Capítulo 5
Elena
había tenido su reunión con el enviado de Dubai y, para su alivio, no había
vuelto a ver a Damon, pero en esos momentos tenía que prepararse porque iba a
tener que asistir a un acto de gala con él.
Llevaba
un vestido de seda largo, palabra de honor y de color azul oscuro, casi negro. Era
elegante y tenía una espalda bastante sexy.
Su
madre había sido una modelo famosa, una de las primeras mujeres árabes en
ejercer aquella profesión, y así había conocido a su padre en París. Antes de
que falleciese, su madre le había enseñado a apreciar la ropa clásica y
elegante, y las joyas. Elena no compraba mucho, pero todo lo que tenía era de
gran calidad.
Se
había recogido el pelo y se puso unos pendientes de zafiros de su madre, a
juego con el collar. Volvió a respirar, tomó el abrigo de piel corto, el bolso
y salió de su habitación.
Tuvo
que agarrar el bolso con fuerza al ver a Damon vestido de esmoquin. Era el
hombre más guapo que había conocido en su vida.
Damon
la miró y supo que, si no salían de allí de inmediato, se la llevaría a su cama
y ella lo odiaría para siempre.
Así
que dejó la revista que estaba leyendo y dijo: –Deberíamos marcharnos, o no
llegaremos al discurso inaugural.
Y
ella lo siguió, sintiéndose nerviosa y vulnerable.
Al
salir del hotel, Damon la ayudó a ponerse el abrigo y se sobresaltó cuando su
mano tocó la piel desnuda de su hombro.
–Ya
está. Siento que hayas tenido que tocarme. Mientras su coche se acercaba, Damon
puso ambas manos en sus hombros.
–¿Es
que piensas que no quiero tocarte?
Ella
no pudo responderle. Vio con el rabillo del ojo cómo el conductor les abría la
puerta y esperaba, pero ellos seguían sin moverse. Damon volvió a hablar en voz
baja.
–Si
no hubiésemos salido tan rápidamente de la habitación, tu vestido estaría hecho
jirones y en estos momentos estaríamos haciendo el amor con más ganas que en
todas nuestras vidas. Sólo puedo pensar en hacerte mía en la parte trasera de
ese coche. ¿Tienes idea de cuánto te deseo?
Elena
abrió la boca y la volvió a cerrar. Su determinación se vio aplastada por un
anhelo tan intenso que deseó que Damon hiciese lo que acababa de decirle. Sólo
podía ver sus cuerpos desnudos, entrelazados, llegando juntos al clímax.
Entonces
alguien salió del hotel detrás de ellos y Damon volvió a ponerse la máscara.
Era el sultán de Al-Omar. Lo saludó y oyó cómo les preguntaba si les importaba
que fuesen juntos a la cena, dado que le había prestado su coche a alguien esa
noche.
Los
guardaespaldas del sultán y de Damon esperaban entre las sombras, preparados para
entrar en sus vehículos. Aquello sirvió a Elena para recuperar algo de cordura,
y unos segundos después se encontró sentada al lado de Damon, que se había
sentado en el medio, con ella a la derecha y el sultán Klaus a la izquierda. Elena
sólo podía sentir cómo le quemaba el muslo, apretado contra el de él, fuerte y
musculoso.
Los
hombres charlaron de cosas sin importancia y de las reuniones. Y ella no fue
capaz de participar, sólo podía pensar en Damon. Sabía que no iba a poder
resistirse a él.
Unas
horas más tarde, Elena estaba de los nervios, después de llevar toda la noche
al lado de Damon, intentando hacer caso omiso de sus sentimientos.
Volvieron
al coche, en esa ocasión sin el sultán, que se había quedado con una
impresionante mujer castaña. Y recorrieron las calles de París bajo la luz de
la luna, con la torre Eiffel apareciendo y desapareciendo de manera
intermitente. La tensión entre ambos era enorme y cuando Elena estaba pensando
en lo que haría si Damon volvía a intentar seducirla, éste le pidió al
conductor que redujese la velocidad. Fue entonces cuando Elena se dio cuenta de
que estaban en el ayuntamiento, en cuya plaza habían instalado una feria.
