CAPITULO 20
Elena estaba esperando pacientemente en el salón
cuando Damon regresó. Le hizo señas para que fuera con él y ella se levantó y
lo siguió, reparando en que su expresión seguía siendo sombría y algo
aprensiva.
La condujo sin mediar palabra hasta una sala de un
rabioso color rojo. Una vez dentro, Damon se acercó al clavicordio, tocó
algunas notas concretas en el instrumento y, para asombro de la joven, la
estantería que ocupaba la pared rotó hasta abrirse, dejando ver otro oscuro
pasadizo secreto.
—Vamos.
Elena se adentró en el laberinto tras él y juntos se
dirigieron de nuevo a la escalera por la que habían subido.
En esta ocasión su marido iba delante para ayudarla
en caso de que se resbalara. Una vez abajo, Elena se encontró nuevamente en la
misteriosa cámara de piedra debajo de Dante House.
—Puedes sentarte si así lo deseas. —Damon señaló
hacia la tosca mesa de madera—. ¿Te apetece beber algo?
Sin esperar respuesta, le sirvió una copa de vino
tinto de la polvorienta botella que había sobre la mesa. Ella la aceptó sin
decir nada, tal vez él creía que iba a necesitarla. Luego Damon la miró durante
largo rato.
—¿Recuerdas cuando me preguntaste sobre lo que Stefan
dijo acerca de que desaparecí cuando éramos críos?
Ella asintió despacio.
—El colegio al que me enviaron sí se encuentra en
Escocia, pero no es una academia normal y corriente.
La joven lo miró fijamente mientras contenía la
respiración. Damon escrutó sus ojos.
—Pertenezco a una orden de caballería hereditaria
que recibe el nombre de San Miguel Arcángel. —Señaló el mosaico del suelo—.
Estoy seguro de que conoces su historia: el ángel guerrero de Dios que expulsó
a Satanás del cielo con su espada flamígera. El castillo en Escocia es, en
realidad, el cuartel general de la Orden, y ahí es donde me enviaron para
cumplir un juramento hecho por el primer lord Rotherstone.
—¿El propietario original de la espada que se exhibe
en tu galería? —murmuró Elena.
Damon asintió.
—Este deber me fue transmitido por mi familia. No
todos mis antepasados fueron llamados al servicio; la amenaza varía de un siglo
a otro y muchos han logrado escapar, pero yo no pude.
»Cuando tenía trece años, Virgil vino a nuestra casa
y lo arregló todo con mi padre para que me entregara a la Orden y me llevaran a
Escocia con el fin de comenzar mi adiestramiento como agente. Allí fue donde
conocí a Rohan y a Jordán. ..Y a Drake, entre otros. El Club Inferno no es más
que una tapadera.
Damon bajó la vista, el resplandor de la vela
esculpía su rostro anguloso.
—El lema de la Orden está sacado del libro de los
Hebreos: «El hace a sus ángeles espíritus y a sus ministros llama de fuego». La
Orden lleva el nombre de San Miguel porque, como él, nos dedicamos a combatir
un pernicioso mal.
Luchamos por librar al mundo de él, aunque no parece que el
fin esté cerca.
—¿Cuál es ese mal? —susurró Elena.
—El Consejo de Prometeo. Una sociedad secreta de
hombres muy poderosos empeñados en esclavizar a la humanidad. Sus ansias de
poder son inquebrantables, solo los nombres cambian. Se han infiltrado en todos
los gobiernos de la Tierra... pero todo esto data de seis siglos atrás.
Elena sacudió la cabeza con asombro.
—La lucha se remonta a finales del siglo XII
—prosiguió su marido—. Hace mucho, el primer lord Rotherstone, junto con los
antepasados medievales de mis amigos, se unieron al rey Ricardo Corazón de León
en Tierra Santa en su cruzada por liberar Jerusalén de los ejércitos de
Saladino.
Fue en la tercera cruzada, y puesto que resultó un
fracaso, si no has olvidado las clases de historia, unos años más tarde
emprendieron la cuarta cruzada, más sangrienta aún que la anterior. Nuestros
antepasados se quedaron en Tierra Santa para luchar también en ella.
—Entiendo —susurró, y tomó un sorbo de vino. Damon
la miró.
