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COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


GRACIAS

26 diciembre 2012

La Magia Existe Capitulo 06


Capítulo 06

Como cualquier persona familiarizada con la línea de ferry estatal de Washington, sabía que los retrasos en los ferris podían deberse a un sinfín de razones, entre las que se incluía el mal estado de la mar, la marea baja, los accidentes en el embarque de coches, una emergencia médica o los problemas de mantenimiento. Por desgracia, estaban anunciando «reparaciones necesarias para la seguridad de la embarcación» como motivo para retrasar la salida el domingo por la tarde.


Dado que había llegado una hora antes para conseguir un lugar decente en la extensa zona de aparcamiento cercana al mue le de atraque del ferry, Damon se quedó con mucho tiempo libre. La gente bajaba de sus coches, sacaba a pasear a sus perros o iba a la terminal en busca de refrescos o de algo que leer. El cielo estaba nublado y había niebla, y de vez en cuando incluso chispeaba.
Inquieto y molesto, se encaminó a la terminal. Estaba muerto de hambre. Bonnie no había querido salir a desayunar esa mañana y en su casa sólo tenía cereales. Había pasado un buen fin de semana con ella. Se habían quedado en casa, habían hablado, habían visto algunas películas y el sábado por la noche habían pedido la comida en un chino.

El viento soplaba desde el estrecho de Rosario, levando consigo el olor salado y limpio del mar que se le colaba por el cue lo de la chaqueta como unos dedos helados. Sintió un escalofrío en la nuca. Aspiró el aroma marino, deseando estar en casa, deseando… algo.

Al entrar en la terminal, se dirigió hacia la cafetería y vio a una mujer arrastrando un macuto hacia una máquina expendedora cercana. Esbozó una sonrisa al ver esa melena pelirroja.
Elena Gilbert.

Había estado pensando en ella todo el fin de semana. Cuando menos se lo esperaba, se descubría preguntándose cuándo volvería a verla o cómo. La curiosidad que le despertaba era insaciable. ¿Qué le gustaría desayunar? ¿Tendría alguna mascota? ¿Le gustaba nadar? Cada vez que intentaba desterrar esas preguntas, su curiosidad por aquello que ignoraba las hacía recurrentes.
Se acercó a ella por un costado y se percató de que estaba mirando el contenido de la máquina expendedora con el ceño fruncido. Al darse cuenta de su presencia, Elena lo miró. La alegre y vivaracha energía que recordaba había sido reemplazada por una vulnerabilidad que le atravesó el corazón. La intensidad de su reacción lo pilló desprevenido.

¿Qué le había sucedido durante el fin de semana? Elena había estado con su familia. ¿Habían discutido? ¿Había surgido algún problema?

—Ni se te ocurra comerte eso —le dijo al tiempo que señalaba con la cabeza la oferta de comida basura.

—¿Por qué no?

—Ni uno solo de esos productos tiene fecha de caducidad.

Elena examinó los paquetes como si quisiera verificar sus palabras.

—Es una leyenda que las Panteras Rosas duran eternamente —dijo—. Tienen una vida útil de veinticinco días.

—En mi casa tienen una vida útil de unos tres minutos. —La miró a los ojos—. ¿Puedo invitarte a comer? Tenemos dos horas como mínimo, según el operario del ferry.

Se produjo un largo silencio mientras se lo pensaba.

—¿Quieres comer aquí? —acabó preguntándole.

Damon negó con la cabeza.

—Hay un restaurante aquí al lado. A dos minutos andando. Podemos dejar tu macuto en mi coche.

—No hay nada de malo en comer —dijo Elena, como si necesitara convencerse de ello.

—Yo lo hago casi todos los días. —Extendió la mano para coger el macuto—. Deja que te lo lleve.

Elena lo siguió al exterior del edificio.

—Me refería a que no hay nada de malo en que comamos. Los dos juntos. En la misma mesa.

—Si quieres, podemos comer en mesas separadas.

Elena contuvo una carcajada.

—Nos sentaremos a la misma mesa —repitió con firmeza—, pero nada de hablar. —Mientras caminaban por la carretera, la niebla se convirtió en lovizna y el aire, en una masa blanca y húmeda—. Es como atravesar una nube —dijo mientras tomaba una honda bocanada de aire—. Cuando era pequeña, creía que las nubes tenían un sabor maravilloso. Un día incluso pedí un cuenco de nubes como postre. Mi madre me puso un poco de nata montada en un plato. —Sonrió

—. Y estaban tan buenas como siempre había imaginado.

