CAPITULO 07
—Ha perdido el juicio, pobre desgraciado. Es una
cáscara vacía. —Septimus Glasse señaló con la cabeza al agente de la Orden
capturado que estaba desplomado en una silla para inválidos—. Su cuerpo debería
sanar rápidamente. Es joven y fuerte. Pero su mente está dañada, James. Se
queda ahí, sentado, mirando al vacío. Apenas articula palabra.
—¿Y de quién es la culpa? —Espetó James hirviendo de
cólera cuando se asomaron a las almenas del antiguo castillo de su amigo
situado en los Alpes bávaros—. ¡Mira lo que le han hecho tus torturadores!
¡Prácticamente le han llevado a la locura! ¡El único hombre que puede
desvelarnos los secretos de la Orden y ahora casi ni recuerda su propio nombre!
—Eso dice él —remarcó Talón con expresión recelosa.
—¿Crees que finge? ¡Intenta sobrevivir a meses de
tortura a ver si tu mente deja o no de funcionar! —replicó James a su ayudante;
luego contempló de nuevo al prisionero de mirada perdida, cuyo físico, en otro
tiempo poderoso, se había consumido en parte tras meses encerrado en una
mazmorra.
James había exigido que Septimus sacara al tal Drake
de las entrañas del castillo de forma inmediata. Habían hecho que un cirujano
lo examinase y le cortara el denso cabello negro para deshacerse de los piojos.
Pero el prisionero seguía teniendo un porte aristocrático aun con la cabeza
rapada.
James ignoraba por completo quién era en realidad
ese agente, pero a pesar de que deberían haber sido enemigos acérrimos, sentía
compasión por su silencioso cautivo.
—Bueno —dijo Septimus resignado—. Dudo que ahora nos
sirva de algo. Es un hombre roto.
—Podría deshacerme de él —murmuró Talón.
—¡No! —Ordenó James, volviéndose hacia ellos con
exasperación—. Que nadie lo toque, ¿me habéis entendido? En algún rincón de su
cerebro rondan los nombres de todos sus compañeros agentes. Debemos tratarlo
bien, darle tiempo para que se recupere.
—¿Y si cuando recupere las fuerzas se vuelve contra
nosotros? —Inquirió Talón, manteniendo la voz baja—. Habida cuenta de todo lo
que sabemos acerca de los caballeros de la Orden, diría que es mejor acabar con
él ahora, mientras continúe estando débil.
—Talón, vas a obedecerme en esto —le advirtió
James—. ¿Por qué ninguno de los dos podéis ver las cosas como yo? Imaginad la
gran ventaja que supondrá para nosotros cuando le hayamos ayudado a ver la luz.
¿Acaso no lo comprendéis? Voy a cambiarle. A enseñarle a entender que en
realidad pertenece a nuestro bando.
—¿Cómo pretendes hacerlo, James? —Septimus sacudió
la cabeza—. Parece extremadamente arriesgado.
—Le han destruido y yo voy a reconstruirlo de nuevo.
Como es evidente, tengo intención de granjearme su confianza. —James desvió
nuevamente la mirada del cautivo hacia ellos con expresión sombría—. No estoy
seguro de que el daño infligido a su mente pueda repararse, pero hemos de
intentarlo. Cuando le haya convertido podremos destruir la Orden de San Miguel de
una vez por todas. Mientras sobreviva, jamás conseguiremos imponer nuestra
visión del mundo. Cada vez que estamos cerca de lograrlo arruinan nuestros
planes en el último momento.
Drake, inmóvil a unos pocos metros, tan solo podía
percibir retazos de la conversación a media voz, pero en esos momentos no tenía
sensación de estar en peligro, de modo que no se esforzó por escuchar. De todos
modos estaba demasiado exhausto, en cuerpo y mente, como para preocuparse. Lo
único que deseaba era que lo dejasen tranquilo y respirar el gélido aire
alpino.
Le ayudaba a despejar su mente confusa y a mantener
el pánico bajo control. Absorto en la amplia vista que tenía ante sí, observó
la luz del sol danzar sobre los huertos y los elevados prados repletos de
cabras y flores silvestres; el brillante destello de las lejanas cimas nevadas
le hacía daño en los ojos, llenándoselos de lágrimas.
Sus captores encontraban extraño que siempre deseara
estar fuera, en la azotea, bajo cielo abierto. Pero sentirían lo mismo que él
si hubieran pasado los últimos meses sumidos en la oscuridad en las profundas
mazmorras del castillo. Parpadeó para espantar el dolor que lo perseguía como
si de un espectro se tratase.
