Capítulo
7
Realmente
no debía parar… pero después de trabajar con los arrendatarios para preparar el
terreno para la plantación en la cercana granja de Wilkers, Damon no había
podido evitar acercarse a la escuela… al igual que había hecho los otros dos
días en que la señora Gilbert había estado trabajando allí.
Además
de la atracción sensual que lo acercaba a ella, cada día le gustaba más. En vez
de pasar las noches revisando tratados agrícolas, después de cenar la llevaba
al salón y le pedía que le hablase sobre ella y sobre su vida en la India. Con
sus manos expresivas y su voz aterciopelada, resultaba una narradora
extraordinaria.
Si
encandilaba a sus alumnos la mitad de lo que lo encandilaba a él, tendrían que
arrastrar a los niños de vuelta a sus granjas cada noche.
Por
supuesto, hacer que hablara era una buena manera de evitar tener que hablar él.
Esperaba que su reticencia a hablar de su propia historia no le resultara
ofensiva, dado que ella le ofrecía su vida abiertamente.
Pero
la necesidad de secretismo no duraría siempre. En cuanto descubriese las
razones tras el ataque al carruaje de Tyler y hasta dónde llegaban las
actividades Ludistas en la zona, podría revelar su identidad. Inteligente y
razonable como era, la señora Gilbert comprendería por qué había tenido que
mentir.
Aunque
tenía que admitir que le alegraba tener que posponer el momento de decir la
verdad. Con suerte, antes de eso ella ya habría entendido por qué su hermano
había sido despedido y los dolorosos recuerdos del odioso lord Lookbood
comenzarían a evaporarse. Tal vez con un poco de tiempo para aprender a
conocerlo por lo que realmente era, ella acabase por no reprocharle su título.
Realmente
lo esperaba. No sabía qué decidiría hacer con su futuro, pero ya le empezaba a
resultar difícil imaginarse Blenhem Hill sin su presencia. Si accedía a
quedarse después de levantar la escuela, tal vez él tuviera que quedarse más
tiempo de lo que había planeado en un principio.
Siempre
había pensado que su pareja ideal sería una mujer de campo que amase la tierra
tanto como él. Empezaba a pensar que una maestra capaz de llevar el
conocimiento a los niños podría ser una pareja mucho mejor.
Una
mujer que despertaba su mente y hacía cantar a sus sentidos cada vez que la
veía, como le ocurría en aquel momento, mientras se acercaba a la casa.
No
pudo evitar sonreír a medida que se aproximaba. De pie frente a la puerta, con
los bucles sueltos bajo su gorro, parecía tan cálida como el brillo de una
hoguera al final de una cosecha satisfactoria. Resultaba adorable, con la cara
sonrojada del esfuerzo, sus ojos verdes y brillantes, sus labios sonrientes,
como si estuviera teniendo pensamientos perversos.
Por
supuesto era él quien tenía una imaginación lujuriosa. No podía mirarla sin
imaginarse una respiración acelerada y sábanas revueltas. Algo en ella hacía
que se le entrecortara la respiración y que toda la sangre de su cuerpo se
concentrara en sus ingles.
Lo
mantenía siempre en el filo entre el anhelo y el placer, entre el respeto y el
deseo. No se permitiría ni por un momento contemplar la naturaleza de los
sentimientos que pudiera estar despertando en ella.
Ya
era bastante que estuvieran haciéndose amigos; buenos amigos que disfrutaban de
la compañía del otro y que se adelantaban a sus propios pensamientos. «Damon Salvatore,
eres un mentiroso», se dijo a sí mismo mientras se bajaba del caballo y
caminaba hacia ella. «En lo que respecta a la señora Gilbert, en el peligroso
terreno entre el afecto y la lujuria, tú estás hundido hasta el cuello, sin
importar las veces que te digas a ti mismo que aún no estás preparado para
exponer tu corazón a los caprichos de otra mujer».
