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BIENVENIDOS A TOD@S A ESTE BLOG, ESPERO QUE DISFRUTÉIS LEYENDO LAS ADAPTACIONES DE CRÓNICAS VAMPÍRICAS.

COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


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12 noviembre 2012

El Marqués Capitulo 02


CAPITULO 02

La banda de Bucket Street había comenzado a rodear el carruaje entre silbidos y aullidos, ofensivas miradas lascivas, carcajadas e invitaciones. Elena no tardó demasiado en darse cuenta de que aquellos hombres se encontraban aún bajo los efectos de la ginebra de la noche anterior.

Trató de negociar con ellos, pero la voz empezó a temblarle:

—¡Vamos, por favor! Apártense —intentó convencerlos—. Nos tenemos que ir...

Cuando uno de ellos agarró la brida del caballo, William espetó:

—¡Lárguense!

—¿Y qué vas a hacer al respecto?

El canalla se encaminó hacia él pero, en aquel momento, en la distancia se oyó un bramido calle abajo.

—Traigan mi maldito carruaje... ¡Ahora!

Aquel atronador rugido hizo que cesara todo movimiento.

Los toscos individuos que rodeaban el vehículo se volvieron a mirar; Elena y sus criados siguieron su ejemplo.

Un hombre alto, apuesto, elegantemente ataviado de negro y, sobre todo, muy ebrio, a juzgar por sus andares zigzagueantes y la botella que todavía colgaba de su mano, acababa de salir dando tumbos del burdel, entornando los ojos para protegerlos de la luz del día.

—¡Ay! —Profirió un gruñido de dolor a la vez que colocaba la mano sobre los ojos a modo de visera para escudriñar la calle—. ¡Tú! —Señaló de pronto con la botella al tiempo que sujetaba las riendas del caballo—. ¡Eh, tú! —Vociferó de nuevo, con altanera exigencia pese a arrastrar las palabras—. Trae mi carruaje. Ya he acabado aquí —agregó con una carcajada traviesa que delataba que también él estaba ebrio y que, además, parecía insinuar que no se había dignado a abandonar la casa de infame reputación hasta no haber probado hasta la última condenada mujer del establecimiento. « ¡Santo Dios!»
Elena se quedó mirándolo, completamente desconcertada por la escandalosa conducta de aquel libertino, perteneciente sin duda a la aristocracia, y lo que era peor, por el aura de pura masculinidad que exudaba.

Poseía un magnetismo inconfundible pese a su aspecto desaliñado, con la camisa abierta y por fuera de los pantalones y el cabello despeinado, como si acabara de bajar de la cubierta ventosa de un barco. Una perilla corta y cuidada enmarcaba la boca severa, definía el mentón cuadrado y le confería un aire un tanto diabólico, se temía Elena.

Mirándolo fijamente, lo encontró mucho más que apuesto. Le resultó irresistible, peligroso. Una sensación desenfrenada corría por sus venas. Bajó la vista sobresaltada cuando él se acercó un paso, desafiando al grosero rufián que todavía sujetaba la brida del caballo.

—¿Estás sordo, hombre? —insistió, arriesgando el pescuezo sin ser consciente de ello al ofender a aquellos lugareños.

El miembro de la banda al que se había dirigido se carcajeó y, asombrado, lanzó una mirada indignada a sus compañeros.

—¿Quién demonios es este imbécil?

—¿Te niegas a cumplir una orden de alguien que es superior? —le desafió el ebrio caballero; el desprecio teñía su aristocrático acento.

—Oh, no —susurró Elena, atreviéndose a echar un fugaz vistazo al apuesto y achispado demonio.

Wilhelmina la agarró del brazo, compartiendo el mismo temor que su señora. 

Las dos mujeres intercambiaron una mirada. « ¿Acaso trata de que lo maten?»
Aquel no era lugar para pistolas prudentemente mal calibradas a veinte pasos, algo a lo que un libertino estaba acostumbrado. Era un lugar donde los hombres podían rebanarte el pescuezo si no les agradaba la forma en que los mirabas.

—¿Me está hablando a mí? —bramó el rufián en respuesta, soltando la brida y 
acercándose unos pasos a él.

—Por supuesto que te hablo a ti, pedazo de excremento —repuso el caballero con voz pastosa y ebria solemnidad—. ¡Hablo con todos vosotros! ¡Que alguien me traiga mi... maldita sea!

Con la torpeza fruto del alcohol, de pronto derramó la bolsa de las monedas en el suelo. Una cascada de relucientes guineas de oro se desperdigó por todo el pavimento, rodando por doquier en torno a sus relucientes botas negras.

El hombre maldijo sucesivamente en diversos idiomas con suma elegancia mientras se agachaba, lento y tambaleante, a recoger la fortuna perdida.

Los miembros de la banda de Bucket Street clavaron su salvaje mirada en el dinero con candente intensidad. Se vieron atraídos como un imán por el oro, olvidándose en el acto de hostigar a Elena.

Una sonrisa malvada se dibujó en sus caras al encontrar una víctima tan fácil a su alcance. Moviéndose al unísono como una manada de lobos, se encaminaron con cautela hacia el hombre, que parecía ajeno a su proximidad.

—¡Señor! —gritó Elena de repente.

Wilhelmina la agarró del brazo otra vez.

—¿Ha perdido el juicio? ¡Salgamos de aquí!

—Sí—respondió el hermano, con el semblante aún pálido a causa del enfrentamiento mientras se subía al asiento del conductor.

—¡Pero no podemos dejarlo ahí! —espetó Elena, volviéndose hacia ellos alarmada—. ¡Matarán a ese pobre necio! ¡Está demasiado borracho para defenderse!

—No es asunto nuestro —farfulló William—. ¡Vayámonos de aquí antes de que vuelvan a por nosotros!

El corazón de Elena palpitaba con fuerza.

—Es su dinero lo que quieren —razonó—. Pues que se lo queden. Aún podemos salvarle la vida si lo llevamos en nuestro carruaje. ¡Señor! —comenzó a llamarlo de nuevo.

