para materiales era poco, Damon aún no
había hecho los pedidos.
Si
los tejedores hubieran tenido a mano una bomba de agua, tal vez podrían haber
evitado las heridas del joven Tanner, y haber extinguido las llamas, o al menos
haber evitado que todo el edificio quedara inservible.
Ya
había gastado casi todo el dinero en efectivo que tenía para comprar semillas,
herramientas de labranza y materiales, para completar la hilandería y para
darles mercancías a los trabajadores. ¿De dónde sacaría el capital para volver
a empezar? ¿Qué harían los trabajadores y sus familias hasta que la hilandería
pudiera volver a abrirse?
Tal
vez pudiera pedirle un préstamo a Tyler.
Damon
sonrió amargamente. Se había creído capaz de obrar milagros al ofrecerse a
comprar Blenhem. Pero Dios siempre escarmentaba a aquél que se sentía demasiado
seguro de sí mismo.
Bueno,
tal vez los milagros escaparan a su control, pero había mucho más que podía
hacer. No dejaría que un villano decidido a destruirlo le impidiera lograr sus
objetivos; devolverles la esperanza y el trabajo a los habitantes y restablecer
la prosperidad de la tierra.
Costase
lo que costase.
Ya
era de noche cuando llegaron a la mansión. Tras entregarle las riendas al mozo,
Damon ayudó a la señora Gilbert a bajar de la calesa.
El
deseo que había quedado atenuado por sus pensamientos sombríos regresó entonces
con fuerzas renovadas cuando le agarró la mano.
Tomó
aliento y se maravilló de nuevo del poder que ejercía sobre él. Aunque estaba
desalentado y cansado, sólo le hacía falta la más mínima de las caricias para
provocar chispas en su interior.
Pero
después de pasar la tarde arrodillada en el suelo, la señora Gilbert estaría
tan agotada como él.
—Debéis
de estar deseando daros un baño caliente y descansar —dijo él mientras
caminaban hacia la puerta—. ¿Le digo a la señora Winston que posponga la cena
hasta que os hayáis cambiado y que os lleve una bandeja a la habitación?
—Me
vendría bien un baño. Pero, a no ser que prefiráis estar solo, preferiría cenar
con vos.
Un
torrente de felicidad inundó su corazón. Tras los tristes acontecimientos del
día, deseaba su compañía desesperadamente. Dado lo cansado que estaba y lo
mucho que le costaba mantener el control, debería decirle que cenase sola.
Pero, después de una breve lucha interna, no pudo resistirse al placer de su
compañía.
—¿Le
digo a Elijah que tenga la cena preparada en una hora?
Se
reunieron en el comedor para cenar; ambos parecían satisfechos de estar el uno
en compañía del otro sin necesidad de hablar. Además de su cansancio, Damon
sentía la garganta seca, lo cual hacía que hablar le resultase incómodo; por
otra parte, la cara, la espalda y las manos le dolían de las quemaduras que se
había hecho al entrar a salvar a los Tanner, aunque por suerte no le habían
salido ampollas.
Cuando
concluyó la cena, Damon llevó a la señora Gilbert al estudio. Se quedaron los
dos sentados durante un rato, sin hablar, bebiendo vino mientras contemplaban
las llamas de la chimenea. Damon pensaba que aquél era un mundo extraño y
maravilloso, donde un elemento que permitía cocinar su comida y calentaba su
hogar podía, en cuestión de minutos, convertirse en una bestia implacable capaz
de devorar hombres, casas y futuros enteros.
Al
igual que el deseo, que podía intensificar y profundizar el afecto, o herir,
explotar y destruir.
—Debe
de ser difícil —dijo la señora Gilbert por fin—. Ver cómo el trabajo duro y el
dinero se convierten en humo.
—Desde
luego que lo es.
—¿Creéis
que os harán responsable por la pérdida de la hilandería?
—Soy
el responsable —contestó Damon con una sonrisa.
—¡Pero
nadie podría haber hecho más que vos por intentar controlar el fuego! Bombeasteis
agua más que ningún otro hombre, e inspirasteis a los demás a seguir
esforzándose, por no hablar de la valerosa intervención que permitió a los
Tanner salir con vida del incendio. Además, no podríais haber hecho nada por
evitarlo.
Brevemente,
Damon le explicó los beneficios de instalar una bomba en la hilandería y la
utilidad de las mangueras.
