Capítulo 8
SE
QUEDARON a la subasta. Damon animó mucho la puja subastando un beso de una
conocida actriz de Hollywood que se encontraba entre el público.
Cuando
terminó, Damon ayudó a Elena a levantarse de su silla y la sacó del salón por
la puerta lateral. Ella lo miró mientras intentaba andar a su mismo paso y le
preguntó casi sin aliento:
Él
giró la cabeza para mirarla con los ojos brillantes.
–Contrato
a gente que se ocupa de eso. Yo dirijo la organización de manera anónima, y
sólo aparezco de vez en cuando.
Entonces
se detuvo de repente, haciendo que Elena chocase contra él.
–De
todos modos, esta noche tengo algo mucho más importante que hacer –añadió,
dándole un beso rápido para aclararle de qué hablaba.
Ella
se ruborizó, pero se obligó a contestar:
–Esto
es más importante. No quiero ser la responsable de que te marches.
Él
volvió a callarla con otro beso y se la llevó a un rincón solitario. Varias
personas pasaron por su lado, pero ellos estaban ajenos a todo. Por fin se
separaron para tomar aire y Elena apoyó la cabeza en el pecho de Damon. ¿Sería
capaz de salir de aquella locura?
Él le
dio la mano de nuevo y salieron a la calle en silencio. En el coche, Elena se
dio cuenta de que no iban hacia el hotel y se detuvieron delante de un barco
restaurante algo destartalado que estaba amarrado en el Sena, cerca de la Île
de la Cité. Se le encogió el corazón al verlo. Aquélla siempre había sido una
de sus partes favoritas de París.
Damon
la ayudó a bajar y le dijo:
–Pensé
que tendrías hambre…
El
estómago de Elena rugió y ella sonrió.
–Parece
que conoces mis hábitos alimenticios todavía mejor que yo.
Él
sonrió también y, por un segundo, pareció mucho más joven, menos sombrío. Y Elena
tuvo que contener una ola de ternura. En ese momento se acercó a ellos un
hombre robusto, que saludó a Damon efusivamente. Era evidente que era un
cliente bienvenido. Pronto estuvieron sentados en un tranquilo rincón con
vistas al río. Elena vio a una pareja paseando por la orilla, que se detenía y
se besaba, y pensó que bien podían haber sido ellos seis años antes. Suspiró.
Damon
tomó su mano y le preguntó con naturalidad:
–¿No
te gusta el sitio?
Ella
negó con la cabeza y le contestó en voz baja, evitando mirarlo a los ojos:
–Es
perfecto. Me encanta.
«Y te
quiero», pensó también, pero no lo dijo.
Entonces
llegó el camarero a tomarles nota y Elena se obligó a relajarse. Damon pidió
champán y ostras y charlaron de cosas sin importancia. Por un segundo, Elena
pensó que tal vez hubiese soñado las horribles revelaciones de Damon… pero sólo
tenía que pensar en la organización benéfica y en el trabajo que hacía Damon
para saber que no había sido un sueño.
Cuando
terminaron de cenar y después de que Damon la hubiese besado y hubiese lamido
de sus labios alguna gota de champán, Elena estaba temblando de deseo. Así que
cuando él se levantó y le tomó la mano para marcharse, no dudó ni un instante.
Volvieron
al hotel en silencio, de la mano. Y siguieron así hasta llegar a la suite. Elena
se sintió como si hubiesen sido las dos únicas personas del mundo.
Una
vez en la habitación de Damon, éste se quitó la ropa y, una vez desnudo, le
bajó a ella el vestido para dejar sus pechos al descubierto.
–Llevo
toda la noche esperando esto –le dijo con voz ronca.
Luego
la agarró por la cintura y la apretó contra él, bajó la cabeza y besó y lamió
sus pechos hasta conseguir que a Elena se le entrecortase la respiración y
apretase sus caderas todavía más contra él.
Cuando la tuvo desnuda encima de la cama,
debajo de él, le sujetó las manos encima de la cabeza con una mano y con la
otra fue bajando por su cuerpo hasta llegar a su sexo.
–Voy
a hacer esto muy despacio… hasta que me pidas clemencia…
Elena
gimió de placer al notar sus dedos entre las piernas y arqueó las caderas. Ya
quería pedirle clemencia, pero sucumbió a la experta seducción de Damon
mientras éste hacía exactamente lo que le había prometido…
Elena
se había quedado dormida, pero se despertó al notar que Damon le acariciaba el
pelo y le susurraba al oído:
–Si
piensas que se ha terminado, estás muy equivocada, Elena Gilbert.