—Pero ¿no te diste cuenta de que sólo era nata montada? —le preguntó, fascinado al ver que la niebla le rizaba los mechones que le enmarcaban la cara.

—Claro que sí. Pero eso daba igual… lo importante era la idea.

—No sé muy bien dónde trazar los límites para Emma —dijo Damon—. En la misma clase donde le enseñan que los dinosaurios existieron de verdad, también están escribiendo cartas a Papá Noel. ¿Cómo le explico lo que es real y lo que no lo es?

—¿Te ha preguntado ya por Papá Noel? 

—Sí.

—¿Y qué le has dicho?

—Que todavía no estaba seguro de una cosa o de la otra, pero que mucha gente cree en él y que no pasa nada si ella también quiere hacerlo.

—Una respuesta estupenda —le aseguró Elena—. La imaginación y la fantasía son importantes para los niños. De hecho, los niños que son capaces de usar su imaginación saben distinguir mejor lo que es fantasía de lo que es realidad que aquellos que no lo son.

—¿Quién te ha dicho eso? ¿El hada que vive en tu pared?

Elena sonrió.

—Listillo —dijo—. No, Trébol no me lo ha dicho. Leo mucho. Me interesa todo lo que tenga que ver con niños.

—Tengo que aprender más. —La voz de Damon adquirió un matiz tristón—. Me estoy rompiendo los cuernos para no arruinarle a Emma lo que le queda de infancia.

—Por lo que he visto, creo que lo estás haciendo bien.

Llevada por un impulso, Elena le cogió la mano y le dio un ligero apretón para tranquilizarlo y ofrecerle un poco de consuelo. Damon estaba convencido de que así debía interpretar el gesto. Pero en ese momento le rodeó los dedos con los suyos y convirtió el contacto espontáneo en algo más. En algo íntimo. Posesivo.

Elena aflojó los dedos. Damon sintió su indecisión como si fuera propia, así como el involuntario placer que ella experimentaba por lo bien que encajaban sus manos.

La caricia de piel contra piel, una cosa normal y corriente. Sin embargo, había puesto su mundo patas arriba. No sabía hasta qué punto la reacción que ella le provocaba era física y hasta qué punto era… algo más. Las emociones se mezclaban entre sí formando algo nuevo y visceral.
Elena se soltó de repente.

Sin embargo, él seguía sintiendo la impronta de sus dedos, como si su piel hubiera comenzado a absorberla.

Ninguno de los dos habló cuando entraron en el restaurante, cuyo interior estaba decorado con madera oscura, muebles desgastados y un papel pintado de diseño indefinido. El aire olía a comida, alcohol y moqueta algo enmohecida. Era uno de esos restaurantes que sin duda se habían abierto con buenas intenciones, pero que había acabado cediendo a la inevitabilidad del trasiego de turistas y había rebajado el estándar de calidad. Aun así, parecía un lugar decente donde matar el tiempo y tenía buenas vistas del estrecho.

Una camarera con aire cansado se acercó a tomarles nota de las bebidas. Aunque Damon solía beber cerveza, se pidió un whisky. Elena pidió una copa de tinto de la casa, pero después cambió de opinión.

—No, espera —dijo—. Otro whisky para mí.

—¿Solo? —preguntó la camarera.

Elena lo miró con expresión interrogante.

—Para ella un combinado de whisky sour —dijo, y la camarera asintió con la cabeza y se marchó.

A esas alturas, el pelo de Elena había recuperado los exuberantes rizos por culpa de la humedad. Si no tenía cuidado, se obsesionaría con ellos. Estaba claro que cualquier intento por su parte de luchar contra la atracción que sentía por e la estaba condenado al fracaso. Tenía la sensación de que todo lo que le gustaba en una mujer, incluidas cualidades que ni siquiera se había dado cuenta de que le gustaban, estaba reunido en un único y perfecto paquete.

Antes de que la camarera se fuera, Damon le pidió prestado un bolígrafo, y la mujer le dio el que tenía en la mano.

Elena observó con las cejas ligeramente enarcadas cómo escribía algo en una servilleta de papel que después le dio.
«¿Qué tal el fin de semana?».

Elena esbozó una sonrisa.

