Capítulo
10
Mientras
el sol daba paso a la tarde diez días después, Elena contemplaba satisfecha el
interior de un edificio en el que ya casi se había completado el proceso de
transformación en una escuela. Los carpinteros habían construido varios bancos
y pupitres, así como un atril para ella. A un lado, un biombo de madera
separaba el aula de una pequeña alcoba en la que ella podría almacenar material
y objetos personales.
Los
albañiles habían construido paredes sobre el marco original y un par de
ventanas en la fachada, que llenaban el interior de luz. Antes de marcharse
aquella tarde, el señor Tanner le había dicho que, salvo por una pequeña
porción de pared en la alcoba, para la que necesitaba piedra de un tamaño
diferente para llenar el hueco original, el trabajo estaba terminado y listo
para recibir a los estudiantes.
¡Lista
para comenzar! Un escalofrío recorrió su espalda ante tal expectativa. Pronto
descubriría si su preparación había sido suficiente y si la confianza que la
comunidad había depositado en ella estaba justificada. ¡Deseaba con todo su
corazón que la escuela fuese un éxito!
Ansiaba
abrirles los ojos a esos niños al mundo más allá de sus campos y sus granjas,
continuar dedicando su talento y su energía a una empresa que tanto lo merecía.
Y tenía que admitir que también quería ganarse la aprobación del señor Salvatore.
Quería
justificar su decisión de contratarla, tan inesperada como compasiva. Deseaba
que aquel trabajador incansable, experto en su campo, la considerase a ella
igual de dedicada y experimentada en el suyo.
Sobre
todo, deseaba que Damon Salvatore la creyese merecedora de su tiempo, de su
admiración y de su afecto.
Damon,
así se llamaba. Se lo había dicho el mayordomo. Un nombre noble que le había
sido dado a reyes, nada menos.
¿Alguna
vez aparecería ese nombre unido al suyo?
De
pronto una sombra se alzó frente a ella y la sacó de su ensimismamiento. Un
hombre estaba de pie en la puerta.
—Buenos
días, señora.
—Buenos
días, señor —dijo ella con una reverencia—. ¿Puedo ayudaros?
—Eso
espero —contestó el extraño mientras entraba en la sala con una sonrisa.
De
mediana edad, con una cara agradable, pero no especial, llevaba una chaqueta,
botas y una corbata modesta de caballero de campo, Elena no lo reconoció de
entre los asistentes a la iglesia los domingos, el único momento en que se
mezclaba con vecinos que no residieran en Blenhem Hill, aunque tal vez no todos
los caballeros asistieran todos los días. O quizá ni siquiera fuese de aquel
condado.
Aunque
no le había dado ninguna razón para sentirse incómoda, de pronto fue muy
consciente del hecho de que los obreros se habían marchado y de que estaba sola
con él. Sin darse cuenta, dio un paso atrás.
—¿Qué
puedo hacer por vos, señor? —preguntó.
—He
oído que ibais a abrir una escuela. Espero que vuestros esfuerzos lleguen a
buen puerto, aunque me temo que los arrendatarios de por aquí no son un grupo
muy ambicioso. Están muy aferrados a sus costumbres y se resisten a cambiar,
aunque sea bueno para ellos. Pero no he venido para hablar de eso. ¿Vos sois la
señora Elena Gilbert?
Elena
asintió y el caballero continuó hablando.
—Yo
soy George Hampton. ¡Encantado de conoceros! Y también tengo el placer de conocer
a vuestro hermano. Un caballero excelente, hospitalario y sobresaliente.
—¿Conocéis
a Matt?
—Desde
luego, puedo presumir de ese honor. Vuestro hermano fue mi anfitrión durante
varias reuniones en Blenhem Hill. Fue injusto lo que le ocurrió, por cierto.
Supongo que os entristeceríais mucho al llegar aquí y no encontrarlo.
Aunque
Elena ya no estaba tan segura de que el despido de su hermano hubiera sido una
injusticia, la última parte de la frase no podía negarla.
—Desde
luego, me sentí terriblemente mal. ¿Decís entonces que sois amigo suyo? ¿Y
sabéis por casualidad cuál es su dirección actual?
