Hola

BIENVENIDOS A TOD@S A ESTE BLOG, ESPERO QUE DISFRUTÉIS LEYENDO LAS ADAPTACIONES DE CRÓNICAS VAMPÍRICAS.

COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


GRACIAS

24 noviembre 2012

El Marqués Capitulo 10


CAPITULO 10

Aquella noche Dresden Bloodwell llegó a Londres para ocupar su nuevo puesto en sustitución de Rupert Tavistock. Se instaló en las lujosas nuevas dependencias y se preparó para ponerse a trabajar.

Durante el viaje desde Francia, había estudiado la información que Malcolm le había entregado con relación a los diversos proyectos y contactos de Tavistock.
Ahora que conocía con detalle sus tareas, estaba impaciente por continuar donde Tavistock lo había dejado; no obstante, su forma de abordar las cosas era muy diferente a la de su predecesor. Tavistock había sido perezoso y bastante tímido.

Desdren no compartía tales defectos ni era partidario de perder el tiempo. Era un hombre completamente eficiente y, por esa razón, Malcolm le había encomendado una tarea adicional que el líder había ocultado de forma deliberada al resto del Consejo.

Dresden tenía órdenes de encontrar un sustituto para el agente que tenían infiltrado en Carlton House, la residencia privada del regente en Londres.
Carlton House estaba emplazada en Pall Mall y siempre se hallaba llena de aduladores y cortesanos de Prinny, dandis consentidos y excéntricos hedonistas.
El espía prometeo infiltrado en aquella mansión había sido descubierto y eliminado hacía algunos meses por uno de los malditos guerreros de la Orden, de modo que Dresden tenía que buscar o reclutar a alguien nuevo que ocupase su lugar; alguien que pudiera imponer su voluntad mediante el temor o la codicia, o ambas cosas a la vez. Sin embargo no había demasiado donde escoger, teniendo en cuenta que no muchos aristócratas ostentaban un título lo bastante importante como para ser dignos de contar con las simpatías del regente.

Aquello sería una verdadera proeza, pero Dresden estaba ansioso por acometer la tarea. Hacía tiempo que se había aburrido de su talento para matar.
Dresden contaba con una copia del Debrett's Peerage en una mano, en cuyas detalladas listas figuraban todos los aristócratas varones de Londres, además del nombre de uno de los miembros de menor relevancia de Prometeo que le había proporcionado Malcolm a fin de que pudiera introducirlo en la alta sociedad.

A partir de ahí sería simple cuestión de observar a diferentes hombres de alta cuna hasta que pudiera identificar a algunos posibles nuevos reclutas.
Con el tiempo se concentraría en uno mediante un proceso de eliminación. Una vez escogido el candidato, la parte divertida sería dar con el punto de presión adecuado.

Se sonrió expectante mientras miraba por la ventana la bulliciosa ciudad de Londres. Tenía intención de demostrarle a Malcomí que la confianza depositada en él estaba justificada.
Pronto habría cambios en el Consejo.


Más tarde, aquella noche, Elena se encontraba sola en su dormitorio sentada delante del tocador. Tomó lenta y vacilante el pequeño estuche que lord Rotherstone le había llevado el día anterior. Hasta ese momento había tenido miedo de abrirlo, pero suponía que, como mínimo, le debía al enigmático marqués la cortesía de hacer honor a su regalo.
Elena tiró de uno de los extremos y el lazo se deshizo, tras lo cual el gato de la familia, que se había subido al tocador con un ágil salto, se puso a juguetear con la cinta.

Era incapaz de dejar de pensar ni un solo instante en aquel hombre. Estar cerca del marqués de Rotherstone era igual que encontrarse delante de una profunda cueva de piedra que solo Dios sabía adónde conducía. A algún sombrío laberinto subterráneo. A pesar de que otras mujeres se habían rendido al irresistible impulso de entrar y comenzar a explorar aquella oscuridad, Elena era capaz de percibir el evidente peligro que emanaba. Siendo como era una persona racional, había tenido la sensatez de dar media vuelta y alejarse lo más rápido posible.
Y sin embargo...