—¡No, señorita! ¡No sea boba! —susurró su doncella, tirando de ella para que se sentase—. Aun cuando pudiéramos hacerlo subir al vehículo, ¡no pueden verla en su carruaje con un hombre así! ¡Su reputación quedaría arruinada para siempre!

—¡Tiene razón! —Convino William—. Ese hombre acaba de salir de un...

—Un establecimiento de dudosa moral —se apresuró a concluir Wilhelmina, lanzándole a su hermano una mirada gazmoña.

—¡Pero hemos de ayudarle!

—¡Vinimos a ayudar a los niños, señorita! Sabe que no puede ayudar a todo el mundo. Por favor, ¡va a hacer que nos maten!

Elena miró a su aterrada doncella y comprendió que no tenía derecho a poner en peligro la vida de sus criados junto con la suya propia.

—No le pasará nada —declaró William, sin demasiada convicción—. No van a matarlo, señorita. Quizá le den una paliza, pero está tan bebido que no sentirá gran cosa.

—Puede que eso le enseñe a no frecuentar tales lugares —farfulló la hermana.

—Oh, miradle. —Elena volvió la vista, frunciendo el ceño con preocupación, y vio a los miembros de la banda estrechar el cerco—. Por el amor de Dios, ¿qué hace?

El ebrio aristócrata estaba retrocediendo lentamente hacia el muro del burdel, pero lucía una sonrisa tan siniestra y maliciosa que Elena temía que estuviera demasiado embriagado como para comprender siquiera el peligro que corría. 

En efecto, parecía estar divirtiéndose.

Se estremeció cuando el hombre estrelló de repente la botella de vino contra la pared de ladrillo, convirtiéndola en el acto en un arma dentada. La blandió hacia la banda que continuaba acercándose con una sonrisa lobuna que Elena supo que jamás olvidaría.

—A mí me parece que puede cuidarse solo —barbotó William—. Además, lleva la palabra «aristócrata» escrita en la frente.

Ni siquiera esos canallas se atreverían a tentar a la horca matando a un par del reino.

William no se equivocaba en eso, pensó. Solo un redomado calavera de la nobleza saldría dando tumbos de un burdel a media mañana, vociferando órdenes a quienes pasaban por allí. No cabía duda de que era un demente.

—Vamos, señorita, tenemos que irnos mientras están distraídos. Su padre jamás me perdonará si le sucede algo.

—Muy bien. —Elena asintió con rigidez y el corazón en un puño—. Iremos a buscar a los agentes de inmediato. Vamos.

—Eso no es necesario que me lo repita.

William restalló el látigo en la grupa del nervioso caballo y, acto seguido, el carruaje echó a andar, caballo y ocupantes igual de contentos de marcharse de allí.

El sombrero de Elena cayó de su cabeza con la repentina sacudida, pero el lazo atado al cuello impidió que saliera volando e hizo que, en vez de eso, colgara sobre su espalda mientras el vehículo avanzaba dando bandazos hacia la pequeña iglesia ruinosa.

No obstante, detrás de ellos podían escucharse gritos y un gran jaleo. Elena se agarró con todas sus fuerzas al pasamanos de la parte inferior del asiento, girándose para echar un vistazo a lo que estaba ocurriendo.

Esperaba encontrar a los miembros de la banda apiñados sobre el calavera, pero una mirada preocupada por encima del hombro le reveló justo lo contrario: ¡el hombre del burdel estaba dando una buena tunda a la banda!
Golpeó a un tipo en la mandíbula y, girando al mismo tiempo, dio un buen salto para darle una patada a otro en el pecho. Cuando plantó de nuevo los pies en el suelo, le estampó el codo en la garganta al hombre que intentaba acercarse a hurtadillas por detrás; luego le estrelló un efectivo puñetazo con la precisión de un reloj, derribándolo. Fría y metódicamente, iba venciéndolos uno por uno sin mostrar el menor indicio de estar borracho.

La idea más increíble surgió en la cabeza de Elena como salida de una caja de sorpresas.
« ¡Una artimaña!»
¡No estaba borracho! Tan solo había fingido estarlo... para alejar a esos brutos de ella.

Lo último que alcanzó a ver, antes de que la iglesia le tapara la vista, fue al resto de la banda salir en tropel de la taberna, profiriendo un rugido colectivo mientras acudían, sin pérdida de tiempo, en ayuda de sus compañeros en apuros.

Elena se puso pálida ante ese repentino revés de la fortuna, volvió la vista al frente y tragó saliva.

—¡Más rápido, William! Oh, es igual... ¡hazte a un lado!

Le arrebató las riendas de las manos a su sobresaltado lacayo. La joven condujo a toda velocidad hasta que dobló hacia el concurrido Strand y divisó el puesto de vigilancia más próximo.

—¿Que quiere que vaya adónde? —repitió el viejo agente de la ley con aprensión después de que ella le narró frenéticamente y con voz entrecortada la situación que acababan de vivir.

—¡A Bucket Lañe, ya se lo he dicho!

—Bien, voy a tener que reunir a más hombres.

—¡Lo que sea preciso, pero apresúrese! ¡Le digo que su vida corre peligro!

—¿La vida de quién?

—¡Ignoro por completo quién es! Simplemente... ¡algún lunático!


—Oh, maldita sea —murmuró Damon cuando vio al resto de la banda de Bucket Street, cuarenta hombres al menos, salir en masa de la taberna.

Había un momento y un lugar para ser valiente, pero un caballero sabe cuándo marcharse con elegancia. Había despilfarrado una pequeña fortuna en ese callejón y el dinero había cumplido su propósito. Pero con la señorita Gilbert fuera de peligro, no tenía más que demostrar.
«Ha llegado la hora de retirarse.»

Era impresionante la rapidez con la que puede correr un hombre cuando todo un barrio de mala muerte le pisa los talones. Por fortuna para Damon, estaba bien adiestrado en el astuto arte de escapar, así como de pelear con los puños. 

