Hola

BIENVENIDOS A TOD@S A ESTE BLOG, ESPERO QUE DISFRUTÉIS LEYENDO LAS ADAPTACIONES DE CRÓNICAS VAMPÍRICAS.

COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


GRACIAS

12 febrero 2014

Al azar Capitulo 17



La tarde siguiente, cuando Elena entró en los vestuarios del Joe Louis Arena, sus emociones seguían sumidas en el caos. Damon pasó la noche en su habitación, y desayunaron en la cama antes de que él se fuese a entrenar. Él la besó, le acarició el pelo y le dijo que se verían después. Pero ¿de verdad le alegraría volver a verla?
–Hola, chicos –dijo mientras caminaba hacia el centro del vestuario.

–Hola, Tiburoncito.

Mientras los jugadores se ponían sus uniformes, ella pronunció deprisa su discurso mientras

lanzaba miradas de reojo a Damon, que estaba conversando con el entrenador de porteros y no parecía

haberse percatado de su presencia.

Le dio la mano a Bressler.

–Buena suerte con el partido, Asesino.

–Gracias. –Bressler se dio un golpecito en la mandíbula y estudió la cara de Elena–. Hoy pareces

diferente –añadió.

Se había puesto algo de rimel, también un poco de maquillaje para cubrir las ojeras, y se había

pintado ligeramente los labios de color rosa. Esperaba que él se fijara en eso y no en su

arrobamiento.

–¿Y es para bien? ,

-Sí.

Fish y Sutter se unieron al capitán y también la piropearon. Cuando fue hacia Damon, todos sus

miedos y sus deseos amorosos se mezclaron formando un nudo en su estómago.

Damon estaba de pie frente a su taquilla hablando todavía con el entrenador de porteros, y cuando

ella se aproximó, la miró por un instante de reojo y volvió a fijar su atención en el entrenador, que

en ese momento estaba diciéndole:

–El checo siempre dispara desde la parte alta. Si te mete gol será desde ahí. –Pasó la página de

su libreta–. Y Federov cortará en diagonal y disparará desde cerca de la parte izquierda del círculo.

–Gracias, Don –dijo Damon, y se volvió hacia Elena cuando el entrenador de porteros se hubo

alejado.

–¿Qué te han dicho Fish y Sutter? –quiso saber.

–Me dijeron que esta noche parecía cambiada.

–¿Te han molestado?

–No. Pedazo de tonto.

Él miró alrededor y dijo:

–He estado pensando.

–Oh, oh.

Damon bajó la voz.

–He pensado que para darme suerte deberías besar mi tatuaje antes de cada partido.

Elena tosió para evitar soltar una carcajada.

–Creo que estoy empezando a sufrir acoso sexual.





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Él esbozó una sonrisa maliciosa.

–Por supuesto. ¿Qué opinas? ¿Quieres besar mi tatuaje?

–Ni hablar –respondió ella, y se volvió antes de que alguien pudiese oír la conversación.

Llegó a la cabina de prensa y se sentó junto a Darby. Este le dijo que estaba haciendo algunos

progresos con ciertas gestiones que estaba llevando a cabo y le habló de un defensa que esperaba

poder fichar antes de la fecha límite para los traspasos, el 19 de marzo, para la que faltaban cuatro

semanas.

–Caroline dice que saldrá conmigo cuando volvamos a la ciudad –añadió después de hablar de

sus negocios.

–¿Adónde vas a llevarla?

–Al Columbia Tower Club, tal como sugeriste.

Ella observó su corbata con estampado de guindillas y demasiado corta y sonrió. Caroline había

decidido convertir a Darby Hogue en su siguíente apaño de altos vuelos, y tenía el trabajo ideal para

hacerlo. Elena sacó su bloc y tomó algunas notas, también anotó su cita en la agenda. En cuanto

comenzó el partido, encendió su ordenador portátil.

Damon detuvo varios disparos de forma espectacular. Cubrió los ángulos con brillantez, y Elena tuvo

que hacer un esfuerzo para concentrarse en el juego en lugar de hacerlo en el portero de los

Vampires.

Esa noche, en el avión en que viajaba el equipo, camino de Toronto, ella escribió su crónica para

el Seattle Times. Durante el vuelo, sintió que Damon la miraba, y ella también lo miró un par de veces.

Estaba apoyado contra la pared del avión, con las manos detrás de la cabeza, observándola trabajar.

Se preguntó qué estaría pensando, y decidió que, probablemente, fuese mejor no saberlo.