Deslizó la yema de un dedo sobre la rendija de la caja de cartón pintado y abrió la tapa sucumbiendo a la curiosidad. Un envoltorio de seda negra ocultaba el regalo. La joven se quedó boquiabierta al retirar el pañuelo, que cayó sobre su regazo, y ver el contenido. Tomó el impresionante collar de zafiros y diamantes y lo sostuvo junto a la vela mientras lo miraba con asombro. Aquella lujosa pieza brillaba como la luz del sol en el mar, sobre todo la centelleante gema central, un zafiro azul de talla redonda bordeado por deslumbrantes diamantes.

—¡Oh, por el amor de Dios! ¿Quién cree que soy, la reina? —le dijo entre dientes al gato, riendo con cierto nerviosismo.

El regalo tenía como objeto impresionarla y, a decir verdad, lo había logrado. Pero también confirmó sus sospechas con respecto a los verdaderos motivos del marqués y el empeño que había puesto en que ella aceptara la invitación a su casa. Rotherstone estaba convencido de que podía sobornarla, deslumbrarla con su riqueza y poder, y conseguir así que diera su conformidad a aquel matrimonio. « ¡Qué hombre tan exasperante y terco!» ¿De verdad pensaba que aquello era cuanto le importaba en la vida?

El brillo del collar llamó la atención del gato, que inclinó las oscuras orejas hacia delante. Elena sostuvo la pieza en alto y la balanceó suavemente delante del animal. Este siguió el movimiento con su peluda cabeza, y mientras trataba de alcanzarlo con la pata, el rostro de Elena adquirió una expresión atribulada.
Aún cabía la posibilidad de que su padre hubiera concertado el enlace para cubrir las pérdidas en la Bolsa, pero si la situación era tan apremiante, lo más seguro era que se lo hubiese contado.

Su padre seguía diciéndole que todo iba bien y, después de cómo habían ido las cosas entre su aspirante a esposo y ella, deseaba con todas sus fuerzas creer en su palabra. Probablemente debería preguntarle sin andarse por las ramas, pensó Elena, pero lo cierto era que, en esos momentos, no deseaba saberlo.
Lo único que quería era librarse de un matrimonio al que, comenzaba a presentir, estaba condenada.

«Jonathon», se recordó sin demasiado entusiasmo. Iba a casarse con Jonathon algún día. El no hacía que se sintiera tan amenazada. De nada servía recordar la arrolladora pasión que había sentido en brazos de lord Rotherstone cuando la besó.

Era un alivio saber que jamás padecería tamaño tormento cuando se casara con su amigo de la infancia. Lo cual era bueno, pues la experiencia sensual de Damon amenazaba con despojarla de su autocontrol.

—Lo lamento, lord Rotherstone —susurró—. Me temo que no le convengo.

Acto seguido, habiendo tomado ya una decisión, envolvió de nuevo el collar en la seda negra, lo colocó en el estuche y ató el lazo. No deseaba tener nada más que ver con aquel regalo ni con el Marqués Perverso.

Rotherstone se había ofrecido a proporcionarle asesoramiento en lo tocante al orfanato y confiaba lo bastante en el honor de aquel hombre para creer que no sería tan mezquino de vengarse de ella negándose a ayudar a los niños. Pero si en el fondo era tan ruin e incumplía su caritativa ofrenda, entonces demostraría no ser mejor que Stefan y, por tanto, se alegraría al saber que había logrado librarse de casarse con otro canalla.

Se acercó a la ventana con expresión pensativa y tomó asiento en el rincón, con el escritorio portátil sobre el regazo. Sacó filo a una pluma y la probó sobre el dedo para cerciorarse de que había hecho un buen trabajo, pues lo necesitaba para poder bregar con aquel hombre.

Luego sacó una hoja de papel color crema con su monograma elegantemente grabado en ella y mojó la pluma en la tinta color añil mientras consideraba cómo expresar la que era ya su cuarta negativa a un pretendiente. «Hum...»
Quizá merecía la reputación de casquivana que se estaba labrando.