—En
un intento por estirar mis limitados fondos, retrasé el momento de hacer el
pedido. Si hubiera estado disponible una máquina para bombear agua, tal vez los
tejedores podrían haber extinguido, o al menos minimizado el impacto de las
llamas.
—Tal
vez —dijo ella—. ¿Pero habría servido de algo una manguera si, como dicen
algunos, el fuego fue intencionado?
—No
hay manera de saberlo. En vez de pensar en decisiones que no puedo deshacer,
ahora debo pensar en cómo proceder.
—Estoy
segura de que se os ocurrirá algo. ¿Consultaréis con vuestro jefe? ¿Teméis que
lord Englemere os despida por ello? ¡Eso sería de lo más injusto!
—Creo
que puedo aseguraros que no lo hará.
—¿Entonces
estáis unido a él?
Como
ya había hecho antes, Damon vaciló y se preguntó si no sería mejor contarle la
verdadera naturaleza de su relación con Tyler, lo que significaría también
revelar su identidad. Pero convencido como estaba de que el incendio había sido
provocado, y de que los posibles responsables eran dos hombres que ya habían
intentado llamar la atención de la señora Gilbert, se abstuvo de decirle la
verdad.
Ya
habían ido a buscarla antes y probablemente volverían a hacerlo. Sería mejor que
no tuviese acceso a información que pudiera ponerla en peligro.
Mientras
tanto, se aseguraría de que Davie la acompañara siempre que saliera de casa.
Eligió
su respuesta con cuidado y dijo:
—He
trabajado con lord Englemere durante muchos años y siempre ha sido un hombre
justo.
Para
su tranquilidad, ella asintió, aparentemente satisfecha con la explicación.
—¿Y
pensáis reconstruir la hilandería? Por lo que he oído hoy mientras atendía a
los heridos, la gente de aquí está ansiosa porque continúe la empresa.
—Desde
luego me encantaría reconstruirla, aunque me temo que tendría que obtener
fondos adicionales. No lo sabré con seguridad hasta que no podamos inspeccionar
detalladamente el edificio. Pero de un modo u otro, me aseguraré de que los
trabajadores no sufran.
—Sé
que lo haréis. Y ellos también. ¡Sois una figura de inspiración para ellos,
señor Salvatore! No sólo vuestro comportamiento durante el incendio, sino que
ya os respetaban antes por vuestro trabajo y la preocupación que demostráis por
el bienestar de la gente de Blenhem, ya sean granjeros, tejedores o ancianas
sin nada que comer.
—Somos
una comunidad —dijo él—. Debemos trabajar todos juntos si queremos que las
cosas cambien y mejoren.
—Desde
luego —convino ella, y le dirigió una suave sonrisa—. Hablando de mejorar.
Parece que tenéis quemaduras en la cara y en las manos. Iré a buscar el
botiquín y os aplicaré un poco de ungüento.
Se
puso de pie inmediatamente y salió de la habitación. Sintió la pérdida de su
presencia como el frío que uno siente en la piel cuando el sol se oculta tras
una nube, y el corazón le dio un vuelco de alegría cuando regresó y disipó las
nubes.
—¿Aprendisteis
a curar en la India? —le preguntó mientras ella abría el botiquín.
—Sí
—respondió la señora Gilbert mientras sacaba los frascos—. Con tantas
enfermedades peligrosas y fiebres en ese país, era importante que en cada casa
hubiera alguien con conocimientos sobre el tema. Mi padre contrató a una ayah, una enfermera nativa, para ayudar con mis hermanas,
y me instruyó. Así como a varios miembros del personal, le traté a mi padre un
brote de fiebre y a mis hermanas varias enfermedades menos importantes.¿Ahora
os importa inclinar la cabeza un poco, por favor?
Damon
cerró los ojos y disfrutó de sus caricias, intoxicantes a pesar de las
quemaduras.
Le
extendió suavemente por la cara una sustancia con la textura de una mantequilla
suave con aroma a lavanda.
—¿Os
sentís mejor? —preguntó con vos rasgada.
Damon
quiso decirle lo a gusto que se sentía, abrió los ojos y se encontró su rostro
a escasos centímetros de su cara, con los ojos tan cerca que podía ver las
pecas color ámbar que brillaban en sus iris verdes.
La
fatiga y la incomodidad de las quemaduras desaparecieron al instante y fueron
sustituidas por un intenso deseo.
Después
de la ansiedad y la angustia del día, deseaba más que nunca la comodidad y el
placer que sabía que encontraría en sus brazos, en su cama.
