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COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


GRACIAS

12 febrero 2013

Dolor y Amor Capitulo 06


Capítulo 6
Damon se sentó en el balcón que daba a la piscina y observó a Stefan y a Elena jugar en el agua. Era un escena que había presenciado muchas veces, porque ellos, al ser casi de la misma edad, siempre habían jugado juntos. Pero ella era ahora su mujer y Damon consideraba a su hermano como a un rival más que como su compañero de juegos.
Él no había esperado que fuera a sentir celos por aquel matrimonio, pero tampoco había esperado dormir solo. Además, no quería sentir celos de su hermano y de su mujer, pero simplemente no había esperado tener esa reacción con Elena. Nunca había sentido celos con Caroline. Sí había sido posesivo, pero no celoso.
No tenía ningún sentido. No amaba a su mujer, aun­que por supuesto que la quería y se preocupaba por ella. Había formado parte de su vida desde su naci­miento.
Sus madres habían sido amigas íntimas desde niñas y de adultas se comportaban como hermanas. La madre de Elena, Eliana, se había casado con un profesor es­tadounidense y se había ido a Estados Unidos con él, mientras que su madre se trasladó a Milán después de casarse con su padre. Pero las dos mujeres y sus fami­lias habían compartido vacaciones y visitas hasta que la madre de Elena murió. Ésta había seguido visitándo­los y con más frecuencia desde que su padre se volvió a casar.
Ella no lo chantajeaba emocionalmente como Caroline. Ésta había utilizado el sexo para manipularlo inclu­so antes del accidente y Damon se había cansado poco a poco de sus tácticas para obtener lo que deseaba. Él ha­bía pensado que casarse con Elena le reportaría todos los beneficios del matrimonio sin que fuera vulnerable ante ninguna mujer. Elena era demasiado inocente y demasiado buena como para manipularlo como lo ha­bía hecho su anterior prometida.
Aun así, se había equivocado.
Se había sentido muy vulnerable cuando ella lo re­chazó sexualmente la noche anterior. Él estaba conven­cido de que, al menos en eso, podían haber parecido un matrimonio convencional. Ella se había derretido entre sus brazos en el hotel, le había dejado amarla con una dulce confianza que él encontró adictiva.
Sospechaba de los sentimientos de ella hacia él des­de hacía tiempo. Había llegado al hospital después del accidente incluso antes que su hermano y, según una burlona Caroline y un sorprendido Stefan, Elena no se había separado de él hasta que salió del coma. El ser consciente de su devoción le había hecho esforzarse más cuando todo a su alrededor parecía derrumbarse.
Después de hacerle el amor, se había asegurado de que sus sentimientos hacia él eran más fuertes que la amistad. Ninguna mujer respondía con tanta rapidez y abandono si no sentía algo muy poderoso por el hom­bre que le hacía el amor.
Entonces, ¿por qué lo había rechazado la noche an­terior? No habían pasado mucho tiempo juntos en el avión. Él tenía que trabajar; al menos para hacer dinero no necesitaba utilizar las piernas. No había funcionado y ahora se sentía furioso y estúpido. En la limusina no le había hablado mucho y se sentía culpable por ello, pero ella también lo había ignorado.
Pero lo que no había esperado era que ella se dirigiera a la habitación de invitados en lugar de ir a la suya. Había ido a buscarla furioso hasta que se encon­tró con la visión de su maravilloso pelo suelto. Era como seda viva, y había deseado tocarlo con un ansia que no deseaba analizar.
Lo había hecho y eso le había hecho desear más. Más de su suave piel, más de ella. Pero cuando quiso atraerla hacia sí, ella se había escapado y no había per­dido un segundo en dejar claro que no estaba interesa­da en compartir su cama.
El rechazo aún le dolía, y ver a su hermano jugar con ella, de un modo que él no podía, no ayudaba en ab­soluto a suavizar su malhumor.


Elena se acercó a la habitación que se había habi­litado para la fisioterapia de Damon con el pulso acelera­do. Llevaba toda la mañana evitándolo, intercambiando algunas frases sueltas con él y con Stefan durante la co­mida y se había acercado hasta allí sólo para conocer al fisioterapeuta. Era estúpido, pero necesitaba saber que Damon estaba en buenas manos. Además, ella había esta­do presente en su tratamiento desde el principio.
Entró en la habitación, que se parecía mucho a la sala de fisioterapia del hospital, y se quedó asombrada de lo rápidamente que habían cambiado todo aquello.