—¿Queda
algo de pan y de jamón para mí? —preguntó mientras intentaba no pensar en
tomarla entre sus brazos. Pero cómo deseaba agacharse y besar aquellos labios
carnosos.
—Estáis
de suerte —contestó ella mientras lo conducía al interior de la casa tras
aceptar el brazo que le había ofrecido—. Vamos a por la cesta y la sacaremos
fuera. Resulta que yo todavía no he comido nada.
—¿De
verdad? ¿Tan tarde? Entonces sois increíblemente diligente. Aunque habéis hecho
un gran progreso —advirtió al ver el interior de la casa. Los restos de madera
podrida, paja y demás desechos habían desaparecido. El suelo estaba barrido y
no había telarañas por ninguna parte—. Todo parece listo para la llegada de los
albañiles y de los carpinteros. Tal vez mañana podáis descansar.
—Preferiría
venir aquí y observar a los obreros. O quizá, si tuvierais tiempo, podríais
venir conmigo a visitar a los arrendatarios para conocer a los niños.
—Una
idea excelente. Acabo de terminar de consultar a los arrendatarios sobre la
ubicación de las plantaciones. Aunque me temo que necesitaremos tiempo para
convencer a algunos de ellos de que permitan a sus hijos venir a la escuela.
Muchos de los mayores se muestran suspicaces con la educación, pues piensan que
queremos meterles ideas extrañas en la cabeza a sus hijos o hacer que se crean
demasiado importantes como para trabajar en el campo.
—Respetarán
vuestra opinión —dijo ella tras recoger la cesta—. Los hombres de por aquí ya
están impresionados con vuestros conocimientos y preocupación. De hecho, por
eso tenéis la suerte de poder disfrutar la mitad de la comida que ha preparado
la cocinera. Al parecer en el pueblo ya se está hablando de la escuela, pues he
tenido un visitante que me ha hecho posponer la comida.
—¿Padre
de un alumno potencial? —preguntó él mientras extendía el mantel sobre un banco
que uno de los obreros debía de haberle colocado allí fuera.
—No.
Un antiguo soldado —respondió la señora Gilbert mientras sacaba la comida de la
cesta—. Pobre hombre, perdió un brazo y parte de la otra mano en Waterloo.
Quería que escribiera una carta para él.
—Fue
una batalla horrible —dijo Damon—. Si sus lesiones fueron tan graves,
probablemente tenga suerte de estar vivo. ¿Entonces ha encontrado trabajo en el
pueblo?
La
señora Gilbert frunció el ceño.
—No.
De hecho, debo decir que su situación me deja bastante preocupada. Aunque la
carta era personal, no me prohibió divulgar su contenido.
—Si
no sentís que estaríais violando su intimidad, por favor, contádmelo —dijo él.
—Le
escribía a un noble que iba a contratarlo como su secretario, antes de que las
lesiones lo incapacitaran para tal puesto. Quería que ese caballero le avanzase
el dinero para viajar a América, donde creo que esperaba encontrar un terreno
en el que asentarse.
—He
oído que allí hay buenos terrenos a bajo precio —dijo Damon.
—Supongo.
Lo que me inquietó fue el modo en que lo describió. Como si prefiriese América
a Inglaterra, pues es un lugar donde… ¿cómo lo dijo?… «donde todo hombre tiene
un voto y la tierra es la granja del pueblo».
De
pronto todo su cuerpo se tensó, como si hubiera oído de nuevo el sonido del
disparo junto al carruaje en la carretera hacia Blenhem Hill.
—«¿La
tierra es la granja del pueblo?» ¿Dijo eso exactamente?
—Sí,
eso creo. ¿Significan algo esas palabras?
—Podrían
significar. Esa frase, expresada de esa manera, es una consigna con frecuencia
repetida por los miembros de la Sociedad de Filántropos de Spence. Un grupo
radical, algunos de cuyos miembros buscan no sólo reformar el gobierno mediante
el voto, sino derrocarlo por completo. ¿Mencionó algo sobre reunirse con otros
de mentalidad similar?
