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COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


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19 junio 2013

Oasis Capitulo 10

Capítulo 10

 

     DOS NOCHES después, Damon miró a Elena, que estaba sentada al otro lado de la mesa y ésta le respondió con una mirada provocadora. Él notó como un cosquilleo en el pecho y volvió a sentir deseo.
    
Se maldijo por haber escogido aquella ropa para ella, que se había puesto un vestido de seda de tirantes muy finos y generoso escote. Se le pegaba al cuerpo y le llegaba a las rodillas, dejando al descubierto sus esbeltas pantorrillas y delgados tobillos. Estaba todavía más sexy sin zapatos. Se había recogido el pelo de manera descuidada y no iba maquillada.
     Esa tarde se habían bañado desnudos en una charca y después, Elena se había inclinado sobre él y lo había tomado con la boca, haciéndolo enloquecer y perder el control. Damon jamás olvidaría la expresión de satisfacción de su rostro al ver que estaba completamente a su merced. Como si su misión fuese castigarlo por haberla llevado allí.
     Elena miró a Damon con impaciencia en ese momento, haciéndolo volver al presente.
     –Siempre que te hablo de algo personal, te encierras en ti mismo.
     –Yo creo que ya hemos hablado suficiente –le advirtió él.
     –Sí, hemos hablado de lo que te ocurrió de niño… pero ¿qué hay de todo lo demás? ¿Stefan? ¿Tu vida?
     Él notó cómo se cerraba por dentro.
     –No tengo nada que contarte. Es todo muy aburrido. Quise marcharme de Merkazad desde los ocho años, y en cierto modo siempre he culpado a Stefan de lo que me ocurrió, aunque ahora sé que no tiene sentido, y he conseguido ganar mucho dinero.
     Damon sonrió y Elena se estremeció.
     –No intentes psicoanalizarme. Mi vida es, tal y como tú misma dijiste en una ocasión, fría e impersonal. Y así es como me gusta.
     Ella supo que no debía insistir, pero no pudo evitarlo.
     –¿Qué pasa? ¿Que no quieres que vuelvan a hacerte daño? Eso es imposible, Damon. Nos abrimos al dolor cada minuto que vivimos, pero también nos abrimos a una increíble alegría.
     Él se quedó callado. Lo de la increíble alegría le era completamente desconocido, a pesar de estar empezando a descubrirla allí, con ella. Se dijo a sí mismo que la alegría no estaba hecha para él. No la merecía. Y Elena estaba a punto de hacer caer todo su mundo por un precipicio.
     Se levantó y la levantó a ella sin hacer ningún esfuerzo para llevarla en brazos hasta la bañera, que habían estado preparando mientras ellos cenaban.
     Elena se ruborizó al imaginar lo que la gente del pueblo debía de pensar de ellos.
     Los dos días anteriores habían pasado tan pronto que le dio miedo. Estaban realmente encerrados en una burbuja de sensualidad y les daba igual lo que ocurriese en el mundo exterior.
     Damon empezó a desnudarla y ella se sintió mal un instante, pero se dijo que ya se ocuparía de eso cuando volviese a Merkazad. Tendría el resto de su vida para lamentarse.
     Damon le dijo que se metiera en el baño y empezó a desnudarse también.
     –Quiero que te toques como hiciste la otra noche –le pidió después.
     Y ella tomó el jabón y volvió a dejarse llevar por la magia del momento.