Cuando el corazón comenzó a palpitarle con fuerza al
recordar aquella aterradora pesadilla, luchó por vaciar de nuevo su mente y
aplastó los recuerdos inconexos, llevado por un silencioso arrebato de
desesperación. Luego rebuscó denodadamente las palabras que se habían
convertido en su nuevo credo. Había hallado paz repitiéndolas una y otra vez
para sus adentros. «Estamos... más allá del bien y del mal... Somos la
élite...»
Le habían inculcado por la fuerza aquella letanía,
obligándole a aprenderla y recitarla hasta que su mente había implorado a
gritos no tener que volver a escucharla. Pero debía de haber vencido al dolor
pues, mientras se encontraba en aquella celda, pronunciando dichas palabras
cuando sus captores así se lo ordenaban, finalmente había conseguido que, de
algún modo, mitigasen su angustia.
No dejaba de ser extraño que en aquel instante esas
mismas palabras que tan desesperadamente había odiado comenzaran a
proporcionarle algo de consuelo. Buscó la siguiente frase en lo más recóndito
de su mente: «Somos la élite... forjada a fuerza de pura voluntad...».
¿Acaso no era una feroz y pura fuerza de voluntad lo
que le había mantenido con vida todos esos meses? Quizá tenían razón. Puede que
aquel fuera su sitio. Era posible que, tal y como había dicho James, su
salvador, le aguardara un nuevo destino.
«Renacidos por siempre, brillando como la llama...»
También Drake había renacido.
Había sobrevivido a su tormento diario como el dios
Prometeo, soportando los horribles ataques de las garras y el pico del águila.
El simple eco en su cabeza de los pasos de los torturadores aproximándose por
el pasillo hacia su celda le provocaba un sudor frío.
Pero lo peor de todo era que el tiempo pasado en
aquel infierno era la única parte de su vida que podía recordar: encerrado y
obligado a desempeñar el vejatorio papel de víctima.
Lo habían sometido a interminables interrogatorios y
le parecía que en otro tiempo debió de conocer las respuestas a las preguntas
que le hacían. Pero si en un principio se había negado a dárselas por voluntad
propia, llegó un día, después de una paliza particularmente cruenta, en que las
respuestas simplemente se habían esfumado. Habían desaparecido en lo más
recóndito de su mente, como si alguien las hubiera borrado a fuerza de recibir
golpes en la cabeza. Todo su conocimiento había sido tragado como por un remolino
en el mar que engulle los barcos.
Su nombre era Drake, de eso estaba seguro, pero la
mayor parte de su vida anterior se había disipado. Se la habían arrebatado a
base de golpes, arrancándosela del cuerpo y la mente hasta que solo un finísimo
hilo lo separaba de aquel vacío.
Ya no estaba seguro de quién era, no podía recordar
de dónde venía o por qué. Los datos esenciales de su existencia se habían
fragmentado y disuelto, y en esos momentos eran un misterio para él lo mismo
que para sus captores.
Si trataba de recordar le invadía una sensación de
pánico. Casi había deseado que lo mataran.
Pero entonces llegó James.
El amable anciano lo había rescatado y asegurado que
aquel miedo irracional, aquella confusión, pasarían. Cuan dulces promesas.
Luego le había jurado que le ayudaría a redescubrir todo cuanto había olvidado.
Drake quería a ese anciano con una fe ciega e infinita. Era su única esperanza
de sobrevivir en aquel lugar.
Los demás temían y respetaban a James. Cumplían sus
órdenes. Por primera vez, Drake albergó la esperanza de que su tormento pudiera
haber quedado atrás, siempre y cuando hiciera exactamente lo que James le
decía.
Cuando la congoja se abría paso desde el pausado
remolino de su confusión para apoderarse de él, Drake se consolaba con la cercana
presencia tranquilizadora de su anciano salvador. Era consciente de que le
debía la vida a aquel hombre amable. Ansiaba complacerlo con todo su corazón,
pues era muy consciente de que James podría enviarlo de vuelta a las entrañas
del infierno cuando así lo decidiera.
—¿Drake?
La voz profunda y cultivada pareció llegarle desde
una distancia superior a un millón de kilómetros.
—¿Drake? —James apareció a su lado, apoyando una
huesuda mano en el respaldo de la silla para inválidos—. Buenos días, Drake.