—Dice la historia que, un buen día, el rey Ricardo
envió una expedición de aproximadamente veinte caballeros para determinar la
posición del enemigo. En el desierto comenzó a formarse una tormenta de arena,
de modo que los caballeros se guarecieron con sus caballos en una caverna que
avistaron en medio de las rocas. Inspeccionaron el interior de esta en busca de
alguna fuente de agua para dar de beber a sus monturas pero, en vez de eso, se
toparon con unas antiguas tinajas de arcilla.
«Cuando miraron dentro, los cruzados descubrieron
que contenían un misterioso conjunto de rollos de pergamino. Uno de los
caballeros, el antepasado de Falconridge, era un erudito que había pasado
algunos años de oración y estudio en un monasterio. De forma que, con sus
vastos conocimientos, pudo dar sentido a lo escrito en los pergaminos.»
Los rollos tenían ya un par de siglos de antigüedad
cuando los cruzados los hallaron; textos apócrifos escritos en sirio en torno
al 900 antes de Cristo. Lo primero que el erudito caballero comprendió fue que
el pergamino aseveraba ser una de las escasas copias existentes de un antiguo
documento, cuyo original se había quemado en el gran incendio que destruyó la
antigua biblioteca de Alejandría.
Elena escuchaba la historia maravillada.
—¿Qué contenían esos pergaminos?
—Algo muy oscuro. Una especie de Biblia profana de
un extraño culto de orígenes variados, dedicado a Prometeo. Sus fundamentos se
basan en una historia del Antiguo Testamento, relacionada con José, el gran
patriarca de la Biblia. Ya sabes, aquel que fue vendido como esclavo en Egipto
por sus hermanos.
—Ah, sí—dijo ella—. Los hermanos estaban celosos
porque su padre le había regalado a José una túnica de colores en tanto que
ellos no poseían prenda alguna que simbolizase el favor de su progenitor.
—Exactamente —replicó Damon—. Seguro que recuerdas
que a José le fue bastante bien en Egipto a pesar de la traición de sus
hermanos. Interpretando de forma correcta los sueños del faraón, consiguió
salvar a Egipto de una terrible hambruna.
Ahora bien, la parte menos conocida de la historia
es que el agradecido faraón deseaba recompensar a José por sus servicios, de
modo que concertó un ventajoso matrimonio para él. Le entregó por esposa a la
hermosa Asenat, hija del sumo sacerdote de Heliópolis que tenía sangre real.
Los dos se casaron —continuó—. Hebreo y egipcia, y
de aquellos inicios un culto echó raíces, combinando los misterios de la Cábala
judía con el don de la adivinación y los ritos de los sumos sacerdotes
egipcios. Los primeros practicantes del culto de José y Asenat tenían un
interés especial en las prácticas egipcias dedicadas a preparar el alma para la
inmortalidad, el mismo objetivo por el que su pueblo había construido las
pirámides en las que daban sepultura a sus faraones dorados. Pero la cosa no
acabó ahí.
Conforme esta secta secreta se propagaba,
incorporaron de manera regular nuevas creencias y rituales, buscando
habilidades sobrenaturales, como aquellas que se decía que supuestamente
poseían los tres Reyes Magos que aparecieron en Belén. Parecía que los primeros
prometeos intentarían cualquier cosa en la búsqueda de los poderes ocultos.
Las creencias de la antigua Grecia también fueron
absorbidas; el uso de oráculos como el de Delfos, por ejemplo. Había, además,
prácticas más oscuras, ocasionales sacrificios humanos. Esto último lo tomaron
supuestamente de Creta, el hogar del Minotauro.
—¡Qué horror! —Elena se estremeció en la húmeda
oscuridad de la cámara de piedra. Casi podía imaginarse al monstruo con cabeza
de toro emergiendo de uno de los túneles excavados en piedra.
—Atroz, sí, para nosotros o para cualquier persona
en su sano juicio. Pero no para ellos. Los prometeos saborean el derramamiento
de sangre, y no temen morir porque no creen que la muerte sea el final. En
esencia, creen que están por encima de la muerte y que mediante la magia negra
que practican, los procesos de la muerte y la regeneración pueden controlarse.
No es de extrañar que, por consiguiente, fuera el mito griego de Prometeo el
que inspiró el nombre por el que se los conoce.
