Capítulo 1
Seis años antes, París
Elena
Gilbert tuvo que hacer un esfuerzo para no ponerse a dar saltos al ver la torre
Eiffel a lo lejos. Hizo una mueca. Sabía que era un tópico, pero estaba en
París, en primavera y estaba enamorada. Deseó tirar las bolsas que llevaba en
las manos por los aires, reír a carcajadas y levantar el rostro hacia las
flores de los árboles.
No
era consciente de las miradas que atraían su pelo oscuro, su tez color aceituna
y sus brillantes ojos azules, tanto de hombres como de mujeres que pasaban por
su lado. Le latía con tanta rapidez el corazón, estaba tan emocionada, que
sabía que tenía que tranquilizarse, pero sólo le apetecía abrir los brazos y gritarle
al mundo: ¡Estoy enamorada de Damon Salvatore y él también me quiere a mí!
Sólo
de pensarlo apresuró el paso y le remordió la conciencia. En realidad, él no le
había dicho que la amase. Ni siquiera cuando ella le había dicho que lo quería
esa mañana, estando con él en la cama, tan feliz y saciada que no había podido
seguir conteniéndose. Hacía días que quería decírselo.
Tres
semanas. Hacía tres semanas que se lo había encontrado por la calle. Ella
acababa de salir de la universidad, después de terminar los exámenes finales.
Prácticamente había crecido con él, pero habían estado años sin verse y la
reacción al encontrarse con el amor de su vida había sido sísmica. Estaba
todavía más guapo de lo habitual. Porque se había convertido en un hombre. Alto,
fuerte y poderoso.
Damon
la había abrazado con fuerza y la había mirado con los ojos brillantes y,
luego, de repente, había fruncido el ceño, había entrecerrado los ojos y le
había dicho con incredulidad:
–¿Elena?
Ella
había asentido, con el corazón acelerado y una ola de calor recorriéndole el
cuerpo. Había soñado tanto tiempo con que Damon la mirase así…
Habían
ido a tomarse un café. Y después, cuando había llegado la hora de separarse, Elena
se había sentido como si le hubiesen estado arrancando el corazón. Entonces, Damon
le había preguntado:
–¿Quieres
cenar conmigo esta noche?
Y
aquél había sido el principio de las tres semanas más mágicas de su vida. Le
había dicho que sí en seguida. Demasiado pronto. Hizo una mueca al darse cuenta
de la realidad. Tenía que haberse mostrado más fría, más sofisticada, pero eso
habría sido imposible, después de tantos años idealizándolo. Se había enamorado
de él siendo una niña, de adolescente, se había convertido en su obsesión y ya
de adulta, lo deseaba.
Ese
primer fin de semana, Damon la había llevado a su apartamento y le había hecho
el amor por primera vez… y en esos momentos todavía sentía calor en el vientre
y se sonrojaba al recordarlo.
Sacudió
la cabeza y siguió andando. En esos momentos iba hacia casa de Damon, para
hacerle la cena. En realidad, él no la había invitado esa noche. De hecho, esa
mañana había estado muy callado, pero Elena confiaba en que, cuando la viese y
descubriese las deliciosas provisiones que había comprado, le dedicaría esa sonrisa
tan sexy suya y le abriría la puerta de par en par.
Mientras
esperaba para cruzar la calle en la que estaba su impresionante edificio del
siglo XVIII, Elena pensó en lo serio que se ponía Damon a veces, siempre que le
mencionaba Merkazad, donde ambos habían nacido, o a su hermano mayor, el jeque Stefan,
que gobernaba el país.
Damon
siempre había tenido una personalidad oscura, pero que a ella no le había
intimidado. Desde que tenía memoria, se había entendido bien con él y nunca se
había cuestionado que fuese un solitario y no tuviese el don de gentes de su
hermano. No obstante, durante las últimas semanas, Elena había aprendido a
evitar hablar de Stefan o de Merkazad.
Se
suponía que ella iba a volver a su país natal en una semana, pero esa noche iba
a decirle a Damon que, si él quería que se quedase en París, lo haría. No era
lo que había planeado, pero todo su mundo había cambiado desde que se había
encontrado con él.