—No.
Sin embargo, sí dijo algo sobre cómo aquéllos que ostentan el poder mediante
sus títulos y su fortuna lo controlan todo y siempre lo harán… hasta que los
echen por la fuerza, creo que dijo. Me pareció bastante extremista.
En
su mente, Damon revivió la tarde del ataque. ¿Alguno de los asaltantes poseía
un solo brazo? Creía que no; incluso en el tumulto del momento, se habría dado
cuenta de una lesión tan drástica. Pero tal vez hubiera un grupo radical en los
alrededores al que perteneciera el antiguo soldado.
—Confieso
que no sé nada sobre política —continuó la señora Gilbert—, pero incluso en mi
ignorancia me doy cuenta de que semejantes palabras podrían ser peligrosas. Los
hombres de riqueza e influencia no dudarían en exigir con rapidez el arresto, o
algo peor, de cualquiera que pudiera querer su derrocamiento.
Aun así, cuando
un hombre que ha sacrificado tanto por su país como el sargento Russell es
relegado a un segundo plano, o los artesanos se quedan sin sus negocios en
favor de las grandes industrias, ¿cómo puede una culpar a esos hombres por sus
protestas?
Damon
vaciló un instante, intentando decidir qué parte de la verdad revelarle. Aunque
comprendía su compasión hacia los trabajadores, incluso la compartía, no
deseaba alentar su implicación en lo que podría ser una causa muy peligrosa. Y
conocía su personalidad lo suficiente como para saber que era incapaz de
disimular.
Si
la advertía sobre el ataque que había tenido lugar a su llegada, aun sin
revelar su identidad, sincera como era, podría dar información al respecto sin
darse cuenta si alguien le preguntaba. Hasta que Damon no tuviera más indicios
sobre el ataque, preferiría no decir nada.
Concluyó
que lo más seguro sería no decirle nada.
—Hablar
de resistencia abiertamente no es muy inteligente. Habéis hecho bien en
advertirme. Aunque lamento la situación del soldado, provocar protestas y
manifestaciones conllevaría una represión; las ejecuciones y deportaciones por
los levantamientos de hace unos años deberían haberle enseñado algo a la gente.
—Me
parece deplorable que un pobre infeliz pueda ser colgado o deportado
simplemente por protestar contra una injusticia —respondió ella—. ¿Y qué hay de
los soldados como el sargento Russell, heridos mientras servían a su país, que
ahora se enfrentan a un futuro incierto mientras el gobierno para el que
lucharon no hace nada para ayudarlos? ¡Es difícil no aprobar la decisión del
sargento de marcharse a un país donde la habilidad y el esfuerzo individual
determinan lo que vale una persona, y no su condición de nacimiento!
—El
modo en que han sido tratados los soldados es una vergüenza —dijo él,
intentando darle la vuelta al asunto—. Mi… —se detuvo antes de decir «mi amigo Tyler»—
mis amigos me cuentan que algunos en el Parlamento han pedido que se dé
asistencia a los veteranos, tal vez haciendo que el gobierno contrate para las
carreteras y los sistemas de canales a aquéllos que regresaron a casa y
descubrieron que ya no tenían granjas ni trabajo.
—¡Eso
mismo le ocurrió a la familia del sargento Russell! —exclamó ella—. Eran
tejedores en Nottingham, según me ha contado, y perdieron sus puestos cuando se
construyeron fábricas en la zona.
Lo
cual aumentaba la probabilidad de que el joven soldado estuviese implicado con
los Ludistas; y que no tuviera escrúpulos a la hora de emplear la fuerza para
conseguir sus objetivos.
—¿No
se aprobó la legislación? —preguntó la señora Gilbert.
—No,
por desgracia. Los conservadores argumentaron que contratar a soldados o intentar
aliviar la angustia de los obreros y granjeros, interfiriendo con la libertad
de mercado y la libertad individual de elegir un puesto, sólo serviría para
exacerbar esa angustia.