Al día siguiente, Damon desayunó en su casa con Warrington y Falconridge después de que los tres hubieran pasado la mañana en la academia de esgrima. Sus amigos estaban animados, pero Damon se encontraba de un humor extraño. 

Tras el inesperado giro que había tomado el encuentro con Elena del día anterior, ni siquiera el esfuerzo realizado en el entrenamiento había exorcizado su descontento.

Resquicios de ira reprimida comenzaron a irrumpir en la serena superficie de su habitual sosegado control. En tanto que sus amigos bromeaban sobre nada en particular, contentos simplemente porque al fin el peso del mundo no pendiera sobre sus hombros, Damon se sorprendió dándole vueltas en la cabeza al precio que habían pagado por su pertenencia a la Orden.
Sus familias habían sido las responsables y esa, suponía él, era la auténtica razón de que hubiera estado evitando a su hermana desde su regreso a la ciudad.

Por supuesto, Bea no había tenido nada que ver con la decisión de su padre de entregarlo al Buscador a cambio de una cuantiosa suma de dinero, pero siempre que Damon miraba a su hermana no podía evitar ver a un miembro de aquellos que lo habían vendido como esclavo, cuando no era más que un niño, un inocente, totalmente conscientes de que podría acabar muerto.

No era de extrañar que no deseara ver a su hermana hasta que estuviera preparado para hacerlo. Pero desde que Elena había sacado a la luz su cruel comportamiento con Bea, y en consecuencia que había visto la frialdad que mostraba a su hermana a través de los ojos de la joven, se sentía como un miserable canalla por el desprecio con que trataba al único pariente carnal que le quedaba.

Había estado tan preocupado por sus cicatrices que no había tenido en consideración los sentimientos de Bea.

Además, ver a su hermana ya adulta y madre de sus propios hijos hizo que fuera consciente, de nuevo, de todo el tiempo que había perdido. Sabía que era imperativo librar la guerra contra los prometeos, pero ahora también comprendía a qué tipo de explotación había sido sometido cuando era demasiado joven para entender en lo que se metía. Tal vez la Orden fuera el bando bueno en aquella batalla, pero no había dudado ni un solo instante en aprovecharse de la desgracia de su familia.

Damon ignoraba qué hacer con respecto al resentimiento, cada vez mayor, que sentía hacia su viejo mentor, Virgil. Pero como su padre estaba muerto, no tenía a nadie más a quien culpar.

Dejó a un lado toda aquella dolorosa maraña de sentimientos y se recordó una vez más que la guerra había acabado. Lo que importaba era continuar con su vida y su futuro con Elena...

Y sin embargo, las espinas que quedaban clavadas, producidas por todas las experiencias traumáticas que había vivido, habían comenzado a crear conflictos entre ellos; tal y como había sucedido el día anterior. Damon veía ya con toda claridad hasta qué punto el voto de secreto jurado a la Orden les aislaba a él y a sus amigos y amenazaba con impedir que formasen verdaderamente parte del mundo.

Sus votos los separaban de la humanidad a la que protegían y hacían que Damon fuera incapaz de contarle a Elena quién era en realidad. Ella quería respuestas, pero las preguntas lo habían dejado perdido, completamente desorientado. Su cerebro calculador no servía de nada en aquel reino. ¿Quién demonios era él? Le resultaba casi imposible encontrar la auténtica verdad sobre sí mismo enterrada debajo de tantos años de falsedad y engaño.

Habida cuenta de que se había convertido en un consumado camaleón, ¿cuál de sus personalidades se suponía que debía contestar a las preguntas? ¿Qué versión de Damon: el Distinguido Viajero, el presunto Marqués Perverso?
¿O el hombre que había bajo todos ellos? Retraído y solitario, aunque no lo reconocería ni siquiera bajo tortura. Ella jamás querría a ese Damon. Nunca nadie lo había querido.

Los secretos tenían el inconveniente de escaparse de vez en cuando y, hasta el momento, Damon se las había arreglado para ocultar aquel en concreto: el verdadero motivo de que hubiera elegido a Elena.

