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BIENVENIDOS A TOD@S A ESTE BLOG, ESPERO QUE DISFRUTÉIS LEYENDO LAS ADAPTACIONES DE CRÓNICAS VAMPÍRICAS.

COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


GRACIAS

09 abril 2013

Princesa Epílogo


Epílogo
Esperó unos segundos. Tomó aliento y levantó el auricular para llamar al Rey. Su nerviosismo aumentó cuando AbdulMalik insistió en pasar la llamada a Su Majestad, a pesar de que éste se ha­llaba en una reunión.


Se saludaron y el rey Asad inmediatamente fue al tema que le interesaba.

-¿Te has enterado de que los disidentes han sido arrestados?

-Sí.

-Ya no hacen falta los visados permanentes.

-Supongo que no.

-Otra persona podría encargarse de nuestros nego­cios en el exterior. Y Damon podría volver a su tierra.

Elena sonrió, al oír la noticia.

-¿Por qué me lo cuenta a mí y no a Damon?

-Se lo he dicho a mi sobrino. Es mi deseo y la vo­luntad de su pueblo que regrese a gobernar la provin­cia de Kadar.

-No me ha dicho nada Damon -contestó ella.

¿Por qué no lo habría hecho?

-No quiere volver.

-¿Qué? -gritó.

No podía creerlo.

—Lo siento, Su Excelencia, pero no puedo compren­der su rechazo a volver. Mi marido quiere volver a Jawhar. Lo sé.

-Yo también estoy seguro de ello, alhaja de su cora­zón.

¿Por qué diablos la llamaba así el Rey?

-Entonces...

El Rey suspiró. Luego dijo:

-Está convencido de que no serías feliz en Kadar.

-¡Eso es ridículo! Me he sentido muy bien allí. Y él lo sabe.

-Tal vez... deba hacerte una confidencia.

-Por favor, hágalo.

-Es algo que no le contaría a la mujer de mi sobrino en circunstancias normales, pero la cabezonería de Damon no me deja elección.

—Comprendo.

-Bien. Durante la época de la universidad, Damon tuvo una relación con una mujer que creía que lo amaba.

Elena empezó a sentirse incómoda.

-Damon le pidió a esta mujer que se casara con él, que se marchasen a Jawhar y que se transformase en la mujer del jeque. Esto ocurrió antes de que se decidiera que él se ocupase de los negocios en América.

—Ella lo rechazó, me contó Damon.

-La mujer le dijo que ninguna mujer occidental querría dejar su profesión, su estilo de vida y su país para irse a un lugar como Kadar, aunque lo amase mu­cho -dijo el rey Asad con un tono seco—. Le dijo a Damon que tendría que elegir entre su posición de jeque de Kadar, y ella.

-Él eligió su posición -dijo Elena.

-Pero contigo, Damon ha encontrado la verdadera joya de su vida. El te ha elegido a ti frente a sus obliga­ciones con su pueblo.

-¿Qué quiere decir?

-Él piensa que tu felicidad está en Seattle, y no quiere volver a su tierra, con su gente.
Elena empezó a temblar, y necesitó sentarse.

-Pero yo no le he pedido eso. Él no me ha dicho nada.

-No quiere hacerte daño. Dice que sería posible que tú sacrificaras tu vida por la de él, pero que no quiere que lo hagas.

-Pero yo sería más feliz en Kadar. Quiero que mis hijos se críen en su palacio. Me gusta el sol. La gente es maravillosa. Podría aprender a montar en came­llos... -balbuceó.

Estaba tan sorprendida por la noticia de que Damon la elegía a ella frente a su deber, que no podía parar de hablar.

-¿Hijos? -preguntó el Rey.

-¡Oh... yo...!

-Tal vez tengáis alguna buena noticia que darnos cuando mi sobrino y tú regreséis a Jawhar.

-Pero Damon dice que no quiere ir.

-No, Elena. Él dice que tú no quieres venir, y que por tanto él no lo hará.

Elena se mordió el labio.

-¿Está usted enfadado conmigo?

-No. He hablado con Lila y con muchos que han te­nido contacto contigo durante tu visita a Jawhar, y es­toy convencido de que este problema está sólo en la cabeza de mi sobrino, no en tu corazón.