El suelo de madera estaba cubierto de colchonetas de ejercicio, había unas barras paralelas, una camilla de masajes y un equipo completo de pesas. Las amplias ventanas dejaban entrar la luz del sol a raudales a tra­vés del cristal, lo que suponía una clara mejora sobre la luz fluorescente del hospital.
Damon estaba tumbado en la camilla y un hombre de pelo gris y cuerpo atlético vestido con camiseta y pan­talones de algodón blancos obligaba a las piernas de Damon a hacer los ejercicios ya habituales.
La ropa de Damon parecía ser la misma que había uti­lizado en Nueva York y tenía el mismo efecto desesta­bilizador sobre su sistema nervioso. Tuvo que concen­trarse en recuperar el aliento antes de saludar a los dos hombres.
-Buenas tardes.
La cara de Damon se giró hacia ella con una expresión indescifrable.
-Buon giorno.
El terapeuta se volvió hacia ella.
-Hola, usted debe de ser la señora Salvatore. Soy Tyler Loockbood. Damon me ha contado que son recién casados. Enhorabuena.
-Gracias, doctor Loockbood. No sabía que fuera usted inglés.
-Soy canadiense y, por favor, llámeme Tay. Un co­lega mío de Nueva York me recomendó a su marido.
Ella se sintió algo idiota por no haber reconocido el acento. Su única excusa era que le había sorprendido que el terapeuta no fuera italiano.
-Espero que el cambiar de ciudad por una tempora­da no le suponga demasiados problemas.
Tay rió de un modo que le recordó a la risa de su padre cuando su madre aún estaba viva.
-Mi mujer me habría matado si hubiera rechazado esta oportunidad de trabajar en Milán con todos los gastos pagados. Ahora mismo está comprando zapatos.
Elena sonrió ante la amabilidad de aquel hombre.
-Tiene que traerla a cenar cuando vuelvan los pa­dres de Damon. Les encantará conocerla.
-Gracias, lo haré.
Mientras hablaban, Tay no cesó de ejercitar la pier­na de Damon. Entonces la apoyó sobre la camilla para comprobar su sensibilidad. Damon no sólo confirmó la sensación en los dedos y en los pies, sino que pudo mo­ver su pie derecho y hacer un movimiento de rotación.
Elena corrió a su lado y lo tomó del brazo.
-No me habías dicho que hubieras avanzado tanto.
-Es muy poquito, cara, no hay que ponerse tan ner­vioso.
Ella lo miró, incapaz de creer su frialdad.
-¿Estás de broma? Me he quedado extasiada vién­dote mover el pie... ¡eso es motivo suficiente para ha­cer una fiesta!
-¿Tú crees, tesoro?
Entonces ella recordó lo que había ocurrido cuando ella le felicitó por su primer logro. Ella había saltado sobre él y se habían besado. Lo miró a los labios y vio que estos se curvaban en una sonrisa burlona, pero ella sólo quería besarlo.
-Me parece que las fiestas de autocomplacencia tendrán que esperar, ¿no?
Su tono burlón la hizo volver al presente brusca­mente. Él no la quería, pensaba en besarla como en un deber, no como en la forma ideal de celebrar algo.
Ella se apartó de los dos hombres con la cara encen­dida e hizo como que estaba interesada en las barras paralelas y los otros aparatos. El comentario la había avergonzado y le había recordado lo poca mujer que era para él.
-¿Cuándo cree que Damon podrá empezar a utilizar las barras? -preguntó a Tay.
-Es difícil de decir. Cada paciente tiene unos tiem­pos de evolución distintos, pero su marido tiene una determinación muy firme y una mujer, y ese es un buen incentivo para recuperarse lo antes posible. Tal vez po­dríamos verle usándolas en unos siete días.
Ella se giró al oír tan buenas noticias, pero la fría voz de Damon la detuvo.
-¿Soy un hombre, no? No soy un niño que necesite que hablen por él.
Su ego masculino estaba realmente dañado.
Elena no estaba segura de cómo calmar el enfado de Damon, pero Tay sonrió.
-Hablar de los pacientes como si ellos no estuvie­ran delante es un mal hábito que a veces tenemos los médicos. Gracias por recordárnoslo. ¿Qué te parece el plazo de siete días para empezar a usar las barras para­lelas?
-Puede hacerse -replicó Damon con una confianza que complació a Elena.
