Capítulo 4
SOLO que no fue así. Damon parecía
adivinar todos sus movimientos. Cada vez que salía a ver el progreso del
constructor o se encontraba a alguien en la calle, allí estaba él. Elena creía
que se había vuelto paranoica y que no era más que una coincidencia, pero
cuando una mañana Stefan Hobbs comentó con una amplia sonrisa que no había
visto a Damon ese día, supo que no era así y que otras personas ya también se
habían dado cuenta.
Sin embargo, fue Bonnie quien confirmó
sus sospechas. Elena se encontró con ella un día al salir del correo. Llevaba
consigo a dos de sus cuatro hijos, dos niños gemelos de unos diez años de edad que
se parecían mucho a su tío.
—Son los genes de los Salvatore —informó a Elena al ver su asombro—
Son muy fuertes. Mi esposo, William, es delgado y rubio, y ninguno de mis hijos
tiene ningún parecido con él.
Elena no pudo dejar de preguntarse a
quien se parecería su hijo. Tenía que ir al hospital en visita de rutina esa
tarde y, por instinto, se llevó las manos al vientre. Debido al peso que perdió
durante la enfermedad de Caroline, su embarazo apenas se notaba. La moda de
vestidos holgados y voluminosos también la ayudaba, pero no faltaba mucho para
que su estado quedase de manifiesto.
Sus nervios se alteraban cada vez que
pensaba en cuál sería la reacción de Damon. Era un hombre inteligente... Sospecharía
y la interrogaría, pero ella ya estaba preparada. Por ningún motivo le
arrancaría la verdad.
—Entiendo que mi hermano tiene un fuerte problema cardíaco —Bonnie
bromeó abiertamente y, con candor fraterno, agregó— Se lo merece. Me alegro de
que, por una vez, esté al otro lado de la mesa.
Elena no podía fingir no saber a qué
se refería. Se sintió ruborizar.
—Lo siento —le dijo Bonnie mortificada— Ya se ha vuelto
costumbre en mí el disculparme por mis errores, ¿no es así?
—Damon y yo sólo somos conocidos. Apenas lo conozco.
—No por falta de interés de parte de él —observó Bonnie con
astucia—. Hasta mamá lo ha notado. El otro día me preguntó qué sería lo que le
impide ser el mismo de siempre, y Stefan Hobbs me dijo que vigila tu tienda a
todas horas.
—Es una exageración. Sólo se ha aparecido por allí en una o dos
ocasiones, para ver cómo van las obras —protestó Elena, preguntándose por qué
acudía en su defensa. Por algún motivo extraño le molestaba verlo sometido a
las bromas de su hermana, por inocentes y bien intencionadas que fueran. Bonnie
captó el mensaje y cambió de tema.
—Me alegro de haberte encontrado. Quiero invitarte a almorzar
con nosotros el próximo domingo. No se trata de algo exclusivamente familiar
—se apresuró a agregar al ver que Elena dudaba—. William es el veterinario de
la localidad y con frecuencia está ocupado los domingos, por lo que, para
compensar sus ausencias, suelo hacer una reunión muy informal, con un almuerzo
tipo buffet. Los amigos llegan cuando y como les viene en gana ya sabes a que
me refiero.
Con la invitación planteada de esa
forma, Elena no podía negarse y antes de retirarse, Bonnie la hizo prometer que
allí estaría.
Las obras de restauración iban muy
adelantadas. Las nuevas vigas estaban colocadas y los techos y muros habían
sido pintados. Había carpinteros instalando anaqueles en la librería, la cocina
y el baño estaban casi listos.
Decidió equipar la cocina con muebles
tradicionales de roble, con cubiertas de azulejos. Se trataba de una habitación
bien proporcionada, con vista al jardín posterior y con unos escalones que
bajaban directamente a él; evitaría el tener que hacerlo cruzando la librería.