Ella
no respondió, pero notó que se le hacía un nudo en la garganta. Damon la rodeó
con su cuerpo, sus respiraciones se equilibraron y Elena supo que tenía razón.
Le iba a costar tanto resistirse a él como dejar de respirar.
Lo
único que podía hacer era conseguir que él la rechazase contándole lo que
sentía, pero al recordar lo ocurrido seis años antes y la crueldad con la que
la había tratado, le costó hacerlo. Aunque él le hubiese dicho que no había
querido hacerle daño.
Elena
se mordió el labio. Había contenido la esperanza que intentaba surgir en su
interior como una flor del desierto. Tenía que aprender del pasado. No podía
pensar que, al volver a Merkazad, volvería a estar en brazos de Damon. Además,
él sólo se quedaría allí un par de semanas más, como si fuese tan fácil
sobrevivir ese tiempo…
Al
día siguiente, una vez en su avión privado, Damon miró a Elena con
desconfianza. Tenía el sillón reclinado y estaba dormida, o fingía dormir.
Tenía el rostro vuelto y el hecho de que pareciese ajena a su presencia lo
enfadó. Nada más despegar había rechazado la comida y se había puesto a
bostezar. Aunque Damon no podía culparla. Casi no habían pegado ojo en toda la
noche.
Él
intentó aclarar el lío que tenía en la cabeza. No podía arrepentirse de haber
seducido otra vez a Elena, porque le había parecido lo correcto. Y en esos
momentos, mientras volvían a un lugar del que durante mucho tiempo no había
querido ni oír hablar, su última preocupación era Merkazad. Para su sorpresa,
había disfrutado mucho de los últimos días, ocupando el lugar de Stefan.
Incluso había conseguido tener con él una conversación casi amistosa la noche
anterior, cuando lo había llamado para informarlo de los últimos
acontecimientos. Y eso era algo que no había ocurrido desde hacía mucho tiempo.
La
mujer que dormía tan tranquila, o no, cerca de él, era la causa de aquellos
cambios. Damon lo sabía y eso hacía que todo su cuerpo y su cerebro le
estuviesen dando la voz de alarma. Aun así, no se arrepentía de habérselo
contado todo. Como mucho, se sentía culpable por haber puesto en su mente las
imágenes de aquellos meses tan horribles… Frunció el ceño. Aquellas imágenes
estaban empezando a desaparecer como nubes de humo.
Apretó
los labios y apartó la vista de su provocador y tentador cuerpo. Apoyó la
cabeza en el respaldo del sillón y cerró los ojos. Las cosas habían cambiado
mucho en los últimos seis años. Elena había madurado y había vivido, había
experimentado cosas, pero, aun así, él tendría que dejarla al llegar a
Merkazad, y en esa ocasión, lo suyo se terminaría para siempre. No había otra
opción.
–Detén
el jeep, Damon.
Al
ver que no la obedecía inmediatamente, Elena estuvo a punto de repetírselo,
pero él echó el vehículo a un lado, estaban en el patio principal del castillo
de Al-Saqr. Hacia la izquierda, la carretera llevaba hacia el castillo y, a la
derecha, hacia los establos y los campos de entrenamiento.
Damon
vio cómo Elena se bajaba.
–¿Adónde
crees que vas?
Ella
intentó mantenerse tranquila a pesar de que tenía el corazón acelerado y sabía
que se estaba comportando como una cobarde.
–A
los establos –le respondió–. Voy a estar muy ocupada durante los próximos días.
Damon
salió también del jeep de un salto y la acorraló contra él.
La
miró a los ojos y ella se quedó al instante sin respiración. Damon apretó las
caderas contra las suyas y Elena notó la erección a través de los pantalones
vaqueros, empujándola.
–¿Eso
es lo que quieres? ¿Salir corriendo y esconderte en los establos?
Elena
intentó apartarlo, pero no pudo.
–No
hay nada que te impida acompañarme. No sé si te acuerdas de que tengo que
trabajar.
Damon
se puso tenso de inmediato y ella deseó pedirle perdón al ver terror en lo más
profundo de su mirada. Él retrocedió y le dijo en tono frío:
–Como
quieras, ya veremos cuánto aguantas.
No
hacía falta que lo dijese. No estaba preparado para enfrentarse a sus demonios.
Y Elena lo entendió. Hasta ella sintió náuseas al recordar lo que Damon había
tenido que hacer. Era normal que hubiese querido escapar de allí a la menor
oportunidad.