La confianza pareció ser certera y, poco a poco, él fue recuperando la sensibilidad en las piernas. Damon se obligaba a sí mismo a trabajar sin descanso, haciendo más sesiones de fisioterapia que en el hospital. Elena asistía a las sesiones con él, pero parecía que él cada vez necesitara menos su apoyo.
Era como si algo dentro de él hubiera cambiado, e incluso dejó a un lado el Banco y las Empresas Salvatore para centrarse en volver a andar.
-Sigo sin sentir nada más arriba de las rodillas -dijo a Tay unos pocos días después-. ¿Cómo voy a usar las barras si sólo la mitad de mis piernas funciona?
Tay sonrió mientras ayudaba a Damon a moverse des­de el aparato de levantamiento de pesas hasta su asien­to.
-Lo estás haciendo muy bien. Estarás usando las barras muy pronto.
-Han pasado seis días y mañana será el séptimo.
-Casi lo has conseguido -dijo Tay con una despreo­cupación que Elena envidiaba.
Ella habría deseado poder responder con tanta tran­quilidad a Damon, pero no podía.
Tay prometió llegar pronto a la mañana siguiente.
-Es fácil para él quitarle importancia. No es él quien está sentado como un inútil en una silla de ruedas -la frustración en la voz de Damon no la sorprendió, pero sí que no la ocultara. Se había mostrado muy estoico desde la vuelta a Italia, y también muy distante.
Ella le pasó una toalla para que se secara el sudor de la frente. Había estado trabajando la musculatura de la parte superior del cuerpo y sus músculos estaban hinchados por el ejercicio.
-Sólo un tonto te llamaría inútil, Damon.
-¿Y qué soy entonces? Mi mujer duerme en otra cama y mis negocios deben gobernarse solos puesto que yo no consigo que mi cuerpo funcione como es de­bido.
Ella se notó enrojecer. Nunca habían hablado de su noche de bodas. Ella había asumido que él estaba con­tento con que ella durmiera en otra habitación dada su actitud acerca de hacerle el amor.
-Si tus negocios se gobiernan solos, entonces ¿por qué pasas tanto tiempo delante del ordenador y al telé­fono? Por no hablar de las reuniones de trabajo... -ha­bía asistido a una el día anterior para demostrar a los accionistas que todo iba bien.
Según Stefan, Damon había estado muy convincente y a ella no le había sorprendido.
-Me doy cuenta de que ignoras la parte de las ca­mas separadas.
Ella enrojeció aún más y se volvió intentando ocul­tarle su vulnerabilidad.
-Los dos sabemos por qué no duermo contigo, Damon. Nuestro matrimonio no es real.
Unos dedos fuertes le agarraron la muñeca hasta que consiguió que ella lo mirara.
-¿Y por qué no es real nuestro matrimonio? -el bri­llo metálico de sus ojos casi la quemaba-. Accediste a tener un hijo mío y a ser mi mujer. Te jure fidelidad y un montón de cosas más. ¿Qué hay de irreal en todo eso?
-Tú no pensabas con claridad. Ahora que has tenido tiempo de pensarlo, estoy segura de que te arrepentirás -ella intentó sonreír mientras las palabras que pronun­ciaban herían sin piedad su corazón-. Podemos conse­guir la nulidad y nadie sabrá nunca nada de esta locura de matrimonio.
Él la acercó aún más hacia él.
-Stefan lo sabe y yo lo sé. Me juraste ser mi esposa.
-Pero no querías casarte conmigo realmente. Sabes que no querías. Yo sabía que te arrepentirías y lo has hecho.
-¿Y de dónde sacas esa conclusión?
¿Qué podía decir? «Para ti, besarme es una obliga­ción». Aquello sonaría como si realmente le importase, lo cual era verdad, pero ella no quería que él lo supiera. Aún le quedaba un poco de orgullo en lo relativo a él.
Al no responder ella de inmediato, él la miró con los ojos entrecerrados.
-Tal vez no se trate de que creas que yo he cambia­do de opinión, sino que tú has cambiado de opinión.
Ella sacudió la cabeza.
-No. Para mí nada ha cambiado -respondió ella con sinceridad.
Él la miró fijamente. ¿Qué estaba buscando?
Por su lado, ella cada vez era más consciente de su presencia física. Su olor la provocaba, le hacía pensar en cosas que había intentado olvidar desde que salieron de Nueva York. Su piel cubierta de sudor atraía su mi­rada, y mirarlo era desearlo. Desearlo significaba recor­dar y recordar era la locura. Pero no podía apartar esas imágenes de su imaginación.
-¿Te doy pena? -dijo él, sorprendiéndola.