La escalera interior había sido
incorporada a la sala; contaba con un pequeño recibidor con un guardarropa y
una gran alacena, y en el segundo piso estaban los dos dormitorios y el baño.
Todavía disponía de suficiente espacio en el desván y ya pensaba que en el
futuro podría acondicionar allí el salón de juegos para su hijo.
Le gustaba la población y sus
habitantes, a pesar de su afición por el chismorreo. En sus momentos de
tranquilidad pensaba que sería imposible que alguien adivinara que Damon era el
padre de su hijo. Todos aceptaron de buena fe su estado de viudez y cuando ya
no pudiera ocultar su embarazo, diría que la muerte de su esposo la hizo pensar
en la posibilidad de perder al niño, por lo que decidió guardarse la noticia.
Mientras estuvo en Londres se dio
tiempo de visitar un exclusivo almacén para niños en Knightsbridge y regresó
con muchas ideas para la habitación de su hijo.
La casa exigía la hermosa tradición
de muebles de madera y grandes encortinados, y los decoradores de su
apartamento en Londres, a quienes también visitó, le recomendaron que pintase
el mural cuando el niño ya tuviese varios meses de edad.
Pero, antes de pensar en los muebles
del dormitorio infantil, tenía que pensar en la decoración del resto de la
casa. Ya estando las obras de remodelación casi terminadas, los espacios
interiores tomaban forma día a día, recordándole que ya era tiempo de escoger
alfombras y cortinas, sin olvidarse de su cama.
Las vigas y los muros enlucidos
hacían imposible el pensar en poner papel tapiz; el darles otro acabado sería
un verdadero crimen.
El hospital en donde se atendía
estaba en Hereford, a poco más de veinte kilómetros de distancia y emprendió la
marcha después del almuerzo. Era su primera visita desde que se mudó de
Londres, pero no tuvo dificultad en llegar y estacionar el coche.
Como siempre, tuvo que soportar una
larga espera, pero al fin fue informada que, aparte de tener que ganar más
peso, estaba bien y pudo retirarse.
Eran casi las cuatro de la tarde y la
temperatura agradable la incitó a visitar tiendas. Las muestras de alfombras en
tonos pastel de un escaparate, la hicieron entrar, y antes de salir ya había
hecho arreglos para que fuesen a tomar medidas.
Con sentido práctico, decidió que
toda la casa sería alfombrada del mismo color, excluyendo la librería, y pensó
en un tono gris que le permitiría jugar con una amplia variedad de colores para
lo demás.
Un muy acojinado sofá, de apariencia
cómoda, tapizado en tonos de amarillo, azul y gris, de otro escaparate, la hizo
detenerse y al fin entró en el local. La informaron que los muebles los
elaboraban sobre pedido y que tendría que esperar cuatro meses, pero, para su
fortuna, la dama que encargó el sofá y otro idéntico, cambió de opinión, y, aún
sabiendo que se excedía en gastos, en un impulso, adquirió los dos. Los forros
eran removibles y abajo tenían una tela de algodón azul marino que los hacía
prácticos; no tendría que preocuparse mucho de manitas pegajosas que los
ensuciaran.
Salió de Hereford después de las
seis. El cielo se había nublado y pronto empezó a llover. Todavía le faltaba
recorrer algunos kilómetros para llegar a casa cuando ocurrió. Escuchó una
explosión ahogada y el auto empezó a moverse peligrosamente. Se había pinchado
un neumático.
Elena sacó el auto de la carretera y
bajó de él, con angustia. Cuando trasladó sus cosas de Londres había sacado la
rueda de repuesto y las herramientas, y olvidó volver a ponerlas en el coche.
Contempló la carretera desierta y el
vehículo inmóvil. No recordaba haber visto ningún teléfono público en el
trayecto, lo cual significaba una larga caminata bajo lo que ya era un fuerte
aguacero.
No tenía con qué protegerse, por
supuesto, y la delgada blusa de algodón ya se le pegaba a la piel. No quería
caminar, pero no tenía otra alternativa.