Damon
la miró.
–¿Te
importa si salimos un minuto?
Ella
negó con la cabeza, aliviada. Necesitaba espacio y aire para volver a
recomponerse.
Salieron
y el aire frío de la noche la hizo temblar. Notó cómo Damon le ponía la
chaqueta sobre los hombros y lo miró. Tenía el corazón acelerado.
–Puedo
ponerme mi abrigo. Vas a quedarte helado.
Él
sonrió de medio lado.
–Sobreviviré.
La
agarró de la mano y ella cedió a regañadientes, sabiendo que, de todos modos,
no la iba a soltar. Anduvieron hacia donde sonaba la música.
–Siempre
me han encantado las ferias –comentó Damon en voz baja, casi inaudible–. Hay
algo de otro mundo en ellas.
Elena
abrió la boca y volvió a cerrarla.
–No
te sorprendas tanto –le dijo Damon.
–¿Cuándo
estuviste en una feria de niño? –le preguntó ella, sabiendo que no las había en
Merkazad. Él la estaba guiando hacia un tiovivo iluminado.
–Solía
haber una en Merkazad –le respondió él en tono melancólico–, pero cuando los
rebeldes nos invadieron, la destrozaron.
–Ah.
¿Y por qué no se construyó otra?
Damon
se encogió de hombros.
–Creo
que la gente estaba demasiado ocupada reconstruyendo sus vidas y sus casas.
–Tal
vez alguien debiera construir una ahora… Damon la miró con expresión
enigmática.
–Tal
vez alguien lo haga algún día.
La
intensidad de su mirada hizo que Elena apartase la suya y dijese con la
respiración entrecortada:
–¿No
te asustan estos caballos…?
–No
–le respondió él en tono tenso–. No me asustan estos caballos. No me asustan
los caballos en general, Elena. Sólo he decidido no acercarme a ellos. Se lo
dejo a personas como tú y como Stefan.
Elena
vio algo parecido a miedo en su mirada, pero no quiso hacerle más preguntas a
pesar de sentir mucha curiosidad.
Quitó
su mano de la de él y se acercó al antiguo tiovivo sujetándose el vestido con
una mano. Pagó al hombre que manejaba los mandos y, cuando el tiovivo se hubo
parado, se subió a uno de los caballos y le sacó la lengua a Damon. Y justo
cuando el tiovivo iba a ponerse en marcha de nuevo, él le tiró algo de dinero
al hombre y se subió a su lado, pegando el pecho a su muslo.
–Eh
–le dijo ella, otra vez sin aliento–. Eso es trampa. Tienes que sentarte en un
caballo.
Él la
agarró por la cintura y Elena se aferró a sus hombros para no caerse cuando el
caballo empezó a subir y a bajar. Estaban en movimiento y eso causaba una
deliciosa fricción entre el pecho de Damon y su pierna. Él hizo que bajase la
cabeza y la besó, y ella no pudo resistirse.
Elena
dejó de oír la música y todo se desvaneció en el calor del beso y los brazos de
Damon a su alrededor. Ninguno de los dos oyó cómo les silbaban un grupo de
adolescentes al pasar. No se separaron para tomar aire hasta que el hombre les
preguntó bruscamente si iban a pagarle otro viaje.
Con
las mejillas ardiendo de la vergüenza, Elena se bajó del caballo, le temblaban
las piernas y agradeció que Damon le diese la mano. Tenía el corazón acelerado
y le picaba la piel. Y estaba segura de que Damon pretendía llevarla de vuelta
al hotel y hacerle el amor.
Y se
preguntó si no tendría razón. Tal vez debían disfrutar de aquella locura en
París y purgarse de aquel deseo y aquella obsesión. Tal vez así lograse sacarse
a Damon de su cabeza para siempre.