-¿Qué?
-Te doy pena. No querías casarte conmigo, pero te daba lástima rechazarme. Esperabas que yo me arrepin­tiera, pero no ha sido así.
Ella lo miró anonadada.
-¿Pena? -¿quién podría sentir pena por Damon? Esta­ba lleno de vitalidad, era muy hombre—. Estás comple­tamente equivocado.
Él la miró fijamente y ella se sintió culpable, aun­que sabía que no lo era de lo que él la había acusado.
-¿Estaré también equivocado si pienso que mis pa­dres también sentirán pena por mí si cuando vuelven se dan cuenta de que mi mujer no comparte mi cama?
-Yo no me negué a dormir contigo -casi gritó ella.
-Entonces no te molestará saber que le he dado ins­trucciones a la sirvienta para que traslade todas tus co­sas a mi habitación.
¿Había hecho eso de verdad?
-Pero... Damon...
-Si te casaste conmigo por pena, espero que te vuelvas a compadecer de mí y duermas en mi cama. No seré un riesgo para tu virtud.
-¡No me compadezco de ti!
-Pero tampoco quieres estar casada conmigo.
-¡Yo no he dicho eso!
-¿Y entonces por qué has hablado de nulidad?
-Yo pensaba que tú la querías.
-Yo no he dicho eso. No quiero eso -dijo él, enfatizando las palabras-. El matrimonio es para toda la vida.
Ella gimió.
-Ya sabía que pensabas eso.
-No es que lo piense, es que lo sé.
-Pero no estás obligado a estar casado conmigo.
-Ya está bien -él le soltó la mano en un violento re­chazo-. No quieres seguir casada conmigo. Lo acabas de decir. No te escondas bajo un falso interés por mí. Eres mi mujer porque yo lo elegí así. No puedo creer que sea el fin de nuestro matrimonio antes de haber empezado -su mirada iracunda desató las emociones de ella-. No quieres ser la madre de mis hijos. De acuerdo. No es problema. Vete -le hizo un gesto seña­lando la puerta-. Pero márchate antes de que mis pa­dres lleguen mañana. Será más fácil si no tengo que ex­plicarles que tengo una mujer que realmente no es mi esposa.
El dolor la oprimía tanto, que casi no la dejaba res­pirar. Por segunda vez era expulsada de la vida de Damon, pero esa vez lo había hecho él mismo. Si se mar­chaba entonces, ¿la dejaría volver alguna vez?
Aparentemente parecía que él sí quería seguir casa­do. Sabiendo eso ¿cómo podría abandonarlo? ¿Quería abandonarlo? La respuesta era, simplemente, no.
-Yo no quiero poner fin a nuestro matrimonio -dijo ella susurrando a través del nudo que tenía en la gar­ganta.
-Entonces, dormirás en mi cama.
Ella asintió con la cabeza, dolida por una opción que no había sido opción en absoluto. Compartir cama con un hombre que consideraba que tocarla era un de­ber o desaparecer para siempre de la vida del hombre al que amaba.
Llegó el momento de acostarse. Cuando ella entró en la habitación de Damon, lo encontró preparándose para meterse en la cama.
Apenas apreció el decorado de la habitación, los frí­os tonos azules y los muebles de estilo mediterráneo.
Él estaba sentado en el borde de una cama gigantes­ca, medio vestido. Se había quitado el traje que había llevado durante la cena. No llevaba corbata y su camisa estaba abierta, dejando ver el pelo corto y negro de su torso y los boxer de seda azul marino.
Era tan guapo que parecía un pecado. No debería permitirse que un hombre fuera tan atractivo.
¿Cómo iba a dormir aquella noche al lado de aquel hombre perfecto a centímetros de su cuerpo?
Bueno, la cama era muy grande, pero tampoco pa­recía suficiente distancia. ¿Y si dormía desnudo? Ella no pensaba que lo pudiera soportar. Sus sentidos ya es­taban en alerta máxima y él aún tenía los boxers y la camisa puestos.
Ella tragó saliva y lo miró, con la respiración ya descompensada.
Él la observaba con expresión decidida. Segura­mente se daba cuenta de su nerviosismo.
-Yo... ¿Dónde está mi camisón? -preguntó ella, sin saber qué decir.
-¿Lo necesitas? -preguntó él, con una mirada tra­viesa en los ojos.
-¿Que si lo necesito? -repitió ella, incapaz de asi­milar la idea de irse a la cama desnuda.
-Muchos maridos y mujeres se acuestan sin llevar nada de ropa, ¿no?
