Capítulo 10
DOS
NOCHES después, Damon miró a Elena, que estaba sentada al otro lado de la mesa
y ésta le respondió con una mirada provocadora. Él notó como un cosquilleo en
el pecho y volvió a sentir deseo.
Esa
tarde se habían bañado desnudos en una charca y después, Elena se había
inclinado sobre él y lo había tomado con la boca, haciéndolo enloquecer y
perder el control. Damon jamás olvidaría la expresión de satisfacción de su
rostro al ver que estaba completamente a su merced. Como si su misión fuese
castigarlo por haberla llevado allí.
Elena
miró a Damon con impaciencia en ese momento, haciéndolo volver al presente.
–Siempre
que te hablo de algo personal, te encierras en ti mismo.
–Yo
creo que ya hemos hablado suficiente –le advirtió él.
–Sí,
hemos hablado de lo que te ocurrió de niño… pero ¿qué hay de todo lo demás? ¿Stefan?
¿Tu vida?
Él
notó cómo se cerraba por dentro.
–No
tengo nada que contarte. Es todo muy aburrido. Quise marcharme de Merkazad
desde los ocho años, y en cierto modo siempre he culpado a Stefan de lo que me
ocurrió, aunque ahora sé que no tiene sentido, y he conseguido ganar mucho
dinero.
Damon
sonrió y Elena se estremeció.
–No
intentes psicoanalizarme. Mi vida es, tal y como tú misma dijiste en una
ocasión, fría e impersonal. Y así es como me gusta.
Ella
supo que no debía insistir, pero no pudo evitarlo.
–¿Qué
pasa? ¿Que no quieres que vuelvan a hacerte daño? Eso es imposible, Damon. Nos
abrimos al dolor cada minuto que vivimos, pero también nos abrimos a una
increíble alegría.
Él se
quedó callado. Lo de la increíble alegría le era completamente desconocido, a
pesar de estar empezando a descubrirla allí, con ella. Se dijo a sí mismo que
la alegría no estaba hecha para él. No la merecía. Y Elena estaba a punto de
hacer caer todo su mundo por un precipicio.
Se
levantó y la levantó a ella sin hacer ningún esfuerzo para llevarla en brazos
hasta la bañera, que habían estado preparando mientras ellos cenaban.
Elena
se ruborizó al imaginar lo que la gente del pueblo debía de pensar de ellos.
Los
dos días anteriores habían pasado tan pronto que le dio miedo. Estaban
realmente encerrados en una burbuja de sensualidad y les daba igual lo que
ocurriese en el mundo exterior.
Damon
empezó a desnudarla y ella se sintió mal un instante, pero se dijo que ya se
ocuparía de eso cuando volviese a Merkazad. Tendría el resto de su vida para
lamentarse.
Damon
le dijo que se metiera en el baño y empezó a desnudarse también.
–Quiero
que te toques como hiciste la otra noche –le pidió después.
Y
ella tomó el jabón y volvió a dejarse llevar por la magia del momento.
A la
mañana siguiente, sentada en un banco fuera de la tienda, Elena observó como
unos niños se ocupaban de unos caballos cerca de allí.
Casi
no había podido dormir, pensando que había llegado el tercer día y debían
volver a Merkazad. Sabía que tenía dos opciones: ignorar a Damon de nuevo una
vez allí, o intentar que lo suyo continuase, arriesgándose a que volviese a
hacerle daño.
Oyó
un ruido a sus espaldas y se levantó, preparándose mentalmente para lo que la
esperaba.
Damon
se había despertado y se había encontrado solo. Se estaba poniendo unos
vaqueros cuando ella apareció en la puerta, vestida con sus vaqueros y camisa.
–Buenos
días –le dijo, todavía medio dormido, acercándose a ella.
Le
agarró el rostro y le dio un beso en los labios para intentar tranquilizarse,
pero la notó rígida.
–No, Damon.
Se ha terminado. Hoy volvemos a casa, y no quiero volver a pasar por esto. Esta
vez se ha terminado. De verdad.
–¿Por
qué tiene que terminarse, Elena, si estamos tan bien juntos?
–Porque
no quiero ser una masoquista, Damon. Ya me hiciste mucho daño una vez.
–Pero
esta vez es diferente. Nosotros somos diferentes. Ya sabes por qué lo hice…
–Sí,
pero yo también tengo que hacerte una confesión. Estaba enamorada de ti. No soy
un robot. Tal vez tú puedas controlar tus sentimientos, pero yo, no.
Él
sintió calor al oír aquello y se sintió desesperado al pensar en que iba a
perderla.
–Quédate
aquí conmigo un par de días más… hasta que Stefan vuelva.
–No.
No me interesa continuar con una relación en la que sólo hay sexo. Lo quieras
admitir o no, tenemos una relación. Y cuando uno tiene una relación, tiene que
abrirse. En realidad, no ha cambiado nada desde hace seis años, y cuando
vuelvas a dejarme para retomar tu vida, seré yo quien sufra otra vez.