Volvió al auto y retiró las llaves de
la ignición, antes de cerrar la puerta. Cuando emprendía la marcha, escuchó
unas ruedas sobre el pavimento mojado.
Otro coche. Se volvió y se detuvo de
pronto al reconocer el Daimler azul de Damon. ¡De todas las personas del mundo,
tenía que ser él!
— ¿Que sucede? —preguntó Damon al detener el auto y verla
empapada.
—Un neumático pinchado y no tengo repuesto.
—Mmm —Elena le agradeció que no dijese nada contra las mujeres
conductoras sus eternos problemas. Nunca habría aceptado sus bromas sobre su
decisión de sacar la rueda de repuesto. Para hacer lugar para sus compras. —Te
llevaré y pediremos a los del taller que vengan por el coche.
Elena habría dado cualquier cosa por
poder rechazar su ofrecimiento, pero no podía hacerlo. Ya temblaba de frío y no
quería tener que recorrer ocho kilómetros con tal de evitar a Damon Salvatore.
Si su mente no fuese tan prosaica,
pensaría que el destino no solo se metía en sus asuntos; sino que lo hacía de
forma excesiva.
El interior del Daimler era tan
lujoso como el exterior. El rico aroma de la piel se mezclaba con el aire que
ella llevo consigo, y había algo más, algo que le era familiar.
No fue sino hasta que se acomodó y
abrochó el cinturón de seguridad que lo reconoció…el aroma masculino y la
colonia de Damon. Se enderezó de pronto e hizo una mueca, cuando el cinturón la
lastimó.
— ¿Sucede algo?—Damon detuvo su movimiento de poner el vehículo
en marcha, para volverse a mirarla.
—No, sólo tengo frío, eso es todo—para confirmar sus palabras un
estremecimiento la sacudió y se le erizaron los bellos de los brazos.
Advirtió que él frunció el ceño antes
de volver la cabeza y de nuevo se maravilló de su tacto al no decirle que ella
era la única culpable. El pensar en ello la hizo sonreír.
— ¿Qué te hace tanta gracia? ¿el hecho de que vuelva a aparecer
en tu vida en el momento oportuno? Estoy seguro de que eso hace a uno de
nosotros muy afortunado, pero yo no soy ese uno.
Aún cuando Elena había escuchado
fragmentos de su estancia en Estados Unidos, de varias personas, era la primera
ocasión que él tocaba el tema. Damon la miró, extrañado.
— ¿Es que hay comentarios? Entiendo que mi amada hermana ha
estado informándote de mi historia. ¿Es por ello que me rechazas?
—No —respondió Elena con sinceridad—. Sí, ha hablado de ti. Me
dijo que tenías un buen trabajo en Estados Unidos y que lo apreciabas mucho,
pero que decidiste volver a casa a la muerte de tu tío.
—En realidad no tenía otra opción. Whitegates ha sido el hogar
de mi madre desde su infancia... ella y mi padre eran primos; y más tarde,
todos vivimos allí. Mi tío heredó la granja y mi padre era el veterinario. El
que yo no regresara habría significado que la granja se vendiera. Ha sido el
único hogar que mi madre ha conocido.
Por su tono de voz, Elena supo que su
decisión no fue fácil. Como para confirmar su impresión, Damon agregó:
—Siempre he adorado los caballos. Me encantaba mi trabajo en
Estados Unidos y, lo que es más, había una chica a quien amaba. La hija de mi
jefe. Era la reina de la sociedad. No aceptó venir a Inglaterra a menos que
fuese a Londres. Quería que vendiera y que me quedara allá; podría invertir el
dinero de mi herencia con su padre... pero yo no podía hacer eso a mi madre. —Damon
volvió la cabeza y Elena recibió todo el impacto del cinismo en su mirada. Unos
ojos grises se enfrentaron a los dorados y ella bajó los suyos, cuando él le
dijo: —Y decidimos romper nuestro compromiso. Según entiendo, ella se casó y
tiene dos hijos.