En
ese momento, algo distrajo a Damon. Elena oyó los disparos de un puesto de tiro
cercano y vio a un niño de unos ocho años llorando porque no había conseguido
premio. Su madre intentaba consolarle diciéndole que no tenía más dinero, y
rogándole al dueño del puesto que le diese algo al niño.
Damon
se acercó al puesto y, una vez allí, le soltó la mano y se agachó para hablarle
al niño en perfecto francés.
Le
preguntó qué regalo quería, le dio el dinero al dueño del puesto y ayudó al
niño a disparar enseñándole a dónde debía apuntar. El niño acertó a la primera
y se llevó el premio.
Después
de que le dieran las gracias efusivamente, Damon volvió a tomar la mano de Elena
y la llevó hacia el coche.
Una
vez dentro, Elena se giró hacia él, que estaba muy tenso, en silencio, y le
preguntó: –¿Dónde has aprendido a disparar así?
Damon
no se giró a mirarla, sólo respondió en voz muy baja.
–No
tenía que haber hecho eso. Tenía que haber dejado que el niño se quedase
decepcionado y que no quisiese volver a disparar…
–¿Por
qué, Damon?
De
repente, él se había encerrado en sí mismo. La miró, pero su mirada era opaca,
impenetrable.
–Da
igual.
Pero
ella supo que no daba igual.
–No
ha sido el niño quien ha disparado, sino tú, aunque le hayas hecho pensar que
lo hacía él. No es para tanto. Es sólo un juego.
Damon
sonrió, pero estaba muy serio.
–Nunca
es sólo un juego.
–¿Cómo
lo sabes? Y no me has contestado, ¿dónde aprendiste a disparar?
–Ha
sido sólo suerte… pura casualidad –le dijo él.
Y luego se giró a mirar por su ventanilla,
haciendo que Elena se sintiese rechazada. Hicieron el resto del viaje al hotel
en silencio y cuando llegaron a la suite ella se sentía tan intimidada que no
se atrevió a hablar.
Damon
la miró y, por un segundo, Elena vio tanto dolor en él que se acercó con la
mano estirada.
–¿Qué
te pasa, Damon?
–Nada
–replicó él en tono frío–. Vete a la cama.
Se
dio la media vuelta y entró en su habitación.
Confundida,
Elena se quedó mirándolo y luego lo siguió y abrió la puerta de su habitación
sin llamar. Lo vio de pie delante de la ventana, a oscuras, con las manos en
los bolsillos.
No se
giró hacia ella, sólo le dijo:
–Creo
que te he dicho que te vayas a la cama.
–No
eres mi padre, Damon. Me iré a la cama cuando me dé la gana.
Se
acercó a él y lo miró. Como no se giró, lo agarró del brazo para hacerlo girar.
Él la miró con gesto inexpresivo.
–¿Qué
te pasa, Damon? De repente, me besas, y un segundo después me tratas como si
tuviese la lepra.
Damon
sonrió y ella deseó darle una bofetada.
–¿Me
estás diciendo que estás preparada para acostarte conmigo?
Se
miró el reloj y silbó.
–No
está mal. Sólo has tardado veinticuatro horas. Estaba convencido de que me
costaría al menos dos días. ¿Ha sido mi preocupación por el niño lo que ha
ablandado tu corazón, o mi habilidad con la pistola?
Elena
levantó la mano y le dio la bofetada. Tan fuerte, que le hizo girar la cara. A
ella le picó la mano.
–Te
lo mereces –le dijo con voz temblorosa–, no por lo que has dicho, sino por lo
que me hiciste hace seis años.
Luego
se dio la media vuelta y anduvo hacia la puerta.
–No
te confundas, Elena –le dijo él entonces en tono amargo–. Te deseo. Pero si nos
acostamos juntos, no podré ofrecerte más de lo que te ofrecí la última vez. Al
menos, no podrás decirme que no te lo he advertido.
Elena
se volvió.
–Vete
al infierno, Damon.
Y se
giró de nuevo para seguir andando.
–Ya
he estado allí mucho tiempo.
Algo
hizo que Elena se detuviese de repente y lo mirase otra vez.
–¿Qué
quieres decir con eso?
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