Ella seguía sin saber qué era ese algo que había cambiado en su relación sexual la noche

anterior. Se preguntaba si se lo había imaginado, pero cuando Damon acudió a su habitación del hotel

esa noche, la tomó de la mano y la llevó a su propia habitación, ella supo a ciencia cierta que iba a

sentirlo de nuevo. Pasó unas cuantas horas en su cama intentando hacerse a la idea. No tuvo éxito

esa noche, por lo que volvió a intentarlo en Boston, en Nueva York y en San Luis. Cuando

volvieron a estar juntos en Seattle, ella ya estaba cansada de intentar descubrir en qué consistía ese

algo y decidió que no volvería a analizar una y otra vez cada palabra y cada gesto. Iba a seguir

adelante mientras durase.

Había intentado no enamorarse de Damon, y había perdido. Contrariamente a lo que dictaba el buen

juicio, se estaba acostando con él. Y lo estaban pasando de maravilla. Sus sesiones sexuales ponían

en peligro su trabajo, pero sabía que no podía evitarlo a pesar de las consecuencias que ello podría

suponer para su carrera o para su corazón. Estaba enamorada de él y no tenía otra alternativa. A lo

largo de las siguientes semanas, su amor creció y se expandió hasta llenar su vida. En cuerpo y

alma. Estaba demasiado atrapada para librarse de ese sentimiento.

Una mañana, poco después de su regreso de San Luis, llegó a casa con las bolsas de la ropa

limpia y se encontró a Damon esperándola en el porche. El cielo era del mismo color azul que los ojos

de Damon. Parecía llevar un cartel que rezaba: «Peligroso para tu salud.» Le dio un beso de bienvenida

y la ayudó con las bolsas de la ropa. Después la llevó hasta su moto, que tenía aparcada en la acera.

–Con esto nadie te verá la cara –le dijo pasándole un casco–. Así que no tendrás que preocuparte

de mi mala reputación.

Si no le hubiese conocido tan bien, habría pensado que se sentía ofendido.

–No me preocupa tu reputación, sino el hecho de que la gente dé por sentado que me acosté





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contigo para conseguir la entrevista.

–Había pensado hablar contigo acerca de eso.

–¿Por qué?

Fijó la correa del casco de Elena en su mandíbula y rozó con los dedos su garganta.

–Dices que soy distante.

-¿Y qué?

–No soy distante. Lo que pasa es que no concedo entrevistas.

Ella puso los ojos en blanco.

–¿Qué te pareció el resto del artículo?

Él la besó en los labios.

–La próxima vez que hables de la rapidez de mis manos, podrías decir algo acerca de lo grandes

que son. Y también mis pies.

Ella rió.

–Grandes pies. Grandes manos. Gran... corazón.

–Eso es.

Elena se acomodó en la moto, detrás de él, y partieron rumbo a las cataratas de Snoqualmie. No

hacía precisamente calor, y Elena llevaba vaqueros, un jersey y un chaquetón ligero para un paseo de

treinta minutos. Las cataratas no eran nada nuevo para ella. Había estado allí unas cuantas veces,

casi siempre en excursiones escolares, pero nunca se había dejado impresionar por el fascinante

poder y la belleza de aquel salto de agua de ochenta metros de altura.

Estaban solos en la plataforma de observación, Damon detrás de ella y con los brazos alrededor de

su cuerpo. El sol de la tarde formaba un arco iris en la cortina de agua que había encima de ellos.

Bajo sus pies, la plataforma temblaba debido a las fuerzas de la naturaleza. Entre los brazos de Damon,

Elena sentía que le temblaba el corazón.

Él apoyó su barbilla en la cabeza de Elena, y hablaron de la cascada y de la temporada de hockey.

Los Vampires habían ganado cuarenta de los sesenta y un partidos que habían disputado, y a menos

que ocurriese una catástrofe antes del 15 de abril, prácticamente tenían asegurada una plaza en los

playoffs. El porcentaje de paradas de Damon había ascendido hasta un impresionante 1,96, el mejor de

su carrera.

Hablaron de Bonnie, que parecía haber hecho amistades y haberse adaptado un poco más a vivir

en Seattle con un hermano al que hasta hacía unos meses apenas conocía. Hablaron del internado, y

que él aún no había tomado una decisión al respecto. Y hablaron de sus respectivas infancias y, para

su sorpresa, Elena se enteró de que Damon no había sido rico y famoso toda la vida.

–Conducía una camioneta oxidada –dijo–. Ahorré durante un año para comprarme un equipo de

música y unos faldones para el guardabarros en los que salía fotografiada una chica de Playboy.

Creí que era alguien. Por desgracia, era el único en creerlo.

–No puedo creer que no fueras un ligón en el instituto.

–Le dedicaba demasiado tiempo al hockey como para ligar. Bueno, algún rosco me comí. Pero

probablemente tú tuviste más citas que yo.

Ella se echó a reír.