Casi
podía saborear la dulzura de sus labios, sentir el peso aterciopelado de sus
pechos en sus manos, el cálido abrazo de sus pliegues húmedos mientras la
penetraba.
Deseaba
utilizar sus labios, su lengua y su cuerpo para convertir sus suspiros en
gemidos de placer, hacer que su respiración se acelerase hasta que enredara los
dedos en su pelo y todo su cuerpo se convulsionara mientras gritaba extasiada y
lo arrastraba con ella al éxtasis.
Al
mirarla a los ojos, se dio cuenta de que ella también lo deseaba. Si inclinó
hacia él hasta que sus pechos rozaron su camisa.
Damon
podría hacer que se sintiese muy bien; que los dos se sintiesen bien.
Sucumbiendo al deseo que había ido intensificándose día a día desde la primera
noche en que la había tomado entre sus brazos; y juntos podrían reforzar la
conexión que ya existía entre ellos, una intimidad más intensa de lo que jamás
había experimentado.
¿Quién
mejor que su dulce Elena sabía lo duro que había trabajado para que Blenhem
Hill fuese un éxito? Ya había capturado su corazón y su alma. ¿Por qué no
ofrecerle también su cuerpo a la mujer que formaba parte de Blenhem y que se
preocupaba por aquel lugar tanto como él?
Un
centímetro. Damon tenía que inclinar la cabeza sólo un centímetro para que sus
labios se rozaran.
Pero
eso no estaría bien. Elena no estaba ofreciéndose a sir Damon, sino a Damon Salvatore,
el hombre al que consideraba un simple gerente. No podía aprovecharse de su
confianza para unirla irrevocablemente a él hasta que no supiera quién era
realmente el hombre con el que estaba.
Apartarse
de aquellos labios y del suave peso de sus pechos fue lo más duro que jamás
había hecho.
Estaba
empapado en sudor y temblando por el esfuerzo cuando finalmente lo consiguió.
—Debo
de estar más cansado de lo que pensaba —murmuró mientras se apartaba de ella,
sabiendo que si no se alejaba de su presencia inmediatamente, su resolución se
haría pedazos y abandonaría la habitación con ella en brazos, para pasar la
noche en su cama—. Buenas noches.
Damon
se dirigió hacia la puerta, atravesado por el dolor y el arrepentimiento
mientras veía cómo el deseo en los ojos de Elena se convertía en confusión, y
luego en dolor. Apretó los dientes y los puños, se obligó a darse la vuelta y a
salir de la habitación.
Probablemente
aquél sería el último día que tendría que trabajar en el edificio. El señor
Tanner iba a llevar el último cargamento de piedra; el carpintero le había dado
a Davie perchas de madera para colgar en la puerta y que los niños pudieran
dejar allí sus capas y sus chaquetas. Y mientras ellos trabajaban, ella
revisaría los libros de texto una última vez para que estuvieran listos para el
inicio de las clases la semana siguiente.
Debía
sentirse excitada y entusiasmada. Pero, después de una noche en vela seguida de
un desayuno solitario, pues según le había dicho Elijah, el señor Salvatore
había tenido que marcharse temprano, se sentía aburrida, confusa y frustrada.
Tal
vez fuera mejor no haberlo visto aquella mañana. Se había pasado la noche
despierta, desesperada, consumida por el deseo, frustrada después de haber
estado a punto de conseguir que el señor Salvatore desencadenase la reacción
que encendería la pasión que había ido creciendo entre ellos. Con cada célula
de su cuerpo deseaba sumergirse en un fuego que los consumiría con la misma
fuerza con la que el incendio se había tragado la hilandería el día anterior.
En
el brillo de su mirada, en la humedad de sus labios y en la tensión de su
cuerpo, había notado que Damon Salvatore la deseaba tanto como ella a él. ¿Por
qué entonces la había rechazado?
Después
de la incredulidad, su primera respuesta había sido la indignación. ¿Cómo se
atrevía a darle la espalda y a marcharse con una excusa tan barata, cuando lo
que ella necesitaba era sentir sus manos sobre su cuerpo, su lengua sobre su
piel, su miembro inmerso en ella.
Tras
varios segundos de inmovilidad, necesarios para aceptar el hecho de que se
hubiese marchado, Elena se había ido a su habitación, aún sin comprender nada.
¿Por qué si la deseaba había elegido no besarla?