-Tiene razón. Pero, ¿qué debería hacer?

-Contarle tus sentimientos.

Ella sonrió.

-Quiero hacer más.

Damon se merecía un gesto que demostrase cuánto lo amaba, y cuánto deseaba vivir en Jawhar con él-. Tal vez usted pueda ayudarme...

Damon abrió la puerta del ático, feliz al pensar que Elena lo estaría esperando. Su Elena. Su pe­queña gatita.

Tal vez estuviera sentada en el sofá como el día an­terior. Sonrió al imaginarla. Algo así compensaba mu­chas cosas. En la tibieza de su amor, podría vivir el resto de su vida en un lugar húmedo y frío.

Habría niños pronto. Se enterneció al pensarlo. Ya llevaba un niño en su vientre. Tal vez fuese un varón. El siguiente jeque de Kadar. Un hijo que crecería al margen de su pueblo, como él había crecido en el pala­cio de Jawhar, después de la muerte de sus padres. Pero un niño que pertenecería a la familia de ellos dos. Era suficiente. Tenía que ser suficiente.

Oyó música en el dormitorio y fue hacia él, pero es­taba vacío. Era música oriental que provenía del equipo que se distribuía por toda la casa. La puerta del cuarto de baño del dormitorio estaba abierta. Entró y se encontró a su esposa sumergida en la bañera. El olor a jazmín la rodeaba por completo, y atraía sus senti­dos.

-Un hombre se debe sentir muy seguro de su masculinidad para compartir una bañera llena de aceites de fragancias florales con su esposa.

-Afortunadamente, estoy casada con un gran ma­cho, ¿no?
Damon ya se estaba desabrochando la camisa.

-Soy yo quien tiene suerte, alhaja mía. De tener una esposa como tú.
Ella se puso colorada.

-Nunca sé cómo reaccionar cuando me dices cosas asi.
Damon se terminó de desvestir y se metió en la ba­ñera. Su piel tocó la suavidad de la de ella.

-Espero que recibas mis palabras con alegría -apuntó él.

Ella jugó con su pie, deslizándolo por los muslos de Damon, insinuándose.

-Soy muy feliz contigo, Damon.

Era verdad. Elena aquel día brillaba tanto como el día de su boda. ¿Qué habría causado el cambio? ¿Sería el embarazo?
Los pies pequeños de Elena acariciaron su sexo, y él reaccionó inmediatamente.

-Mmm... Muy masculino.

Él se rió y la abrazó.

Más tarde, ella se acurrucó contra él y con la respi­ración agitada todavía, le dijo:

-Casi me has ahogado.

-Me hiciste una invitación difícil de rechazar.

-¿Estás seguro de que era una invitación? Tal vez yo sólo quería darme un baño relajado.

Él se rió.

Siempre le regalaba su sonrisa.

-Fue una desvergonzada invitación y lo sabes -él le acarició un pezón.

-De acuerdo. Lo confieso. Fue una invitación sexy.

—Tú lo eres.

-¿Qué? -preguntó ella, acurrucándose contra él.

-Eres increíblemente sexy.

-Tú me haces sentir sexy. Me haces sentir hermosa.

-Tu belleza es superior a la de cualquier mujer.
Elena suspiró y entrelazó sus dedos a los de él.

¿Aceptaría ahora ella su declaración de amor? Había querido confesarle sus sentimientos, pero aunque ella le había dicho que todavía lo amaba, le faltaba algo. Su confianza. Que confiase en él. Si pensaba que sus palabras de amor no eran sinceras, le haría daño y él no quería hacerle ningún daño nunca más.

Elena lo besó. Su beso lo sorprendió. Pero no tuvo tiempo de deleitarse en él, porque ella lo dejó de besar.

-Tu tío ha llamado hoy.
Él se puso tenso.

—¿Qué tenía que decirnos?

-Uno de tus primos acaba de comprometerse.

Eso ya lo sabía él.

-No es realmente mi prima. Es la sobrina política de mi tío.
El pensar en su familia lo llenó de nostalgia, como le ocurría siempre.