–Mi peinado era un desastre, por no hablar de mi ropa, y conducía un Mercury Bobcat con un





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alambre a modo de antena.

Él la apretó contra su fuerte pecho.

–Yo habría salido contigo.

Ella lo dudaba.

–No lo creo. Yo no habría salido con un perdedor aficionado a los adornos de Playboy.

Comieron algo en el Salish Lodge, que se había hecho famoso gracias a la serie de televisión

Twin Peaks. Bajo la mesa, él la cogió de la mano mientras le susurraba cosas inapropiadas para ver

cómo se le enrojecían las mejillas. De vuelta a casa, Elena le abrazó por debajo de la chaqueta de

cuero, cruzando los dedos sobre su vientre. A través de la camisa pudo sentir sus músculos, y a

través de los Levi's sintió su poderosa erección.

Cuando llegaron al apartamento de Elena, él la ayudó a bajar de la moto y casi la arrastró hasta la

puerta de entrada. Damon arrojó su casco y su cazadora sobre el sofá.

–Te vas a arrepentir de haber estado calentándome la última media hora.

Ella abrió mucho los ojos al tiempo que se quitaba el chaquetón y lo lanzaba junto a la cazadora

de Damon.

–¿Qué vas a hacer? ¿Prepararme la cena?

–Ya hemos cenado. Lo que voy a hacer es darte algo mejor que comida.

Ella rió.

–¿Qué puede ser mejor que una hamburguesa de Salish?

–El postre.

–Lo siento, no tomo postre. Engorda.

–Bueno, pues hoy harás una excepción. –Damon tomó la cara de Elena entre sus manos–. Voy a ser

la guinda de tu pastel.

Y lo fue. Varias veces, además. Dos noches después, la invitó a su apartamento para comer con

Bonnie. Mientras él preparaba el salmón, Elena ayudó a su hermana con los deberes de inglés. A lo

largo de la tarde, sólo se produjo un momento de tensión cuando Damon obligó a Bonnie a beber leche.

–Tengo dieciséis años –argumentó la chica–. No necesito beber leche.

–¿Quieres quedarte bajita y canija? –le preguntó él.

Bonnie entornó los ojos.

–No soy bajita ni canija.

–Ahora no, pero piensa en tía Louise.

Evidentemente, la tía Louise debía de ser poco menos que un monumento a la osteoporosis,

porque sin añadir nada en su defensa, Bonnie se bebió el vaso de leche. Damon centró entonces su

atención en Elena. Observó su vaso de leche.

–Yo ya soy bajita y canija –dijo ella.

–Aunque seas bajita, aún puedes perder altura. –Una hermosa sonrisa iluminó el rostro de Damon,

que cogió su vaso de leche y se lo bebió.

La noche antes a que partieran para una gira de diez días, Damon fue a su apartamento. Cuando

llamó a la puerta, ella estaba escribiendo la última entrega de «Bomboncito de Miel» y no le estaba





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saliendo demasiado bien. En gran medida porque no dejaba de pensar en Damon y le resultaba muy

difícil no incluirlo en la historia. Cerró su ordenador portátil y le dejó entrar.

Una fuerte lluvia había mojado su pelo y los hombros de su cazadora. Rebuscó en el bolsillo y

sacó una cajita blanca del tamaño de la mano del Elena.

–He visto esto y he pensado en ti –dijo.

Ella no tenía ni idea de qué podía tratarse. No estaba acostumbrada a recibir regalos de los

hombres, excepto lencería barata. Siempre había creído, además, que esa clase de obsequios estaban

más pensados para el que los hacía que para quien los recibía.

Dentro de la caja, envuelta en fino papel blanco, había un pequeño tiburón de cristal. Ni ropa

interior comestible ni bragas abiertas por delante; era el regalo más atento que jamás le había hecho

un hombre. Y la conmovió más de lo que él llegaría nunca a saber.

–Me encanta –dijo tendiéndolo hacia la luz.

Un arco iris de colores apareció sobre la cazadora de Damon y el hueco de su garganta.

–No es gran cosa.

Estaba equivocado. Muy equivocado. Elena cerró la mano alrededor de los retazos de luz, pero no

pudo abarcar el amor que sentía en esos momentos en el centro de su alma. Cuando le vio bajarse la

cremallera de la cazadora y arrojar ésta sobre el sofá supo que tenía que contarle lo de «Bomboncito

de Miel». Debía advertirle y después hacer el amor con él. Pero si se lo decía, corría el riesgo de

perderlo, esa misma noche.

No podía decírselo. En caso de hacerlo, él probablemente pusiera fin a su relación, y por otro

lado no podía permitir que nadie dispusiese de semejante información. Así que guardó silencio. Se

lo quedó dentro, donde haría que siguiera remordiéndole la conciencia, mientras intentaba

convencerse de que, quizás, a él no le parecería mal la historia.