En los ojos azul cielo de la joven había percibido una gran capacidad de amar y una bondad de corazón que, basándose en todo lo que sabía acerca de ella, le hacía albergar esperanzas de que algún día su anhelo más oculto se viera cumplido por fin. El anhelo de algo que nunca había experimentado y que jamás pensó que podría llegar a sentir hasta que la había conocido.

Era demasiado peligroso. En su fuero interno huyó de ello, horrorizado al comprender en aquel instante lo que realmente lo impulsaba: la desesperada necesidad de amor.

Pero, santo Dios, si no podía compartir quién era con ella, pensó desesperado, ¿cómo iba a conquistar el corazón y el amor que tanto ansiaba?

—Por cierto —dijo Jordán—, ¿alguno de los dos vais a asistir al baile del final del verano de la próxima semana? ¿El que se celebra en Richmond?

Damon ocultó su sufrimiento a sus amigos. Los hombres intercambiaron una mirada de hastío.

—¿Por qué diablos no? —Declaró Rohan con sequedad—. Animaremos un poco las cosas. Y puede que Damon nos presente a su futura esposa.
Los dos escrutaron expectantes al aludido.

Damon dejó escapar un suspiro pesaroso. Deseaba que conocieran a Elena pero, por Dios bendito, aquellos eran sus compañeros del infame Club Inferno y, después de lo sucedido el día anterior, la situación con la joven ya era bastante precaria.

Antes de que Damon pudiera explicarse, Dodsley entró llevando una bandeja.

—¿Milord?

—¿Sí? —Se volvió hacia el mayordomo—. ¿Qué sucede?

—Un criado de la residencia de la señorita Gilbert acaba de entregar esto junto con una nota para usted, señor. Se me pidió que me encargase de que lo recibiera enseguida.

Damon echó una ojeada a la bandeja de plata que portaba Dodsley y su mirada recayó sobre el estuche que contenía el regalo que le había hecho a la joven. Nada más verlo se le heló la sangre y el corazón comenzó a palpitarle con fuerza.

—Dámelo.

Dodsley entró en la sala de mañana dispuesto a acatar la orden.

—Qué tierno —repuso Rohan indolente—. ¿Dónde puedo encontrar a una muchacha que me envíe regalos?

—No creo que le envíe un regalo, Warrington —dijo Jordan con cautela al percatarse de que Damon se había puesto lívido—. Me parece que se trata de algo que la joven dama... devuelve.

—Oh, maldita sea —murmuró el escocés mientras Damon abría la breve nota y la leía.

Querido lord Rotherstone:
Le agradezco, una vez más, que me haya honrado con su oferta pero, lamentablemente, he de rehusar. Si consulta con su corazón creo que estará de acuerdo conmigo en que jamás congeniaremos. Tenemos valores muy diferentes. Por favor, sepa que le deseo todo lo mejor y que espero que podamos ser amigos.

Respetuosamente,
La honorable señorita D. Gilbert

«¿Amigos?» Levantó la vista de la carta echando chispas por los ojos.

—Da orden en los establos de que ensillen el semental.

—¿Te está rechazando también a ti? —preguntó Rohan sin rodeos.

—Por encima de mi cadáver. —Damon se levantó airado y se dirigió hacia la puerta—. Si me disculpáis, caballeros, parece que hay asuntos que requieren mi atención.

—Buena suerte, Damon —le deseó Jordan.

—No necesito suerte —espetó entre dientes—. Sé bien cómo manejarla, créeme.

Se guardó la nota y el collar de zafiros en el bolsillo del pecho y salió hecho una furia, jurándose a sí mismo que Elena no se saldría con la suya. Se negaba a que lo rechazase como si fuera un don nadie.

Bajo la cólera, sin embargo, subyacía el desconcertante temor a que si alguien tan compasivo como Elena Gilbert era incapaz de preocuparse por él, nadie más lo haría. Siempre estaría solo. Y no podía soportarlo, no podía tolerarlo; no consentiría que lo rechazase. No después de todo lo que había entregado, de todo cuanto había sacrificado. Había llegado su hora y ella era la recompensa que había elegido, el premio que obtendría costara lo que costase.