Se escondió, trepó y saltó de tejado en tejado para bajar después nuevamente a la calle; luego lo único que tuvo que hacer fue salir tranquilamente del lugar y parar un carruaje de alquiler, el mismo medio de transporte en que había llegado allí.

Un vehículo paró y se subió a él, pero mientras se alejaba, Damon vio un grupo de agentes uniformados pasar apresuradamente en dirección a Bucket Lañe. 

Frunció el ceño, girándose para mirar por la sucia ventanilla trasera del viejo carruaje. El altercado solo acababa de empezar. ¿Cómo podían haberse enterado de que...?

A menos que ella los hubiera informado.
Se quedó paralizado, presa de la repentina sorpresa.

La señorita Gilbert había ido a por ayuda. «Vaya, vaya, que me aspen.» La joven debía de haberse dirigido directamente en busca de las autoridades para ayudarlo. ¿A ella... le preocupaba?

Por un momento, Damon se quedó con la mirada perdida sin tan siquiera notar las sacudidas y bandazos del destartalado carruaje mientras recorría la calle adoquinada. La repentina sensación de mareo nada tenía que ver con haber recibido un golpe en la cara. Meneó la cabeza cuando cayó en la cuenta de que, hacía mucho tiempo, había dejado de esperar que alguien se preocupara por lo que pudiera pasarle.

El, un hombre con un corazón de acero, se sintió invadido por una dulce y extraña sensación.

Ni por lo más remoto se le había ocurrido pensar que a la señorita Gilbert pudiera importarle su seguridad.
«Dios bendito —pensó maravillado—, tal vez he encontrado algo...»

Cuando al cabo de un rato entró en su mansión de Hyde Park, un tanto maltrecho, su viejo mayordomo, Dodsley, lo recibió con una lacónica mirada al reparar en su aspecto desaliñado.

—Buenas tardes, señor. ¿Quiere que vaya a buscar la caja de las medicinas?

—Ah, no, gracias, viejo amigo. He tenido una pequeña pelea. Si las autoridades vienen por aquí, ten la bondad de decirles que no he salido en toda la mañana, ¿quieres?

—Ha vuelto a matar a alguien, ¿no es cierto?

—Nunca antes del almuerzo, Dodsley. Y aún es temprano.

—Sin duda, milord.

Damon le lanzó una mirada sardónica, pero se dirigió de inmediato a su estudio a por el expediente de Elena Gilbert, que se encontraba aún sobre su escritorio.
Era obvio que tenía que verla de nuevo, y pronto.

Abrió el expediente y buscó el calendario de actos sociales que Oliver había documentado y anotado con tanto esmero, siguiendo la página con el dedo.
Ahí estaba.

El baile de los Edgecombe. El día siguiente por la noche.
Los ojos de Damon brillaban mientras reflexionaba.

Tal vez había considerado todo aquel asunto de un modo inapropiado. Al fin y al cabo se trataba de la búsqueda de una esposa, no de la caza de un agente enemigo. ¿Acaso una mujer no era más que una herramienta para un consumado estratega como él? Quizá, para variar, podía permitirse actuar más como un ser humano y menos como un espía.

Era notorio que había servido en la guerra secreta de la Orden contra el Consejo de Prometeo durante demasiados años, pero ¿tenía que seguir tomando todas las decisiones con absoluta sangre fría?

La señorita Gilbert podría ser problemática, pero ¿por qué habría de preocuparse por eso? El obstáculo era la alta sociedad, ¿no? Pues bien, él era un maestro de la manipulación y el engaño, en conseguir que las personas vieran aquello que deseaba que vieran; únicamente revelaba la verdad en el instante en que decidía hacerlo, y no antes.

Si al final resultaba que la deseaba realmente, musitó Damon, suponía que podía tenerla con toda seguridad. Tan solo tendría que esforzarse más de lo que había pensado, tendría que implicarse un poco más de lo que había planeado... o de lo que le hacía sentir cómodo.

Por el contrario, estaba acostumbrado al voto de secreto que se le había impuesto bajo juramento. Guardar las distancias con los demás se había convertido en su segunda naturaleza, hasta que solo sus hermanos guerreros, y quizá su viejo mayordomo, le conocían realmente.

Ese secreto, esa soledad era un hecho fundamental de su vida y, después de leer el expediente y de ver la entereza de la señorita Gilbert, no estaba seguro de que a una mujer como ella pudiera ocultarle su pasado y sus verdaderas actividades durante el resto de sus días. Las cosas podían complicarse.

Pese a todo no estaba convencido de que mereciera la pena. Pero tenía que volver a verla fuera como fuese.

Justo en aquel momento, como por arte de magia, Dodsley apareció en silencio a su lado ofreciéndole una copa de whisky de una bandeja.
Damon lo miró sorprendido y vio que Dodsley había llevado la botella entera.

—¿De veras tengo tan mal aspecto?

—Parece necesitarlo, señor —observó su enigmático mayordomo.

—Salud —murmuró para sí mientras apuraba el whisky para serenarse después de la pelea. Lo saboreó, impresionado por su calidad—. Es bueno.

—Ese escocés, compañero de armas de usted, lo ha enviado mientras estaba ausente, señor.

—¿Virgil lo ha enviado? ¡Excelente! —La noche pasada Damon había enviado un mensaje a su maestro, Virgil, tan pronto llegó a casa—. ¿Había una nota?

—Aquí la tiene, señor.

Dodsley le entregó la carta sellada que acompañaba la botella de whisky escocés. Damon la abrió sin demora y procedió a leerla.

Un whisky de malta como es debido en honor a tu victoria. Bienvenido a casa, muchacho. Recibí tu nota desde Bélgica. Buen trabajo en el asunto Wellington. Bien hecho. Los demás no han regresado aún, aunque los espero pronto. Pásate por el club cuando te sea posible. Hemos hecho algunas mejoras que pueden parecerte fascinantes.