—Es
muy fácil hablar de libertad de elección cuando uno tiene alternativas —dijo la
señora Gilbert amargamente—. Pero cuando la necesidad lo mira a uno
directamente a los ojos, puedo entender por qué algunos se sienten obligados a
tomar medidas drásticas. ¿Acaso los conservadores no se dan cuenta de que no
dándole esperanza a la gente tal vez provoquen el tipo de altercados que
pretenden evitar?
—Algunos
hombres de poder e influencia, conscientes de la difícil situación en el campo,
están trabajando activamente para mejorar las condiciones. Pero estoy de
acuerdo, aún hay muchas cosas que hacer. Sólo se puede esperar que en el
intervalo no resurja la violencia. Si oís algo más, me alegraría que me
alertarais. Si se están preparando levantamientos, quiero poder proteger a la
gente de Blenhem Hill.
—Sé
que haríais cualquier cosa para proteger a aquéllos que están bajo vuestro
cuidado —dijo ella.
—Sobre
todo las hermosas damas bajo mi cuidado —añadió él con una sonrisa. Le gustaría
protegerla… y más.
—¿Yo
estoy bajo vuestra protección? —preguntó ella, y se inclinó hacia delante, como
si sus labios estuvieran invitándolo a besarla.
Siendo
una mujer virtuosa que había amado a su marido, la señora Gilbert no podía
imaginar lo que su proximidad y su aroma provocaban en él.
Pero
le había asegurado que él no perseguía a las mujeres que estaban bajo su
protección, y pensaba mantener su promesa. Aunque significara darse un baño en
el arroyo helado cada noche para enfriar las ideas calenturientas que provocaba
la certeza de tenerla durmiendo a pocos metros de su habitación. Envuelta en un
suave camisón de lino; o completamente desnuda…
¡Basta!
Suprimió un gemido de frustración y agarró las riendas de su imaginación. Le
habría ido bien un baño de agua fría en aquel momento.
—Desde
luego —afirmó apartándose de ella—. ¿Ahora queréis un poco de jamón antes de
que lo devore por completo? Dado que habéis terminado vuestro trabajo aquí,
puedo acompañaros de vuelta a la mansión antes de dirigirme a la granja de Gilbertson.
Ella
también se echó hacia atrás con una mirada extraña, casi habría podido parecer
decepción. Claro que, sus sentidos estaban tan alterados que no habría podido
distinguir un pato de un ganso; y mucho menos adivinar sus pensamientos.
Quizá,
en vez de preguntarse si estaba deseando que la besara, sería mejor poner
distancia entre ellos.
—Mientras
termináis de recoger esto, iré a hablar con los obreros.
—Si
es lo que deseáis —murmuró ella apartando la cara.
¡Si
supiera lo que realmente deseaba él! No, mejor que no lo supiera. Reticente, Damon
se levantó y se obligó a alejarse de ella.
Tenía
que proteger a sus arrendatarios para que no se vieran implicados en
actividades peligrosas, recordó, asqueado consigo mismo. Nada más imaginar que
la señora Gilbert podría estar deseando que la besara, su preocupación sobre la
inquietante información que acababa de darle se le había ido de la cabeza.
Sería
mejor recordarse a sí mismo la razón por la que estaba encubriendo su propia
identidad. Tras acompañar a la señora Gilbert a casa y pasar por la granja de Gilbertson,
iría al pueblo y vería qué podía descubrir sobre el sargento Russell.
El
cielo estaba oscureciéndose y aún no era la hora de la cena cuando Damon detuvo
su caballo frente a El ciervo y la liebre, en el pueblo de Hazelwick. La
información que la señora Gilbert le había dado aquel día había hecho que
realizara inmediatamente la visita que llevaba días planeando.
Siempre
le había parecido una práctica sabia que el propietario de una finca hiciera
visitas frecuentes a la posada de los pueblos cercanos a sus propiedades. Era
allí donde la gente del campo se reunía para beber cerveza y chismorrear sobre
lo acaecido en los alrededores.