No había vuelto a leerla desde que la envió. Tal vez no fuese tan obvia como ella la recordaba.

Echó los brazos al cuello a Damon. Quería decirle que lo lamentaba y que le amaba.

–Gracias –dijo–. Me encanta.

Tras esas palabras, lo llevó al dormitorio y le pidió disculpas del único modo que pudo.

Cuando llegó por fin la primera semana de marzo y Damon seguía sin saber nada de «Bomboncito

de Miel», empezó a relajarse. En Los Angeles, le dijo que no podían hacer el amor porque tenía la

regla y no se encontraba muy bien. Él llegó a su habitación después del entrenamiento, llevando

consigo una cubitera con hielo en una mano, y una esterilla eléctrica y un paquete de M&M's

rellenos de cacahuete en la otra.

–El entrenador me ha dicho que te diese esto –dijo entregándole la esterilla eléctrica–. Y te he

comprado los dulces que te gustan.

La noche que la pilló con el pijama de vaquitas estaba comprando M&M's con cacahuetes. Se

había acordado. Ella se echó a llorar.

–¿Qué demonios te pasa? –le preguntó Damon mientras volcaba el hielo sobre una toalla.

–Estoy un poco sensible y llorona –respondió ella, pero se debía a otra cosa mucho más

importante.

Se sentaron juntos apoyados en la cabecera de la cama, y él colocó una almohada bajo su rodilla

izquierda y puso encima de ésta el hielo.

–Te molesta la rodilla –dijo Elena, como tantas veces.





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Se había tomado varios Advils.

–Sólo la izquierda, en esta ocasión. Y sólo un poquito.

Sin duda era algo más que un poquito, pues se había llevado el hielo consigo. Durante la

entrevista en su piso le había dicho que su vieja lesión no le molestaba. Pero en aquel momento

confiaba en Elena lo suficiente para permitirle comprobar lo que había estado preguntándole desde

que se conocieron. Sus rodillas le molestaban a veces. Ella se sentó a su lado y le cogió la mano.

–¿Qué sucede? –preguntó.

–Nada –contestó Elena.

–Conozco esa mirada, y sé que ocurre algo.

Ella intentó esbozar una sonrisa, pero no lo consiguió.

–¿Sabe alguien más que te molesta la rodilla?

–No. –La mirada de Damon se posó en la boca de Elena y después ascendió hasta sus ojos–. No se lo

vas a decir a nadie, ¿verdad?

Ella apoyó la mejilla en su hombro.

–Tu secreto está a salvo conmigo, Damon. Nunca se lo diré a nadie.

–Lo sé, o no estaría aquí. –Le dio un beso en los labios, y ella se apretó contra él.

Tal vez su relación pudiese funcionar. Él confiaba en ella, y a pesar de que eso la hacía sentir un

poco culpable, también le daba esperanzas por primera vez desde que habían empezado a estar

juntos. Quizá no tuviese por qué acabar. Quizá Ken no siempre escogiera a una Barbie. Quizás al

final, la escogiese a ella.



Damon se metió en la boca la última galleta salada y se retrepó en la silla. Al otro lado de la mesa,

Asesino estaba dando cuenta de un plato de alitas de pollo. Damon apartó la mirada del capitán y la

dirigió hacia la entrada del bar del hotel.

Fuera, el sol de Phoenix lucía en mitad del cielo y la temperatura alcanzaba los treinta grados.

Algunos de los muchachos estaban solos, otros formaban grupos, y Elena se encontraba en su

habitación escribiendo la columna «Soltera en la ciudad». Le había dicho que se encontrarían en el

bar cuando acabase. De eso hacía una hora, y él empezaba a sentirse tentado de ir a su habitación.

Pero no lo hizo, porque no creía que a ella le gustase la idea, y aunque estaba impaciente, respetaba

su trabajo.

–¿Os habéis enterado de que han suspendido a Kovalchuck? –preguntó Asesino mientras se

limpiaba los dedos con la servilleta.

–¿Cuánto le ha caído?

–Cinco partidos.

–Menudo varapalo –dijo Fish, que estaba sentado junto al capitán del equipo–. Aunque he visto

sanciones peores.

Niklaus Mikaelson y Grizzel se unieron a ellos, y la conversación se centró en las peores sanciones

de la NHL, lista encabezada por el jugador de los Vampires Jeremy Sutter. Manchester y Lynch

acercaron sus sillas a la mesa y se empezó a hablar acerca de quién ganaría en una hipotética pelea

entre Bruce Lee y Jackie Chan. Damon apostaba por Bruce Lee, pero tenía otras cosas en la cabeza y

no entró en el debate. Volvió otra vez la mirada hacia la puerta del bar.