Se
sonrojó, avergonzada por admitir que siendo su propia hermana no tenía idea de
dónde estaba su hermano.
—Con
toda… la agitación del momento, perdimos el contacto.
—Lo
lamento, pero no —contestó el señor Hampton—. De hecho, he venido con la
esperanza de que vos lo supierais, para poder ponerme en contacto con él. Se
marchó tan deprisa que no tuve oportunidad de verlo y descubrir si había
obtenido otro puesto. Si no, tenía algunas posibilidades que recomendarle. Los
caballeros deben ayudar a sus amigos cuando lo necesitan, ¿no creéis?
—¡Qué
amable por vuestra parte! —exclamó ella—. Estoy segura de que mi hermano
aprecia tener un amigo tan leal como vos.
—Vos
podríais hacer también algo por él. Si quisierais.
—¿Yo?
—preguntó ella—. ¿Y qué sería eso? Claro que estoy dispuesta a ayudar a Matt en
lo que pueda.
—Lo
que le ocurrió a vuestro hermano no es más que un síntoma de lo que va mal en
este condado, y en todos los demás. Con hombres como lord Englemere, que
pisotean a los demás con su poder sólo porque trabajan con las manos en campos
y en fábricas. Hombres que fabrican los bienes que enriquecen a sus señores, y
aun así no tienen nada que decir sobre cómo llevar su propio gobierno. Pero se
acerca el momento de que esos aristócratas paguen por su arrogancia.
Alarmada
por el tono del señor Hampton, Elena abrió la boca para protestar. Pero él la
silenció con sus gestos.
—Sé
que diréis que no hay mucho que pueda hacer una mujer, ni siquiera una tan
inteligente y resuelta como vos, señora Gilbert. Pero os equivocáis. Las
mujeres en muchos condados han estado junto a sus hombres luchando contra la
injusticia. Vos podríais vengar la humillación del despido de vuestro hermano;
y ayudar al pueblo al mismo tiempo. Una mujer de vuestras habilidades y de
vuestra belleza podría hacer algo más que malgastar su talento en una simple
escuela de pueblo… aliada con un caballero que sepa cómo apreciarla.
—Si
os referís a infringir la ley —dijo ella dando otro paso atrás—, creo que el
resultado sería peor para el pueblo. Los hombres poderosos no renunciarán a su
poder fácilmente, y aplicarán las penas más severas sobre aquéllos que se
opongan a ellos.
El
señor Hampton se rió.
—Sólo
si los reformistas son lo suficientemente estúpidos como para dejarse atrapar.
Un hombre lo suficientemente listo como para merecer a una mujer como vos se
preocuparía por evitar… repercusiones desagradables. Pero si romper algunas
estatuas de manera arbitraria va contra vuestros principios, podríais ser útil
de… otras formas.
Al
distinguir el mismo tipo de mirada lasciva que tantas veces había visto en los
ojos de lord Lookbood, Elena sintió un impulso de salir corriendo de allí.
—Aprecio
vuestro… fervor en nombre del pueblo —dijo intentando contener los nervios—,
pero realmente no creo que pueda ayudar a vuestra causa.
Para
su tranquilidad, el señor Hampton abandonó su actitud seductora tan pronto como
la había adoptado.
—¿No?
—preguntó arqueando una ceja—. Pronto ocurrirán cosas importantes, os lo
aseguro. ¿Por qué no recordáis lo que le pasó a Matt y lo pensáis un poco? —se
puso el sombrero e hizo una reverencia—. Buenos días, señora Gilbert. Tal vez
vuelva en otro momento.
—Buenos
días, señor Hampton —respondió ella viendo cómo salía por la puerta con total
tranquilidad, como si no acabara de incitarla a infringir la ley y quién sabe a
qué más.
Oyó
cómo su caballo se alejaba y sintió un escalofrío por todo el cuerpo.
Caminó
con piernas temblorosas hasta uno de los bancos y se sentó con el pulso
acelerado.
¿Estaría
aquel hombre implicado con el grupo revolucionario sobre el que el señor Salvatore
la había advertido? Desde luego hablaba como un reformista radical. ¿Y era
amigo de Matt? ¿Sería su hermano también de la misma opinión? ¿Habría
descuidado sus tareas y ostentado una ideología reformista?