Tal
vez las quemaduras le doliesen más de lo que había dicho. Tal vez, tras haber
dicho que jamás flirtearía con una mujer que trabajara para él, le pareciese
deshonroso romper su palabra.
A
lo largo de la noche de insomnio, había considerado la primera opción como
aceptable. Pero había rechazado la segunda. Ella no había podido dejar más
claro que le parecía honrado, que lo deseaba de todos modos.
¿O
quizá la deseaba como un hombre desea a una atractiva mujer de la calle,
tentado por su sensualidad pero sin interés en unirse a una mujer que se
mostraba tan descaradamente disponible?
¿Acaso
su comportamiento directo lo había repelido? Se sintió humillada al recordar
aquella última explicación que había contemplado antes de quedarse dormida por
fin.
Ahora
se preguntaba si no habría otra razón más importante. ¿Podría ser que, aunque
la deseara, siendo un gerente de importancia en la comunidad, no quisiera
implicarse con la viuda de un caballero cuya familia la había repudiado? Una
mujer con pocos contactos que él pudiera utilizar en su provecho.
Con
su experiencia y su capacidad para trabajar duro, un hombre como el señor Salvatore
sería capaz de dirigir una propiedad más extensa e importante para su noble
patrón; sobre todo si se aliaba con una dama con los contactos adecuados.
Mientras
que ella no podía hacer nada para que avanzase en su carrera.
De
pronto Davie frenó el caballo y la sacó de su ensimismamiento. Entonces se dio
cuenta de que habían llegado a la escuela.
—Ya
hemos llegado, señora —dijo el chico mientras se bajaba de la calesa para
ayudarla—. Sana y salva, como prometí. No había necesidad de que miraseis al
frente todo el tiempo y agarraseis la barandilla como si temieseis que fuese a
volcar en una cuneta.
Qué
suerte que Davie no tuviera idea de la verdadera causa de su abstracción.
—En
absoluto —respondió ella—. Sólo estaba… pensando.
—No
hace falta que os preocupéis por la escuela —le aseguró Davie—. Los niños de la
zona están tan ansiosos como yo por empezar. Si os dan problemas, yo estaré
aquí para ocuparme de ello. ¿Necesitáis que haga algo más después de poner las
perchas? El señor Salvatore me dijo que no debía dejaros sola, así que me
quedaré por aquí hasta que lleguen los obreros. Puede que me necesiten.
—Tal
vez puedas ayudarme a ordenar los libros.
Al
mencionar los libros, al chico se le iluminaron los ojos.
—Entonces
terminaré con las perchas enseguida.
Fiel
a su palabra, Davie colocó las perchas antes de que Elena hubiera organizado el
primer cargamento de material.
—Te
manejas bien con el martillo —observó ella—. ¿Alguna vez has pensado en hacerte
carpintero?
—Mi
madre pensaba que debía, pero mi padre quería que me hiciese cargo de la
granja. Yo nunca quise eso; no me gusta el olor a porquería en las manos. Solía
escaparme al pueblo e ir a casa del carpintero o del herrero. Mi padre pronto
supo dónde encontrarme. Se enfadó mucho, pero eso no me desalentó.
—¡Aplica
esa determinación a tus estudios y llegarás muy lejos! ¿Ahora quieres ir a por
el resto de los libros de la habitación y traérmelos a la mesa, por favor?
Davie
asintió y se dirigió al almacén.
—Vaya,
¿qué es esto? —preguntó riéndose desde detrás del biombo—. ¿Este agujero es lo
que el señor Tanner va a terminar hoy? Será mejor que lo haga, de lo contrario
algún niño se escapará por aquí y se irá al arroyo antes de que os deis cuenta.
—¿De
verdad? —preguntó Elena cuando Davie reapareció con los libros—. Entonces hasta
que no se endurezca la argamasa, recordaré pedirle sólo a los alumnos más
grandes que vayan a por material.
—¿Para
qué es todo esto, señora? —preguntó Davie mientras colocaba los libros
cuidadosamente sobre la mesa.
Uno
por uno, fue enseñándole los libros; uno con sumas para matemáticas, otro con
el alfabeto y las frases simples. Davie se detuvo en un libro ilustrado más
grande.
—¿Y
éste, señora?
—Es
un libro sobre la India, lleno de leyendas y de misterios. Pensaba leer algunas
de las historias en alto.
Davie
fue ojeando el libro lentamente, mientras se detenía para admirar los grabados.