Además,
los miembros de la Sociedad de Filántropos de Spence solían reunirse en
pequeños grupos en los bares locales. Si en Hazelwick existía tal grupo, tal
vez escuchara algo al respecto durante su visita a la posada.
Cuando
entró en el bar, vacío a aquella hora tan temprana, antes de que finalizara la
jornada laboral y de la llegada del carruaje de la noche, fue recibido por el
aroma a asado recién hecho y por un hombre corpulento de cara roja y pelo
rubio. Damon imaginó que se trataba del propietario y le ofreció la mano.
—¿Señor
Kirkbride? Soy Damon Salvatore, el nuevo gerente de Blenhem Hill.
—Jonathan
Kirkbride —respondió el hombre estrechándole la mano—. Bienvenido a El ciervo y
la liebre, señor Salvatore. El viejo Martin nos contó que lord Englemere había
enviado a un nuevo gerente. Todo ocurrió tan deprisa que no supimos hasta hace
un par de días que el antiguo gerente se había marchado. Y según he oído, se llevó
consigo a su capataz.
—Era
auténtica basura —dijo la chica que estaba detrás de la barra.
—El
señor Barksdale no era muy apreciado por estos lugares, según creo —dijo Damon.
—Cierto
—contestó el posadero—. Pero Martin ya va por ahí cantando vuestras alabanzas,
señor. ¡Y no sólo Martin! Tanner dijo que estáis reparando muchas de las casas
de Blenhem. Y que habéis contratado carpinteros y herreros también. ¡Bueno para
los trabajadores de la zona y mejor aún para mi negocio! —declaró Kirkbride con
una risotada.
—Bueno
para todos, espero —dijo Damon devolviéndole la sonrisa.
—Sentaos,
señor —le instó Kirkbride—. Mary, tráele una jarra al señor. ¿Queréis quedaros
y probar el asado de mi esposa Peg? ¡No encontraréis una cocinera mejor!
—Gracias,
me encantaría —dijo Damon—. Sin embargo, antes de eso tengo un encargo que
hacer. Mary, ¿verdad? —preguntó mientras se acercaba a la camarera.
—Sí,
señor —dijo ella con una reverencia—. Soy Mary.
Damon
dejó una moneda de oro sobre la barra.
—Esto
es de la señora Gilbert, la nueva profesora de la escuela que estamos
levantando. Me dijo que le fuiste de mucha ayuda la noche que llegó a
Hazelwick. Desgraciadamente, hubo una confusión sobre la fecha de su llegada,
de lo contrario habría enviado una calesa para recogerla. Muchas gracias por
indicarle el camino a Blenhem Hill.
La
muchacha se quedó mirando asombrada la moneda durante un segundo, antes de
agarrarla y guardársela en el escote.
—Un
placer ayudar. Al contrario que otros —dijo mirando de reojo al posadero, cuya
cara se puso más roja aún—, yo supe de inmediato que se trataba de una dama.
—Martin
me contó que pensabais levantar una escuela para los arrendatarios. ¡Siento
mucho el malentendido con la señorita! —añadió Kirkbride inmediatamente—. Como
yo no sabía que el señor Gilbert se había ido, y viendo cómo enviaba a
señoritas a su casa con cierta regularidad, naturalmente asumí que se trataba
de otra de sus mujeres. Fue un terrible error.
—Oh,
naturalmente —murmuró la camarera—. Viajando sola, tenía que ser una prostituta.
El
posadero le dirigió a Mary una mirada severa y dijo:
—Por
favor, ofrecedle a la dama, la señora Gilbert, ¿verdad…? ofrecedle mis
disculpas y decidle que estaré encantado de invitarla a una cerveza y a una
buena cena la próxima vez que venga al pueblo. No quiero que haya rencores
entre mi posada y la casa de Blenhem Hill.
—Un
error desafortunado —convino Damon.