—Se inclinó para examinar su cara con afable preocupación—. ¿Cómo te encuentras
hoy? ¿Te sientes un poco mejor?
Pese a estar sumido en un profundo estado de
estupor, Drake volvió la cabeza y lo miró.
—Mejor... sí.
El sufrimiento y la desesperación habían hecho de él
un ser dócil pero, aunque no podía recordarlo, sentía que no siempre había sido
así.
Vio un atisbo de compasión en los hundidos ojos
grises del hombre. James Falkirk era de constitución menuda, con una densa mata
de cabello color peltre, rasgos adustos y nariz prominente.
—Bien —murmuró, y las arrugas que rodeaban su boca y
sus ojos se hicieron más marcadas cuando le brindó a Drake una sonrisa
tranquilizadora.
Detrás de James estaba el dueño del castillo, un
alemán de ojos negros y barba, que contemplaba a Drake con una suspicaz mezcla
de lástima y desprecio. El tercer hombre se encontraba más retirado, pero
incluso desde aquella distancia Drake vio la animosidad que reflejaba su frío
ojo color avellana. Llevaba el otro cubierto por un parche.
Talón, que así se llamaba el tuerto, era el más
joven de los tres. Un hombre alto y corpulento, con unas facciones duras y
grasiento cabello rubio. La mirada de aquel único ojo aterraba a Drake.
Presentía una amenaza tácita en él, pero sabía que estaba demasiado débil en
aquellos momentos para defenderse debidamente en caso de que lo atacara.
Podía sentir la ansiedad acumulándose en su pecho,
pero ni siquiera se dio cuenta de que se había encogido de terror en su silla
hasta que James habló de nuevo.
—Tranquilo, Drake. Nadie va a hacerte daño. Drake,
escúchame. Eso es. Buen muchacho —lo calmó James cuando Drake depositó
obedientemente su atención en él—. Tengo emocionantes noticias para ti, Drake.
Talón y yo vamos a llevarte a Inglaterra.
—¿Inglaterra? —repitió con un hilillo de voz,
saboreando aquella palabra que le resultaba vagamente familiar.
—Creemos que ese era tu hogar. Dentro de una semana
más o menos deberías de estar lo bastante fuerte como para viajar. —James hizo
una pausa—. Sabes que prometí ayudarte a recuperar la memoria, ¿no es así?
Cuando veas los lugares que antaño conocías, creo que tus recuerdos volverán.
Lo primero que a Drake le pasó por la cabeza fue que
no deseaba recuperar sus recuerdos. Era mejor que estuvieran ocultos, de eso
estaba seguro, aunque no sabía por qué. Su mente debía de habérselos tragado
por algún motivo.
Por desgracia, se daba cuenta de que esa no era la
respuesta que James deseaba escuchar.
—Sí. Gracias, señor —susurró, temblando ligeramente.
Agachó la cabeza.
—Con el tiempo te pondrás bien —lo animó el
anciano—. Ambos debemos ser pacientes. Y cuando estés recuperado, Drake, cuando
hayas recobrado las fuerzas... —La voz de James se tornó más profunda y algo
más siniestra—. Te ayudaré a vengarte de los supuestos amigos que te
abandonaron para que murieras aquí.
Al día siguiente, Damon llegó a la villa de los Gilbert
a la hora acordada a fin de recoger a su prometida para dar un paseo formal;
una tradición curiosa y apropiada, pensó divertido. Ardía en deseos de ver cómo
iba a comportarse Elena una vez que había dispuesto de veinticuatro horas para
acostumbrarse a la idea de casarse con él.
No sabía qué esperar, pero a su llegada ella lo
recibió con una actitud de contenida gentileza, ataviada para la ocasión con un
tentador vestido rosa pálido con largas mangas transparentes.
Sus ojos vagaron hasta el escote en forma de uve,
ribeteado con vaporoso encaje, pero se prohibió a sí mismo quedarse mirando
demasiado tiempo. Damon conversó respetuosamente unos minutos con la familia,
pues el padre le agradaba de veras, hasta que por fin Elena se puso el sombrero
a juego y partieron sin más con la promesa de no demorarse demasiado en
llevarla de vuelta a casa.
Mientras las hermanitas de Elena espiaban por la
ventana, se encaminaron hacia el carísimo cabriolé del marqués, un vehículo
ligero de dos ruedas tirado por un único caballo negro. Damon le abrió la
portezuela y la ayudó a montar.