—Parece
muy interesante. Algún día podré leerlo yo solo.
—Así
es —respondió ella—. Y cuando aprendas a leer, Davie, será tuyo.
—¿Para
quedármelo? —preguntó el niño, asombrado.
—Para
quedártelo.
—No
podéis, señora. Un libro tan bonito debe de costar mucho.
—Un
libro caro debe estar en manos de alguien que realmente aprecie su valor. No se
me ocurre nadie mejor que tú.
Davie
comenzó a dar las gracias tartamudeando cuando oyeron a lo lejos el galope de
un caballo.
Sin
decir palabra, los dos se levantaron y corrieron a la puerta.
—Señor
Elliot —le dijo Davie al hombre que se había detenido frente a ellos—. ¿Qué
sucede?
—Uno
de los hombres que siempre se reúnen en la posada, alguien de Nottingham que ha
estado trabajando por la zona, vino a ver al señor Salvatore esta mañana y le
dijo que el hombre que estaba detrás del incendio de la hilandería estaba
oculto por la zona. Lo siguieron hasta una de las granjas abandonadas más allá
de la granja de Miller. Se dice que tiene un rehén, y el rehén es la abuela
Cuthbert. Yo voy a buscar a mi hermano para ver si podemos ayudar.
Davie
salió corriendo y agarró las riendas del caballo para evitar que Elliot se
marchara.
—¿La
abuela está en peligro? —gritó—. ¿Estáis seguro?
—No,
pero el señor Salvatore dijo que debíamos actuar como si la amenaza fuera real.
Si estás dispuesto a ayudar, puedes venir.
—Claro
que quiero —dijo Davie, y miró a Elena con aprensión—. Pero… le prometí al
señor Salvatore que me quedaría con la señora Gilbert hasta que Tanner y los
albañiles llegaran.
—Acabo
de adelantar al carro de Tanner, que venía hacia aquí —dijo Elliot—. No
tardarán.
Davie
asintió.
—Tan
pronto como llegue, iré yo —dijo—. ¿Una casa más allá de la granja de Miller,
habéis dicho? Espero poder encontrarla.
Aunque
a Elena le inquietaba la idea de quedarse sola, si la llegada de los albañiles
era inminente, la urgencia que debía de sentir el chico por ir a buscar a la anciana
sería mayor que la satisfacción que obtendría ella pidiéndole que se quedara.
—No,
vete, Davie. La abuela te necesita. Yo estaré bien hasta que lleguen Tanner y
sus hombres.
—¿Estáis
segura, señora?
—Sí,
estoy segura —insistió ella. Y casi antes de que terminara de pronunciar las
palabras, Davie ya se había subido a la calesa.
Cuando
se alejaron, Elena se quedó mirando el camino. ¿Resultaría ser el hombre al que
seguían el mismo que había prendido fuego a la hilandería? ¿Sería el
inquietante señor Hampton?
Cuando
el jinete y la calesa desaparecieron a lo lejos, todo quedó en silencio. Aunque
en realidad, a plena luz del sol, con los pájaros cantando en los árboles, la
escena no parecía muy distinta a cualquiera de los otros días que había estado
trabajando allí. Sin embargo, Elena tenía que admitir que se sentiría mejor
cuando llegase Tanner.
Tras
convencerse a sí misma de que no había peligro alguno, regresó al interior de
la escuela. Dado que los albañiles llegarían pronto para terminar de tapar la pared
de la habitación, sería mejor que llevase el resto de sus cosas al escritorio.
Sin
dejar de prestar atención a los sonidos de fuera, con la esperanza de oír
pronto el carro de Tanner, comenzó a trabajar.
Una
media hora después, ya había retirado todos los libros y materiales de la zona
de trabajo, pero los albañiles aún no habían llegado.
Tal
vez se hubieran detenido a dar de beber a los caballos. Para distraerse, abrió
el libro sobre la India, comenzó a ojearlo y fue deteniéndose en las
ilustraciones que tanto habían fascinado a Davie. ¿Viajaría el niño alguna vez
allí para hacer su fortuna, como había predicho? Estaba sonriendo al
imaginárselo como un joven nababo hindú cuando un sonido suave y sibilino llamó
su atención.
Se le
puso el vello de punta al mirar hacia la puerta y comprobar para su desgracia
que se trataba del señor George Hampton, que entró en la escuela con una
alforja colgada del hombro.
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