     A la mañana siguiente, sentada en un banco fuera de la tienda, Elena observó como unos niños se ocupaban de unos caballos cerca de allí.
     Casi no había podido dormir, pensando que había llegado el tercer día y debían volver a Merkazad. Sabía que tenía dos opciones: ignorar a Damon de nuevo una vez allí, o intentar que lo suyo continuase, arriesgándose a que volviese a hacerle daño.
     Oyó un ruido a sus espaldas y se levantó, preparándose mentalmente para lo que la esperaba.
     Damon se había despertado y se había encontrado solo. Se estaba poniendo unos vaqueros cuando ella apareció en la puerta, vestida con sus vaqueros y camisa.
     –Buenos días –le dijo, todavía medio dormido, acercándose a ella.
     Le agarró el rostro y le dio un beso en los labios para intentar tranquilizarse, pero la notó rígida.
     –No, Damon. Se ha terminado. Hoy volvemos a casa, y no quiero volver a pasar por esto. Esta vez se ha terminado. De verdad.
     –¿Por qué tiene que terminarse, Elena, si estamos tan bien juntos?
     –Porque no quiero ser una masoquista, Damon. Ya me hiciste mucho daño una vez.
     –Pero esta vez es diferente. Nosotros somos diferentes. Ya sabes por qué lo hice…
     –Sí, pero yo también tengo que hacerte una confesión. Estaba enamorada de ti. No soy un robot. Tal vez tú puedas controlar tus sentimientos, pero yo, no.
     Él sintió calor al oír aquello y se sintió desesperado al pensar en que iba a perderla.
     –Quédate aquí conmigo un par de días más… hasta que Stefan vuelva.
     –No. No me interesa continuar con una relación en la que sólo hay sexo. Lo quieras admitir o no, tenemos una relación. Y cuando uno tiene una relación, tiene que abrirse. En realidad, no ha cambiado nada desde hace seis años, y cuando vuelvas a dejarme para retomar tu vida, seré yo quien sufra otra vez.
     –¿Qué quieres, Elena? –inquirió él enfadado–. ¿Que te cuente más historias sórdidas? ¿Como el día que los soldados me trajeron a una de las camareras del castillo y la utilizaron para hacerme una demostración de lo que tenía que hacerle un hombre a una mujer? ¿Es eso lo que quieres? ¿Crees que eso nos permitirá proseguir con esta aventura?
     Damon vio palidecer a Elena y se maldijo.
     Ella sacudió la cabeza con tristeza. El hecho de que Damon llamase a aquello una aventura la reafirmó en su decisión de terminar con él.
     –Lo siento, Damon, siento mucho que tuvieses que presenciar aquello, pero no me refería a eso. Me refería a algo que crece entre dos personas cuando… se importan, y tú ni siquiera admites que tengamos eso. Te hablaba de los detalles banales de nuestras vidas, de nuestros sueños y esperanzas.
     –Me pides demasiado –le respondió él–. Es algo para lo que no estoy preparado.
     –Sé que has vivido cosas horribles y entiendo que te hiciesen creer que nadie es bueno, pero no tiene por qué ser así. Lo que te ocurrió a ti no tiene por qué ocurrirle a nadie más.
     –¿Y tú cómo vas a saber cómo fue?
     –Exacto, no puedo saberlo si no me lo cuentas. Inconscientemente, Elena se llevó una mano al vientre.
     –No sé por qué te dejé pensar que aquel bebé que perdí no era tuyo, Damon, ¡pero lo era! Era tuyo y mío, y murió antes de tener la oportunidad de vivir.
     Elena se encogió de dolor sólo de recordarlo. Se sintió enfadada, furiosa.
     –¿Sabes qué? Que me alegro, porque habrías sido un padre horrible. Te aferras a tu pasado y ni siquiera mereces ser amado.
     Damon vio, sorprendido y aturdido, cómo Elena salía de la tienda. Un bebé. Su bebé. No era posible. Pero estaba seguro de que Elena no le mentía. Entonces, recordó lo que le había dicho el médico: que tenía que hacerse controles periódicos para asegurarse de que la operación había tenido éxito, pero, por supuesto, no lo había hecho.
     Recordó el dolor en los ojos de Elena la noche que le había dicho que había tenido un aborto y se maldijo. Salió fuera y, de repente, la vio aparecer a lomos de un caballo.
     –¡Elena! –le gritó, furioso y asustado. No podía moverse, sólo podía ver cómo Elena acercaba el caballo a él.
     –Al menos, sé que así no me seguirás –le dijo ella con tristeza antes de dar la media vuelta al animal y alejarse de allí.
     Damon pasó horas yendo y viniendo por la tienda. Había dado órdenes y estaba esperando los resultados, pero no llegaba nadie y no había señales de Elena.
     Sólo respiró aliviado cuando por fin oyó llegar al helicóptero. Ya podía volver a Merkazad y hablar con ella. Sabía que, al menos, tenía que darle una explicación.
     Pero entonces sintió miedo al pensar en Elena sola por un terreno tan abrupto, pidió bruscamente que llamasen al médico y, sin pensarlo, apretó la mandíbula y se subió a lomos de un caballo, sabiendo que aquélla sería la mejor manera de localizarla.
     No había montado a caballo desde los ocho años, pero no se le había olvidado. Rezó por poder recuperar a Elena. Si le ocurría algo… No, prefería no pensar en eso.