Llegó
a la ornamentada puerta del edificio de Damon, que vivía en el piso más alto,
en un impresionante apartamento de planta abierta. El conserje se acercó a
saludarla muy sonriente, pero de repente cambió de expresión y le dijo:
–Excusez-moi, mademoiselle, pero ¿la
espera el jeque esta noche?
A Elena
le extrañó que lo llamase jeque; casi se le había olvidado que Damon ocupaba el
segundo puesto en la línea sucesoria de su país, después de su hermano Stefan.
Merkazad era un pequeño territorio independiente de la península arábiga,
perteneciente al país de Al-Omar. Allí era donde había nacido su madre, donde
había sido llevada Elena después de haber nacido en París. Su padre, de
nacionalidad francesa, había sido consejero del padre de Damon.
Elena
sonrió de oreja a oreja y levantó las bolsas que llevaba en las manos.
–Voy
a hacerle la cena.
El
conserje le devolvió la sonrisa, pero parecía incómodo y Elena sintió un
escalofrío mientras subía en el ascensor. Cuando éste se detuvo y las puertas
se abrieron, la sensación de desasosiego aumentó, sobre todo al ver que la
puerta de su apartamento estaba entreabierta y que, al empujarla, se oía reír
al otro lado a una mujer.
Elena
tardó un par de segundos en entender la escena que tenía delante. Damon estaba
con la cabeza inclinada, a punto de besar a una mujer pelirroja, preciosa, que
lo estaba abrazando. De repente, Elena se sintió acomplejada, con sus vaqueros
y su camiseta.
Los
vio besarse y que Damon abrazaba a la mujer por la cintura. Tal y como la había
abrazado a ella. Elena pensó que había debido de hacer un ruido, no fue hasta
más tarde cuando se dio cuenta de que había dejado caer las bolsas de la
compra.
Damon
rompió el beso y miró a su alrededor, pero sin apartar las manos de la otra
mujer, que también la estaba mirando, con los ojos verdes brillantes, enfadada
por la interrupción.
Elena
estaba tan sorprendida que no se fijó en el pelo moreno y grueso de Damon, que
estaba despeinado, ni en la intensidad con la que le brillaban los ojos,
siempre llenos de sombras y secretos. Ni tampoco en la dura línea de su mandíbula
ni en sus pómulos perfectamente esculpidos.
Aturdida,
se quedó donde estaba y vio cómo Damon le decía algo en voz baja a la otra
mujer, que protestó antes de apartarse y recoger su bolso y su abrigo.
Pasó
al lado de Elena antes de salir, dejando a su paso una nociva nube de perfume,
y dijo:
–A plus tard, cheri.
Hasta
luego, cariño.
La
puerta se cerró a espaldas de Elena y ella empezó a reaccionar. Damon la estaba
mirando, con los brazos en jarras, vestido con un traje oscuro, camisa blanca y
corbata. Era la primera vez que lo veía así vestido y le daba un aire muy
severo. Elena sabía que era analista de inversiones, pero no le había hablado
nunca de su trabajo. Ella se dio cuenta entonces de que, en realidad, no había
hablado de nada personal con ella, sólo la había seducido.
Elena
notó que le empezaban a temblar las piernas, pero antes de que le diese tiempo
a hablar, Damon se le adelantó.
–No
esperaba verte esta noche. No habíamos quedado.
¡Tampoco
habían quedado en que él le desbaratase la vida entera en tan sólo tres
semanas! El cerebro aturdido de Elena intentó relacionar a aquel extraño
distante y frío con el hombre que le había hecho el amor menos de doce horas
antes. El mismo hombre que le había susurrado ternezas al oído mientras la
penetraba y ella arqueaba la espalda y gritaba de placer, clavándole las uñas
en el trasero.
Intentó
sacar todas aquellas imágenes de su mente y sintió ganas de llorar.
–Yo…
quería darte una sorpresa. Iba a prepararte la cena…
Elena
bajó la vista y vio la carnicería. Los huevos se habían roto contra el parqué.