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El único momento en que no pensaba en Elena era cuando estaba entre los tres palos. De algún

modo, al meterse en la cama con ella, ella se le metió en la cabeza. A veces sentía que Elena ocupaba

todo su cuerpo, y le sorprendía que le gustase la sensación.

No podía asegurar que estuviese enamorado de ella, que experimentase a su lado el amor eterno,

en un motivo de paz, en la clase de amor que su madre nunca había encontrado y que su padre

jamás había buscado. Sólo sabía que quería estar con ella, y que cuando no estaban juntos no podía

sacársela de la cabeza. Confiaba en Elena lo suficiente para haberla dejado entrar en su vida y en la

de su hermana. Deseaba con todas sus fuerzas que ella no traicionase su confianza.

Le gustaba observarla, hablar con ella y estar con ella. Le gustaban los vaivenes de su mente, y

le gustaba el hecho de que podía ser él mismo a su lado. Le gustaba su sentido del humor y le

gustaba hacer el amor con ella. No, adoraba hacer el amor con ella. Le encantaba besarla, tocarla y

estar dentro de ella, mirando su cara arrebolada. Cuando estaba en su interior, no dejaba de

imaginar posibles maneras de volver a entrar. Era la única mujer con la que había sentido algo así.

Le encantaba oír sus gemidos, y le encantaba el modo en que ella lo tocaba. Le encantaba

cuando ella se hacía con el control de la situación y él estaba a su servicio. Elena sabía qué hacer con

sus manos y su boca, y le encantaba cómo lo hacía.

Pero ¿la amaba? Tal vez, y le sorprendió el que ello no le asustase.

–¿Damon?

Apartó la mirada de la entrada y la dirigió a sus compañeros de equipo. La mayoría de ellos

estaban detrás de Stromster, mirando la revista abierta que había sobre la mesa.

–¿Qué pasa?

Niklaus alzó el ejemplar de Him. Estaba estudiando inglés otra vez...

–¿Has visto esto? –le preguntó Grizzell.

–No.

Niklaus le pasó la revista, abierta por la sección «educativa» favorita del sueco.

–Lee –dijo.

Se concentró en la lectura.



LA VIDA DE BOMBONCITO DE MIEL

Uno de mis lugares favoritos en el mundo es el mirador del Space Needle de Seattle, cuando

ya es de noche. Y cualquiera que me conozca sabe que me gusta de verdad. Acababa de cenar

en el restaurante que hay debajo del mirador, dejando a mi cita de esa noche, un auténtico

pusilánime, sentado en la mesa esperando a que regresara del lavabo. Llevaba mi pequeño

vestido rojo sin espalda ni mangas, con el broche dorado en la nuca y la fina cadena de oro

colgando en la mitad de mi espalda. Llevaba los zapatos de tacón de ocho centímetros, y me

apetecía algo más que pez espada del Pacífico. Mi compañero era guapo, como todos los

hombres. Pero no le gustaba juguetear por debajo de la mesa, así que estaba empezando a

aburrirme. Todo un peligro para los hombres de Seattle.



Damon dejó de leer y miró hacia la puerta justo en el momento en que entraban dos mujeres. No

necesitó más que una rápida mirada para saber que se trataba de un par de busconas. Hizo caso

omiso de ellas y reanudó la lectura.





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La puerta del ascensor que estaba a mi izquierda se abrió, y un hombre vestido con un

esmoquin negro salió de él. Recorrí con la mirada los cuatro botones de su chaqueta hasta

llegar a sus ojos azules. Su mirada se posó en mis pechos perfectos, apenas cubiertos por el

vestido rojo. Esbozó una sonrisa de aprobación y, de repente, mi velada se hizo mucho más

interesante.

Lo reconocí de inmediato. Jugaba a hockey. Era un portero de rápidas manos, célebre por

su mente lasciva. Me gustaba aquel hombre. Un millón de mujeres en todo el país fantaseaban

con él. Yo también, en un par de ocasiones.

–Hola –dijo–. Bonita noche para mirar las estrellas.

–Mirar es una de mis actividades favoritas. –Su nombre era Damon, que yo encontré

apropiado, si podía fiarme de su sonrisa, porque me pareció que acababa de tener un golpe de

suerte.



Damon se detuvo y miró a sus compañeros.

–Cristo bendito –dijo–. No puedo ser yo. –Pero tenía el mal presentimiento de que sí lo era.



Me incliné hacia delante. La parte de atrás de mi vestido se alzó mostrando mis largas y

torneadas piernas, tan cercanas a la idea del paraíso. Le miré de reojo y sonreí. Su mirada se

había clavado en mi escote, e intenté sentirme culpable por lo que iba a hacer con él. Pero la

culpa y yo dejamos de relacionarnos hace ya unos veinte años, y todo lo que sentía era el

palpitar que crecía en mi pecho y entre mis piernas.