Frunció
el ceño al recordar que su hermano a veces, durante su juventud, había
mencionado lo injusto que era que su primo Tyler se hubiera convertido en
marqués, mientras que su padre era un obrero que tenía que trabajar para vivir,
como haría su hijo después de él.
El
señor Hampton hablaba con el fervor de un abogado comprometido; tal vez incluso
el líder de un grupo local. El señor Salvatore querría sin duda saber todo lo
que recordara sobre él. Cuando dejó de oír al caballo, se dio cuenta de que
probablemente debería haber ido hasta la puerta para poder dar después una
descripción del animal.
Elena
trató de olvidarse de la inquietud que le había provocado, se levantó y se
acercó a la puerta, y se llamó a sí misma cobarde al tener que asomarse primero
para comprobar que en efecto el señor Hampton se hubiese marchado.
Sería
mejor regresar a la mansión. Allí ya había hecho todo lo posible; las pizarras,
las tizas y los ábacos ya estaban apilados en la habitación. Sólo le faltaban
los alumnos.
Desde
un lugar junto al arroyo, donde Elena la había atado, la yegua que el señor Salvatore
le había proporcionado la saludó con un relincho. Al parecer el animal estaba
igualmente deseoso de volver a casa.
Elena
suspiró anhelante. Era demasiado temprano para que el señor Salvatore hubiera
terminado su jornada de trabajo y pudiera regresar con ella. Tendría que
contentarse con regresar sola sin su acompañante. Después de todo, no podía esperar
que fuese a cambiar sus obligaciones cada día para poder estar disponible para
acompañarla desde la escuela. Incluso si llegaban a casarse.
Un
cosquilleo se apoderó de ella mientras retomaba las fantasías que la visita del
señor Hampton había interrumpido. ¡Qué ansiosa estaría por terminar la jornada
de trabajo para comenzar la noche si se casaran! Sabiendo lo que la esperaba,
estaría impaciente durante toda la tarde y disfrutaría por las noches de su
presencia durante la cena, observando cómo su garganta se movía al tragar, cómo
abría y cerraba los labios. Imaginando otras maneras en que podría utilizar su
boca…
Estaba
suspirando ante aquella imagen cuando su recién adquirido sentido del peligro
la alertó de que alguien se acercaba.
Su
momentánea sensación de pánico desapareció al reconocer la cojera del hombre.
Le devolvió el saludo al sargento Jesse Russell y aguardó a que llegase a la
puerta de la escuela.
El
soldado sonrió mientras hacía una reverencia.
—Buenas
tardes, señora. No esperaba tener que pedir vuestros servicios de nuevo tan
pronto, pero aquí estoy. Si no os importa. Veo que los obreros se han marchado.
Si ya os ibais a casa, puedo volver…
—No,
no pasa nada, sargento —dijo ella—. Veo que habéis traído vuestras cosas
—añadió señalando la bolsa que llevaba colgada al hombro—, lo cual es una
suerte, dado que de momento sólo tengo pizarras y tiza aquí. Pero los bancos y
las mesas están completos, y hay suficiente luz para iluminarlos. ¿Queréis
venir a ver? Los carpinteros y los albañiles se han superado —lo condujo al
interior con gran orgullo.
El
sargento miró a su alrededor y asintió con aprobación.
—¡Un
gran trabajo! Parece mucho más agradable que la escuela donde fui educado en
Nottingham. Tenía bancos duros, sólo unos pocos candiles, y además hacía frío y
no había ventanas. Y el maestro tenía varios látigos que no dudaba en usar.
—Yo
espero no necesitar de eso —dijo ella.
—No
creo que los necesitéis —respondió el sargento—. Todos los niños que he visto
por aquí están deseando comenzar; aunque el entusiasmo por escapar de sus
tareas puede verse mermado cuando descubran que la escuela también implica
trabajo. Salvo por Davie Smith. Es un chico ambicioso que desea aprender. He
oído que el señor Salvatore lo ha contratado como ayudante.
—Sí,
pero podrá saltarse algunas de sus tareas para asistir a la escuela. Parece
particularmente ansioso, y desde luego muy apto.