-Quiere que vayamos a la celebración del compro­miso, no obstante.

-¿Quieres ir?

-¡Oh, sí!

-Entonces, iremos.

Ella sonrió, femenina y misteriosa.

Pero él se olvidó del misterio cuando ella lo volvió a besar.
Y esa vez, se deleitó en su beso.

Una semana más tarde viajaron en el mismo jet en el que lo habían hecho la primera vez que habían vo­lado a Jawhar. Damon estuvo muy atento en el viaje, preguntándole repetidamente si se sentía bien o si necesi­taba algo. Por suerte, apenas había tenido mareos y el vuelo no fue ningún problema. Lo que era un alivio, teniendo en cuenta los planes que tenía ella para cuando llegasen al aeropuerto.

Damon la llevó al helipuerto, pensando que harían un corto vuelo hasta la provincia de su primo. Elena lo mantuvo entretenido con caricias y besos, de manera que pasó una hora hasta que Damon se dio cuenta de que estaban yendo en la dirección contraria.
Entonces Damon llamó al guardia que estaba sen­tado al lado del piloto y le dijo algo en su lengua. El guardia le contestó y Damon la miró, furioso.

-¿Qué diablos ocurre?

Ella le sonrió. Él permaneció imperturbable.

-Te estoy raptando -gritó ella por encima del ruido de motores.

Damon no dijo nada hasta que llegaron al palacio de Kadar. Los llevaron hasta allí en el mismo coche de la vez anterior. Los mismos guardias. Elena les son­rió.
Damon no le dijo nada hasta que llegaron al palacio.

-¿Qué sucede? -le preguntó Damon entonces, con voz amenazante.

-Te he secuestrado.

-Eso has dicho.

Se suponía que aquello debía de ser fácil, decirle a él que ella estaría dispuesta a vivir allí, pero no pudo evitar que le temblasen las manos.

-¿Por qué estás tan enfadado?

-Has usurpado mi autoridad frente a mi gente, ¿y todavía me lo preguntas?

Ella no había tenido en cuenta ese aspecto.

-Tienes que dejar de tomarte esas cosas tan en se­rio. No te preocupes. Todo el mundo ha estado de acuerdo, y ha actuado bajo las órdenes del rey Asad, si eso te tranquiliza. No es para tanto.

Damon no pareció muy convencido.

-¿A qué te refieres con eso de que no es para tanto?

Ella se estaba cansando de su enfado.

-¡No tenías derecho a negarte a volver a Jawhar sin consultármelo. Soy tu esposa, no alguien que te ca­lienta la cama y que no tiene derecho a participar de las decisiones que me afectan! Y definitivamente no soy esa estúpida mujer con la que viviste. Tengo mis propias ideas y sentimientos. Deberías de haber averi­guado cuáles eran antes de rechazar cumplir con tus obligaciones con tu familia y con tu país.

Lo miró cruzada de brazos.

Damon se pasó la mano por el cuello, con expresión de resignación.

-Mi tío te ha convencido de que te sacrifiques por mí, por el bien de mi país -afirmó él.

Pero ella lo tomó como una pregunta.

-No, no ha sido así. Simplemente me dijo que tú no habías querido volver a tu país cuando apresaron a los disidentes.

-No nos quedaremos -comentó Damon. Luego se dio la vuelta como si fuera a marcharse de la habita­ción.

Algunas veces la enfadaba tanto que quería explo­tar.

-¡Damon!
Él se detuvo.

-¡Maldita sea! Sé que puedes montar en camello. Y que puedes pedir un helicóptero más rápido de lo que yo tardo en pedir la cena...

-¿Qué quieres decir con todo esto? -preguntó él.

—¡No puedo retenerte aquí contra tu voluntad! No puedo evitar que te marches del campamento del de­sierto.

-¿Y? -preguntó él, dándose la vuelta.

-Cuento con una sola cosa para retenerte aquí.

Si él la amaba, sería suficiente.

-¿Qué?

-Conmigo.

Un hombre que la había preferido a ella por encima de su deber, sabiendo el fuerte sentido del deber y la responsabilidad que tenía Damon, debía de amarla, se dijo Elena, para borrar la leve duda que quería fil­trarse en su interior.