–¿Y a ti? ¿Te gusta mirar?

–Soy más bien de los que actúan. –Se acercó a mí y me apartó un mechón de la cara–. Me

parece más interesante.

–Me gustan los tipos activos. De hecho me gusta hacerlo en un montón de posturas

diferentes. –Lamí mis rojos labios–. ¿Te interesa?

Sus ojos azules tenían un brillo ensoñador cuando posó su mano en mi espalda y me

acarició con los dedos, haciendo que mi piel ardiese.

–¿Cómo te llamas?

–Bomboncito de Miel.

–Me gusta –dijo mientras se colocaba detrás de mí. Deslizó las manos por mi vientre y me

susurró al oído–: ¿Te gustan las experiencias diferentes, Bomboncito de Miel?

Me eché hacia atrás y presioné mi trasero contra lo que parecía un buen stick de veinte

centímetros. Con sus talentosas manos me acarició los pechos a través de la tela del vestido y

consiguió que me excitara.

Cerré los ojos y arqueé la espalda. Él no lo sabía, pero estaba perdido.

–El último hombre con el que estuve no logró recuperarse. De eso hacía un par de días, y

Lou seguía en coma después de dejarlo tirado en el ascensor de servicio del Four Seasons.

–¿Qué le hiciste?

–Le saqué todo el jugo del cuerpo...





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Mis pezones se endurecieron contra las cálidas palmas de sus manos, y me puse como una

moto. Nadie iba a impedir que hiciera lo que iba a hacer con aquel grandullón jugador de

hockey y su poderoso stick.

–Me estás volviendo loco con esos labios rojos y tu pequeño vestido. –Me mordió en el

cuello, y susurró en mi oído–: ¿Tienes frío o estás excitada?



–¿Qué demonios es esto? –dijo Damon, perplejo.



Estaba verdaderamente cachonda.

–Haces que me den ganas de chuparte, más que de besarte.

–¿El qué? –le pregunté cogiendo su mano y llevándola a mi entrepierna–. ¿Esto?

Hice que me acariciara por encima del vestido y de mi tanga rojo de encaje.



Conmocionado, Damon dejó la revista y se echó hacia atrás en la silla. Sintió como si un disco

hubiese impactado contra su cabeza a toda velocidad. No podía creer lo que acababa de leer. Era

completamente imposible. Estaba imaginando cosas que, en realidad, no existían.

–¿Conoces a Bomboncito de Miel? –preguntó Bressler.

–No –respondió Damon, pero había algo familiar en ella.

–Ahora eres famoso –bromeó el capitán del equipo–. Sigue leyendo. Bomboncito de Miel te ha

dejado en estado de coma.

El resto de los chicos rieron, pero Damon no le veía la gracia al comentario. No, lo encontraba

molesto.

–¿Por qué te habrá elegido a ti? –quiso saber Fish–. Te habrá visto jugar y habrá querido echarle

un vistazo de cerca a tu stick.

Damon sintió que la rabia crecía en su pecho, pero se contuvo y dijo:

–Puedo garantizaros que no ha visto nada.

La rabia sólo le haría sentir peor. Lo sabía por propia experiencia. Necesitaba aclarar sus

pensamientos. Se sentía como si estuviese observando uno de esos puzzles que forman una enorme

fotografía –una imagen su vida–, pero en el que todas las piezas estuviesen mezcladas. Si lograba

ponerlas en orden, todo volvería a adquirir claridad.

–Creo que me gustaría que Bomboncito de Miel me dejara en estado de coma –dijo alguien

–No es real –comentó Lynch.

–Tiene que ser real –argumentó Scott Manchester–. Alguien escribe esas historias.

La conversación pasó rápidamente a centrarse en las conjeturas acerca de dónde podía haber

visto Bomboncito de Miel a Damon. Todos coincidieron en que debía de vivir en Seattle, pero no se

ponían de acuerdo respecto a su sexo. Se preguntaban si Bomboncito de Miel habría conocido ya a

Damon, y si en realidad se trataría de un hombre. El consenso general dictaba que si no era un hombre,

pensaba como si lo fuese.

A Damon le importaba bien poco si Bomboncito de Miel era en realidad un hombre o una mujer. Se

había pasado los dos últimos años intentando librarse de esa clase de mierda, y ahí estaba de nuevo,





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avivando el fuego que él había tratado de extinguir. Sólo que en esta ocasión era peor que antes.

–Es una invención –dijo alguien. Pero a Damon no se lo parecía. Le resultaba tan familiar que se le

erizó el vello de la nuca. El vestido rojo. La parte en que hablaba de los pezones erectos. Lo de

tener frío o estar excitada. Las bragas rojas. La referencia al chupar más que besar.