—Prometeo, aquel que robó el fuego a los dioses
—dijo Elena.
—Sí. Y al igual que él, estos se ven como los
salvadores de la humanidad, los responsables de llevar la luz al mundo.
—Aguarda un momento. —Elena frunció el ceño—. Creía
que llevar la luz al mundo era la misión de Jesús.
—Para ellos no. ¿Sabías que el nombre Lucifer
significa Portador de Luz?
La joven lo miró atónita.
—¿Me estás diciendo que pueden hacer magia negra?
—Solo sé que ellos creen que es real. Hasta tal
punto que están dispuestos a matar por ello. Eligieron al titán Prometeo como
icono porque, pese a su horrible tormento, pese a que todas las noches el
águila acude a devorarle el hígado, al día siguiente despierta completamente
ileso.
Eso, por sí mismo, podría haber sido inofensivo.
Pero, por desgracia, las ansias de inmortalidad tienen como fin último el
control total de la humanidad. No me cabe duda de que sabes a quién llamaba
Jesús «el maestro de este mundo».
—A Satanás.
—Ese es su verdadero Dios —dijo asintiendo sombrío—.
Como es natural, no lo reconocen abiertamente. Prefieren fingir que actúan por
el «bien» de la humanidad. Si es necesario emplear la fuerza bruta para que la
humanidad alcance la verdadera iluminación, que así sea. Pero vayamos antes a
la conclusión de la historia de los cruzados y la tentación en el desierto.
—Sí, ¿qué fue de ellos?
—Cuando la tormenta de arena pasó, hubo división de
opiniones entre los caballeros con respecto a los pergaminos. La mitad pensaba
que los rollos eran malignos y profanos, y que estaban al servicio del demonio.
A fin de cuentas, se trataba de hombres medievales. Quisieron prenderles fuego
sin demora... arrojarlos al infierno, si lo prefieres.
El otro grupo tenía una idea muy diferente. Quizá
coincidiesen en lo peligroso de esa antigua magia pero, independientemente de
eso, era información útil. Algunos quisieron llevarle los rollos al rey Ricardo
y utilizar la magia negra que contenían como posible arma secreta capaz de
derrotar a Saladino y a sus feroces ejércitos de mamelucos. Al fin y al cabo la
cruzada no iba bien, y teniendo en cuenta que el objetivo era una noble causa,
liberar Jerusalén, el fin justificaba los medios según su punto de vista.
—Siempre una creencia peligrosa —murmuró Elena.
—En efecto. La discusión de los caballeros no tardó
en caldearse. El caos se impuso y, como eran guerreros medievales, la violencia
hizo enseguida acto de presencia. Uno de los hombres cayó. Al ver que habían
asesinado a uno de los suyos, los caballeros a favor de poner en práctica la
magia escaparon con algunos de los rollos. Sabían que no podían volver con el
rey Ricardo sin sufrir graves consecuencias por haber matado a un camarada.
Damon hizo una pausa.
—Al menos los villanos no se marcharon con todos los
pergaminos. En la refriega, los caballeros que se mantuvieron leales fueron
capaces de impedir que cierto número de documentos cayeran en sus manos. Pero
desde tan sangriento principio, en que se volvieron unos contra otros, amigos
contra amigos, los perniciosos efectos de estos antiguos escritos quedaron muy
claros.
Hasta donde sabemos, los otros acabaron por abordar
al astrólogo de la corte del rey Ricardo para comprobar si su majestad quería
utilizar la magia negra de los rollos contra Saladino. Según cuenta la leyenda,
nuestro guerrero rey cristiano no se atrevió a incursionar en tal campo. Al
menos —agregó Damon de manera pausada—, no al principio.
Pero con el fracaso de la tercera cruzada, y
habiendo vaciado las arcas de Inglaterra para costear su guerra, se dice que
Ricardo permitió que el astrólogo de la corte lo intentase cuando la cuarta
cruzada se avecinaba.
Se rumorea que el uso de los rollos tuvo como
consecuencia no solo las victorias de la cuarta cruzada, sino también el que la
campaña fuera terriblemente sangrienta, incluso a tenor del criterio medieval.
Tanto si la magia es real como si no lo es, la maldad que contienen esos
pergaminos ejerce ese efecto sobre los hombres.