— ¿Sigues amándola?
—No, y no creo haberlo hecho en serio, pero eso me enseñó una
lección que he tardado en olvidar. Pero no has dado respuesta a mi pregunta
—insistió él—. Si no es la insistencia de mi hermana en verme casado lo que te
molesta, ¿cuál es el motivo del frío rechazo?
—No te rechazo.
Afortunadamente habían llegado a la
plaza del pueblo y pronto podría escapar; pero, en vez de detenerse en el
estacionamiento del hotel, Damon cruzó la población y siguió camino hacia su
granja.
— ¡Damon!
—Estás empapada, ya estoy retrasado y aún no recibo una
respuesta satisfactoria a mi pregunta. Me parece que la única forma en que
habré de recibirla es secuestrándote.
Damon guardó silencio hasta que
llegaron a la granja. Elena sabía que debía protestar y exigirle que la llevara
de regreso, pero el frío la calaba hasta los huesos y estaba temblando.
Entraron por la puerta posterior y
pasaron a una cocina de grandes dimensiones, con una enorme estufa Rayburn. El
ambiente estaba impregnado de un delicioso aroma de alimentos en cocción y el
estómago de Elena protestó de hambre. Sólo había comido un emparedado en el
almuerzo y estaba famélica.
—Señora Forbes, ¿quiere llevar a la señora Gilbert allá arriba?
Necesita un baño caliente y ropa limpia y seca que ponerse. Tienes diez minutos
antes de la cena —indicó a Elena, mirando su reloj y luego comentó al ama de
llaves— Iré a ver a mi madre, señora.
Era inútil protestar; Elena se vio
arrastrada por la escalera.
—Creo que la señorita Bonnie dejó aquí algunas cosas cuando se
casó. Todavía están en su habitación. Sígame, señora Gilbert.
Se encontraban en la sección estilo
reina Ana y la habitación a la que la llevó el ama de llaves tenía vista a los
campos, el río Wye y, más allá, los montes galeses.
—El baño está cruzando el pasillo —la informó el ama de llaves—.
El señor Damon ha dicho muchas veces que mandará instalar baños privados en
estas habitaciones Hay espacio suficiente, pero no ha tenido tiempo de ocuparse
de ello. ¡La casa necesita una señora que la administre! Hago todo lo que
puedo, y lo mismo ocurre con la pobre señora Salvatore, pero no es suficiente.
La casa entera necesita ser redecorada.
Elena comprendió a que se refería la
mujer y, mentalmente, ya estaba arrancando el papel tapiz de los muros,
reemplazándolo con acabados clásicos modernos.
El baño era muy amplio, con una
enorme tina antigua y una buena dotación de deliciosa agua caliente. Se
recostó, sin poder dejar de observar los cambios que el embarazo hacía en su
cuerpo.
Desnuda, la distorsión de su cuerpo
ya era evidente y se acarició el vientre con cariño.
—Ya no falta mucho tiempo. ¿Ansías conocerme tanto como yo a ti?
—se ruborizó al percatarse de que hablaba con voz alta.
Había adquirido el hábito de hablar
con su hijo con voz alta y cuando se sorprendía se sentía muy tonta.
La señora Forbes encontró para ella
ropa interior, un pantalón de mezclilla y un sweter. Todas las prendas le
quedaban un poco grandes, pero eso era mejor que su ropa mojada.
Lo abultado del sweter ocultaba su
vientre y enrolló las piernas del pantalón para acortarlas, pero no pudo hacer
nada con su cabello que formaba rizos alrededor de su rostro. Había dejado su
bolso de mano en el dormitorio e hizo una mueca al ver su rostro sin
maquillaje. Parecía una chiquilla de dieciséis años. Hizo un gesto a su reflejo
en el espejo y recogió las toallas húmedas, depositándolas en el cesto para
ropa. Al abrir la puerta, vio que Damon aparecía en la escalera.