V.Damon no pudo remediar sonreír al leer la nota de su antiguo mentor. Mejoras, ¿eh? Señor, ¿qué nuevos artefactos se le habrían ocurrido esta vez a Virgil? Ingenioso como todo buen escocés, el viejo guerrero de barba entrecana andaba siempre jugueteando con sus herramientas y máquinas e inventando extraños aparatos para Dante House, el cuartel general de la Orden. Damon no quería ni imaginar cuáles serían las últimas reformas que había hecho en aquel lugar.

Hasta el momento, la noticia más fascinante era que había logrado regresar a la ciudad antes que el resto de los miembros de su equipo. Estaba impaciente por ver a sus hermanos guerreros.

Por otra parte, el hecho de que Warrington y Falconridge no hubieran vuelto aún le proporcionaba una clara ventaja en su búsqueda de esposa que no tenía intención de desaprovechar. Al fin y al cabo, pensó con una sonrisa picara dibujada en los labios, eran la única competencia a tener en cuenta en lo que a mujeres se refería.

Al igual que él, sus compañeros habían estado postergando el matrimonio a causa de su implicación en la Orden, pero debido al título que ostentaban, tal como le sucedía a él, era imperativo que eligieran esposa y comenzaran a engendrar herederos. Les gustase o no, los tres tendrían que caer en las garras del matrimonio.

Damon no pudo por menos que reír por lo bajo con cordial rivalidad al saber que les llevaba ventaja.

Habida cuenta de su naturaleza calculadora, era obvio que había comenzado a prepararse para eso mucho antes, del mismo modo que haría para cualquier otra misión. Ahora, de entre las mejores candidatas que ofrecía el mercado matrimonial londinense, él podría ser el primero en elegir... y con eso sus pensamientos retornaron a Elena Gilbert.

—¿Puedo traerle alguna otra cosa, señor? —preguntó Dodsley, observándolo fijamente.

—Una invitación para el baile de los Edgecombe. —Damon tomó otro trago e hizo una mueca debido al breve ardor del whisky mientras las cejas canosas del mayordomo se elevaban de golpe—. ¿Qué sucede, Dodsley?

—¿Usted, señor? ¿Va a asistir a un baile? —dijo el hombre con majestuoso estupor.

—Lo sé —repuso Damon con sequedad—. Me pregunto si alguien se desmayará esta vez cuando entre.

Dodsley bajó la mirada, deliberando acerca de la extraña incursión de su señor en sociedad. Como jefe supremo del personal de la casa había sido informado de la búsqueda de esposa de su señoría; jamás había necesitado palabras para expresar sus sentimientos sobre ningún tema al valiente y excéntrico marqués al que durante tanto tiempo había servido.

Pero en esos momentos apenas acertaba a reprimir su júbilo al deducir correctamente que su señoría debía de haberse interesado en serio en alguna joven casadera.

Adoptó un tono suave, prácticamente conteniendo el aliento:

—¿Sería posible que abrigásemos la esperanza de que pronto pueda haber una dama en la casa, milord?

—La hija de cierto vizconde parece fascinante —reconoció Damon—, pero me temo que no todo va viento en popa. Mucho menos ahora.

A los ojos de Elena Gilbert él era un holgazán, un borracho y un putero.
A buen seguro, verle salir dando tumbos de aquel burdel solo parecía confirmar lo que pronto oiría sobre él en sociedad si se enteraba de su nombre y comenzaba a hacer preguntas.

Por desgracia, no podía sentarse con ella tranquilamente y contarle la verdad. «No, en absoluto, señorita Gilbert, no estaba allí para revolearme con prostitutas. Solo estaba en aquel lugar para espiarla a usted.»

Aquello no iba a ayudar, precisamente, a su causa.
« ¿Qué causa?» No iba a elegirla como esposa. No iba a hacerlo.
Frunció el ceño, irritado consigo mismo.

—Como mínimo, deseo pasarme un momento por el baile a fin de cerciorarme de que se encuentra bien —refunfuñó—. Además, así dejaré que vea que estoy ileso y no se culpe.

Dodsley lo miró sin saber de qué estaba hablando.

—Naturalmente, señor.

—Ya conoces a las mujeres y lo mucho que se preocupan por cualquier cosa.

—Siempre que tengan corazón —dijo el mayordomo con un brillo de sabiduría en los ojos.

—Ella lo tiene. ¡Vaya si lo tiene! —murmuró de forma apenas audible.

Con la mirada perdida, sus pensamientos retornaron a la reticencia de la señorita Gilbert a abandonar el escenario de la pelea. « ¡Señor!», le había llamado.

Dos veces. Poniendo en peligro su propia seguridad para intentar salvarlo, incluso cuando era él quien intentaba rescatarla a ella.

—Bien, pues. —Dodsley tomó el vaso vacío y alzó la barbilla—. Informaré a lady Edgecombe de que su señoría asistirá al baile de mañana por la noche. 

Habiendo regresado en fechas tan recientes del extranjero, lo apropiado es que milord desee presentar sus respetos a sus parientes.

—Ah, mis parientes... ¡Me gusta ese enfoque, Dodsley! Casi lo había olvidado. 
Somos primos lejanos, ¿no es cierto?

—Por parte de madre, milord. Prima segunda de vuestra madre.
Damon sonrió a su viejo mayordomo con divertido agradecimiento.

—De acuerdo, entonces. Bien sabe Dios qué va a suponerme un gran desafío.

—¿Los Edgecombe, señor?

—La joven —dijo estremeciéndose—. Me temo que he de reparar algunos daños.

—¿Tan pronto, milord? —preguntó indignado. Damon tan solo dejó escapar un suspiro.


Elena no abandonó el Strand hasta pasada otra media hora. Se paseó inquieta bajo la mirada de sus criados, esperando a que los hombres del magistrado regresaran con noticias de su misterioso salvador... al menos para enterarse de si la banda lo había asesinado. Estaba impaciente por averiguar su identidad, pero cuando regresó el vigilante, este le dijo que no habían encontrado a nadie que se ajustase a la descripción del hombre que les había dado, tan solo una docena de matones de baja estofa atendiendo narices rotas, costillas magulladas y un par de feos cortes.

