Capítulo 21
Elena salió conmocionada del ascensor.
Las piernas apenas la sujetaban y tenía las manos heladas. Funcionaba con el
piloto automático y su cerebro apenas respondía.
Las palabras de Damon resonaban en su
mente.
«La utilicé».
«La seduje».
Se tambaleó hacia la puerta donde el
conserje le bloqueó el paso y le sujetó el brazo.
—Señorita Gilbert, si fuera tan amable
de esperar aquí…
—¿Para qué? —ella lo miró confusa.
—Espere aquí, por favor.
Ella sacudió la cabeza y reanudó la
marcha hacia la puerta, pero él la sujetó de nuevo.
—¡No me toque! —la ira empezaba a
abrirse paso entre la conmoción y dio un paso atrás.
Al hacerlo, tropezó con alguien y, al
girarse se encontró con la mole humana que tenía Damon como jefe de seguridad.
—Señorita Gilbert, no tenía ni idea de
que estuviera en la ciudad —él frunció el ceño—. Debería haber informado al
señor Salvatore para que yo pudiera ir a buscarla al aeropuerto.
El conserje respiró aliviado ante la
presencia de Ramon y se apresuró a regresar a su puesto junto a la puerta.
—No voy a quedarme —le aclaró ella
secamente—. En realidad iba de camino al aeropuerto.
Ramon la miró perplejo en el instante
en que aparecía Klaus Beardsley.
—Gracias, Ramon, ya me ocupo yo de la
señorita Gilbert.
—De eso nada —murmuró Elena mientras
se volvía de nuevo hacia la puerta.
Klaus la agarró en cuanto puso un pie
en la calle y la miró con dulzura. La simpatía que sintió emanar de ese hombre
hizo que los ojos se le llenaran de lágrimas.
—Vayamos a dar una vuelta —le ofreció
amablemente—. Hace frío y no deberías subir a un taxi sin tener ni idea de
adónde ir. Seguramente no habrás reservado hotel, ¿tengo razón?
—Tenía pensado quedarme con Damon —Elena
sacudió la cabeza y estalló en llanto.
—Vamos —insistió él—, te llevaré a mi
casa. No está lejos y tengo una habitación libre.
—Quiero regresar al aeropuerto —exclamó
ella—. No hay motivo para que me quede aquí.
—De acuerdo —él dudó un instante antes
de agarrarla por el codo—. Te llevaré al aeropuerto, pero no te dejaré sola
hasta que te vea subida al avión. Seguramente no habrás comido.
Ella lo miró confusa ante tanta
amabilidad.
—¿Por qué haces esto? —preguntó.
—Porque sé cómo te sientes —los ojos
de Klaus reflejaban dolor—. Sé lo que es descubrir algo sobre alguien que te
importa mucho. Sé lo que es que le mientan a uno.
—Voy a echarme a llorar.
—Puedes llorar todo lo que quieras —él
sonrió y señaló hacia un coche aparcado—. Por lo que he oído, te has ganado el
derecho a hacerlo.
—Ya puedes irte —insistió Elena junto
al mostrador de facturación de equipaje.
—Aún te sobra tiempo. Vayamos a comer
algo. Estás muy pálida y sigues temblando.
—No creo que pueda comer nada —Elena apoyó
una mano en la barriga.
—Pues entonces bebe algo. Un zumo. Me
aseguraré de que llegues a tiempo al embarque.
Ella suspiró. Era mucho más fácil
simplemente ceder a la insistencia de Klaus, aunque no comprendiera tanto
empeño. En un instante estuvo sentada en una mesita redonda con un enorme vaso
de zumo de naranja enfrente.
—No irás a echarte a llorar otra vez,
¿no? —preguntó él al ver que sus ojos se humedecían.
—Lo siento —Elena respiró
entrecortadamente—. Has sido muy amable y no te mereces aguantar todo esto.
—No pasa nada. Lo entiendo.