—Te quedan diez segundos—le informó.
Elena quiso decirle que no había
necesidad de que los molestara en la cena, podía pedir un taxi para que la
llevara al pueblo; pero él ya bajaba, obligándola a seguirlo.
—Incidentalmente —agregó él de pronto, volviéndose para mirarla
escaleras arriba—Llamé al taller, irán por tu coche, lo arreglarán y lo tendrás
mañana por la mañana.
Tragándose la sensación de que el
hombre invadía y se apoderaba de su vida privada, Elena le dio las gracias.
— Mamá, quiero que conozcas a la señora Gilbert, Elena—Damon la
presentó llevándola hasta quedar frente a una hermosa señora de cabellos
grises, en una silla de ruedas— Elena ha aceptado quedarse a cenar con
nosotros—de inmediato los ojos cansados se alegraron y sonrió con afecto.
— ¡Maravilloso! Esa es una de las cosas por las que más lamento
de no poder moverme… El hecho de no poder salir para conocer a más personas, debes
ser la chica que adquirió la librería, ¿no es así? Maravilloso, la lectura es
uno de mis pasatiempos favoritos.
La habitación tenía ventanas hacia la
parte posterior de la casa, con vista muy hermosa, pero el estar sentada para
contemplarlas nunca compensaría la falta de libertad de recorrerlas a pie. Las
limitaciones de una incapacidad física son algo que tendemos a ignorar hasta
que tenemos que enfrentarnos a ellas, se dijo Elena mientras ocupaba la silla
que Damon le ofrecía.
A pesar de sus dudas, disfrutó la
cena, sorprendida de lo mucho que comió.
Anabelle Salvatore era una mujer
despierta e inteligente que ignoraba su incapacidad y esperaba que los demás
hicieran lo mismo. Tenía un profundo interés en lo que ocurría a su alrededor y
participaba entusiasta en actividades comunitarias.
Se necesita tener una personalidad
muy fuerte y especial para aceptar una incapacidad que coarta la movilidad y la
libertad de la persona; y algo más para hacer que los otros se olviden de que
estaba limitada a una silla de ruedas, que fue lo que Elena descubrió que le
ocurría cuando la cena terminó.
Damon se mantuvo a la expectativa,
haciendo algún comentario ocasional, aparentemente satisfecho de dejar que la
charla fluyese sin su participación. A diferencia de Bonnie, Anabelle Salvatore
no hizo referencia alguna a la soltería de su hijo, pero tampoco era de esas
mujeres posesivas que no permiten que sus hijos dediquen su atención a alguien
más. Elena así lo comprendió.
Ya eran más de las nueve cuando se
levantaron de la mesa y Elena se sorprendió del tiempo que pasaron charlando.
—Debo regresar —dijo, dirigiéndose a Damon— Si pudiera usar el
teléfono para pedir un taxi.
—No es necesario. Yo te llevaré.
¿Qué podía hacer ella? El negarse parecería
pedante y ridículo, pero la sensación de inquietud que permaneció dormida
durante la cena, renació.
¿Por qué Damon no podía aceptar que
ella no quería tener nada que ver con él? Y más aún, ¿por qué insistía en
acercarse a ella? ¿Porque la consideraba una buena compañera de cama?
A medio camino, Damon detuvo de
pronto el auto y se volvió hacia ella.
—Ahora podemos hablar sin ser interrumpidos —señaló con
frialdad—. ¿Por qué tengo la impresión de ser una persona que preferirías no
conocer, Elena?
— ¿Por qué querría conocerte? —replicó Elena incierta—Cuando
llegué aquí me acusaste de perseguirte. En ese entonces no querías saber nada
de mí, Damon.