Una botella de vino que, afortunadamente seguía entera, estaba tumbada. Ella
volvió a levantar la cabeza al oír que Damon le decía:
–No
puedes venir aquí cuando te apetezca, Elena.
Y, de
repente, aquello hizo que saliese de dentro de ella algo que no sabía que
tenía, como un instinto de supervivencia que la obligó a levantar la barbilla.
–Por
supuesto que no habría venido si hubiese sabido que estabas… ocupado –le
contestó–. ¿Estabas…? ¿Estabas con ella a la vez que conmigo?
Damon
negó con la cabeza. Parecía impaciente.
–No.
–Entonces,
es evidente que has empezado a verla ahora. Está claro que te has aburrido de
mí. Tres semanas deben de ser tu límite.
Elena
no pudo evitar sentirse destrozada. Sólo podía pensar en que había desnudado su
corazón y su alma delante de aquel hombre. Le había dicho con voz ronca que lo
amaba, que siempre lo había amado.
Y él
había sonreído de medio lado y le había contestado:
–No
seas ridícula. Casi no me conoces.
–Te
conozco de toda la vida –había replicado ella con orgullo–. Y sé que te amo.
Entonces,
él se había apartado y había empezado a responder sólo con monosílabos. Elena
lo entendió en esos momentos.
–¿Qué
esperabas exactamente, Elena? –le preguntó él entonces.
Elena
controló la emoción.
–Nada
–le respondió–. Habría sido una estupidez esperar algo, ¿no? Tú ya has pasado
página. ¿Ni siquiera me lo ibas a decir?
Damon
apretó los labios.
–¿Qué
querías que te dijese? Hemos tenido una aventura maravillosa. Tú vas a volver a
Merkazad dentro de una semana y, por supuesto, yo voy a seguir con mi vida.
Elena
se sintió como si estuviese retrocediendo por dentro, como si le hubiesen dado
un golpe. Aquel hombre había sido su primer amante, y llamar aventura a lo que
habían tenido reducía el regalo de su inocencia a nada.
Damon
frunció el ceño y dio un paso al frente.
–¿Vas
a volver a Merkazad, verdad? –le preguntó antes de jurar entre dientes en
árabe–. ¿No esperarías nada más?
Al
parecer, a Elena debía de haberle traicionado su expresión, porque lo oyó
añadir:
–Yo
no te he prometido nada. Nunca he hecho nada que te hiciese esperar nada más,
¿o sí?
Ella
negó con la cabeza como si fuese un robot. No, no lo había hecho. Elena tuvo
que hacer un enorme esfuerzo para mantenerse en pie. Damon no podía saber el
daño que le estaba haciendo. Ella había jugado con fuego y se había quemado.
Todos los días que había pasado con él habían sido emocionantes, mágicos, pero
él no le había prometido nada. En ese momento, Elena sólo quería marcharse y
hacerse un ovillo, lejos de allí, donde pudiese maldecirse por haber sido tan
ingenua. Pero no se podía mover.
Damon
observó a la mujer que tenía delante. Hacía tanto tiempo que se había obligado
a no sentir emociones que, en esos momentos, casi no las reconoció. Notó un
fuerte dolor en el pecho, pero lo hizo retroceder. Durante las tres últimas
semanas, había disfrutado como de un sueño y había llegado a pensar que tal vez
no estuviese condenado, como había creído siempre. Al encontrarse con Elena, al
volver a verla, tan guapa, se había abierto algo en su interior. Por un
segundo, había tenido la desfachatez de pensar que algo de aquella bondad
innata que poseía ella se le había podido contagiar.
Cuando
la había visto cruzar la calle unos minutos antes, tan sonriente, se había dado
cuenta de que era cierto lo que le había dicho esa mañana, que estaba enamorada
de él. Damon había intentado no pensar en ello durante todo el día, había
intentado convencerse de que no era cierto, había tratado de ignorar la
incómoda sensación de culpa y responsabilidad.
Al
verla acercarse a su casa se había sentido como si tuviese entre las manos una
delicada mariposa, a la que no podía evitar aplastar, ni siquiera si quería
proteger su frágil belleza.