En realidad aquel día de finales de verano hacía
demasiado calor para aquel consagrado ritual de cortejo, pero Damon subió la
capota de piel con forma de la concha de un nautilo para proporcionar sombra a
su dama. Además sugirió realizar una parada en Gunter's para tomar uno de sus
afamados helados, pero no habían decidido todavía si pasarían o no por allí.
Damon se alegró de que Elena no intentara librarse
de la cita poniendo el bochornoso día como excusa.
Se pusieron en marcha a paso tranquilo, pero al ver
que la timidez de ella persistía y que la conversación había decaído, Damon
decidió rápidamente romper la forzada tensión con una enloquecedora dosis de
velocidad.
Nada como un poco de peligro para unir a dos
personas. Arreó al caballo para que fuese más rápido mientras Elena chillaba
con una mezcla de terror y deleite.
—¡Reduzca la velocidad! ¡Es usted un lunático!
—gritó mientras descendían como un rayo por un tramo largo y llano de vía
pavimentada de grava en una zona poco transitada de Hyde Park.
Damon se echó a reír. Habría atendido su petición de
haber creído sus protestas, pero las carcajadas y la deslumbrante sonrisa de la
joven le decían otra cosa.
Azuzó al veloz animal con las riendas, casi de pie
en el pescante con la pierna apoyada contra el estribo.
Los faldones de la chaqueta ondeaban a su espalda
mientras avanzaban de forma vertiginosa, igual que la pluma blanca de avestruz
del sombrero de Elena, como un banderín en la brisa que levantaban a su paso.
Se sintió encantado cuando ella se aferró a su brazo para sujetarse.
Elena estaba respondiendo tal y como había
calculado. Era, naturalmente, un conductor demasiado experto como para ponerla
en peligro. Bastaba con la falsa ilusión.
Recorrieron el polvoriento sendero, atravesando las
sombras que el sol de la tarde proyectaba en el camino al caer oblicuamente
sobre los altos árboles secos.
—¡Damon! —gritó.
Le alegró que ella utilizase su nombre de pila. Al
menos habían superado la irritante tensión.
—¿Sí, Elena? —respondió con un rápido vistazo. Ella
señaló hacia delante.
—¡Cuidado!
—¡Vaya!
Las ruedas del carruaje se despegaron del suelo al subir
una pendiente. Elena dejó escapar un gritito y se aferró a él con todas sus
fuerzas cuando, en efecto, tardaron algo más de lo esperado en aterrizar.
Damon rió de buena gana una vez que el cabriolé se
posó bruscamente de nuevo en el camino, haciéndolos caer de golpe en el
asiento.
—¡Oh! —Exclamó ella al cabo de un momento,
llevándose la mano a su agitado pecho—. ¡Estábamos... volando! Damon le brindó
una amplia sonrisa.
—¿Quiere repetir?
—¡Está loco! —espetó, pero su trémula sonrisa
revelaba que al fin se había dado cuenta de que él bromeaba.
—Loco por usted, señorita Gilbert. Loco por usted.
El hipnótico cumplido prendió una chispa en los ojos
de la joven. Damon redujo la marcha imponiendo al castrado un paso ligero y más
tranquilo. El reluciente pelaje del animal había empezado a empaparse de sudor
debido al calor y, en cualquier caso, se estaban aproximando a una parte del
parque más concurrida.
Elena se soltó de su brazo y puso algo de distancia
entre ellos mientras Damon se obligaba a fijar de nuevo la atención en el
camino. La presencia de la joven a su lado despertaba sus instintos más básicos
y hacía que su imaginación volara a lugares donde no debía ir.
Al menos, aún no.
En Hyde Park había llegado la hora del paseo.
Garbosos jinetes trotaban y cabalgaban a medio galope de un lado a otro;
selectos carruajes se exhibían a plena vista; elegantes paseantes recorrían en
pareja o en pequeños grupos el Serpentine.
Elena devolvió educadamente el saludo a alguien que
pasaba en un carruaje cuando giraban hacia el Ring.
Damon era consciente de las miradas sorprendidas que
atraían cuando los miembros de la alta sociedad reparaban en que estaban
juntos. Aquello era justo lo que había deseado y algo que sin duda ella también
había previsto. De haber tenido alguna reserva, no habría aceptado acompañarle.
Sea como fuere, se respiraba cierta tensión
soterrada entre ellos en su debut en sociedad como pareja. Damon no quería ni
imaginar los rumores que iban a correr. Él era todo un veterano en escándalos y
tan solo esperaba que ella pudiera sobrellevar la presión. El bochornoso calor
veraniego no ayudaba en absoluto.