Una de las piezas del puzzle se colocó en su lugar. Tenía que ser Elena. Alguien les había estado

espiando, pero no parecía posible. «Haces, que me den ganas de chuparte, más que de besarte...»

Damon recordaba haber pronunciado esas palabras, u otras muy parecidas, cuando tocó su suave piel.

La noche que llevaba el vestido rojo, quería dejarle una marca, un chupetón. ¿Acaso les habían

seguido? Movió unas cuantas piezas más del puzzle, pero seguía sin aparecer la imagen.

–Eh, chicos. ¿Qué estáis haciendo?

Damon alzó la vista de las páginas de la revista y se fijó en los ojos verdes de Elena. Tenía que

decírselo. Iba a subirse por las paredes.

–Eh, Tiburoncito –dijeron los muchachos.

Elena vio a Damon y sonrió. Después reparó en la revista y su sonrisa se congeló.

–¿Has oído hablar de «La vida de Bomboncito de Miel»? –le preguntó Sutter.

Elena fijó los ojos en Damon.

–Sí. He oído hablar.

–Bomboncito de Miel ha escrito sobre Damon.

Elena palideció.

–¿Estáis seguros?

–Absolutamente.

–Lo siento, Damon.

Damon se puso en pie. Ella entendía qué significaba eso para él. Entendía lo que sus compañeros no

podían entender. Una vez que se había escrito aquello acerca de él, citarían la historia de

Bomboncito de Miel y la usarían como excusa para diseccionar su vida privada. Para escarbar en

asuntos que ni les iban ni les venían. Caminó hasta ella y le miró a los ojos.

–¿Te encuentras bien?

Ella asintió y después sacudió la cabeza.

Sin pensárselo siquiera, Damon la cogió del brazo y salieron del bar. Cruzaron el vestíbulo y

subieron en el ascensor.

-Lo lamento, Damon –dijo casi en un susurro.

–No es culpa tuya, Elena.

Apretó el botón de la planta de Elena, después la miró. Ella se había situado en un rincón del

ascensor. Tenía los ojos húmedos y, de repente parecían muy pequeños. Cuando llegaron a su

habitación, las lágrimas rodaban por sus mejillas. Ni siquiera le había hablado de sus extrañas

suposiciones y ella ya estaba llorando.

–Elena –dijo él en cuanto cerraron la puerta–, sé que esto te sonara muy raro... –Hizo una pausa

para ordenar sus pensamientos–. En esa mierda de historia de Bomboncito de Miel, hay ciertas

cosas que están demasiado cerca de la realidad para ser una coincidencia. Cosas que describen lo

que tú y yo hicimos. No sé cómo puede saber tanto. Es como si alguien nos hubiese estado

observando y hubiera tomado notas.





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Ella se sentó en el borde de la cama y colocó las manos entre las rodillas. Permaneció callada y

él continuó.

–Tu vestido rojo, por ejemplo. Describe tu vestido rojo con la cadena dorada en la espalda.

–Oh, Dios...

El se sentó junto a ella y le pasó un brazo por los hombros. Las cosas que sabía la persona que

había escrito la historia le inquietaban. Elena también parecía contrariada, por lo que no entró en

detalles ya que temía asustarla más de lo necesario.

–No puedo creer que haya vuelto a empezar. He tenido cuidado de mantenerme alejado de esa

clase de basura. –Las ideas se acumulaban en su cerebro, pero no tenían sentido–. Estoy fuera de

mis casillas. Paranoico. Tal vez contrate a un investigador privado para que llegue al fondo de todo

esto.

Ella se puso de pie de un salto y fue hasta la silla que había junto a la ventana. Se mordió el

labio inferior y miró un punto por encima de la cabeza de Damon.

–¿No te sientes halagado? –preguntó.

–¡Maldita sea, no! –respondió él–. Me siento como si me hubiesen estado espiando. A los dos.

–Si alguien nos hubiese seguido nos habríamos dado cuenta.

–Seguramente tienes razón, pero no sé cómo explicar lo de la revista. Sé que parece una locura.

–Y lo cierto era que lo parecía, incluso para él–. Tal vez uno de los chicos... –Meneó la cabeza y

prosiguió–: No quiero pensar que uno de los chicos tenga algo que ver con esto, pero ¿quién podría

ser? –Se encogió de hombros–. Tal vez me he vuelto loco.

Elena lo miró largamente y finalmente dijo:

–Lo escribí yo.

–¿El qué?

–Soy la autora de la serie «Bomboncito de Miel».

–¿Cómo?

Elena respiró hondo y dijo:

–Yo soy Bomboncito de Miel.