Katrina,
su compañera, que lo había acompañado a casa con el pretexto de que le diese un
documento, se había acercado a él en el momento perfecto. Su sensualidad,
confiada y excesivamente desenvuelta, contrastaba con la sutileza de Elena. Él
había sabido que tenía que dejarla marchar, y por eso se había asegurado de
dejarle claro que lo suyo se había terminado. Sabía que iba a aplastar a la
mariposa, pero no tenía elección. No podía ofrecerle nada más que un alma llena
de oscuros secretos. Él no podía amar.
Por
un momento, se quedó en silencio, la miró hasta hacer que ella se marease. Por
un segundo, a Elena le pareció ver arrepentimiento en sus ojos. Hasta que éste
volvió a hablar y le rompió el corazón en dos.
–Sabía
que estabas subiendo. El conserje me ha avisado –le confesó, encogiéndose de
hombros–. Podría no haber besado a Katrina, pero he preferido que vieses eso, a
que averiguases el tipo de persona que soy en realidad. Jamás debí seducirte.
Fue una debilidad hacerlo.
Elena
leyó entre líneas. Lo que Damon quería decirle era que le había sido demasiado
fácil seducirla.
–Deberías
marcharte. Supongo que tienes que preparar muchas cosas antes de volver a
Merkazad. Créeme, Elena, no soy la clase de hombre que puede darte lo que tú
quieres. Soy muy retorcido, no un caballero capaz de hacerte vivir un romántico
sueño. Lo nuestro se ha terminado. Esta noche voy a salir con Katrina y voy a
continuar con mi vida. Y te sugiero que tú hagas lo mismo.
–Pensé
que éramos amigos… pensé… –balbució ella, aturdida.
–¿El
qué? –replicó Damon–. ¿Que íbamos a ser amigos para toda la vida sólo porque
crecimos en el mismo lugar y pasamos tiempo juntos?
Elena
se dijo a sí misma que lo mejor era no responder a aquello, pero no pudo evitar
hacerlo.
–Era
más que eso… Lo nuestro era diferente. Hablabas conmigo, pasabas tiempo
conmigo, mientras que no lo hacías con nadie más… Estas tres últimas semanas…
Pensé que lo que siempre habíamos compartido estaba transformándose en algo…
Damon
la hizo callar con su fría mirada.
–Durante
años, me estuviste siguiendo como un cachorro y yo no tuve el valor de decirte
que me dejases en paz. Estas tres últimas semanas sólo hemos tenido sexo. Te
has convertido en una mujer muy bella y te he deseado. Ni más ni menos.
Eso
era todo.
–No
me digas nada más. He entendido el mensaje. Es evidente que ya no tienes
corazón. Eres un desgraciado.
–Sí,
lo soy –admitió él.
Elena
consiguió por fin moverse, se dio la vuelta para marcharse y tropezó con las
bolsas que se le habían caído al suelo. Ni siquiera intentó recogerlas.
Estaba
en la puerta cuando le oyó decir a Damon con cinismo:
–Saluda
a mi querido hermano y a Merkazad de mi parte. No pretendo ir a verlos en mucho
tiempo.
Elena
abrió la puerta y salió. No miró atrás ni una sola vez.
Un año antes
La
celebración del cumpleaños del sultán de Al-Omar era tan fastuosa como siempre.
Tenía lugar en el palacio Hussein, en el corazón de la magnífica metrópolis de
B’harani, en la costa de la península arábiga, a unas dos horas de la montañosa
Merkazad.
Uno
de los asesores del sultán llevaba años detrás de Elena que, por fin, había
cedido y había decidido asistir ese año a la fiesta. En esos momentos tenía un
nudo en el estómago porque sabía que, si había aceptado la invitación, era
porque Damon iba a estar allí.
Todos
los años, los periódicos sensacionalistas lo sacaban con alguna belleza nueva. Damon
siempre asistía a la fiesta solo, pero se marchaba bien acompañado.
Su
acompañante se había alejado de ella un momento y Elena estaba sola en el salón
de baile. Era la primera noche de celebraciones, así que se suponía que sólo
estaban allí los familiares y los amigos más íntimos del sultán, pero había
alrededor de doscientas personas en la habitación.