En cuestión de segundos subió a lomos del imponente semental negro, salió a la calle y galopó como alma que lleva el diablo hacia South Kensington.


Era una bendición encontrarse, por una vez, sola en casa. Toda la villa estaba sumida en un maravilloso silencio. Penelope se había ido con las niñas de compras a la ciudad, llevándose consigo a Wilhelmina para que la ayudase. Su padre las había llevado en el carruaje y visitaría a sus amigos de White's mientras las damas compraban.

Elena se hallaba en la terraza que daba al jardín posterior de la casa acurrucada en un banco de piedra. Sobre el regazo sujetaba precariamente el cuaderno de dibujo mientras movía la mano en largos y perezosos trazos, bosquejando a carboncillo los pájaros que se congregaban en torno a la fuente para aves.

Debido a la ausencia de su ruidosa familia, los únicos sonidos que se oían eran los de la brisa susurrando entre las hojas amarillentas de los árboles y el gorjeo de los pájaros revoloteando por el jardín. El silencio le venía bien para poder pensar, aunque estaba atenta a cualquier sonido que indicase que William, el lacayo, hubiera vuelto de hacer el recado que le había encargado.
Teniendo en cuenta lo costoso que era el collar de zafiros, le había pedido al lacayo que se lo entregara personalmente a Dodsley, el mayordomo de lord Rotherstone.

El gran enigma era cómo iba a reaccionar el Marqués Perverso a su rechazo. Aunque, si tenía que ser franca, después de la desagraciadle despedida del día anterior, lo más probable era que se sintiese aliviado, pensó Elena.
No le resultaría complicado encontrar a otra mujer a la que no le importase que él se encerrara tras muros de silencio. Pero ella no deseaba pasarse el resto de la vida tratando de descifrar el significado oculto de las palabras o bregando con los tormentosos e inescrutables arranques de mal humor del marqués.

Y sin embargo no dejaba de ser curioso que tuviera la sensación de haberlo abandonado al enviar la nota junto con el collar de zafiros. Ese hombre no conocía a nadie en la ciudad, insistía en recordarle su corazón como un suave susurro en el viento. La gente no le comprendía. Las cosas que decían acerca de él eran casi tan injustas como las mentiras que Stefan contaba sobre ella.
Rotherstone era un hombre imprevisible, por lo que no caería en la simpleza de predecir cuál podría ser su respuesta, en caso de que se molestase en responderle. Y ese era el motivo por el cual aún no le había dicho a su padre que había rechazado la proposición del marqués.

Le parecía prudente cerciorarse de que entre ellos todo hubiera terminado definitivamente previo a comunicar la noticia. Al fin y al cabo, si hablaba demasiado pronto, antes de que la ruptura fuera definitiva, su padre y su aspirante a prometido podrían unir fuerzas en contra de ella una vez más y obligarla a aceptar el matrimonio.

Justo en aquel instante, en medio de la quietud, escuchó el sonido amortiguado de unos cascos de caballo aproximándose desde la parte delantera de la casa y entrando en el patio.
«William.»

El corazón comenzó a martillear su pecho de inmediato. Dejó el cuaderno de dibujo y el lápiz de carboncillo a un lado y se puso en pie de un salto. Luego se recogió las faldas del vestido de paseo verde oscuro y se apresuró a entrar en la casa, atravesándola para enterarse de las nuevas que le traía el lacayo de parte de lord Rotherstone.

Recorrió el pasillo central hacia la puerta principal y, cuando abrió y salió con celeridad fuera, se quedó boquiabierta.
No era William quien había llegado a la villa, sino el mismísimo
Marqués Perverso, galopando a lomos de un poderoso semental negro. Un miedo instintivo la invadió cuando él le lanzó una mirada ominosa con aquellos ojos claros desbordantes de furia, al tiempo que tiraba de las riendas del animal y lo hacía detenerse en seco.

Elena tragó saliva cuando él se bajó de la silla, ordenándole al semental que no se moviera, y se puso pálida al verlo dirigirse a ella con paso enérgico y expresión colérica.