—Ah,
ahí está mi Peg con vuestra cena. Espero que la disfrutéis, señor Salvatore.
—Es
un honor teneros como cliente, señor —dijo la mujer del posadero mientras
colocaba sobre la mesa un plato de asado con patatas—. Adelante.
—Gracias,
señora. Huele deliciosamente.
—Sois
nuevo en el condado, ¿verdad? —preguntó ella—. ¿De dónde venís?
—De
Kent, señora.
—Mi
hermano dice que tenéis buen ojo para la tierra. Es Tim Johnston. Cultiva cien
acres de trigo para lord Englemere, pasada la granja de Redman. Dice que
queréis contratar a más hombres para reparar las casas y construir nuevos
graneros.
—Eso
es, señora. Señor Kirkbride —dijo Damon volviéndose hacia el posadero—. Os
estaría agradecido si les hicieseis saber a vuestros clientes que cualquiera
que busque trabajo puede preguntar en Blenhem Hill. Hay varias granjas vacías y
me gustaría cultivar más campos lo antes posible.
—Sí,
muchos hombres abandonaron sus granjas para ir a buscar trabajo en las
hilanderías de Manchester —dijo la señora Kirkbride—. ¿Quién puede culparlos,
con los alquileres tan altos? Aunque no sé si les irá mejor en la ciudad.
—Corren
malos tiempos —convino Damon—. Es enervante para un hombre trabajar todo el día
y aun así no tener suficiente para alimentar a sus hijos.
—Algunos
se enervan más que otros —dijo ella.
—Vamos,
Peg, deja al hombre cenar tranquilo —dijo el posadero apresuradamente—. Así es
mi Peg, habla sin parar. Como algunos hombres. Mucho hablar, pero nosotros no
queremos problemas como tuvieron en Loughborough.
Loughborough,
a las afueras de Manchester, donde el verano anterior, según recordaba Damon,
un grupo de Ludistas había atacado la hilandería de Boden y había destrozado
las máquinas. Se había llamado a las tropas y hubo muchas detenciones. Seis
hombres fueron colgados y otros tres deportados.
—¿Hay
probabilidades de que haya problemas como ésos aquí? —preguntó él.
El
posadero le dirigió a su esposa una mirada severa antes de contestar.
—Los
hombres hablan, nada más. Oh, ha entrado el escudero. Peg, vuelve a la cocina.
Disculpad, señor —se despidió con un movimiento de cabeza y se dirigió a
saludar a su nuevo cliente.
De
modo que algo ocurría, pensó Damon mientras leía entre líneas lo que la pareja
había dicho. Al menos había un grupo de descontentos que se reunía para hablar.
Aunque, si los que habían atacado su carruaje eran hombres de la zona,
obviamente algunos estaban dispuestos a intercambiar algo más que palabras.
Entraron
varios clientes más, que mantuvieron ocupados al posadero y a la camarera. Damon
terminó la cena en silencio y luego llevó los platos a la barra.
—¿Otra
cerveza, señor Salvatore? —preguntó Mary mientras cargaba una bandeja llena de
cerveza.
—No,
gracias. Será mejor que regrese a Blenhem Hill.
La
camarera miró al posadero, que seguía atendiendo a un cliente.
—Un
grupo se reúne casi todas las noches —murmuró—. Forbes, Harris, Matthews son
los líderes. No contratéis a nadie con esos apellidos. Están enfadados y
dispuestos a causar estragos más que a trabajar.
—Forbes, Harris y Matthews —repitió Damon.
No había mencionado al sargento Russell—. Recordaré esos apellidos.
Gracias, Mary.
—Parecéis
un tipo decente. Generoso también —añadió ella con una mirada de flirteo—. Si
os sentís solo alguna noche en Blenhem Hill, estaré encantada de haceros
compañía.
¡Ojalá
fuera la señora Gilbert la que se insinuase de esa forma! Aunque era atractiva,
Mary no le tentaba en absoluto… no como cierta pelirroja de ojos verdes.