Elena
notó que le picaba la piel y se arrepintió de haber tomado una decisión tan
precipitada. Lo había hecho porque, desde que había visto por última vez a Damon
en París, no había podido sacárselo de la cabeza, y hasta había empezado a
soñar con él. Soñaba con que ella tenía seis años y estaba delante de la tumba
de sus padres, entonces Damon se acercaba y le daba la mano, transmitiéndole
una fuerza tan palpable que no podía olvidarse de ella.
Sabía
que era ridículo, pero se había enamorado de él en ese momento y a pesar de
saber que ese amor infantil jamás se convertiría en un amor adulto, no podía
evitar que se le encogiese el corazón cada vez que lo recordaba.
No
podía seguir así y esperaba que yendo a la fiesta y viendo a Damon comportarse
como un playboy, sentiría asco y conseguiría seguir con su vida.
Se
había imaginado saludándolo con practicada sorpresa. Le preguntaría cómo estaba
y fingiría aburrirse mientras escuchaba su respuesta. Después se alejaría y lo
habría olvidado. Y él se quedaría seguro de que su breve aventura no
significaba nada para ella.
Pero
no había ocurrido así. Estaba saliendo del salón de baile, distraída, mirando
su bolso, cuando había visto a un hombre alto, fuerte y moreno vestido de
esmoquin. Había estado a punto de llamarlo pensando que se trataba del hermano
de Damon, Stefan. Los dos eran igual de altos y fuertes. Entonces, Elena se
había dado cuenta de su error, pero no había podido evitar dar un grito
ahogado.
Él
había fruncido el ceño al verla y la había recorrido de los pies a la cabeza
con la mirada.
–Elena…
por fin nos encontramos. Me preguntaba si estarías evitándome.
Ella
había recordado inmediatamente aquella fatídica tarde en París, en su
apartamento. Y había luchado por guardar la compostura, agradecida de ir
vestida con un traje de diseñador y de estar muy bien maquillada. Se había
obligado a andar hacia él por el pasillo vacío para pasar por su lado sin
pararse, pero Damon la había agarrado del brazo para detenerla.
Ella
lo había mirado, con su traicionero corazón acelerado.
–No
seas ridículo, Damon. ¿Por qué iba a querer evitarte?
Una
voz en su interior había respondido: «Porque te rompió el corazón y jamás has
podido olvidarlo».
–Porque
es la primera vez que te veo en la fiesta de cumpleaños del sultán –le
respondió él, mirándola con dureza.
Elena
se había zafado de él.
–Esto
no es precisamente lo mío, pero, aunque no sea asunto tuyo, he venido porque he
sido invitada por…
–Ah, Elena,
aquí estás. Te estaba buscando.
Aliviada,
Elena había visto acercarse a su acompañante. Lo había dejado acercarse y que
le pusiese el brazo alrededor de los hombros para dejar claro que estaba con
él. Y a ella, por una vez, no le había importado. Luego había balbucido algo en
dirección a Damon y se había dejado alejar de allí, dejando a éste a sus
espaldas.
En
ese momento se encontraba entre la multitud que se había reunido después de la
cena, una cena que a ella le había costado mucho tragar, consciente de la
intensa mirada de Damon desde el otro lado de la mesa.
Aliviada,
vio a su acompañante con el jeque Stefan y la acompañante de éste, Bonnie, una
chica irlandesa que había ido a trabajar a los establos de Stefan después de
que éste hubiese comprado la granja de ganado de sus padres en Irlanda.
Elena
se acercó a ellos, que la miraron preocupados porque estaba muy pálida. Se
sentía mareada.
–¿Qué
te pasa, Elena? –le preguntó Bonnie.
Ella
sonrió.
–Nada.
Pero
sabía que había palidecido al ver que Damon se acercaba hacia allí con el ceño
fruncido. ¿Cómo había podido pensar que aquello sería buena idea?
Elena
se disculpó en un susurro y se dirigió hacia las puertas abiertas del patio,
donde, afortunadamente, había poca gente. Se apoyó en la barandilla de piedra y
respiró hondo, pero todo su cuerpo reaccionó al notar que lo tenía detrás.