Luego
se dijo en silencio que aguantaría hasta que Damon estuviese de vuelta en
Francia y miles de kilómetros los separasen, pero al verlo subirse al jeep,
tuvo que contener la traicionera sensación de decepción que le causaba que Damon
no hubiese insistido más en que se fuese con él.
Se
dio la media vuelta y anduvo los cinco minutos que se tardaba en llegar a los
establos. Al llegar al patio, que siempre había sido su lugar favorito, sintió
frío, desolación y la mente se le llenó de horribles imágenes.
El primer día de vuelta a los establos, Elena
no tuvo noticias de Damon. Sólo oyó de hablar de él, emocionadas, a las chicas
que lo habían visto esa mañana. Ella se preguntó enfadada dónde se habría
metido Abdul y por qué no estaba allí para hacerlas callar.
Cuando
se acostó esa noche, agotada, se encontró además insatisfecha, y se preguntó si
Damon habría perdido todo el interés en ella.
Esa
noche soñó con él y se despertó sudando y con una sensación de insatisfacción
todavía mayor.
Cuando
tuvo que levantarse para ir a trabajar, se preguntó si todos los días iban a
ser iguales. Era una causa perdida.
A
media mañana aproximadamente, se presentó en los establos una de las camareras
del castillo, con una nota metida en un sobre. Elena se giró a leerla con el
corazón en un puño. Reconoció la letra nada más verla: ¿Tu día de ayer fue tan duro como el mío? Te deseo, Elena…
Despidió
a la chica, que se había quedado esperando por si quería enviar una
contestación, y tardó un par de horas en recuperarse. También tardó mucho en
calmar el tumulto de emociones que tenía dentro: se sentía aliviada porque Damon
no se había olvidado de ella, estaba enfadada consigo misma por estar como una
adolescente enamorada, enfadada con él por querer que lo suyo continuase
después de lo que le había dicho en París, y enfadada con su cuerpo por desear
tanto verlo.
Estaba
pensando en todo aquello cuando su teléfono móvil pitó. Elena leyó el mensaje:
¿Has leído mi nota?
Ella
lo pensó un momento antes de responder: Sí.
No me interesa continuar con esta conversación. Estoy muy ocupada.
Un
segundo después llegaba otro mensaje: Yo
también estoy ocupado. Por si no te has dado cuenta, soy el soberano en
funciones de Merkazad. No obstante, no logro concentrarme.
Elena
se dio cuenta de que estaba sonriendo y se puso seria. Luego cerró el teléfono
y volvió al trabajo. Pero según fue pasando el día, siguió recibiendo sobres,
con notas cada vez más explícitas acerca del estado de excitación de Damon.
Al
final del día, Elena estaba también excitada, pero se negaba a ir a ver a Damon.
Su
única esperanza estaba en quedarse en los establos, aunque odiase utilizarlos
para aquello.
Al
día siguiente ocurrió lo mismo. Nota tras nota. Mensaje tras mensaje. Dejó de
leerlos porque se estaba volviendo loca, pero sólo porque no podía dejar de
pensar en las cosas que le decía Damon.
Esa
noche, cuando sonó el teléfono que tenía al lado de la cama, respondió molesta:
–¿Sí?
Y oyó
una risa.
–¿Por
qué estás tan gruñona? ¿No puedes dormir? ¿Estás demasiado caliente?
Elena
agarró el teléfono con fuerza y se obligó a hablar en tono frío:
–De
eso nada. Al contrario que tú, he estado todo el día muy ocupada.
Él
volvió a reír.
–Por
suerte, soy muy polifacético y puedo hacer muchas cosas a la vez. Aunque no ha
sido fácil escribirte esas notas mientras oficiaba un acto público.
Elena
contuvo la risa al imaginárselo. No podía creerse que estuviesen actuando como
dos adolescentes. Apretó las piernas por si Damon podía notarle por teléfono lo
húmeda que estaba.
–¿Estás
en la cama?
–No
–mintió Elena inmediatamente.
–Mentirosa
–rió él–. ¿Qué llevas puesto?
–Dado
que no estoy en la cama, llevo unos vaqueros y una camisa.
–Mentirosa.
Deja que lo adivine. Llevas una camiseta y unas braguitas, ¿a que sí? Eso es lo
que te pones cuando no estás desnuda conmigo.
–No,
la verdad que llevo un pijama abrochado de los pies hasta la cabeza.
–Vas
a ir directa al infierno de tanto mentir, Elena Gilbert.
–Pues
va a estar abarrotado, nos veremos allí.
–Touché –respondió él, haciendo que Elena
se sintiese mal–. ¿Sabes en qué estoy pensando ahora mismo?
–Creo
que prefiero no saberlo, Damon. La verdad es que estoy muy cansada…
Él la
interrumpió.