Elena le miró sobrecogida.
—Los cruzados que abrazaron esos oscuros y antiguos
escritos regresaron finalmente a Europa, trayendo consigo el culto recién
descubierto como si fuera la peste. —Damon sacudió la cabeza—. No les importaba
lo lejos que habían ido ni lo retorcidos que se habían vuelto. Lo único que les
interesaba era utilizar su nuevo credo para obtener poder.
Naturalmente, la Iglesia no tardó en declarar
heréticas sus creencias, de modo que se vieron obligados a practicar sus
rituales en la clandestinidad. Fue entonces cuando se fundó la Orden de San
Miguel con el fin de erradicarlos.
Contando con la bendición del Papa, el rey Ricardo
fundó nuestra orden para perseguir ese culto, destruir los rollos y poner fin a
aquella maldad. Mi antepasado, el primer barón Rotherstone, y los de Warrington
y Falconridge, juraron con sangre que no solo ellos, sino también sus
descendientes, lucharían.
Por desgracia, nuestros enemigos han demostrado
estar tan resueltos a perseverar como nosotros a frustrar sus intentonas. Una
vez que esta maldad echa raíces, nunca ceja en el empeño de alcanzar sus
objetivos.
—¿Cuáles son exactamente esos objetivos? —preguntó Elena
con una entonación siniestra.
—En un principio los prometeos afirmaban que,
habiendo presenciado el derramamiento de sangre en Tierra Santa y en toda la
Europa bárbara de la Edad Media, su principal deseo era emplear los rollos para
poner fin a toda guerra futura estableciendo un vasto reino que se extendería
por todo el mundo. Se describían a sí mismos como benévolos cuando, en
realidad, eran todo lo contrario. Durante años afirmaron que lo que intentaban
instaurar no era más que el Reino de los Cielos en la Tierra.
—Pero Jesús dijo que el Reino de los Cielos está
cerca —murmuró Elena—. Y nada tiene que ver con el poder mundano.
—Justamente. Era todo mentira. Y al poco tiempo
incluso los propios prometeos dejaron de fingir. Lo que buscaban era el poder
puro y duro, y así sigue siendo en nuestros días.
Damon agachó la cabeza.
—Todo lo que te he contado sobre mi vida, los viajes
a Europa, las inversiones internacionales, el coleccionismo de arte... todo eso
es verdad solo en apariencia. En realidad, la verdadera razón de mis viajes, lo
que ha dado sentido a mi vida hasta que te conocí, era este deber contraído por
mi linaje, no cejar en el empeño de vencerlos.
En los últimos años se habían hecho poderosos. Ciertos
miembros de su sociedad habían logrado introducirse poco a poco en puestos
importantes del círculo de Napoleón, así como en otras cortes europeas.
Considerando el genio de Napoleón y la extensión del imperio que había
establecido, creyeron que podrían utilizarlo para imponer su sueño de un único
poder que gobernara la Tierra. Estuvieron a punto de conseguirlo.
—Oh, Dios mío.
—Una vez me preguntaste cómo acabé en la batalla de
Waterloo —dijo—. La verdad es que recibí un mensaje de Jordan en el que me
avisaba de que los prometeos habían enviado a un asesino para acabar con el
duque de Wellington. Habían conseguido meter un espía como el que acabamos de
desenmascarar en el cuartel general. De antemano habían planeado que si las
cosas se torcían para Napoleón, Wellington recibiese un disparo en el campo de
batalla. Eso habría sembrado el caos entre los aliados el tiempo necesario para
que Bonaparte se reagrupase.
Mi misión era identificar y destruir al agente
enemigo que habían infiltrado en el cuartel general de Wellington, y esto es
exactamente lo que fui a hacer a Waterloo.
—¿Mataste al asesino? —preguntó Elena con voz queda.
—Sí —respondió Damon con una calma fría e
imperturbable—. La máscara de aristócrata libertino no era más que una
estratagema que utilizaba para alejar las sospechas de mis enemigos y del
resto. La charada me permitía viajar libremente a mis diversas misiones. Solo
mis compañeros agentes, mis hermanos, saben quién soy en realidad. Para mí es
muy importante que tú, Elena, también lo sepas.