–¿Qué
quieres, Elena? –inquirió él enfadado–. ¿Que te cuente más historias sórdidas?
¿Como el día que los soldados me trajeron a una de las camareras del castillo y
la utilizaron para hacerme una demostración de lo que tenía que hacerle un
hombre a una mujer? ¿Es eso lo que quieres? ¿Crees que eso nos permitirá
proseguir con esta aventura?
Damon
vio palidecer a Elena y se maldijo.
Ella
sacudió la cabeza con tristeza. El hecho de que Damon llamase a aquello una
aventura la reafirmó en su decisión de terminar con él.
–Lo
siento, Damon, siento mucho que tuvieses que presenciar aquello, pero no me
refería a eso. Me refería a algo que crece entre dos personas cuando… se
importan, y tú ni siquiera admites que tengamos eso. Te hablaba de los detalles
banales de nuestras vidas, de nuestros sueños y esperanzas.
–Me
pides demasiado –le respondió él–. Es algo para lo que no estoy preparado.
–Sé
que has vivido cosas horribles y entiendo que te hiciesen creer que nadie es
bueno, pero no tiene por qué ser así. Lo que te ocurrió a ti no tiene por qué
ocurrirle a nadie más.
–¿Y
tú cómo vas a saber cómo fue?
–Exacto,
no puedo saberlo si no me lo cuentas. Inconscientemente, Elena se llevó una
mano al vientre.
–No
sé por qué te dejé pensar que aquel bebé que perdí no era tuyo, Damon, ¡pero lo
era! Era tuyo y mío, y murió antes de tener la oportunidad de vivir.
Elena
se encogió de dolor sólo de recordarlo. Se sintió enfadada, furiosa.
–¿Sabes
qué? Que me alegro, porque habrías sido un padre horrible. Te aferras a tu
pasado y ni siquiera mereces ser amado.
Damon
vio, sorprendido y aturdido, cómo Elena salía de la tienda. Un bebé. Su bebé.
No era posible. Pero estaba seguro de que Elena no le mentía. Entonces, recordó
lo que le había dicho el médico: que tenía que hacerse controles periódicos
para asegurarse de que la operación había tenido éxito, pero, por supuesto, no
lo había hecho.
Recordó
el dolor en los ojos de Elena la noche que le había dicho que había tenido un
aborto y se maldijo. Salió fuera y, de repente, la vio aparecer a lomos de un
caballo.
–¡Elena!
–le gritó, furioso y asustado. No podía moverse, sólo podía ver cómo Elena
acercaba el caballo a él.
–Al
menos, sé que así no me seguirás –le dijo ella con tristeza antes de dar la
media vuelta al animal y alejarse de allí.
Damon
pasó horas yendo y viniendo por la tienda. Había dado órdenes y estaba
esperando los resultados, pero no llegaba nadie y no había señales de Elena.
Sólo
respiró aliviado cuando por fin oyó llegar al helicóptero. Ya podía volver a
Merkazad y hablar con ella. Sabía que, al menos, tenía que darle una explicación.
Pero
entonces sintió miedo al pensar en Elena sola por un terreno tan abrupto, pidió
bruscamente que llamasen al médico y, sin pensarlo, apretó la mandíbula y se
subió a lomos de un caballo, sabiendo que aquélla sería la mejor manera de
localizarla.
No
había montado a caballo desde los ocho años, pero no se le había olvidado. Rezó
por poder recuperar a Elena. Si le ocurría algo… No, prefería no pensar en eso.
El
caballo empezó a aflojar el paso después de media hora galopando. Estaban a kilómetros
de la civilización, en una zona árida y rocosa como la luna.
–¡Elena!
–gritó Damon con la voz ronca de tanto llamarla.
Detuvo
el caballo y miró a su alrededor, pero no vio nada. Y, entonces, lo oyó, débil,
pero claro.
–¡Márchate!
Y él
hizo que el caballo avanzase en dirección a la voz.
–Elena,
habiba, ¿dónde estás?
–No
soy tu habiba. Déjame en paz. Estoy
bien.
Y él
continuó hasta encontrarla sentada en una roca, con un golpe en la cabeza y
sangre en la frente.
–Estás
sangrando.
Ella
se alegró de oír su voz y, al mismo tiempo, deseó levantarse y darle puñetazos
en el pecho hasta calmar el dolor que sentía por dentro.
–El
caballo se ha asustado y me ha tirado –admitió sin levantar la cabeza para
mirarlo.
Él le
acarició el pelo y estudió el golpe. Elena oyó que Damon se rompía la camisa y
notó que le ponía algo húmedo en la frente.
Tenía
mucha sed, pero no quería admitirlo, así que se sintió aliviada al ver notar
que Damon le ponía una botella de agua en los labios.
Por
primera vez, lo miró a los ojos. Y se atragantó con el agua. El aspecto de Damon
era salvaje, con los ojos muy oscuros y el rostro blanco, cubierto de polvo.