–Estoy
imaginándote aquí tumbada con el pelo suelto, con una camiseta que te deja la
cintura al descubierto. Estoy pensando en cómo se te ciñe a los pechos, lo
mismo que las braguitas a las caderas. Estoy pensando en cómo me gustaría
quitarte la camiseta para disfrutar de esos pechos con la vista, para ver cómo
se te endurecen los pezones, rogándome que los acaricie, para que mi lengua…
–Damon
–le dijo ella en tono débil, bajando la mano sin querer hacia abajo.
–¿Damon,
qué? ¿Que pare? No quieres que pare. Me quieres contigo, para que te chupe los
pechos hasta que arquees la espalda mientras te acaricio entre las piernas…
Elena
se llevó las manos allí y eso le hizo volver a la fría realidad. Se sentó
bruscamente en la cama y colgó el teléfono. Cuando volvió a sonar un segundo
después, arrancó el cable de la pared.
Y no
pudo dormirse hasta que empezó a bajarle el calor.
Al
día siguiente, Elena decidió aferrarse a su determinación de no ceder, a pesar
de ser cada vez más débil. Esa mañana llegaron más notas, pero no pudo leerlas.
Las devolvió sin abrir.
Así
que más tarde, cuando oyó llegar a un jeep, se dio la vuelta con el corazón
acelerado y sintió que su determinación se venía abajo.
Damon
bajó del vehículo y ella se sintió débil de deseo, pero supo que no podía
ceder.
Él la
miró fijamente unos segundos antes de decirle:
–Ven
al castillo conmigo, Elena.
Ella
negó con la cabeza y retrocedió a pesar de que su cuerpo le gritaba que hiciese
lo contrario. En ese momento, uno de los mozos del establo sacó un caballo muy
cerca de allí. Damon miró al caballo y luego a ella.
Se
había puesto pálido, apretó los dientes y murmuró:
–Maldita
seas, Elena. No estoy preparado para esto.
Y
luego volvió a subirse al jeep y se marchó, haciendo que se sintiese como si
hubiese hecho algo muy cruel, dejándola con la sensación de que podía hacerle
daño y eso la impactó.
Seguía
allí parada cuando Abdul salió de uno de los establos. Éste sólo la miró y
sacudió la cabeza, y Elena se sintió todavía peor.
Esa noche
casi no pudo dormir. Como era de esperar, al día siguiente no hubo más notas ni
llamadas de Damon. Y ella siguió sintiéndose culpable al tiempo que seguía
convencida de que no debía ceder a la atracción que sentía por él.
Empezó
a trabajar aturdida y a las cuatro de la tarde, cuando sonó el teléfono en su
despacho, estaba agotada.
La
llamada hizo que le entrasen ganas de llorar. Tenía que ir en helicóptero a un
oasis aislado en el que había un pueblo beduino. Y teniendo en cuenta la hora
del día que era, lo más probable era que tuviese que hacer noche.
Al
parecer, una yegua no podía parir y su dueño temía por su vida y la del potro.
Recogió sus cosas y llamó al piloto del helicóptero antes de ir hacia la
plataforma que había detrás del castillo. De camino, intentó no pensar en el
hombre que había dentro de él… en algún lugar.
Sobrevolaron
el montañoso y escarpado terreno y a Elena se le encogió el corazón de la
emoción por aquel país en ocasiones tan inhóspito. Los beduinos eran quienes
habían luchado contra los invasores muchos años antes, y quienes habían salvado
al jeque y a su familia de la cárcel. Quienes habían salvado a Damon.
Elena
vio el pueblo a lo lejos, un minúsculo paraíso verde en aquel paisaje lunar.
Estaban muy cerca cuando vio que había un jeep esperándola y eso levantó sus
sospechas, pero se dijo a sí misma que estaba exagerando.
Cuando
bajó del helicóptero la estaba esperando un chófer que la llevó al pueblo. Una
vez allí, no vio a los aldeanos ni a ningún niño esperándola, como solía
ocurrir siempre que iba, ya que siempre les llevaba algo. Se aseguró a sí misma
que se debía a que era tarde.
Pero
entonces vio una tienda enorme. El tipo de tienda que utilizaba Stefan cuando
viajaba por el país. Y empezó a picarle todo cuando vio que el jeep se detenía
delante. Elena salió y, en ese momento, oyó cómo despegaba el helicóptero.
Entonces
vio salir de la tienda a un hombre alto, moreno e imponente, vestido con la
ropa de ceremonia de Merkazad. Cómo no se lo había imaginado… Damon.
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