—Oh, Damon. —Se levantó de la mesa y la rodeó para
ir a abrazarlo.
Damon la estrechó fuertemente entre sus brazos.
—Cielo mío. —Cerró los ojos y la besó en la frente—.
Dios, después de Waterloo pensé de veras que todo había acabado, que al menos
los habíamos contenido hasta dentro de otros cincuenta años —susurró—. Si
hubiera tenido la más mínima duda jamás habría buscado esposa. Ni por todo el
oro del mundo te habría puesto en peligro. Pero ahora que estás metida en esto,
creo que es más seguro que conozcas la naturaleza del mal al que nos
enfrentamos.
Yo te enseñaré. ¿De acuerdo?
Se separó ligeramente y le cogió el rostro entre las
manos, mirándola a los ojos con pasión. Una preocupada intensidad oscurecía los
de él.
—Te enseñaré cómo mantenerte a salvo para que aun
cuando yo esté ausente... Oh, jamás podría dejar que nada te pasara.
Pero, por encima de todo, Elena, ahora debes
compartir nuestro voto de silencio, pase lo que pase. No puedes contárselo a
nadie. Ni a Bonnie, ni a Jonathon, ni siquiera a tu padre. Debes conducirte en
esto igual que he hecho yo, y comprender lo que ahora te separa del resto del
mundo del mismo modo que nos ha separado a todos nosotros.
—Oh, Damon. Haré lo que sea siempre que no me aleje
de ti.
Damon la atrajo de nuevo contra sí.
—Cariño, ignoraba que formases parte de algo que se
remonta a tantos siglos atrás. Me alegra que me lo hayas contado. No puedo
imaginar lo que habría sido de nuestro amor si no hubieses compartido esto
conmigo. Es demasiado grande, demasiado importante, para dejar que se
interponga entre los dos durante el resto de nuestras vidas. —Hizo una pausa
tratando de abarcar en su mente todo cuanto le había contado—. Y ahora dices
que uno de vuestros agentes ha desaparecido. ¿Se trata de Drake?
—Sí.
—El hijo de lady Westwood —murmuró Elena.
—El resto de su equipo fue asesinado —dijo Damon—.
Creíamos que Drake también había muerto. Eso habría sido horrible de por sí.
Pero entonces... lo vi el día de nuestra boda.
Elena lo miró sorprendida.
—Yo estaba fuera fumando un cigarro con tu padre.
Drake pasó por delante en un maldito coche de alquiler. Creía que había visto
un fantasma. Fue casi como si hubiera ido a buscarme. La noticia de nuestro
enlace fue publicada en todos los periódicos. Pero él no se detuvo. —Damon
sacudió la cabeza—. Y eso no presagia nada bueno.
—Así que era ese el carterista al que perseguiste.
Damon asintió lentamente.
—No puedes imaginar cuánto odié tener que
mentirte... el día de nuestra boda, nada menos.
Ella lo miró con expresión afligida.
—Fui incapaz de dar con él. —Damon se encogió de
hombros—. Ni siquiera estaba seguro de que la mente no me estuviera jugando una
mala pasada. Pero entonces Ginger, esa mujer de arriba, también lo vio. Ella
había asistido a algunas de nuestras fiestas, de modo que conoce a los
muchachos. Esperó un tiempo por miedo, pero al final fue a contárselo a Virgil.
Fue entonces cuando él me escribió dándome instrucciones para que visitara a
lady Westwood.
—¿De modo que su hijo está vivo en algún lugar?
—Sí, seguramente le tienen cautivo, como nosotros a
John, el lacayo. Si Drake les da nuestros nombres a quien le tiene preso, será
solo cuestión de tiempo que vengan a por nosotros.
—¿Qué haremos, Damon?
Él la escrutó durante largo rato.
—Mantenernos unidos —dijo suavemente—. Mantente
alerta y no te descuides, aunque te avisaré si llega el momento en que debas
temer. Hasta entonces te prometo que estaremos bien. —Sacudió la cabeza
mirándola a los ojos con tristeza—. No quería contarte todas estas cosas. No
quería que tuvieras que vivir con miedo. Como norma general mantenemos a las
mujeres fuera de esto.