—¡Elena!

Un débil grito escapó de labios de la joven y se metió rápidamente de nuevo en la casa, arrojándose contra la puerta para cerrarla. Pero antes de que pudiera hacerlo, el marqués plantó la mano enguantada en ella, introduciendo acto seguido una polvorienta bota de montar en la rendija.

—No te atrevas —le advirtió—. Vamos a hablar sobre esto. Déjame entrar.

—¿Qué cree que está haciendo? —Trató de cerrar la puerta—. ¡Márchese!

—Elena, no puedes impedirme la entrada. ¡Apártate!

La joven intentó no ceder terreno cuando él empujó con fuerza pero, en vez de eso, las blandas zapatillas que llevaba resbalaban sobre el suelo de madera.

—¡Maldito sea! —gritó Elena haciéndose a un lado.

—Menudo lenguaje —dijo con languidez, cruzando el umbral.

En los ojos del marqués se atisbaba una chispa de reproche y daba la impresión de ser mucho más alto y siniestramente amenazador, con aquella ropa negra y la blanca camisa suelta que lucía bajo la chaqueta. No llevaba pañuelo al cuello y tenía el mismo aspecto desaliñado y peligroso que aquel día en Bucket Lañe, cuando lo vio saliendo del burdel.

Con una sola excepción: se había afeitado la perilla, tal y como le había prometido el día anterior, en un esfuerzo por complacerla. « ¡Qué encanto!» Santo Dios, era incapaz de quitarle los ojos de encima mientras retrocedía. 

Recién afeitado, Rotherstone estaba simplemente espléndido. Parecía unos años más joven y diez veces más apuesto. Pero se negaba a reconocer que aquel hombre de cuerpo escultural tuviera algún efecto sobre ella.

No iba a casarse con él y no había más que hablar.
Damon miró a su alrededor, reparando en que estaban solos en la casa. Aquellos ojos reflejaron fugazmente sus perversas intenciones mientras se volvía de nuevo hacia ella, escrutándola con gélido y feroz reproche, y se despojaba de los guantes de montar.

—Esta no es forma de recibir a tu futuro esposo, amor mío.

—¿Cómo se atreve a irrumpir aquí como si fuera un ladrón?

Rotherstone se aproximó a ella, con expresión desafiante, la estrechó entre sus brazos y la besó bruscamente.
El corazón de Elena retumbaba con violenta confusión mientras él invadía su boca en un beso posesivo y conseguía que su estúpido cuerpo reaccionase de forma similar a como lo hizo en la galería el día anterior. De hecho, la apasionada respuesta era incluso más intensa ahora que él se había afeitado el mentón y ya no le raspaba. Pero se negó a recrearse en el sensual roce de piel contra piel.

Desprendía un increíble aroma puramente masculino y, cuando Elena le plantó la mano en el pecho para tratar de zafarse de él, sintió la caliente piel desnuda allí donde se le abría un poco la camisa. Damon intentó atraerla contra sí pero, con un gruñido desesperado, la joven recurrió a toda su furia y encontró la fortaleza que necesitaba para empujarlo.

—¡Suélteme! Usted no es mi futuro esposo —agregó entre resuellos.

—Elena —la riñó suavemente—. Ya eres mía.

—¡Está usted en un grave error! No pertenezco a ningún hombre. .. Y usted no debería estar aquí. —Dio otro paso hacia atrás—. Como puede ver, estoy sola.

—Ya no —susurró, mirándola con lujuria.

Aquello la dejó fuera de combate e hizo que le temblara el cuerpo. Elena sacudió la cabeza intentando despejarse.

—Puede salir sin que le acompañe. Mi padre llegará a casa de un momento a otro —mintió al cabo.

Sin esperar más por temor a verse atrapada nuevamente por él, giró haciendo alarde de gran confianza en sí misma y se retiró a la familiar seguridad del salón con las piernas temblándole.

Pero, alarmada, advirtió que con cada paso que daba podía escuchar el pausado y rítmico repiqueteo de las botas de Damon siguiéndola como un cazador que acecha a su presa.