El pañuelo que llevaba al cuello enjugó una gota de
sudor que resbaló por su nuca.
—El parque parece más concurrido de lo habitual para
esta época del año —comentó con la esperanza de poner fin al incómodo silencio
que se había impuesto de nuevo desde que ella se había percatado de que los
observaban.
Damon la miró.
—Sí. Este año la sociedad ha dejado a un lado su
calendario habitual debido al final de la guerra. —La joven saludó cortésmente
a otro conocido mientras continuaban su paseo. Este se quedó mirándolos al
verlos juntos—. Tuvo suerte de no estar aquí en julio, cuando la lista de bajas
en Waterloo comenzó a aparecer en los periódicos. —Volvió la vista hacia él de
repente—. Por cierto, tengo un amigo que me ha contado que usted estuvo allí.
Que presenció la batalla.
—¿Qué clase de amigo? —replicó Damon frunciendo el
ceño con recelo.
Recordó de inmediato a todos los oficiales ávidos de
gloria en Waterloo que se habían referido a él como el Distinguido Viajero, sin
llegar a saber que Rotherstone estaba allí únicamente para salvar a Wellington
de un sicario. Se estremeció al pensar en lo que Elena podría haber escuchado y
sintió un fugaz deseo de poder hablarle de sus heroicas hazañas aquel día.
Pero, como bien sabía, ella jamás iba a enterarse.
¡Ah, fútil vanidad!
—Uno de esos insufribles oficiales, sin duda
—farfulló—. Seguro que no cesan de adularla.
—Vaya, lord Rotherstone, ¿es usted celoso? —preguntó
Elena con una mirada coqueta.
—En ocasiones, como cabe suponer.
—Bien, pues no tiene de qué preocuparse. —Lo
obsequió con una sonrisilla maliciosa—. No fue un oficial quien me lo contó.
Sino una joven, una de mis amigas más íntimas, de hecho. Y si decido casarme
con usted, tendrá que ser amable con ella.
—¿De veras?
—Me es muy querida. Se trata de la señorita Bonnie
Portland.
—Hum, mostrarme amable con una jovencita que va
contando habladurías acerca de mí. Espléndido. ¿Y cómo sabe la tal señorita
Portland que estuve allí? ¿Acaso asistió al baile de la duquesa de Richmond en
Bruselas?
—No, Bonnie estaba aquí. Y lo sabía porque, mi
querido lord Rotherstone, entre usted y yo... Bonnie es una espía.
—¿Que es qué? —La miró completamente sorprendido,
pero ella se limitó a reírse de él.
—Bonnie está siempre al corriente de los rumores.
¡Ignoro cómo lo hace! Me temo que tiene métodos inicuos de averiguar esas
cosas, pero nunca los cuestiono. Su información a menudo resulta útil... tal y
como ha sucedido con respecto a usted.
—Aja. —Se sentía desconcertado a pesar de que su
picara explicación le divertía. Volvió la vista de nuevo al camino, dejando
escapar una risilla—. Bueno, debe presentarme a esa joven espía. Quizá pueda
enseñarme alguna cosa.
—Creo que no lo haré —dijo—. Le tiene miedo. Y no ha
respondido a mi pregunta. ¿Estaba en lo cierto? ¿De verdad fue testigo de la
batalla que tuvo lugar aquel día en Waterloo?
Damon se removió ligeramente en su asiento.
—De parte, sí.
—¿Cómo fue?
—Una imagen que tardaré tiempo en olvidar. —Sacudió
las riendas sobre la grupa del caballo, azuzando al animal para que emprendiera
un garboso trote.
—No es necesario que proteja mi sensibilidad
femenina —repuso—. Yo también soy inglesa. Tengo derecho a saberlo.
Damon se encogió de hombros ante su deseo de saber
más.
—Imagine su peor pesadilla y multiplíquela por diez
mil. Eso fue Waterloo.
Elena fijó los ojos en él mientras asimilaba
aquello.
—Dijeron que fue la mayor victoria de Inglaterra,
pero... ¿cincuenta mil muertos de ambos bandos después de un par de días de
lucha? ¿Quién puede imaginar eso?
Damon no dijo nada.
Por un momento ella se sumió en sus pensamientos en
silencio.
—Lo lamento. No era mi intención convertir nuestra
salida en algo morboso. Lo importante es que las personas se han unido para
ayudarse unas a otras en estos tiempos difíciles.