—No tenemos que ceñirnos a la regla de no hablar —le dijo. Soltó la servilleta y lo miró mientras la sonrisa desaparecía. Se le escapó un corto suspiro, como si acabara de correr cien metros—. La verdad es que no lo sé. —Hizo una mueca y puso las palmas hacia arriba, como si quisiera indicar que el asunto era complicadísimo e irremediable—. ¿Qué tal el tuyo?

—Tampoco lo sé.

La camarera regresó con las bebidas y les tomó nota de lo que iban a comer. En cuanto se marchó, Elena probó el cóctel.

—¿Te gusta? —le preguntó él.

Elena asintió y se lamió los restos salados que se le habían quedado en el labio inferior, con una delicada pasada de su lengua que hizo que a Damon se le acelerara el pulso.

—Háblame de tu fin de semana.

—El sábado fue el segundo aniversario de la muerte de mi marido. —Los ojos oscuros de Elena lo miraron por encima del vaso—. No quería estar sola. Pensé en visitar a sus padres, pero… él era lo único que teníamos en común, así que… al final me quedé con mi familia. He estado rodeada por un montón de gente todo el fin de semana, pero me sentía sola. Cosa que no tiene sentido.

—No —replicó en voz baja—. Yo lo entiendo perfectamente.

—El segundo aniversario ha sido distinto al primero. El primero… —Meneó la cabeza y volvió a gesticular con las manos, como para desterrar el pensamiento—. El segundo… ha hecho que sea consciente de que hay días en los que me olvido de pensar en él. Y eso hace que me sienta culpable.

—¿Qué diría tu marido al respecto?

Con una sonrisa titubeante, Elena clavó la mirada en su cóctel. Y por un instante Damon se sintió escandalosamente celoso del hombre capaz de arrancarle una sonrisa a esa mujer.

—Leo me diría que no me sintiera culpable —contestó e la—. Intentaría hacerme reír.

—¿Cómo era?

Elena bebió otro sorbo antes de contestar:

—Era un optimista. Siempre le encontraba el lado positivo a todo. Incluso al cáncer.

—Yo soy un pesimista —dijo—. Con algún que otro lapso de optimismo.

Elena volvió a sonreír.

—Me gustan los pesimistas. Son los que siempre llevan el chaleco salvavidas. —Cerró los ojos—. Ah, ya se me está subiendo a la cabeza.

—No te preocupes. Me encargaré de que embarques sin problemas.

Elena movió la mano por encima de la mesa y rozó con el dorso sus dedos medio encogidos, en un gesto titubeante que Damon no supo cómo interpretar.

—Este fin de semana he hablado con mi padre —dijo—. Nunca ha sido de esa clase de padres que te dice lo que tienes que hacer; de hecho, creo que me habría ido mejor con un poco más de control paterno mientras crecía. Pero me ha dicho que debería empezar a tener citas. Citas. Ya ni siquiera se laman así.

—¿Y cómo se llama?

—Supongo que la gente dice que ha quedado con alguien. ¿Qué sueles decirle a Bonnie cuando quieres pasar el fin de semana con ella?

—Le pregunto si puedo pasar el fin de semana con ella. —Giró la mano, extendiendo los dedos—. ¿Y vas a seguir el consejo de tu padre? Elena asintió con la cabeza a regañadientes.

—Nunca me ha gustado el proceso —dijo con convicción y la vista clavada en la bebida—. Conocer a gente nueva, la incomodidad, la desesperación de tener que pasar con alguien toda una noche cuando a los cinco minutos de conocerlo ya sabes que es un capullo… Ojalá fuera como las citas rápidas y se pudiera pasar al siguiente al cabo de cinco minutos. Lo peor es quedarse sin tema de conversación por las dos partes.

Sin darse cuenta, Elena había comenzado a jugar con su mano, recorriendo lentamente los recovecos de sus dedos. Damon experimentó el placer de sus caricias por todo el brazo, como si sus terminaciones nerviosas fueran las cuerdas de una guitarra que vibraran al unísono.

—No te veo quedándote sin temas de conversación —comentó.

—Pues me pasa. Sobre todo cuando la persona con la que estoy hablando es demasiado agradable. En una buena conversación siempre salen a relucir las quejas.

Me gusta estrechar lazos comentando odios compartidos y quejas insignificantes.

—¿Cuál es tu mayor queja insignificante?

—Llamar al servicio de atención al cliente y no poder hablar con una persona de carne y hueso.

—Odio cuando los camareros intentan memorizar un pedido en vez de anotarlo directamente. Porque muy pocas veces atinan. Y aunque lo hagan, me pongo de los nervios hasta que veo la comida en la mesa.