Cuando llegó al salón dio media vuelta para encararse con él con los brazos cruzados sobre el pecho con firmeza. Por fortuna, pese a que había ido tras ella, lord Diabólico estimaba que, al menos por el momento, lo prudente era mantener una distancia segura. «Como si de algún modo supiera que ella no deseaba en realidad que se marchase.»

Rotherstone la miró con recelo mientras se llevaba la mano al bolsillo. Cuando la sacó de nuevo, por entre sus dedos cerrados asomaban los extremos del collar de zafiros.

—¿Por qué me lo has devuelto? —exigió saber, mirándola con ojos acusadores.

Ella tragó saliva con fuerza alzando ligeramente la barbilla.

—Me era del todo imposible aceptarlo. Devolverlo era lo correcto.

—¿Lo correcto? —repitió, haciendo una mueca levemente burlona—. ¿Te parezco un hombre con quien pueda jugarse, mi querida señorita Gilbert?

—No es un juego —repuso Elena con calma—. Si hay alguien que está jugando, ese es usted.

—¡Que me aspen si estoy jugando! —espetó—. No acepto que me lo devuelvas. 
Es tuyo. Me importa poco lo que hagas con él. —Lo arrojó a la mesa del fondo como si no fuera más que una baratija—. ¿Cómo te atreves a enviarme esa... esa... nota de rechazo sin ningún tipo de explicación? ¿Con quién te crees que estás tratando?

Elena procuró no dejarse apabullar por aquel despliegue de bravuconería y se obligó a mostrar una imagen de serenidad en la medida de lo posible.

—Le di una explicación en la nota. Creo que dije con bastante claridad que presiento que no estamos hechos el uno para el otro.

—¿Por qué? —exigió saber Damon.

—Porque somos demasiado diferentes.

—¿En qué sentido? Defiende tu postura. ¡Demuéstrame que no estás siendo voluble y vanidosa como decía Carew!

Elena respiró entrecortadamente al escuchar aquella provocación, pues reconocía dichos cargos.

—Tenemos valores muy diferentes, milord, tal y como le dije sin ambages en mi nota.

—¿Cómo es posible?

—¿Que cómo es posible? —se mofó—. ¡Usted frecuenta burdeles! ¡Se relaciona con libertinos! Trata a su propia familia como si fueran extraños y, si trata a su hermana de ese modo, estoy convencida de que será solo cuestión de tiempo que yo sufra la misma indiferencia por su parte a causa de alguna transgresión involuntaria.

—No sabes nada del asunto.

—¡Le pregunté y se negó a contármelo! Pidió mi mano pero ni siquiera desea que lo conozca. ¿Qué he de hacer con un hombre que afirma apreciar mi corazón pero que no comparte el suyo conmigo?

Elena prosiguió, envalentonada por la mirada atenta, aunque furiosa, del marqués.

—Tal vez usted se conforme con un matrimonio basado en la conveniencia, pero ya le dije que yo necesito más que eso... y no me refiero a posición ni riqueza. 

Discúlpeme si no me dejo deslumbrar por su fortuna y poder.

—Eso solo hace que te desee más —adujo sosegadamente. Su mirada se tornó más intensa cuando dio un paso hacia ella—. Vamos, Elena —la instó con voz profunda y tirante—. ¿Qué demonios más necesitas?

—¿Cree que tengo un precio? ¿Un collar más caro, una casa más grande? ¿Es así como lo mide todo? Porque es una verdadera lástima. ¿O simplemente se trata de lo que opina de mí? ¿Acaso esta casa le parece un burdel más? —Alzó la voz en consonancia con su creciente ira—. Para su información, lord Rotherstone, no estoy en venta... diga lo que diga mi padre. Pero si conspira con él para hallar la forma de obligarme a acceder, deje que le advierta de antemano que he aprendido de Penelope a hacerle la vida imposible a un esposo —concluyó con una gélida sonrisa.

Damon se quedó mirándola.