—Como debe ser.
—Imagino que habrá todo tipo de celebraciones cuando
el ejército al completo se retire de Francia y los barcos comiencen a llegar,
trayéndolos a casa. Va a ser un otoño muy alegre. Supongo que agradeceré el
frío de la estación. Londres es un espanto en verano. No pasará mucho tiempo
antes de que alguien organice una cacería.
—Bien —repuso Damon—. Porque aún me debe un baile. Elena
lo miró sorprendida e intercambiaron una sonrisa. Damon temía haberle sostenido
la mirada demasiado tiempo.
—¿Tiene su familia planes para marcharse al campo
durante el otoño? Su padre parece la clase de hombre que disfruta con las
típicas actividades campestres.
—No —respondió Elena con una sonrisa impertinente—.
Practica la caza y la pesca de cuando en cuando, pero solo si alguien le invita
a su cabaña de campo. Los Gilbert no somos habituales del campo dado que
residimos en Londres todo el año.
—¿Por qué? ¿Es su padre asiduo a la Cámara de los
Lores?
Elena se encogió de hombros.
—De forma moderada.
—¿Es tory?
—Por supuesto. ¿Y usted?
—Independiente —contestó.
—Qué interesante —repuso ella, mirándole y
asintiendo.
—No puedo decir que me haya granjeado demasiados
amigos —replicó con sequedad—. A los líderes de los partidos les encanta ser
capaces de predecir el voto. Pero si no es por la política, ¿por qué su padre
les mantiene en la ciudad todo el año?
Elena dejó escapar un suspiro nostálgico y dirigió
la vista hacia el sendero.
—Vendió nuestra casa de campo tras la muerte de mi
madre. Los recuerdos eran demasiado dolorosos para él. Nos mudamos a nuestro
actual hogar cuando yo tenía quince años, y desde entonces he sido una joven de
ciudad.
—Una joven de ciudad, ¿eh? —Bromeó él con suavidad,
decidido a desterrar la sombra de tristeza que traslucía su voz—. Ya se sabe
cómo son: sofisticadas, elegantes y atrevidas...
—¡Yo no soy ninguna atrevida!
—¿No? A mí no me molesta, de veras; si alguna vez
desea actuar de forma atrevida conmigo, estoy muy dispuesto a dejar que...
—¡Es usted malvado!
Esbozaron sendas sonrisas con cauto placer.
—Me toca preguntar —dijo él.
—De acuerdo.
Damon la miró.
—¿Cuánto tiempo transcurrió desde la muerte de su
madre hasta que su padre se casó con la actual lady Gilbert?
—Uf, unos años. —Observó un impresionante carruaje
que pasaba con gran estrépito—. Lo irónico es que a veces creo que mi padre se
casó más pensando en mí que en él. Estaba convencido de que necesitaba la
presencia de una madre en mi vida. Tengo una tía abuela un tanto aterradora que
fue mi madrina en sociedad, la duquesa viuda de Anselm. Pero es más una abuela
para mí.
—¿Una duquesa? Vaya, vaya.
—Y Penelope tenía dos hijas en las que pensar.
Acababa de enviudar y mis hermanastras eran dos bebés por entonces. —Dejó
escapar un suspiro—. Francamente, creo que mi padre se compadeció de ellas.
—Tal vez la ame. ¿Ha pensado alguna vez en eso?
—Amaba a mi madre —repuso irritada—. Ella jamás lo
hostigaba ni le daba órdenes como una arpía.
—No pretendía ofender. —Resuelto a mantener un
ambiente cordial, cambió ligeramente el rumbo, no solo de la conversación sino
también del cabriolé—. ¿Le agradaba vivir en el campo antes de mudarse a la
ciudad?
—Apenas me acuerdo.
—¿Y ahora? —preguntó. Elena seguía enojada por aquel
tema obviamente delicado, por lo que no pareció percatarse de que Damon había
salido de Hyde Park ni que el caballo se había animado al reconocer el familiar
camino a casa
—. ¿Le gusta pasar tiempo en el campo?
—Ir de visita resulta agradable, siempre y cuando no
esté demasiado lejos. —Se encogió de hombros—. Me gusta visitar a mis amigos en
sus casas campestres, pero cuando se está en compañía de amigos, uno no se hace
a la idea de cómo es en realidad esa vida. La mayoría de las jóvenes me
aseguran que la vida en el campo es sumamente tediosa cuando no hay divertidos
invitados que te tengan entretenido.
—Entiendo.