—Es
muy… considerado por tu parte, Mary.
—Es
un placer ser considerada con un caballero guapo como vos, señor Salvatore.
Decidle a la señora Gilbert que me alegro de que llegara sana y salva a Blenhem
Hill.
—Se
lo diré —prometió Damon—. Por la cerveza y la cena —añadió depositando varias
monedas sobre la barra.
El
posadero se acercó corriendo.
—No,
señor Salvatore, nada de eso. Esta noche corre de nuestra cuenta. Por cierto,
debería presentaros al terrateniente. Es el segundo más importante después de
lord Englemere en Blenhem Hill. Tiene más acres que ningún otro propietario en
todo el condado.
—Será
un honor —dijo Damon, siempre dispuesto a conocer a otro agricultor.
Siguió
a Kirkbride a la mesa a la cual estaba sentado un hombre corpulento vestido con
una chaqueta ajustada de un color verde botella sobre unos pantalones beis. En
la mano llevaba una pinta de cerveza mientras hablaba amistosamente con un
grupo de amigos. Los abrigos de caza depositados sobre los respaldos de las
sillas y los rifles apilados junto a la entrada indicaban que el grupo debía de
haber pasado el día cazando.
—Disculpad,
señor Abernathy —dijo el posadero—. Os presento a un recién llegado al condado.
El señor Salvatore es el nuevo gerente de lord Englemere en Blenhem Hill.
El
hombre le dirigió a Damon una mirada de indiferencia.
—Salvatore
—dijo sin más, antes de dirigir su atención hacia el posadero—. ¿Kirkbride,
dónde están esas jarras? Llevo todo el día presumiendo de tu cerveza casera y
mi amigo Haslitt está a punto de morir de sed. ¿Y mi asado?
—Desde
luego. Me muero de sed —dijo su amigo, e ignoró a Damon como si fuera un
mueble.
—Enseguida,
señor —dijo el posadero—. ¡Mary! ¿Dónde están esas cervezas? —gritó mientras
desaparecía por la puerta de la cocina.
—¡Ya
va! —gritó la camarera, y rozó su brazo contra Damon al pasar a su lado para
agacharse a dejar las cervezas sobre la mesa, movimiento que le proporcionó una
excelente vista de su impresionante escote.
Haslitt
ignoró la cerveza y clavó los ojos en la chica prácticamente salivando.
—Si
me hubieras dicho que había una belleza semejante aquí, Abernathy, habríamos
dejado los rifles hace horas.
—Ya
sé dónde quieres meter tú el rifle —dijo otro de los amigos, y los tres se
carcajearon estrepitosamente.
—Ven,
guapa, siéntate con nosotros —dijo Haslitt intentando darle un cachete en el
trasero a la camarera.
—Lo
siento, caballeros —dijo ella tras esquivar la mano—, pero el local está lleno.
El viejo Kirkbride me despedirá si no sirvo las mesas —al pasar de nuevo junto
a Damon, susurró—. Volved aquí, señor Salvatore. Pronto.
Cuando
la chica se alejó, el terrateniente y sus amigos retomaron la conversación y
dejaron a Damon de pie en el centro de la sala. Al principio se quedó inmóvil
por la sorpresa; jamás lo habían tratado de manera tan despreciativa.
«Bienvenido
al estatus de un gerente de granja», se dijo a sí mismo.
—Encantado
de conoceros también, Abernathy —murmuró en voz baja.
Pero,
cuando se dio la vuelta para marcharse, se fijó en la figura de un hombre alto
y delgado de pie junto a la entrada de la posada. Llevaba una chaqueta
sencilla, pantalones y unas botas de granjero. Su postura erguida y sus hombros
estirados anunciaban su profesión anterior tan elocuentemente como la manga
vacía prendida al pecho.
Aquél
tenía que ser el sargento del que la señora Gilbert le había hablado, pensó
mientras se preguntaba si debía presentarse y hablar con él directamente.