–Vale.

–Lo soy –repitió ella entre lágrimas.

–¿Por qué dices eso?

–¡Maldita sea! No puedo creer que tenga que demostrártelo. Nunca he querido que lo supieses. –

Elena se enjugó las mejillas y se cruzó de brazos–. ¿Quién más podría saber que tú me preguntaste si

tenía frío o estaba excitada? Estábamos solos en el apartamento.

Y entonces, una a una, las piezas del puzzle fueron encajando. Las cosas que sólo él y Elena

sabían. La nota enganchada en su agenda recordándole algo acerca de «Bomboncito de Miel»...

Elena era Bomboncito de Miel. Pero no podía ser.

–No.

–Sí.

Damon se puso en pie y miró a Elena, al otro lado de la habitación. Observó sus rizos oscuros, que

tanto le gustaba tocar, su suave y pálida piel y aquella boca rosada que adoraba besar. Esa mujer se





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parecía a Elena, pero si realmente era Bomboncito de Miel, no era la mujer que él creía conocer.

–Ahora no será necesario que contrates a nadie –dijo Elena como si ello supusiese un consuelo–.

Y ya no tendrás que sospechar de ninguno de los chicos.

Él la miró a los ojos como si pudiese leer en ellos la increíble verdad. Sintió un repentino vacío

en el pecho. Había confiado en ella lo bastante para meterla en su casa y en su vida. Y también en la

vida de su hermana. Se sentía fatal.

–La escribí la noche después de que me besaras por primera vez. Se podría decir que me

inspiraste. –Elena dejó caer las manos a los lados del cuerpo, abatida–. La escribí mucho antes de que

tuviésemos una relación.

–No mucho antes. –Su propia voz le pareció extraña. Era una voz hueca, como si esperara que la

rabia la llenase al igual que su pecho. Lo haría, pero no en aquel momento–. Siempre has sabido lo

que pienso de esas gilipolleces que se han escrito sobre mí. Te lo dije.

–Lo sé, pero, por favor, no te enfades. O bueno, enfádate, porque tienes todo el derecho de

hacerlo. Lo que pasa es que... –Las lágrimas inundaron sus ojos de nuevo, y se las secó con los

dedos–. Me sentía tan atraída por ti, y me besaste..., y escribí la historia.

–Y la enviaste para que la publicasen en una revista porno.

–Esperaba que te sintieses halagado.

–Sabías que no sería así. –La rabia que había estado conteniendo llenó el pecho de Damon. Tenía

que salir de allí. Tenía que alejarse de Elena. La mujer de la que creía haberse enamorado–. Debiste

de reírte de lo lindo cuando te dije que eras una mojigata. Cuando pensé que mis fantasías te

impresionarían.

Ella negó con la cabeza.

–No.

No sólo lo había traicionado, sino que había logrado enloquecerle.

–¿Qué más voy a leer sobre mí?

–Nada.

–Bien. –Damon caminó hasta la puerta y se dispuso a marcharse.

–¡Espera, Damon! No te vayas. –Él se detuvo. La voz llegó hasta él; era una voz llorosa y llena del

mismo dolor que le formaba un nudo en el estómago–. Por favor –suplicó–. Podemos solucionarlo.

Puedo arreglarlo.

Damon no se volvió. No quería verla.

–No lo creo, Elena.

–Te quiero.

Sus palabras fueron como otro puñal que se clavó en su espalda, y la rabia que había estado

conteniendo seguro de poder controlarla, estalló finalmente.

–Entonces prefiero no saber lo que eres capaz de hacerle a la gente que no quieres. –Abrió la

puerta–. Aléjate de mí, y aléjate de mi hermana.

Salió al pasillo. La elaborada cenefa de la moqueta se hizo borrosa. Elena, su Elena, era

Bomboncito de Miel. Tendría que pasar un tiempo hasta que pudiera asimilarlo.

Caminó hasta su habitación y apoyó la espalda en la puerta cerrada. Durante mucho tiempo

había creído que Elena era una mojigata, y resultaba que escribía historias pornográficas y sabía más





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de sexo que él. Habían compartido muchos momentos, había confiado en ella, y Elena se los había

pasado tomando notas.

Le había dicho que lo amaba. No había creído sus palabras ni un solo segundo. Le había usado

para escribir su historia pornográfica. Sabía cómo le sentaría a él, pero lo había hecho igualmente.

Él se había tomado la molestia de no hacerla sentir como una mujer más, y sin embargo...

¿Quién era Bomboncito de Miel? ¿Una ninfómana?

¿Era Elena una ninfómana? No. ¿O sí? No lo sabía. No sabía nada de ella.



Lo único que sabía era que lo había hecho quedar como un tonto.

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