     El caballo empezó a aflojar el paso después de media hora galopando. Estaban a kilómetros de la civilización, en una zona árida y rocosa como la luna.
     –¡Elena! –gritó Damon con la voz ronca de tanto llamarla.
     Detuvo el caballo y miró a su alrededor, pero no vio nada. Y, entonces, lo oyó, débil, pero claro.
     –¡Márchate!
     Y él hizo que el caballo avanzase en dirección a la voz.
     –Elena, habiba, ¿dónde estás?
     –No soy tu habiba. Déjame en paz. Estoy bien.
     Y él continuó hasta encontrarla sentada en una roca, con un golpe en la cabeza y sangre en la frente.
     –Estás sangrando.
     Ella se alegró de oír su voz y, al mismo tiempo, deseó levantarse y darle puñetazos en el pecho hasta calmar el dolor que sentía por dentro.
     –El caballo se ha asustado y me ha tirado –admitió sin levantar la cabeza para mirarlo.
     Él le acarició el pelo y estudió el golpe. Elena oyó que Damon se rompía la camisa y notó que le ponía algo húmedo en la frente.
     Tenía mucha sed, pero no quería admitirlo, así que se sintió aliviada al ver notar que Damon le ponía una botella de agua en los labios.
     Por primera vez, lo miró a los ojos. Y se atragantó con el agua. El aspecto de Damon era salvaje, con los ojos muy oscuros y el rostro blanco, cubierto de polvo.
     –Me ahorraré la charla para otro momento. ¿Te duele la cabeza o alguna otra cosa? –le preguntó él.
     –Es sólo un chichón –dijo ella–. Y creo que me he torcido un tobillo.
     Damon le levantó el pantalón y, le quitó la zapatilla y, efectivamente, vio que tenía el tobillo hinchado. Se puso muy serio.
     –Tenemos que volver a Merkazad.
     La tomó en brazos y fue entonces cuando Elena se dio cuenta de cómo había llegado hasta allí.
     –Has venido a caballo –balbució como una tonta.
     –No me lo recuerdes –le respondió él.
     Y luego la subió a la silla con cuidado y se colocó detrás de ella.
     Elena se sintió protegida entre sus brazos.
     Estaban llegando al pueblo cuando se encontraron a un grupo de personas que había ido a buscarla, entre ellas, el médico y la muchacha que la había ayudado la primera noche.
     A Elena se le encogió el corazón al oír a Damon darles órdenes. Parecía estar transformándose delante de sus ojos en el hombre que había nacido para ser.
     Unos minutos más tarde la había atendido el médico, y le había vendado el tobillo y la cabeza, a pesar de pensar que no tenía nada importante. Y Damon la llevó hasta el jeep que los estaba esperando. A pesar de todo lo ocurrido, cuando despegaron en el helicóptero un rato después, Elena se emocionó al pensar que se marchaban del oasis y los ojos se le llenaron de lágrimas. Miró a Damon, preocupada porque éste se hubiese dado cuenta de su emoción.
     Pero él estaba más serio de lo que lo había visto en toda su vida. Elena había estado a punto de matarse por alejarse de él, y poco antes le había contado que había estado a punto de ser padre. Y, al contrario de lo que habría imaginado, no sentía náuseas sólo de pensarlo, sino que tenía una sensación de pérdida. Miró a Elena, que tenía la cabeza girada hacia el otro lado.
     Y suspiró. Si en algún momento de las últimas semanas Elena no lo había odiado tan intensamente como en París, acababa de estropeárselo.


     –Damon, márchate. No hace falta que te quedes aquí.
     –No me voy a ninguna parte. Y claro que hace falta que me quede contigo, tienes una contusión. Elena suspiró e intentó calmarse.
     –Puede quedarse conmigo alguna de las chicas.
     –Voy a quedarme yo, te has caído de ese caballo por mi culpa.
     Elena volvió a suspirar y cerró los ojos.
     Esa tarde, al llegar a Merkazad, habían ido directos al hospital. Allí le habían hecho más pruebas y, después, la habían llevado a la suite real del castillo y le habían servido una deliciosa cena. Y todo bajo la atenta supervisión de Damon.
     De repente, lo oyó decir:
     –Tengo un buen motivo para no haber pensado que tu bebé podía haber sido mío.
     –Sí –replicó ella–, que piensas que eres infalible y no te parecía posible que hubiese podido pasarte algo tan humano.
     Él dejó escapar una carcajada y Elena abrió los ojos y vio dolor en su rostro.
     –Me hice una vasectomía con veintidós años –continuó Damon–. Y tienes razón, debido a mi arrogancia, di por hecho que la operación habría salido bien y no me hice las pruebas posteriores para confirmarlo.
     Elena se quedó de piedra al oír aquello y lo vio alejarse de la cama y sentarse en un sillón. Había en él un aire de derrota, y parecía cansado. No había ni rastro de aquella arrogancia de la que acababan de hablar.
     –¿Por qué lo hiciste? –le preguntó ella.
     –Porque no quería que un hijo mío pasase por lo que yo había tenido que pasar, y pensaba que, irremediablemente, le traspasaría los horrores que yo había vivido, como si éstos se hubiesen quedado grabados en mi ADN. Me daba miedo no poder proteger a mi propio hijo del mal, como le había ocurrido a mi padre.
     –Supongo que ahora ya sabes que eso no ocurrirá –le contestó ella después de unos segundos de silencio.
     –Ése es el problema. Que no lo sé. ¿Cómo puedo saberlo? Y no estoy preparado para arriesgarme. Por nadie.
     Elena sintió dolor en su interior porque ella también ocultaba un secreto en esos momentos. Después de hacerle muchas pruebas en el hospital, le habían confirmado que estaba embarazada.
     Pero ¿cómo iba a contárselo? Notó que le quemaban las lágrimas en los ojos. Giró la cabeza y le dijo:
     –Déjame sola, Damon. No quiero verte nunca más.
     Él se levantó y le dijo:
     –Stefan y Bonnie vuelven a casa mañana.
     Ella guardó silencio. No podía hablar.
     –Yo me marcharé por la noche… –añadió Damon–. Tengo negocios que atender.
     –Vete, Damon. Vete –le pidió ella, cada vez más emocionada.
     Damon suspiró.
            –Lo siento, Elena. Le pediré a Lina que venga a estar contigo…

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