Se
giró muy despacio y vio que el patio se había quedado vacío.
–Déjame
tranquila, Damon –le pidió con voz temblorosa.
–Si
querías que te dejase tranquila, debías haberte quedado en Merkazad –replicó él
con brusquedad.
Elena
hizo una mueca al reconocer que aquello era verdad. Cómo había podido pensar
que soportaría aquello…
–Ah,
sí, porque tú nunca vienes a casa.
–Exacto
–admitió él con los ojos brillantes.
Durante
unos segundos, ninguno de los dos dijo nada y luego, Damon dio un paso al
frente. A Elena le dio un vuelco el corazón y se fijó en que alguien había
cerrado las puertas del patio.
–Eres
todavía más guapa de lo que recordaba –le dijo él con voz profunda.
Elena
se olvidó de escapar de allí y lo fulminó con la mirada. Su piropo cayó en
oídos sordos. Había un brillo depredador en sus ojos que a Elena no le gustó.
No tenía ningún derecho sobre ella. El rostro de Damon estaba entre las
sombras, así que no podía ver su expresión.
–La
última vez que me viste me dijiste que era muy bella, Damon… ¿o no te acuerdas
de cómo me explicaste por qué te habías acostado conmigo?
–Sin
duda, eras muy bella entonces, pero ahora hay una madurez en tu belleza…
La
nostalgia de su voz pilló a Elena desprevenida.
Se
obligó a sonreír.
–Deberías
ser capaz de reconocer el cinismo en mis palabras, Damon. Al fin y al cabo,
eres el rey de los cínicos, ¿no? Siempre llegas a la fiesta del sultán con las
manos vacías y te marchas con la mujer más bella del lugar. ¿Sigues teniendo la
norma de no estar con ninguna más de tres semanas, o sólo me la aplicaste a mí?
Dime, ¿cuánto tiempo te duró Katrina?
–Para.
–¿Por
qué?
Damon
se acercó más, salió de entre las sombras y entonces fue cuando Elena vio la
crudeza de su rostro y estuvo a punto de olvidarse de todo.
–Pensé
que ya lo habrías superado.
Elena
rió con amargura.
–¿Superarlo?
–repitió, cruzando los dedos detrás de la espalda–. Te he olvidado hace mucho
tiempo y no tengo nada de qué hablar contigo, así que, si no te importa,
imagino que mi acompañante me estará buscando.
–Ese
hombre no está hecho para ti. Es un mequetrefe, una marioneta del sultán. ¿Qué
estás haciendo con él?
–¿Y a
ti qué te importa? Es perfecto –le espetó ella, intentando rodearlo para
marcharse.
Damon
la agarró del brazo.
–Dime,
¿gritas su nombre extasiada? ¿Le clavas las uñas en la espalda y le ruegas que
no pare jamás?
No le
hizo falta añadir si también le decía que lo amaba. Elena no pudo evitar
recordar y casi no se dio cuenta de cómo Damon volvía a ponerla delante de él.
Tampoco fue consciente de la intensidad de su mirada, ni de cómo gemía justo
antes de besarla.
Sólo
salió de su aturdimiento al notar cómo los labios calientes de Damon sellaban
los suyos, obligándola a abrirlos para meterle la lengua dentro de la boca. Elena
no pudo defenderse. El deseo hizo que ardiese por dentro.
Era
increíble, cómo su cuerpo recordaba las caricias de Damon, lo mucho que las
deseaba. Le gustó sentir sus manos en la espalda, agarrándola por el trasero. Damon
la apretó contra él, haciéndole notar su erección y ella no pudo evitar arquear
el cuerpo contra el suyo, deseando más. Como si no hubiese pasado el tiempo.
Entonces
Damon la apretó todavía más contra él y Elena vio en su mente a la mujer
pelirroja, entre sus brazos, haciendo el amor con él.
De
repente, se apartó de él, horrorizada por su debilidad.