—Yo odio que la gente hable a gritos por el móvil.

—Y yo eso de «Sin ánimo de ofender». No tiene sentido.

—Yo lo digo de vez en cuando.

—Pues no lo digas. Me cabrea muchísimo.

Elena sonrió. Después, al darse cuenta de que estaba jugueteando con sus dedos, se ruborizó y apartó la mano.

—¿Bonnie es agradable?

—Sí. Pero lo llevo bastante bien. —Cogió su vaso de whisky y lo apuró de un solo trago—. Tengo una teoría acerca de conocer a gente nueva, según la cual lo mejor es no causar una buena impresión la primera vez. Porque a partir de ahí todo va cuesta abajo. Siempre hay que estar a la altura de esa primera impresión, que a fin de cuentas no es más que una ilusión.

—Sí, pero si no causas una buena impresión, a lo mejor no tienes la oportunidad de repetir la experiencia.

—Soy un soltero con un empleo fijo —le recordó—. Siempre consigo repetir la experiencia.
Elena soltó una carcajada.

La camarera les llevó la comida y recogió los vasos vacíos.

—¿Otra ronda?

—Ojalá pudiera —contestó Elena con tristeza—, pero no puedo.

—¿Por qué no? —quiso saber Damon.

—Estoy medio borracha. —Para demostrarlo, se puso bizca.

—Sólo hay que parar cuando se está borracho del todo —replicó él al tiempo que le hacía un gesto a la camarera—. Otra ronda.

—¿Quieres emborracharme? —le preguntó Elena en cuanto se fue la camarera, mirándolo con recelo.

—Sí. Mi plan es emborracharte para hacerte después lo que me dé la gana en un asiento del ferry. 

—Le pasó un vaso de agua por encima de la mesa—. Bébete esto antes de comenzar con el siguiente.

Mientras Elena bebía agua, Damon le habló de su fin de semana con Bonnie y de la lista sobre las cosas que hacía un hombre cuando estaba preparado para el compromiso.

—Pero se negó a decirme qué ocupaba el quinto puesto —dijo—. ¿Sabes lo que es?

Elena empezó a darle vueltas a las posibilidades mientras su cara adoptaba una serie de expresiones adorables: fruncía la nariz, bizqueaba o se mordía el labio inferior.

—¿Estar dispuesto a buscar casa? —sugirió—. ¿Hablar de la posibilidad de tener hijos?

—¡Por Dios! —Hizo una mueca al pensar en esa posibilidad—. Ya tengo a Emma. De momento, es más que suficiente.

—¿Y más adelante?

—No lo sé. Quiero asegurarme de que lo he hecho bien con Emma antes de pensar siquiera en tener hijos.

Elena lo miró con expresión comprensiva.

—La vida te ha cambiado muchísimo, ¿verdad?

Damon buscó las palabras adecuadas para describirlo, aunque el deseo de conectar con Elena lo incomodaba mucho. Nunca había sido de los que confiaban en los demás, nunca lo había creído necesario. Provocar la compasión de los demás era casi como dar lástima, y a sus ojos ése era un destino peor que la muerte. Sin embargo, Elena tenía un don para hacer preguntas de un modo que lo hacían querer contestar.

—Ahora lo veo todo desde otra perspectiva —contestó—. Empiezo a pensar en la clase de mundo en el que vivirá. Me preocupan todas las chorradas subliminales que capta a través de la tele, y también si hay cadmio o plomo en sus juguetes… —Hizo una breve pausa—. ¿Querías tener hijos con… él? —De repente, descubrió que no quería pronunciar el nombre de su marido, como si las sílabas fueran separadores invisibles que se interponían entre ellos.

—Hubo un tiempo que sí. Ahora, no. Creo que es uno de los motivos por los que quiero tanto mi tienda, porque es una manera de estar rodeada de niños sin cargar con la responsabilidad.

—A lo mejor cuando te vuelvas a casar…

—Es que no pienso volver a casarme.

Damon ladeó la cabeza a modo de silencioso interrogante, mirándola con detenimiento.

—Ya he pasado por eso —explicó Elena—, y no me arrepentiré nunca, pero… he tenido bastante con una vez. Leo luchó contra el cáncer durante año y medio, y me costó la misma vida estar a su lado, ser fuerte. Ya no tengo nada que ofrecerle a otra persona. Puedo estar con alguien, pero no pertenecerle. ¿Tiene sentido lo que digo?