Él agitó la cabeza.

-No se trata de ti. Es mi tío que ha querido manipu­larte convenciéndote de que sacrifiques tu felicidad por mi deber. No lo permitiré.

-¿Y cómo sabes lo que me puede hacer feliz? Nunca me lo has preguntado...

-Te he prometido que te pondría por delante de cualquier cosa. Y cumpliré esa promesa.

-¿O sea que defenderás mi deseo de que te retenga aquí en esta habitación conmigo?

-No he dicho eso -respondió Damon, intentando controlarse.

-Bien. ¿Soy suficiente yo para retenerte?

Ella quería las palabras. Se merecía las palabras.

-No hay nada más fuerte.

Damon se acercó a Elena. Ella fue hacia él.

Se encontraron en el medio de la habitación. La es­trechó en sus brazos tan fuertemente que apenas podía respirar.

-Quiero que mis hijos crezcan aquí -dijo ella, sin aliento-. Quiero que conozcan las tradiciones del pue­blo de su padre, que conozcan el calor del desierto, el amor de una gran familia.

Damon le agarró la cabeza.

-Pero tu trabajo...

-Ampliaré la biblioteca del palacio y la abriré al público.

Él gruñó.

-No hay ciudades aquí, ni centros comerciales, ni cines...

-Te he dicho que no soy esa otra mujer -lo inte­rrumpió-. No me gusta ir de compras. No me interesa el tráfico de las ciudades. Cuando nos conocimos, yo vivía en un pueblo pequeño porque me apetecía. Me encanta este sitio. Amo a su gente. ¿Cómo no te has dado cuenta de ello cuando estuvimos aquí?

Damon la besó y ella se derritió.

Sin saber cómo, terminaron en la cama, encima de una pila de cojines.

-Quiero que seas feliz, aziz.

El corazón de Elena se llenó de alegría y espe­ranza.

-Porque me amas -agregó ella.

-Por supuesto que te amo. ¿No te lo he dicho mu­chas veces?

-No.

Ella no recordaba que lo hubiera dicho ni una vez.

-Te lo he dicho.

-¿Cuándo? -lo desafió.

-¿Sabes el significado de la palabra aziz! Pensé que se lo preguntarías a mi hermana, o a Lila...

-¿Qué quiere decir?

-Amada. Querida. ¿Cómo podría no amarte? Eres todo lo que una mujer debería ser, la alhaja de mi cora­zón.
Ella se llenó de alegría.

-¿Cuándo te has dado cuenta de ello?

Damon la abrazó.

-Fui muy estúpido. No me di cuenta de que los sen­timientos que tenía hacia ti eran amor hasta el día en que te regalé el telescopio, cuando pensaba que aún querías abandonarme. Antes de aquello sabía que no quería perderte, pero en aquel momento, me di cuenta de que si te ibas, te llevarías mi corazón, mi alma.

Ella empezó a desabrocharle la camisa, buscando al hombre que había debajo.

-¿Por qué no me dijiste entonces que me amabas?

-Tuve miedo de que no me creyeras, que mi decla­ración te hiciera daño.

-¿Cómo piensas que algo así podría lastimarme? Yo me estaba muriendo por dentro pensando que sólo era un medio para que consiguieras algo.

-Perdóname, aziz, por todos mis errores. Quiero que seas feliz. Sin ti mi vida sería tan árida como el de­sierto, tan vacía como un pozo seco.

A ella se le llenaron los ojos de lágrimas.
Por primera vez supo qué hacer cuando él le decía esas cosas bonitas.

Más tarde, sus cuerpos desnudos se entrelazaban en la cama, fundidos en un abrazo.
Elena le sonrió. Tenía el corazón henchido de felicidad por todas las palabras de amor que le había dicho mientras habían hecho el amor.

-Damon, te amo.

—Te amo, Elena. Te amaré siempre.

Ella había encontrado por fin su lugar. En sus bra­zos. Junto a su corazón.
Y siempre sería así.

FIN


AUTOR:

LUCY MONROE


TÍTULO:

ESPOSA DE UN JEQUE

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