El
soldado asintió.
—Con
su juventud, su salud y su espíritu, y la ayuda de un hombre tan experimentado
como Damon Salvatore, llegará a ser alguien importante. No necesitará el tipo
de ayuda a la que recurren aquéllos menos capaces.
Elena
pensó que Russell se veía reflejado en Davie Smith antes de que la guerra y las
circunstancias mutilaran su cuerpo y rompieran sus sueños.
—Uno
de los beneficios de aprender, como bien sabréis, es darse cuenta de que la
verdadera valía de un hombre no reside en la fuerza del cuerpo, sino en la
apertura de mente y en la bondad de corazón —dijo ella.
—Ojalá
el mundo lo viera de esa forma, señora. Pero muchas gracias por el aliento.
—¿En
qué puedo ayudaros hoy? —preguntó Elena mientras le quitaba la bolsa del
hombro.
—Lord
Evers ha rechazado mi petición de dinero. No me gusta la idea, pero tengo un
amigo del ejército, herido como yo, que me dijo mientras nos recuperábamos que,
si alguna vez tenía problemas, me pusiera en contacto con él. Decía que su
padre tenía muchas propiedades y podría ofrecerme un puesto. Yo no quiero
dedicarme a arar, pero puede que convenza al padre para que me preste el dinero
en vez de darme el trabajo. Tras mi estancia en Hazelwick, estoy decidido a
emigrar. Aquí no me queda nada. Será mejor dejar de luchar contra eso y de
atormentarme con lo que nunca podrá ser. No es justo culpar a una chica por no
desear a un soldado lisiado e inservible, sin importar las promesas que le
hiciera antes de la guerra.
¿De
modo que el sargento había vuelto de la guerra y se había visto rechazado por
su novia a causa de sus lesiones?
—¡Tonterías!
—exclamó ella—. Puede que estéis parado actualmente, pero con vuestra educación
e inteligencia, pronto encontraréis otro puesto, quizá incluso uno mejor.
—De
una manera u otra, saldré adelante —declaró él—. Perdonad por parecer tan
decaído. Es sólo que… cuando un hombre ama a una mujer, quiere ser capaz de
ofrecérselo todo; la fuerza de un cuerpo sano así como un corazón pleno, y ese
futuro brillante que le prometió cuando ella le juró fidelidad. Aunque no
cumpliera su parte del trato —añadió amargamente—. Ella eligió, y no fue a mí.
Por difícil que sea aceptarlo, es hora de metérmelo en la cabeza y seguir
adelante —su tono amargo cambió de pronto y en su rostro se dibujó una
sonrisa—. Pero una mujer tiene una manera de invadir la mente y el corazón de
un hombre que resulta difícil superar.
Elena
pensó inmediatamente en Jeremy, y el corazón se le encogió de dolor.
—¡No
estoy de acuerdo, sargento! No sólo las mujeres tienen la capacidad de invadir
y lastimar corazones; ni causar dolor por aquello que es difícil de superar.
—Disculpad
por hablar sobre mi pena cuando vuestra pérdida debe de ser mucho más profunda
que mi decepción. Bien, aunque me parece desagradable, ¿empezamos con la carta?
Elena
asintió y colocó los materiales sobre la mesa. Comenzó a escribir lo que él iba
dictándole, pero su atención seguía puesta en la chica que lo había rechazado.
Tras volver a guardar las cosas y después de que el sargento le diera las
gracias, ella no pudo evitar añadir:
—El
amor de un hombre sincero, leal y sabio no tiene precio, sargento. Fuera quien
fuera esa dama, fue una tonta al dejaros marchar. Ojalá encontréis a alguien
que os merezca.
El
sargento le dirigió una sonrisa y contestó:
—Gracias,
señora. Espero que vos también encontréis a un buen hombre.
«Ya
lo he encontrado», dijo una voz en su cabeza. «Si él me desea».
Tras
despedirse, Elena se quedó de pie en la puerta y observó cómo el sargento se
alejaba en dirección al pueblo. Su tristeza se convirtió segundos después en
alegría cuando, aproximándose en dirección contraria, divisó una calesa
familiar.
¡Tal
vez el señor Salvatore fuese a pasarse después de todo!
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