¿Ese tono en su voz era de broma? Apenas podía creerlo, sobre todo por su reacción esa mañana.
-¿Vas a dormir así?
-¿Así, cómo?
Estaba atormentándola y eso le encantaba.
Ella tomó aliento y lo dijo.
-Sin pantalones.
Estaba orgullosa de cómo había logrado decirlo cuando su pensamiento estaba perdido en un mundo de erotismo.
-No me gusta tener limitaciones cuando duermo.
-Oh... bueno, yo preferiría ponerme un camisón.
Él se encogió de hombros como si no le importara, y ella estaba segura de que así era. No era él el que te­nía que lograr calmarse ante el solo pensamiento de dormir en la misma cama con ella.
-¿Dónde está?
-Ahí dentro -dijo él, indicando el armario ropero del otro extremo de la habitación.
Abrió la puerta y encontró todos sus camisones. Eli­gió uno bordado y sin mangas, pues hacía bastante ca­lor para ser finales de septiembre en Milán.
Ella entró al baño y se tomó su tiempo, esperando que Damon ya estuviera bajo las mantas cuando ella vol­viera.
Su deseo se cumplió, él estaba sentado apoyado en unos cojines, con el torso desnudo. Ella se detuvo ante su imagen unos segundos.
-¿Vienes a la cama, cara?
Ella tragó saliva y asintió, incapaz de hablar.
Necesitó de toda su energía y determinación para atravesar la habitación y meterse en la cama por el lado contrario al de él. ¿Qué haría si se acercaba mucho a él durante la noche? ¿Qué pasaría si tenía uno de los sue­ños sensuales que no la habían abandonado desde la noche de Nueva York? En aquellos sueños, él era el centro de la atención. ¿Qué haría si su cuerpo reaccio­naba a las fantasías con él tan cerca? Se había desperta­do abrazada a una almohada y con su parte más íntima palpitante en más de una ocasión.
Ella se acostó bajo las mantas, rígida por los ner­vios.
-Pareces una novia del siglo XIII esperando ser vio­lada por su despótico marido.
Su cabeza se movió a un lado y le vio sonreír bur­lón y con los ojos brillantes.
-No estoy acostumbrada a dormir con nadie.
-Ya dejamos claro ese punto en Nueva York.
Ella asintió con la cabeza.
-Creo que también quedó claro que te gustaban mis caricias, ¿no?
Pensó en negarlo, su orgullo se lo suplicaba, pero la sinceridad innata en ella venció.
-Sí.
-Y a pesar de todo te has negado a compartir mi cama desde nuestra noche de bodas.
-Tú dijiste que era un deber. Que no te gustaba -las lágrimas afloraron a sus ojos recordando un momento tan doloroso.
Su mirada se clavó en ella.
-Un hombre puede decir muchas cosas después de verse rechazado por su mujer, ¿no?
-Yo no te rechacé -¿cómo podía creer eso? Ella lo deseaba. Desesperadamente. Era obvio.
-Sí lo hiciste.
Recordando cómo se había apartado de él, ella se mordió un labio.
-Tal vez un poco, pero no significaba lo que tú pen­saste.
-¿Y cómo debía interpretarlo?
-No como un rechazo definitivo -respondió ella con sinceridad-. Estaba celosa y enfadada.
-¿De qué estabas celosa?
-Me ignoraste durante todo el vuelo y, cuando lle­gamos, me regañaste por esperarte fuera de la limusina.
Él suspiró con expresión dolida.
-Pensé que no te habías dado cuenta y que no te ha­bía importado. Me sentí muy estúpido y por eso te ha­blé con dureza cuando llegamos.
¿Estaba diciendo la verdad?
-No fue un rechazo definitivo -repitió ella con ma­yor convicción esta vez.
-Para un hombre, cualquier rechazo sexual es im­portante, cara mia. ¿No lo sabías?
-No -suspiró ella. Era difícil creer que no se hubie­ra dado cuenta de lo mucho que lo deseaba, pero por imposible que pareciera, le había hecho daño-. Lo siento.
-¿De verdad, tesoro?
Su corazón se derretía cada vez que la llamaba así. Era mucho más íntimo que cara, y era un trato reserva­do sólo para ella, o eso creía. Nunca le había oído lla­mar así a Caroline ni a nadie más.
-Sí -repitió ella sin aliento. ¿Cómo no iba a quedar­se sin respiración, acostada al lado de un hombre tan sexy como Damon?
-Demuéstramelo.

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