—Dijiste que sabías cómo me sentía —ella
hablaba con un hilillo de voz—. ¿Quién te engañó?
—La mujer con la que me iba a casar.
—Vaya… —Elena hizo una mueca—. Es un
asco, ¿verdad? Al menos Damon nunca me prometió matrimonio. Sí que lo insinuó,
pero no llegó tan lejos. ¿Y qué pasó?
—Se acostó con mi hermano unas semanas
después de prometernos.
—Lo siento —dijo ella—. Es asqueroso
que la gente en quien confías te haga algo así.
—Eso resume más o menos cómo me siento
—contestó Klaus con una risotada.
Elena apuró el zumo y dejó el vaso sobre
la mesa.
—Traeré algo de comida. ¿Crees que
podrás retenerlo?
—Gracias —las atenciones de Klaus
resultaban conmovedoras—. No tengo hambre, pero debería comer algo.
Minutos después, Klaus regresó con una
selección de sándwiches y otro vaso de zumo de naranja. En cuanto Elena dio el
primer mordisco, se dio cuenta del hambre que tenía.
—¿Qué vas a hacer? —Klaus la contempló
con gesto de simpatía.
—Volver a casa —Elena hizo una pausa
para tragar un trozo de sándwich—. Tener un hijo. Intentar olvidar. Pasar
página. Tengo a mi abuela y a toda la gente de la isla. Estaré bien.
—Me pregunto si eso fue lo que hizo
Kelly —murmuró él—. Pasar página.
—¿Kelly? ¿Tu exnovia?
Él asintió.
—¿De modo que no se quedó? Con tu
hermano, quería decir. Supongo que resultaría muy incómodo en las reuniones
familiares.
—No, no se quedó. No tengo ni idea de
adónde fue.
—Tanto mejor, seguramente. Si es la
clase de persona que se acuesta con el hermano de su prometido, no merece ni
que pienses en ella.
Elena siguió comiendo mientras las
palabras de Damon resonaban sin parar en su cabeza.
La había humillado. Estaba furiosa,
pero sobre todo, destrozada. En dos ocasiones le había permitido manipularla y
hacer que lo amara. Peor aún, se había enamorado aún más profundamente de él la
segunda vez. Incluso habría estado dispuesta a concederle lo que había buscado
desde el principio.
Era un estúpida por creerle y no
pedirle un acuerdo por escrito.
Y era aún más estúpida por amarlo.
Una lágrima resbaló por su mejilla. Se
apresuró a enjugársela, pero, para su desesperación, otra ocupó su lugar.
—Lo siento, Elena, no te mereces esto —la
consoló Klaus—. Damon es mi amigo, pero se pasó de la raya. Siento que te
vieras mezclada en todo este asunto.
—Yo también lo siento —ella agachó la
cabeza—. No debería haber venido a Nueva York. Debería haber confiado en mi
instinto. Me utilizó para conseguir lo que deseaba y yo lo sabía. Si me hubiera
quedado en mi casa, todo habría terminado ya.
—¿Seguro que lo habrías superado ya?
—No lo sé. Quizás… desde luego no
estaría aquí llorando a kilómetros de mi casa.
—Cierto —le concedió Klaus mientras
consultaba el reloj—. Es hora de embarcar. ¿Lista?
El móvil de Klaus sonó, pero, tras
consultar la pantalla, rechazó la llamada.
—Gracias, Klaus, en serio. No tenías
por qué ser tan amable. Te lo agradezco.
Él sonrió y la acompañó al control de
seguridad.
—Bueno, pues hasta aquí hemos llegado —respiró
hondo.
Le acarició una mejilla e,
inesperadamente, la atrajo hacia sí para abrazarla.
—Cuídate, y también a ese bebé —se despidió
con voz ronca.
—Gracias —Elena se apartó y le dedicó
una sonrisa.
Cuadrando los hombros, pasó los
controles. En unas horas estaría en casa.
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