—Bueno —repuso ella de manera pausada—, tú y yo
convinimos seguir nuestras propias reglas. Pero, Damon, quiero que sepas que
puedes confiar en mí. Nada ni nadie, por horrible que sea, podrá jamás
inducirme a traicionarte o a revelar las cosas que me has confiado. Ni aunque
mi vida dependa de ello.
Damon la miró con los ojos colmados de anhelo.
—Te amo, Elena.
—Yo también te amo. —Cuando la abrazó de nuevo, Elena
se acurrucó en sus brazos hasta que de repente en su cabeza surgió una idea que
le heló la sangre
—. ¿Damon? —Se separó súbitamente, pálida como la cera—.
¿Significa esto que algún día vendrán a llevarse a nuestro hijo?
Damon se estremeció, pero no lo negó. Elena se
apartó de él, desolada.
—¿Cómo has podido ocultármelo?
—Perdóname —susurró él, y luego agachó la cabeza.
Elena volvió a la mesa, apoyándose contra ella para
no caer al suelo al pensar en aquella aterradora perspectiva de futuro. Guardó
silencio durante largo rato.
—Termina con esto, Damon. Haz lo que tengas que
hacer. El escocés, Warrington, Falconridge y tú, y cuantos hombres sean
necesarios. Poned fin a esta guerra de una vez por todas para que no tengan que
hacerlo nuestros hijos.
—Haré cuanto esté en mi mano. —Se colocó detrás de
ella con indecisión y le rodeó la cintura con los brazos.
El corazón de Elena era un torbellino de emociones.
Se dio la vuelta y le devolvió el abrazo, sepultando el rostro contra su pecho
durante un momento. Elena se obligó a armarse de valor y apretó los ojos con
fuerza.
—Creo en ti —susurró apasionadamente—. Y te apoyaré
siempre que pueda. Te amo, Damon.
—Eso es todo lo que necesitaba escuchar. —La voz
queda de Damon sonaba tirante por la emoción. La abrazó fuertemente—. Virgil
piensa que la causa por sí sola basta para inspirarnos, pero yo lucharía con
mayor tesón por ti que por la humanidad en general. Lo eres todo para mí, Elena.
Inclinó la cabeza cuando dos lágrimas se derramaron
de los ojos de Elena, y la besó.
—Gracias, milord —susurró la joven contra sus
labios—. Gracias por lo que has hecho. Mantienes a la gente a salvo y ellos ni
siquiera lo saben. —Lo acarició con adoración reverente—. No tienen ni idea de
tu sacrificio.
—Me basta con que tú lo sepas. —Apoyó la frente
sobre la de ella y cerró los ojos—. Nunca quise tener secretos contigo, Elena.
Ella le cogió el rostro entre las manos.
—Eso ya no importa. Lo que importa ahora es que
estamos de acuerdo y que, al fin, has dejado que te vea tal como eres: el
hombre al que de verdad amo. Por fin te comprendo, sé dónde has estado y qué te
impulsaba. Te amo, Damon. Te amo y siempre te amaré.
—Elena... —Ladeó la cabeza y la besó con feroz
ternura.
Ahora que la verdad estaba sobre la mesa y que las
sombras entre ellos habían desaparecido, de pronto Elena se moría de ganas por
tenerlo dentro de ella. Solo quería fundirse por completo en un solo ser con
él. Le acarició los hombros y le abrazó con posesiva pasión mientras le besaba
ávidamente. El instinto masculino de Damon no tardó en comprender el mensaje.
La sentó sobre el borde de la mesa y continuó dándole besos. Elena arqueó la
espalda cuando él le cogió los pechos en las manos.
—¿Damon?
—¿Mmm?
—¿Y qué sucedería si tuviéramos una hija? —murmuró
entre un beso y otro—. ¿También la reclamaría la Orden?
—No. Aunque, pensándolo mejor, tal vez debiera.
Porque si nuestra hija se parece a la madre, seguramente sería aún más
peligrosa que nuestro hijo.
—¿Peligrosa yo? —replicó Elena con una mirada
inocente.
Damon se detuvo y una sonrisa perezosa se dibujó en
sus labios, que casi rozaban los de ella.
—Claro que sí, amor mío. ¿Sabes cuánto me gustaste
anoche?
Ella rió y se echó hacia atrás para brindarle una
sonrisa descarada.