—Quizá se trate simplemente de mi naturaleza.
Demasiada soledad me deprime. Preciso de una conversación grata y de personas
agradables cerca con quienes relacionarme.
Damon cayó en la cuenta de que lo estaba informando
de sus preferencias porque, cuando contrajeran matrimonio, sería él el responsable
de decidir dónde iban a vivir. Pero Elena no tendría de qué preocuparse, pues
estaba del todo decidido a hacer feliz a su esposa.
—Comprendo —musitó en voz alta—. Es usted una
criatura de sociedad. Parece conocer a todo el mundo —agregó cuando ella saludó
a un grupo de damas que paseaban en un birlocho.
—Yo no diría tanto. Lo que sucede es que disfruto
estando rodeada de gente.
—Sabe Dios por qué —dijo Damon con voz lánguida—.
Pues son seres miserables.
—¡Lord Rotherstone! —exclamó—. Por el amor de Dios,
comienzo a pensar que o bien es un cínico redomado, o bien un misántropo.
—Está en lo cierto en ambos casos, de hecho.
—¿Y aún se pregunta por qué le apodan el Marqués
Perverso?
—Francamente —repuso con una carcajada—, creo que se
debe tan solo a la perilla.
—Entonces debería afeitársela —declaró Elena.
—¿No le gusta?
—No —adujo, para gran diversión del marqués—.
Honestamente, milord, hace que se asemeje a Lucifer.
—Quizá desee parecerme a Lucifer —replicó él.
—¡Para asustar a todos, sin duda! Sí, justo lo que
yo decía —lo reprendió con una sonrisa colmada de picardía—. Asegura que quiere
mejorar la reputación del apellido Rotherstone, pero tengo la impresión de que
en realidad disfruta poniendo nerviosa a la gente. Los provoca deliberadamente
para que lo eviten.
—¿Yo? Pero si no soy más que un inocente corderillo.
—Ja. Más bien un lobo que apenas se molesta en
ponerse la piel del cordero.
Prácticamente no aparece en sociedad y, cuando lo
hace, se mete en peleas.
—No me he metido en ninguna pelea —protestó Damon
con tono chistoso.
—Amenazó a Stefan, ¿no es cierto? Usted mismo me lo
dijo. —Pero eso fue diferente, Elena, cielo. Lo hice por usted. Y no lo
lamento. Por cierto, si ese sinvergüenza dice una sola palabra más sobre usted,
he prometido arrojarle por una ventana... téngalo presente.
—¿Lo ve? —exclamó—. Eso no ayuda nada a su causa. No
puede hacer esa clase de cosas.
—No puedo dejar de hacerlas —respondió afable—,
siendo quien soy. ¡Ah, de acuerdo! Dígame cómo he de comportarme de forma
conciliadora con todos esos encantadores miembros de la alta sociedad.
Elena le dirigió una mirada irritada como respuesta
a su sarcasmo.
—No son tan malos. No todos lo son.
—Me fascina usted. Defendiendo a los necios que la
critican.
—No pretenden causarme ningún mal. Lo que intento
decir es que si los demás interpretan su expresión como hostil, o peligrosa, es
muy natural que lo eviten, aunque sea un trato inmerecido. Es decir, yo he
pasado tiempo en su compañía y veo que es buena persona...
—¡Qué me dice! —replicó él con burlona indignación.
—¡Oh, no importa! Es usted insufrible —lo riñó
suavemente—. Pues bien, ya le he dado mi consejo con respecto a la sociedad, y
ahora necesito de su experiencia en asuntos financieros, si tiene la bondad.
—Por supuesto. —Clavó los ojos en ella, sorprendido.
—Se trata del orfanato.
—¿De Bucket Lane? Dígame que no ha regresado allí.
—No; a diferencia de cierto marqués, no tengo deseos
de morir.
Damon la miró con desconfianza.
—He estado pidiendo donativos para comprar un nuevo
edificio para el orfanato. Resulta evidente que los niños necesitan un
emplazamiento más apropiado. Bien, he encontrado el lugar perfecto: un
internado en venta situado en Islington. He intentado recaudar dinero para hacerme
con la propiedad antes de que otro la compre. Pero después del caos bursátil,
nadie quiere colaborar en estos momentos. Comprendo que la gente tiene cosas de
que preocuparse, pero no puedo dejar que esos pobres niños permanezcan en
semejante sitio. Ya ha visto las condiciones...
—Desde luego —convino Damon de inmediato—. No se
preocupe. Yo me encargaré.