Los demás oficiales habían llevado a cabo algunas detenciones por alteración del orden público y se habían marchado a llevar a los presos ante el magistrado, pero como era costumbre en Bucket Lañe, nadie admitió haber visto nada.
Nadie tenía nada que decir.

Las noticias dejaron a Elena más angustiada si cabía. Aunque todo apuntaba a que el lunático aristócrata había escapado, bien podría indicar que lo habían matado y escondido su cadáver en alguna parte, ya que lo superaban en número.

Los agentes habían realizado un rápido registro en la taberna y en la primera planta del burdel, pero no podían peinar los demás edificios de aquel oscuro y mugriento callejón hasta que regresaran con una orden. Incluso la banda de Bucket Street tenía sus derechos.

—Estoy seguro de que ha escapado, fuera quien fuese —dijo William con expresión preocupada desde el pescante del conductor del carruaje cuando los tres pusieron nuevamente rumbo a South Kensington, en las verdes y tranquilas afueras de Londres.

—Lo que importa es que hicimos lo correcto —intervino Wilhelmina.

—Oh, ¿y si lo han asesinado?

—Considero que cuando un caballero visita un lugar como ese, ha de saber dónde se mete, señorita. No tenía motivos para provocarles del modo en que lo hizo.

—Creo que intentaba ayudarnos. —Afligida, se volvió hacia su doncella—. ¡Intentaba alejarlos!

—Soy de la misma opinión —reconoció William con una amplia sonrisa—. Aun en su estado de embriaguez, un caballero sabe lo que ha de hacer para ayudar a una dama.

—¡Dios bendito! —susurró Elena.

Se le revolvió el estómago al pensar que un hombre podría haber acabado muerto por su causa. Igualmente inquietante era considerar lo que podrían haberles hecho a ellos si aquel desconocido no hubiese salido dando tumbos del burdel cuando lo hizo.

—Vamos, señorita, hemos de tener fe —le dijo el lacayo resueltamente al ver su rostro acongojado—. Sé lo que diría nuestra anciana madre: los ángeles cuidan de los tontos, los borrachos y los niños.

Elena le brindó una mirada de agradecimiento, tras lo cual sacudió la cabeza.

—De todos modos no puedo evitar preguntarme quién era.

—Tal vez asista al baile de los Edgecombe —apuntó Wilhelmina encogiéndose de hombros.

Elena clavó los ojos en ella de repente.

—Sí, siempre que pertenezca a la aristocracia, es posible, ¿no es así? —convino su hermano.

La joven asimiló aquello asombrada, y si bien la idea suscitó en ella un intenso entusiasmo, ignoraba cómo reaccionaría si veía a ese apuesto maníaco en la pista de baile.

La idea resultaba tan inquietante que la desechó.

—Os ruego que me perdonéis —les pidió al tiempo que paseaba la mirada con humildad de un gemelo a otro—. No tenía derecho a poner en peligro vuestra seguridad, por noble que fuera la causa.

—Ah, no tiene importancia, señorita. Bien está lo que bien acaba —declaró William cuando el carruaje se detuvo ante la gran villa de piedra de los Gilbert.

—Gracias. Sois muy buenos conmigo. Esto... —vaciló, volviéndose de nuevo hacia ellos cuando le vino a la cabeza otra cuestión—. No hay necesidad alguna de mencionar este, digamos... desafortunado incidente a lord o lady Gilbert, ¿no os parece?

Los gemelos intercambiaron una mirada inflexible aunque incómoda.

—Desde luego, señorita —respondió la doncella—. Pero no volveremos más allí. —La expresión obstinada de sus rostros le indicó que hablaban en serio.

Considerando todo cuanto les había pedido, no le sorprendió en exceso su rebelión. Elena bajó la mirada.

—Muy bien.

Tendría que pensar en algo para la semana siguiente.

Entraron en la casa y, de inmediato, se vieron envueltos por el habitual alboroto que se vivía en aquel lugar: el resonar del pianoforte mientras Sarah aporreaba obedientemente las teclas en tanto que Anna atormentaba al gato por el pasillo en medio de estruendosas carcajadas.

Las hermanastras de Elena, dos jóvenes amazonas malcriadas y bulliciosas, de catorce y doce años, eran fruto del matrimonio anterior de Penelope con un capitán de barco.

—Anna, ¿dónde está papá? —le preguntó a la joven que llevaba al pobre Whiskers suspendido en el aire.

—¡Arriba!

Elena asintió y a continuación se detuvo a echar una ojeada al salón, donde los esfuerzos de Davis se evidenciaban en la nueva disposición del mobiliario. Abrió los ojos desmesuradamente cuando vio el viejo pianoforte de su madre situado en la pared equivocada. Sarah dejó de tocar y la miró.

—¡Detesto esta canción! ¡Es muy difícil! ¿Qué estás mirando?

—Tu madre ha cambiado el piano de sitio —dijo con voz suave.

—¿Qué puede preocuparte eso si tú ya no lo tocas? —refunfuñó Sarah y cambió a otra pieza más sencilla para reanudar después el aporreo del instrumento.

Elena sacudió la cabeza y prosiguió su camino. Quizá le hubiera convenido casarse con Stefan si con eso lograba salir de aquella casa de locos. Una vez en el vestíbulo se había separado de los Willies para que cada cual emprendiese sus tareas.

Todavía estaba conmocionada por el lance con el peligro y anhelaba pasar unos momentos en compañía de su padre. Siempre conseguía hacer que se sintiese más tranquila y deseaba avisarle de que había vuelto, pero al no encontrarlo en su abarrotada biblioteca, subió alegremente a buscarlo a la planta superior mientras se despojaba del sombrero y los guantes.

Sin embargo, al aproximarse al dormitorio principal aminoró el paso con una sensación de desazón cuando, a través de la rendija de la puerta, escuchó a 

Penelope tiranizar otra vez a su padre.