—Estaba muy sorprendido —le indicó él— No estoy acostumbrado a
que mis sueños se manifiesten en mi oficina —le sonreía de una forma que la
hizo perder el ritmo de los latidos de su corazón. Se sintió invadida por la
emoción. Esto tenía que terminar en ese momento. No podía permitirse ser
atraída por el hombre. Y lo era, tuvo que reconocer atemorizada— Sé que
quedaste viuda hace poco —la confundió—, pero...
—Pero sólo porque me acosté contigo una vez, ¿crees que volveré
a cometer el mismo error? —su voz sonaba aguda y desconocida, estaba al borde
del pánico. Por algún motivo, el que Damon le hablara de su viudez aumentó su
sensación de culpa. Aborrecía el tener que mentir, pero él la obligaba a ello. Él
fue quien la metió en esa sarta de mentiras y engaños. Si sólo la hubiera
dejado en paz... Se dejó llevar por un arranque de enojo, sabiendo que era un
acto de defensa propia en contra de la ola de emociones que se desarrollaba en
su interior.
— ¿Tu error? ¿Eso fue? ¡No me pareció que lo fuera en ese
momento! —la actitud tranquila y de ternura habían desaparecido, dejando en su
rostro una expresión de enojo— Te gustaría pretender que esa noche no existió, Elena.
Pero no puedes hacerlo —Sin decir una palabra más, puso el auto en movimiento y
la llevó a su hotel. Ella todavía temblaba cuando bajó apresurada, sin esperar
a que la ayudase.
—Respeto tu dolor por tu esposo, Elena, pero…
— ¡Por favor! No quiero hablar de eso. ¿No puedes comprender que
vine aquí para escapar del pasado? Quería una nueva vida.
—Y yo lo eché a perder todo, ¿no es así? —sus ojos manifestaban
que había captado su uso de la palabra “escapar”, pero no dijo nada al
respecto. No se atrevía... estaba peligrosamente atrapado entre los hilos de
una frustración tanto emocional como física, para arriesgarse a presionarla más
esa noche. Quería... No quería más que tomarla en sus brazos y hacerla admitir
que había algo entre ellos, pero comprendía que al hacerlo sólo contribuiría a
su pánico y retraimiento.
En realidad fue asombroso encontrarla
en su oficina de forma tan inesperada y durante un momento pensó… Mas eso sólo
fue un instante; antes de recordar con que frecuencia pensaba en ella desde que
la conoció y cuántas veces despertó por las noches, todavía medio dormido,
buscando el calor de su cuerpo junto al suyo, sólo para encontrar que ya no
estaba allí.
La vio partir, en frustrado silencio.
Con deliberación, ella erigía barreras en su contra. ¿Por qué? Porque se sentía
culpable de hacer el amor con él tan pronto después de la muerte de su esposo;
ése era el motivo, cualquier tonto podría comprenderlo. Tenía que convencerla
de que no tenía por qué sentirse culpable, pero, ¿cómo?
Frunciendo el ceño, regresó a casa.
Era extraño, pero recordaba con precisión el contacto casi virginal con su
cuerpo cuando se hicieron el amor. En aquel momento lo registró durante un
instante, pero estaba demasiado poseído por la pasión para detenerse en eso;
tuvo la clara impresión de que hacía mucho que ella no había hecho el amor; si
le hubieran preguntado, él habría fijado la fecha de la muerte de su esposo
varios años atrás. También podría ser que su esposo estuviese demasiado enfermo
para hacerle el amor y que ella, por amor o por lealtad, se hubiera negado a
buscar un amante. Eso explicaría el frenesí con que ella le correspondió, como
si el tenerlo en su interior fuese algo por lo que estaba dispuesta a morir.
— ¡Maldición! —exclamó con voz alta al verse obligado a frenar
de pronto, por una obstrucción en la carretera. Si no dejaba de pensar en ella
y se concentraba en conducir, no viviría el tiempo necesario para volver a
verla, mucho menos para persuadirla de permitirle entrar en su vida.
Y él tenía que persuadirla. De ello
estaba seguro.
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