—Yo también me gusté. Naturalmente, estaba furiosa
contigo —agregó.
—Puedes enfadarte conmigo siempre que quieras —le
dijo él con voz ronroneante antes de hundir los labios en su cuello.
—Bueno, creo que es hora de hacer las paces
—respondió la joven, recorriendo su torso con los dedos.
—No podría estar más de acuerdo contigo. Dios, haces
que me distraiga.
—Tómame.
Damon se colocó entre los muslos de Elena, sentada
en el extremo de la larga mesa de madera. Estaban completamente vestidos, pero
él le levantó las faldas y se acercó para que ella pudiera liberarle de los pantalones.
Un momento después, y con el corazón desbocado, Elena
le acogió en su interior. Contuvo la respiración y le dio la bienvenida de
forma sensual cuando Damon la penetró con un sonoro gruñido.
El amor unió sus cuerpos una vez más sumiéndolos por
entero en un dichoso alivio. Un gutural gemido de placer escapó de los labios
de Elena mientras él la mecía lentamente, con oscura ternura, saboreando la
unión.
La parpadeante luz de la antorcha danzaba juguetona
sobre las irregulares paredes de piedra del Infierno. Damon le hacía el amor
tiernamente, inundando los sentidos de Elena de puro gozo. Ella apoyó la
espalda lentamente sobre la mesa, entregándose como ofrenda al deseo de su
esposo.
Entonces Damon se inclinó sobre ella y la penetró
profundamente, excitado como nunca por la sumisión voluntaria de Elena, que le
rodeó con las piernas y enganchó los talones detrás de las caderas.
Él la reclamaba para sí con besos febriles,
embriagándola de pasión, abrasándola con vertiginoso placer. Pasó los dedos por
el despeinado cabello de Damon hasta que resolló sin aliento, poniendo fin al
beso, jadeando mientras recorría ávidamente con las manos el cuerpo masculino,
marcándolo como suyo.
—Te amo —susurró Elena contra su mejilla áspera.
Se entregó a él no con fe ciega, sino con pleno
conocimiento de quién y qué era, amándole más si era posible por la nobleza que
siempre había presentido en él pero que, solo ahora, por fin había descubierto.
Damon apoyó los codos a cada lado de la cabeza de su
esposa sobre la tosca mesa de madera y la miró a los ojos largo rato con
expresión anhelante.
Lo asombraba descubrir que al fin alguien le conocía
sin tapujos, le amaba de corazón y le aceptaba sin condiciones.
—Te amo, Elena —susurró mientras capturaba un mechón
de su cabello y lo frotaba amorosamente contra su rostro—. Eres mucho más de lo
que siempre había soñado. Por favor, no me dejes de nuevo. Has huido de mí en
dos ocasiones y no creo que pudiera soportar una tercera. Si te marchas, sabes
que te seguiré.
—No me voy a ir a ninguna parte, amor. Ahora soy
tuya para siempre.
De puro éxtasis, Damon gimió suavemente contra el
cuello de su amada al escuchar aquellas palabras. Por fin conocía el
significado de la palabra hogar.
Tal vez no tuviera todas las respuestas, y quizá la
guerra contra el mal que estaban obligados a combatir debía proseguir aún, pero
él había encontrado, al fin, cierta paz.
Después de todos los años pasados vagando en
soledad, siempre a la caza, como un extraño en tierra extraña, por fin ya no
estaba solo. Ahora la tenía a ella y los dos eran un solo ser, en cuerpo y
alma, completos de nuevo; como si cada uno hubiera hallado en el otro las
piezas de sí mismo que les faltaban. Ella le daba un nuevo sentido a su fuerza;
él daba amparo a su bondadoso corazón.
Damon la abrazó con más fuerza mientras la amaba,
susurrándole su devoción al oído.
Si algo le habían enseñado todos aquellos años errando
de un lado a otro era que el corazón tiene su propio lugar, su propio país...
y, para él, Elena era su reina.
No existía
otro sitio donde prefiriese estar que justo donde se encontraba, en brazos de
la mujer en quien confiaba y a la que amaba. Su compañera, su esposa, su ángel.
Juntos podrían compartir su propio paraíso secreto,
aun cuando las tormentas arreciasen fuera.
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