Parecía que, de nuevo, el rechazo de Elena hacia Stefan era la causa de la disputa marital. Hizo una mueca, sabiendo que había complicado la plácida vida de su padre.

—¡Francamente, George, eres demasiado compasivo! ¿Cuándo va a madurar? ¡A todo polluelo le llega el momento de abandonar el nido!

—Querida mía, ¿por qué te alteras de este modo? Sabes bien que preciso de un 
ambiente sosegado.

—Oh, George, ¡tienes que hacer algo con ella!

—¿Hacer qué, querida? —respondió cansinamente.

—¡Búscale un esposo! ¡Si no lo haces tú, seré yo quien lo haga!

—Eso ya lo has intentado, Pen. Y no considero prudente que insistas —replicó él con socarronería.

—Bueno, ¡solo un caballero verdaderamente intrépido se atrevería a desafiar su desdén después de la última negativa! ¡Ya ha rechazado a tres pretendientes!

«Oh, los otros dos no contaban en realidad», pensó Elena frunciendo el ceño. Se apoyó en silencio contra la pared que daba al dormitorio, no para espiar, sino aguardando el momento idóneo para revelar su presencia.

—George, ya has oído lo que se rumorea. La gente comienza a decir que es una casquivana.

—No deberías prestar atención a las habladurías, querida. Cuando se presente el hombre adecuado, ella lo sabrá. Todos lo sabremos.

—Espero que estés en lo cierto o, de lo contrario, acabará siendo una solterona.

—Ridiculeces. Es demasiado hermosa para eso.

«Oh, papá.» Elena reprimió una sonrisa y apoyó la cabeza contra la pared, agradecida desde el fondo de su alma porque no la hubiera obligado a casarse con Stefan a pesar de la insistencia de Penélope.

Su madrastra prácticamente había aceptado la oferta de Stefan en su nombre pero, gracias a Dios, los desesperados argumentos de Elena con respecto al enlace habían sacado a su despistado y distante padre de su letargo, para variar. Al fin había escuchado sus súplicas para que no la entregase a aquel canalla malcriado.

El bueno de George, lord Gilbert, se había encaminado tranquilamente hasta White's, su club y segundo hogar siempre que necesitaba escapar del dramatismo de una residencia habitada por mujeres, y se había formado una opinión de lord Stefan Carew personalmente.

Su padre había regresado sin demora. Era atípico de él hacer alarde de su fuerza pero, cuando lo hacía, era tan inamovible como el peñón de Gibraltar.

—No. No consentiré que mi hija se despose con ese petimetre superficial y casquivano. Lo lamento, Penelope. No es apropiado para mi niñita.

Elena, encantada, había abrazado a su padre con lágrimas en los ojos. Tras haberse pronunciado, su padre se sumió de nuevo en su agradable e inviolable estado de confusión.

En cuanto a Penelope, la derrota había avivado su rencor y, a buen seguro, había hecho que su esposo pagase por ello todos los días desde entonces.

—Procura no demostrar tanto favoritismo, George —repuso con candente reproche—. Es posible que mis hijas no sean tan bonitas como tu niña de dorados cabellos, pero florecerán a su debido momento. Cariño, fuiste muy afortunado al casarte conmigo antes de que malcriaras a Elena por completo —agregó—. Ya la habías consentido demasiado.

«Está totalmente equivocada.» Elena echó una discreta ojeada por la rendija de la puerta y vislumbró a su madrastra paseándose de un lado a otro. Penélope Higgins Peckworth Gilbert era una mujer con una energía formidable, capaz de acometer diversas tareas a un mismo tiempo.

Era bajita y morena, de cincuenta y pocos años, pero la tensión a la que había estado sometida en su vida, como esposa de un marino antes de casarse con George Gilbert, estaba grabada en las arrugas de su tenso semblante y su boca fruncida, y los ojos esquivos con su constante expresión preocupada reflejaban su temperamento excitable.

Elena a menudo se preguntaba si parte del espíritu combativo del capitán Peckworth había sobrevivido en su viuda, pues no cabía duda de que gobernaba el barco con firmeza y le encantaba dar órdenes, pero una palabra indebida podía iniciar una guerra. En ocasiones se compadecía de ella, pues era evidente que Penelope no se había asentado con comodidad en su nueva e infinitamente más elevada posición social como vizcondesa. Y si bien algunos miembros de la alta sociedad podían hacerla sentir indigna, a su padre jamás le habían importado sus orígenes humildes.

Como pareja no podían haber sido más distintos: su padre era de trato fácil, en tanto que Penelope era muy excitable.

Caballero inglés de los pies a la cabeza, el vizconde Gilbert poseía un título de tan rancio abolengo y una fortuna tan considerable que nunca se había dejado impresionar por la posición o la riqueza de otros ni influir por la falta de ambas cosas. Aceptaba a las personas tal y como eran, y le había enseñado a Elena a hacer lo mismo.

—La verdad, George, ¡jamás comprenderé por qué no insististe en que se casara con lord Stefan! ¡Piensa en lo provechoso que podría haber resultado para nuestra familia! Es el segundo hijo... ¡Si el hermano mayor falleciera, podría haber tenido la posibilidad de ser duquesa!

—¡Penelope, por Dios santo! Puede que el joven Holyfield no tenga aspecto de duque pero, ciertamente, está muy vivo.

—Vivo, sí, aunque no puede decirse que bien de salud. Ese pobrecillo tan frágil y pálido... ¡Te juro que está tuberculoso! En cualquier caso, estoy convencida de que lord Stefan sería mejor duque que su hermano mayor. Oh, pero carece de sentido preocuparse por eso ahora. ¡La oportunidad ha pasado!

—¿La oportunidad de que mi hija se beneficiase de la muerte de un pobre tipo? 

—Preguntó lord Gilbert con sequedad ante el melodrama de su segunda esposa

—. Vamos, Penelope. Elena caló perfectamente a ese bufón arrogante desde el principio y, ahora que lord Stefan ha mostrado cómo es realmente al difundir rumores sobre ella, aplaudo más incluso la sabiduría de mi hija.