–Me
ahorraré la charla para otro momento. ¿Te duele la cabeza o alguna otra cosa?
–le preguntó él.
–Es
sólo un chichón –dijo ella–. Y creo que me he torcido un tobillo.
Damon
le levantó el pantalón y, le quitó la zapatilla y, efectivamente, vio que tenía
el tobillo hinchado. Se puso muy serio.
–Tenemos
que volver a Merkazad.
La
tomó en brazos y fue entonces cuando Elena se dio cuenta de cómo había llegado
hasta allí.
–Has
venido a caballo –balbució como una tonta.
–No
me lo recuerdes –le respondió él.
Y
luego la subió a la silla con cuidado y se colocó detrás de ella.
Elena
se sintió protegida entre sus brazos.
Estaban
llegando al pueblo cuando se encontraron a un grupo de personas que había ido a
buscarla, entre ellas, el médico y la muchacha que la había ayudado la primera
noche.
A Elena
se le encogió el corazón al oír a Damon darles órdenes. Parecía estar
transformándose delante de sus ojos en el hombre que había nacido para ser.
Unos
minutos más tarde la había atendido el médico, y le había vendado el tobillo y
la cabeza, a pesar de pensar que no tenía nada importante. Y Damon la llevó
hasta el jeep que los estaba esperando. A pesar de todo lo ocurrido, cuando
despegaron en el helicóptero un rato después, Elena se emocionó al pensar que
se marchaban del oasis y los ojos se le llenaron de lágrimas. Miró a Damon,
preocupada porque éste se hubiese dado cuenta de su emoción.
Pero
él estaba más serio de lo que lo había visto en toda su vida. Elena había
estado a punto de matarse por alejarse de él, y poco antes le había contado que
había estado a punto de ser padre. Y, al contrario de lo que habría imaginado,
no sentía náuseas sólo de pensarlo, sino que tenía una sensación de pérdida.
Miró a Elena, que tenía la cabeza girada hacia el otro lado.
Y
suspiró. Si en algún momento de las últimas semanas Elena no lo había odiado
tan intensamente como en París, acababa de estropeárselo.
–Damon,
márchate. No hace falta que te quedes aquí.
–No
me voy a ninguna parte. Y claro que hace falta que me quede contigo, tienes una
contusión. Elena suspiró e intentó calmarse.
–Puede
quedarse conmigo alguna de las chicas.
–Voy
a quedarme yo, te has caído de ese caballo por mi culpa.
Elena
volvió a suspirar y cerró los ojos.
Esa
tarde, al llegar a Merkazad, habían ido directos al hospital. Allí le habían
hecho más pruebas y, después, la habían llevado a la suite real del castillo y
le habían servido una deliciosa cena. Y todo bajo la atenta supervisión de Damon.
De
repente, lo oyó decir:
–Tengo
un buen motivo para no haber pensado que tu bebé podía haber sido mío.
–Sí
–replicó ella–, que piensas que eres infalible y no te parecía posible que
hubiese podido pasarte algo tan humano.
Él
dejó escapar una carcajada y Elena abrió los ojos y vio dolor en su rostro.
–Me
hice una vasectomía con veintidós años –continuó Damon–. Y tienes razón, debido
a mi arrogancia, di por hecho que la operación habría salido bien y no me hice
las pruebas posteriores para confirmarlo.
Elena
se quedó de piedra al oír aquello y lo vio alejarse de la cama y sentarse en un
sillón. Había en él un aire de derrota, y parecía cansado. No había ni rastro
de aquella arrogancia de la que acababan de hablar.
–¿Por
qué lo hiciste? –le preguntó ella.
–Porque
no quería que un hijo mío pasase por lo que yo había tenido que pasar, y
pensaba que, irremediablemente, le traspasaría los horrores que yo había
vivido, como si éstos se hubiesen quedado grabados en mi ADN. Me daba miedo no
poder proteger a mi propio hijo del mal, como le había ocurrido a mi padre.
–Supongo
que ahora ya sabes que eso no ocurrirá –le contestó ella después de unos
segundos de silencio.
–Ése
es el problema. Que no lo sé. ¿Cómo puedo saberlo? Y no estoy preparado para
arriesgarme. Por nadie.
Elena
sintió dolor en su interior porque ella también ocultaba un secreto en esos
momentos. Después de hacerle muchas pruebas en el hospital, le habían
confirmado que estaba embarazada.
Pero
¿cómo iba a contárselo? Notó que le quemaban las lágrimas en los ojos. Giró la
cabeza y le dijo:
–Déjame
sola, Damon. No quiero verte nunca más.
Él se
levantó y le dijo:
–Stefan
y Bonnie vuelven a casa mañana.
Ella
guardó silencio. No podía hablar.
–Yo
me marcharé por la noche… –añadió Damon–. Tengo negocios que atender.
–Vete,
Damon. Vete –le pidió ella, cada vez más emocionada.
Damon
suspiró.
–Lo
siento, Elena. Le pediré a Lina que venga a estar contigo…
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