Por primera vez desde que Damon había alcanzado la mayoría de edad, quería abrazar a una mujer sin motivos ulteriores. No lo movía la pasión, sino el deseo de consolarla.

—Tiene sentido si es lo que sientes —respondió en voz baja—. Pero es posible que no sea siempre así.

Terminaron de comer y regresaron a la terminal del ferry bajo una llovizna tan leve que casi se podían ver las gotas de agua suspendidas en el aire. Era como si el cielo los aplastara contra el suelo. El mundo estaba pintado en azul acero y gris claro, de modo que el pelo de Elena destacaba por su intenso tono rojo, y sus rizos eran como una incitante curva que acababa en un perfecto tirabuzón.

Damon habría dado cualquier cosa por poder juguetear con esos tirabuzones, por poder llenarse las manos con e los. Mientras caminaban, lo asaltó la tentación de cogerle la mano. Pero un contacto inconsecuente ya no era posible… porque su deseo hacia e la no tenía nada de inconsecuente.

Tal vez se sentía atraído por Elena por el mero hecho de que acababa de comprometerse con Bonnie, de modo que su subconsciente buscaba una manera de escapar…
«Mantén el rumbo —se ordenó—. No te distraigas».

Su conversación se vio interrumpida un momento, mientras embarcaba el coche en el ferry y buscaban asientos en la cubierta principal de pasajeros. Una vez sentados en el mismo banco, hablaron de todo y de nada en particular. Los ocasionales silencios eran como los interludios tranquilos durante el sexo, cuando uno se quedaba tumbado, bañado en sudor y pictórico de endorfinas.

Estaba intentando por todos los medios no pensar en el sexo con Elena. No pensar en llevársela a la cama y hacerle lo que le apeteciera, deprisa o despacio, improvisando si era necesario, y después quedarse tumbados y descansar antes de empezar de nuevo. La quería debajo de su cuerpo, encima, rodeándolo. Elena tendría la piel muy blanca, salpicada por una constelación de lunares. Lunares que catalogaría, que trazaría con los labios y los dedos hasta encontrar todos los mapas secretos, todos los puntos de presión y de placer…

El ferry atracó. Damon se quedó más tiempo del necesario en la cubierta principal de pasajeros, renuente a separarse de Elena. Fue uno de los últimos en bajar a la zona reservada para los coches. El cielo parecía una paleta de tonos anaranjados y rosados, salpicada de nubes. Como de costumbre, sintió un enorme alivio al regresar a la isla, donde el aire se podía respirar mejor y era más dulce, donde el estrés del continente desaparecía. Los hombros de los pasajeros que esperaban para desembarcar se relajaron de golpe, como si todos hubieran sido reiniciados a la vez.

No podía tardar en ir a buscar el coche o impediría desembarcar a los que tenía detrás, ganándose así la comprensible ira de muchos pasajeros. Sin embargo, cuando miró a Elena, todo su cuerpo se rebeló contra la idea de dejarla.

—¿Quieres que te deje en algún sitio? —le preguntó.

La vio negar de inmediato con la cabeza, haciendo que sus rizos pelirrojos se agitaran alrededor de sus hombros.

—Tengo el coche aparcado aquí cerca.

—Elena —dijo con tiento—, algún día podríamos…

—No —lo interrumpió e la con una sonrisa amable y tristona—. No podemos ser amigos. No sacaríamos nada.

Elena tenía razón.

Lo único que le quedaba por hacer era despedirse de ella, cosa que se le daba muy bien. Sin embargo, en esa ocasión era un tema espinoso. «Nos vemos» o «Cuídate» sonaban demasiado impersonales, demasiado indiferentes. Pero si dejaba entrever lo mucho que había significado esa tarde para él, Elena no se lo tomaría a bien.

Al final ella resolvió su dilema eliminando la necesidad de una despedida. Sonrió al verlo titubear y le colocó una mano en el pecho, dándole un empujoncito juguetón.

—Vete —le dijo.

Y la obedeció. Se fue sin mirar atrás y bajó la escalerilla de acero mientras sus pasos resonaban por la cubierta. Sentía que el corazón le latía desaforado justo donde ella había colocado la mano. Se metió en el coche, cerró la puerta y se puso el cinturón de seguridad. Mientras esperaba la señal para avanzar, tuvo la irritante y persistente sensación de que acababa de perder algo importante.

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