Pero,
cuando se disponía a avanzar hacia él, se dio cuenta de que la mirada del
sargento no escudriñaba a los clientes en busca de un grupo al que unirse, u
observando el escándalo en la mesa del escudero. En vez de eso, toda su
atención estaba puesta en la camarera, que regresaba a la barra en aquel
momento.
Por
supuesto, pensó Damon con una sonrisa, la cariñosa Mary bien merecía la
atención de un hombre. Sin embargo, su sonrisa desapareció al ver en la cara
del sargento una mirada de deseo, arrepentimiento y una emoción más oscura que
no logró identificar.
Vio
cómo el hombre apretaba su único puño y supo que aquello escondía algo más que
lujuria. ¿Sería importante el hecho de que Mary no hubiera mencionado a Russell
al advertirle sobre el grupo que se reunía allí?
Incómodo
como se sentía por observarlo descaradamente, Damon se sentó tras la mesa del
terrateniente, junto a la pared, donde pudiera estudiar al sargento sin llamar
la atención.
Aunque
probablemente no debería haberse preocupado por pasar inadvertido. Totalmente
ajeno al escrutinio de Damon, Jesse Russell resopló, apretó la mandíbula y pasó
frente a la mesa del terrateniente en dirección a la camarera.
Mary
llegó a la barra y dejó la bandeja. Cuando levantó la mirada y vio al hombre
aproximarse, dio un respingo y abrió la boca sorprendida. Por un instante
estiró una mano hacia delante como si fuese a suplicar, y estuvo a punto de
tirar una de las jarras de la bandeja, pero enseguida bajó la mano. El dolor
apareció y desapareció de sus ojos antes de alzar la barbilla y adoptar una
actitud desafiante mientras esperaba al sargento Russell.
De
modo que eran conocidos; algo más que conocidos, a juzgar por la mirada del
sargento, aunque aparentemente habían tenido algún tipo de pelea de amantes.
A
pesar de eso, ¿seguiría implicada con el soldado? ¿Estaría intentando
protegerlo al no revelar su nombre como uno de los miembros del grupo
revolucionario que se reunía en la posada?
¿O
estaría Damon sacando conclusiones precipitadas de una simple riña entre un
hombre más enamorado de lo que debería de una mujer de virtud ligera que no
apreciaba su posesividad?
En
cualquier caso, siguió mirándolos, aunque la algarabía del bar hacía que fuese
imposible oír la conversación.
El
soldado apoyó la mano en la mesa, se inclinó hacia delante y dijo algo con
urgencia. Mary se echó hacia atrás y agitó la cabeza, como si estuviera quitándole
importancia a sus palabras, y entonces miró a Damon.
La
mirada fue tan inesperada que Damon apenas tuvo tiempo de desviar la suya hacia
la mesa del terrateniente, como si estuviera pendiente de esa otra
conversación. Aliviado de que no lo hubiera pillado espiándolos, continuó
mirándolos con la cara orientada en la otra dirección. Aun así no le costó
trabajo distinguir la rabia en el gesto que el sargento le dirigió antes de
volverse de nuevo hacia la camarera, que parecía estar escuchándolo sin más, con
cara impasible.
¿Habría
escuchado el sargento la invitación que Mary le había hecho? De ser así,
aquella noche tal vez no fuera la mejor para presentarse a un joven que estaba
claramente celoso.
Segundos
después, Jesse Russell se dio la vuelta y se alejó de la barra. Con mirada
sombría, Mary lo observó hasta que se dejó caer sobre una silla.
Intentar
descubrir si el sargento estaba furioso por otros asuntos de carácter más
político era una cuestión que Damon dejaría para otra ocasión. Así como
averiguar lo que Mary podría o no estar ocultando sobre las actividades del
sargento en la posada.
Y
tal vez en el camino hacia Blenhem Hill.
Con ese
pensamiento en la cabeza, Damon abandonó el local sin llamar la atención.
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