–Mantente
alejado de mí, Damon. No hay nada entre nosotros. Nada. Nunca lo ha habido. Tú
mismo lo dijiste. Fue sólo una aventura y yo ya no estoy en el mercado para
nadie.
Se
dio la media vuelta y atravesó las puertas, rezando porque Damon no volviese a
detenerla. Entonces, se giró y le dijo:
–Tuviste
tu oportunidad y no tendrás otra. Y, para tu información, he gritado muchos
otros nombres, extasiada, después del tuyo, así que no pienses que lo que
ocurrió entre nosotros fue algo especial.
Damon
la vio volver a la fiesta y, por un momento, una ola de desesperación lo
sacudió. Volver a verla había despertado muchas emociones en él, emociones que
no había sentido desde la última vez que habían estado juntos. Se apoyó en la
pared. De repente, le temblaban las piernas.
Besarla,
abrazarla, había sido embriagador.
Familiar.
Y necesario. Tan necesario como respirar. Era como si no hubiese pasado el
tiempo. La deseaba casi desesperadamente. Y con aquello en mente, volvió a
erguirse. Ya la había seducido y la había rechazado después. No tenía derecho a
desearla otra vez. Nunca deseaba a ninguna mujer después de haberla tenido. ¿Por
qué iba a ser aquélla distinta?
Apretó
los labios y volvió a la fiesta. Esperaba que fuese verdad, lo de que había
tenido muchos otros amantes después de él, porque eso significaba que su
impacto en ella había sido mínimo, y que podía ignorar el hecho de haber creído
ver vulnerabilidad y dolor en sus increíbles ojos azules.
Elena
sabía que lo que le había dicho a Damon antes de marcharse había sido todo
mentira, pero le había hecho sentirse bien por un instante. Después de aquello,
se había marchado de la fiesta y una hora después ya estaba con la cara lavada
y de camino a Merkazad subida en su todoterreno.
Al
final tuvo que detenerse en el arcén de la autovía ya que las lágrimas le
impedían ver la carretera. Apoyó la cabeza en el volante y admitió que había
sido muy ingenua al pensar que podría marcharse tan tranquila después de haber
visto a Damon y, todavía peor, después de haberlo besado. A pesar de estar
segura de que para él sólo había sido un cruel experimento para ver que seguía
deseándolo.
En
cierto modo, Elena jamás había podido creer que se hubiese convertido en un
extraño, tan cruel y distante, aquel día.
Intentó
no permitir que su cerebro fuese por ahí. No quería justificar el
comportamiento de Damon. Era frío y despiadado, siempre lo había sido, pero su
ingenuidad no le había permitido verlo antes.
Elena
se había preguntado muchas veces si los catastróficos acontecimientos que
habían tenido lugar en Merkazad tenían algo que ver con el aislamiento y la
oscuridad de Damon. Años antes de que Merkazad hubiese sido invadido por un
ejército de Al-Omar, que se había opuesto a su independencia, Damon, su hermano
y sus padres habían estado tres largos meses encerrados en los sótanos del
castillo. Había sido una época muy difícil para todo el país, y debía de haber
sido una experiencia traumática para Stefan y Damon, pero, por entonces, ella
había tenido sólo dos años, así que no podía recordar los detalles.
Años
después de su liberación, ella siempre había podido pasar tiempo con Damon,
aunque éste no hubiese permitido ni siquiera a su hermano y a sus padres
acercarse. Él no le había hablado mucho, pero siempre la había escuchado. Y
jamás la había hecho sentirse incómoda. Hasta la había buscado antes de
marcharse de Merkazad para siempre. Aquel día, le había tocado la mejilla con
un dedo y la había mirado con tanta tristeza que Elena había deseado
reconfortarlo, pero él se había limitado a decirle:
–Ya
nos veremos, niña.
Ése era el vínculo que ella creía que había cobrado vida durante aquellas tres semanas en París. No obstante, si creía lo que Damon le había dicho entonces, ¿y por qué no iba a creerlo?, había sido sólo una cruel ilusión. Tenía que convencerse a sí misma de que el comportamiento de Damon no tenía justificación, y después de aquella noche, tenía que dejar de estar obsesionada con él.
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