—Los rumores... ¡Oh, George!... No estarás pensando en retarlo a un duelo, ¿verdad? —inquirió Penelope con un repentino jadeo.

Elena abrió los ojos desmesuradamente.

—¡Mujer, no seas ridícula! —Dijo él con desdén—. Soy demasiado viejo. 

Además, ningún lord Gilbert ha participado jamás en estúpidos duelos.

—¡Bien! Tan solo espero que no acabes lamentando haber consentido que actúe de modo impulsivo como ha venido haciendo hasta ahora.

—¿Impulsiva? —repitió con tono socarrón—. ¿Mi Elena? La muchacha no es en absoluto impulsiva. Elena es una dama de la cabeza a los pies.

—¿Qué quieres decir con eso? —Espetó Penelope—. ¡Me estás reprochando que no haya asistido a una academia para señoritas!

—No, no...

—Que no provenga de una familia tan noble como la de tu primera esposa no significa que mis hijas o yo seamos menos...

—¡Querida mía, no quería insinuar nada semejante!

—Bien, si por «una dama» te estás refiriendo al dispendioso estilo de vida de tu hija, no puedo decir que discrepe contigo a ese respecto. ¡No podemos costearlo! ¡Hemos de encontrarle un esposo acaudalado que pueda sufragar la factura de la modista, el coste de todos esos vestidos para asistir a bailes y al teatro y todas esas fruslerías! ¡Y, además, sus obras de caridad! ¡Entrega la mitad de nuestro dinero a los pobres!

—Vamos, no te alteres, ya estás exagerando de nuevo. De todos modos no es más que dinero.

—¿Que no es más que dinero? —gritó horrorizada—. Se nota que no has conocido lo que es la pobreza, George. —Dejó escapar un repentino sollozo que parecía sorprendentemente sincero—. ¡Sé que acabaremos en el hospicio!

—Pero querida, no es necesario que llores. —A través de la puerta, Elena vio a su padre acercarse a su esposa y abrazarla con ternura—. Soy consciente de lo mucho que sufriste tras la muerte del capitán Peckworth, pero esos días quedaron en el pasado. Te prometo que las niñas y tú estáis a salvo. Vamos, serénate. No te inquietes. La Bolsa baja pero siempre vuelve a repuntar. Estaremos bien.

—Sí, lo sé, pero... ¡Oh, mis nervios no pueden soportarlo, George! ¡De veras, no puedo soportarlo!

—Deja que le pida a un criado que te traiga una taza de té.

—Son todos unos inútiles. —Penelope se sorbió la nariz—. Muy bien.

Elena retrocedió con celeridad hasta su propio cuarto a unos pocos pasos de distancia al darse cuenta de que su padre estaba a punto de salir y aguardó a que pasara, sintiéndose avergonzada por la discusión que habían sostenido acerca de ella. Después de todo, no deseaba que la acusasen de espiar conversaciones ajenas.

Al cabo de un momento, apoyó la frente contra la puerta cerrada sin saber qué pensar de las declaraciones de Penelope en las que alegaba que estaban quedándose cortos de fondos.

Sabía que su padre había perdido dinero en el gran desplome de la Bolsa que había pillado por sorpresa a todo Londres justo después de la batalla de Waterloo, pero él seguía diciendo que todo iba bien; así pues, ¿por qué eso la hacía sentir culpable?

Si su padre no se sinceraba con la familia acerca de su situación, ¿qué podía hacer ella al respecto? ¿Leerle los pensamientos? Era su padre y su palabra era ley para ella, así la había criado. Por lo que si él decía que todo iba bien, aceptaría su palabra.

Si no era así, si existía algún problema, sería mejor que se lo comunicara sin rodeos. «Papá sabe que no me gustan este tipo de juegos.»

En cualquier caso, no era ningún secreto con quién pretendía casarse cuando estuviera preparada y ni un solo minuto antes: Jonathon White, su mejor amigo.
Jono y ella habían sido tan inseparables como los Willies desde que apenas habían aprendido a gatear. Y si bien era cierto que desde que habían crecido Jonathon se preocupaba demasiado por la moda y era incapaz de llegar puntual a un acto aunque le fuese la vida en ello, no lo era menos que se trataba de un hombre bien parecido, de modales refinados, que siempre se mostraba divertido y agradable y poseía un gusto exquisito. Al igual que su padre, él jamás se enfrentaría a nadie en un duelo.

Por encima de todo, era demasiado inteligente como para intentar decirle a Elena Gilbert qué debía hacer. Muy por el contrario, desde los cinco años Jono se había contentado con seguir y obedecer sus órdenes por ser más acertadas.

Y lo que era más importante, a diferencia de Stefan, Jono sabía que ella era un ser humano. La trataba con respeto y, en consecuencia, Elena confiaba en él de forma implícita. Eran dos almas gemelas.

Sin embargo, en los últimos tiempos Elena había estado guardando las distancias con Jonathon, simplemente para evitar que se convirtiera en víctima de los hermanos Carew.

Con un suspiro se dio la vuelta y descansó la espalda contra la puerta. De inmediato vio el delicioso vestido blanco de baile nuevo colgado del gancho del armario a la espera de la celebración del baile de los Edgecombe.
Se quedó mirándolo durante un rato.

Acababa de llegar de la tienda de la modista con los últimos retoques y verlo le hizo recordar vívidamente el enfrentamiento con Stefan que se avecinaba. El baile de los Edgecombe, que tendría lugar la noche siguiente, sería el primer acto social al que asistiría desde que rechazó la proposición de matrimonio; el lugar en que volverían a verse cara a cara en público.

Sabía de buena tinta que él iba a asistir y Elena pretendía tener unas palabras con ese canalla y, con algo de fortuna, poner fin de una vez por todas a las mezquinas difamaciones en contra de su buen nombre. Aunque no era algo que esperase con impaciencia.

No tenía por costumbre enzarzarse en desagradables riñas públicas con nadie, pero todo tenía un límite.