—¿Qué? ¡Oh! —Abrió los ojos desmesuradamente, luego
comenzó a sonrojarse
—. No, no pasa nada. No pretendía insinuar que usted
tuviera que...
—En absoluto. Considérelo hecho.
—¿Hecho? ¿Cómo, va a comprarlo?
Damon estuvo a punto de decir «piense en ello como
en un regalo de boda», pero vio la repentina expresión de alarma impresa en su
rostro y se contuvo de repente.
Se le ocurrió que, habida cuenta de la necesidad que
Elena tenía de controlar las cosas, semejante gesto podría hacer que se
sintiera presionada y dividida, como si él utilizase el bienestar de los
pequeños para forzarla a continuar con sus planes matrimoniales. « ¡Maldición!»
No pensaba manipularla de ese modo.
—El desplome de la Bolsa no nos ha afectado tanto a
mis amigos y a mí, ya que muchas de nuestras inversiones se encuentran en el
extranjero. Hablaré con ellos —dijo mientras doblaba la calle rumbo a las
caballerizas—. Nos aseguraremos de que tenga las aportaciones que necesite.
—¿Sus amigos? —Lo miró con cierta reserva—. ¿Del
Club Inferno?
—Sí. Si está de acuerdo, pasaré a ver el nuevo
emplazamiento que ha encontrado. Y me aseguraré de que las condiciones
estructurales sean óptimas o de si es necesario hacer reparaciones antes de que
los niños puedan mudarse.
—Eso sería... maravilloso por su parte. —Clavó la
vista al frente durante un momento como si aquellas palabras la hubieran dejado
pasmada de asombro.
Damon la escrutó furtivamente de reojo y vio el
alivio que se adueñó del semblante de la joven.
Luego ella volvió la vista hacia él de repente.
—Quizá podríamos ir juntos a verlo.
El corazón le dio un vuelco al escucharla sugerir
que hicieran aquello juntos, pero ocultó su júbilo tras la fría despreocupación
de costumbre.
—Como desee. —Inclinó la cabeza con desenfado—. Me
ocuparé de que mi abogado concierte una cita con el agente.
Podía sentir la mirada de Elena fija en su perfil.
Cuando se volvió hacia ella, la joven lo miró a los ojos y lo obsequió con una
pausada sonrisa; la más hermosa, deslumbrante y beatífica que él hubiera visto
jamás.
Damon estaba cautivado. La luz que desprendía Elena
era como un amanecer. Posó la mirada en ella una vez más. En toda su vida nunca
nadie lo había mirado de ese modo. Con esa ternura, mostrando tanta confianza
en él. Como si fuese un héroe y no un granuja.
«Dios santo —pensó con una repentina oleada de perpleja
desesperación—. Ha de ser mía. Tiene que darme el sí.»
En aquel instante fue incapaz de imaginarse
retomando su vida de antes. Volviendo a esa fría existencia colmada de
oscuridad y soledad infinita. Hasta entonces había ignorado la profundidad de su
deseo, y lo había hecho con éxito gracias a su compromiso con el deber. Pero
estar con tan angelical criatura, ser el destinatario de aquella
resplandeciente sonrisa y luego ser rechazado por ella... eso lo reduciría al
mismo estado de un pobre prisionero que hubiera desairado al zar, sentenciado a
trabajos forzados de por vida en lo más recóndito de Siberia.
«Ha de ser mía a toda costa.» Supo entonces que
haría lo que fuera preciso para tenerla en su vida de forma permanente. Lo
asustó la intensidad de su deseo. En lo más profundo de su alma arraigó una
motivación: llevar a término lo que hasta entonces había sido básicamente un
matrimonio de conveniencia.
Costara lo que costase, aquella mujer sería suya.
Damon detuvo el carruaje una vez estuvo en las caballerizas
en la parte posterior de su casa.
De inmediato un lacayo vestido con librea de color
rojo oscuro se apresuró a tomar las riendas del caballo.
—¿Dónde estamos? —preguntó Elena de repente, echando
un vistazo al gran edificio de ladrillo situado más allá de él, a cuya sombra
se encontraban.
Damon echó el freno y luego se volvió hacia ella
para mirarla fijamente a los ojos.
—Yo lo llamo hogar.
—¿Esta es su casa? —exclamó Elena, desviando la
mirada del edificio hacia Damon con repentina alarma.
Él asintió estoicamente, sosteniéndole la mirada.
—¿Le gustaría entrar?
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