Stefan se estaba poniendo en ridículo con todo aquello y, en realidad, ¿qué era lo que quería de ella?

Por el amor de Dios, había intentado hacer que la decepción le resultase más fácil de asumir. Por cortesía hacia él, y en aras de la modestia, se había mantenido alejada de la alta sociedad durante dos semanas tras su francamente embarazosa propuesta.

Aquel horrible petimetre, aquel dandi de cabello rubio, apenas le había dirigido la mirada durante aquel calvario, dedicándose en su lugar a contemplarse disimuladamente en el espejo situado detrás del sofá donde ella estaba sentada, y a sonreír al ver su reflejo.

Elena casi se había atragantado con su intento de besarla pero, de algún modo, había encontrado las palabras para declinar semejante honor. Algo que él no se tomó nada bien. De hecho, Stefan le había prometido que iba a lamentarlo antes de salir hecho una furia de allí.

Después de eso, Elena había procurado evitar coincidir con él en la ciudad, pero ya no iba a mantenerse al margen por más tiempo y a consentir que continuase poniendo a la gente en su contra.

De modo que si la batalla iba a tener lugar la noche siguiente, había elegido la armadura perfecta. El exquisito y sencillo vestido estaba confeccionado con el crepé de seda más delicado que jamás había tocado y le sentaba como un guante.

Con todas las miradas puestas en ella, y no por los motivos que una joven podría esperar, sabía que era imperativo lucir un aspecto impecable. La apariencia lo era todo en sociedad y, con aquel vestido, podía estar segura de que al menos ofrecería su mejor imagen.

Aparte del vestido perfecto no tenía una auténtica estrategia en mente, salvo actuar como la persona serena que era y demostrarle a la sociedad que se encontraba bien y que todo era tan normal como de costumbre.

Si Stefan le causaba algún tipo de problema, sabía que ni siquiera tendría que montar una escena. Confiaba en que bastase con unos pocos y sutiles comentarios, formulados con una sonrisa en los labios, para arrojar luz y que sus calumnias fueran vistas como la insensatez que en realidad eran.

No todo estaba perdido. Aún tenía esperanzas de poder darle la vuelta a su situación. Tenía que admitir que resultaba irónico que se encontrase en esas circunstancias después de haberse conducido con suma rectitud durante toda su vida. En honor a la memoria de su madre, había procurado comportarse en todo momento como una perfecta dama.

Por fortuna tenía fe en que siempre podía obtenerse algo bueno incluso de los desafíos más difíciles. Por ejemplo, todo aquel episodio era una valiosa lección para descubrir quiénes eran sus verdaderos amigos.

Algunos le habían vuelto la espalda y no tenía intención de olvidar sus nombres; pero muchos otros, como Carissa y Jonathon, habían mantenido su lealtad incondicional.

Y lo más importante era que aún contaba con la bendición de las poderosas damas que últimamente controlaban la opinión de la alta sociedad, gracias a Dios. En parte era debido al apoyo de su formidable tía abuela, la duquesa viuda de Anselm.

Llegado el caso, Elena sabía que siempre podría pedirle al viejo dragón que escupiese fuego sobre la sociedad en su favor pero, a menos que fuese estrictamente necesario, prefería ocuparse ella misma.

Pese a todo, tener a Stefan Carew como enemigo no era una carga fácil de llevar, pero tenerlo como pretendiente había sido incluso más irritante. Al menos ya no tenía que sentarse a escuchar las falsas alabanzas a su belleza.

Apartándose con parsimonia de la puerta, se acercó a la cómoda para dejar sobre ella el sombrero que había llevado puesto ese día, pero sus pensamientos retornaron a la pelea en Bucket Lañe. Seguía sin poder dejar de preguntarse qué había sido de su inesperado salvador. Tenía infinidad de preguntas acerca de él.

Era todo un misterio. ¿Había sido su actuación en verdad una artimaña pergeñada para alejar a los criminales de ella? No cabía duda de que debía de estar tan ebrio como los miembros de la banda para intentar algo semejante. 

Los insultos a esos tipos, la exigencia con que pidió su carruaje, dejar caer la bolsa de las monedas... ¿era todo a propósito? Sacudió la cabeza divertida. De ser así, el hombre se merecía una ovación por sus dotes interpretativas.

Con él resultaba difícil saber qué había sido real y qué una ilusión. Tan solo esperaba que hubiera escapado de la multitud con vida.
¿No sería cómico que su doncella tuviera razón y que él apareciera en el baile de los Edgecombe?

No parecía la clase de hombre que sería recibido allí y, aun cuando fuera invitado, tal vez tuviera algún compromiso previo en el burdel.

Elena dejó escapar un bufido. Aquel moreno desconocido le había salvado la vida, algo por lo que desde luego había contraído una deuda de gratitud con él. 

Pero, obviamente, aparte de eso no podría tener nada que ver con ningún 
desalmado que hubiera puesto un pie en un establecimiento como aquel.
Si la banda le había dado una paliza, tal vez hubiera aprendido la lección. 

Honestamente, un caballero debía ser más inteligente que todo eso.

Con una suave y remilgada expresión de disgusto, expulsó al enigmático desconocido de su cabeza y se miró en el espejo, preguntándose con cinismo qué productos de belleza aplicarse en el rostro esa noche a fin de prepararse para el día siguiente. Vigilada por las peores chismosas de la sociedad, esperando impacientemente ver desarrollarse el drama entre Stefan y ella, no deseaba presentar un aspecto demacrado ni dar la impresión de estar preocupada por los disparates de ese petimetre.

¿Quién sabía? Se encogió de hombros. Tal vez a su pretendiente despechado se le había pasado por fin el berrinche. Quizá, incluso, Stefan la sorprendiera y la saludara como un caballero.

Le complacía pensar que cabía esa posibilidad.
Por otra parte, estimaba que era tan probable como que aquel libertino magníficamente temerario apareciese en el salón de baile de los Edgecombe.
Quienquiera que fuese.

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