—Vaya, vaya, vaya —dijo al fin—. Parece que he dado con una fierecilla. La dama perfecta, ¿eh? Sabía que las apariencias engañaban con respecto a ti.
Damon se paseó inquieto por el salón mientras se pasaba la mano a lo largo de la recién afeitada mandíbula.

—Por favor, márchese —dijo Elena, negándose a morder el anzuelo—. Ya tiene mi respuesta.

—No.

—¿No? —repitió, frunciendo el ceño asombrada—. ¿Va a obligarme a que llame a las autoridades?

Rotherstone deslizó la mirada sobre uno de los cuadros de la pared y, a continuación, la examinó de reojo.

—¿Por qué habrías de hacer algo semejante? ¿Acaso me tienes miedo?
Elena entrecerró los párpados y alzó la barbilla. —Por supuesto que no.

—Lo sé —respondió con voz suave—. Esa es otra razón de que te desee, Elena.

—¡Deje de decir eso! —Pero es cierto.

—¿Por qué está tan obsesionado conmigo? —gritó—. ¡Usted no quiere una esposa, lo que de verdad quiere es otra obra de arte para su colección! Así pues, ¡continúe buscando, se lo ruego! Hay muchísimas jóvenes más bonitas que yo.

—El aspecto me importa tan poco como a ti te importa mi fortuna. Te deseo a ti —agregó, encaminándose hacia ella con mayor resolución.

—¿Con qué fin? —exclamó—. Ah, naturalmente... ¡como yegua para cría! Bien, si tanto empeño tiene en restablecer el buen nombre de su familia, debería buscar una esposa que no haya sido el blanco de las murmuraciones de la sociedad.

—Nada de eso me importa ya. —Se acercó—. Te deseo solo a ti, Elena.

—¿Por qué?

Tenía que oírselo decir, saber si era vedad. «Porque te amo.» —Porque sí —gruñó, negándose a decirlo. Elena sacudió la cabeza.

—Quiere tenerme solo para que permanezca a distancia. Ayer fui testigo de cómo excluye a la gente y no me gustó, Damon.

—También yo experimenté algo ayer. Y deseo más. —Trató de asirla, pero Elena se zafó.

—¡Usted quiere, usted quiere! ¿Es eso lo único que le importa?

Incapaz de hacerlo razonar, Elena comprendió que había llegado el momento de recurrir a su última arma secreta.

—Lo lamento, Damon. Mi padre debería habérselo contado. Estoy interesada en otro hombre. —Procuró que la expresión de su rostro resultara convincente. A fin de cuentas era cierto, aunque de repente le pareciera una mentira—. Alguien que me es muy querido, a quien amo y que me ama. No puedo casarme con usted, pues ya he entregado mi corazón a otro.
Damon la estudió durante un segundo y luego comenzó a reír suavemente.

—Qué graciosa eres.

—¿Q-qué?

—Imagino que te refieres al joven señor Jonathon White.
Elena abrió los ojos desmesuradamente.

—¿Lo conoce? —susurró, y de inmediato se preguntó si acababa de cometer un terrible error. ¡Santo Dios!—. ¿No pensará hacerle daño? —gritó.

Damon se quedó mirándola.

—¡Prométame que no le tocará!
Rotherstone la observó irritado.

—Es probable que también creas que me dedico a ahogar cachorrillos en mi tiempo libre. —Hizo una pausa—. Tú no le amas, Elena.

—¡Acabo de decirle que sí! ¡Quiero a Jonathon... mucho!

—Como a un hermano, sí. Como a un amigo. Puedo vivir con eso. —Y... como hombre.

—No. —Le lanzó una ardiente sonrisa cómplice. Elena se puso nerviosa a medida que él se iba acercando. —¿Qué sabe usted? ¡Nada! ¿Por qué no me cree?

—Tengo una sola pregunta —murmuró Damon suavemente mirándola a los ojos—. ¿Le deseas a él como me deseas a mí?

La joven se estremeció cuando Damon la tocó. —Al final, siempre consigo lo que quiero, amor —susurró.

—Oh, no haga eso. Se lo ruego. No debe. Oh, Damon, no.

—Sí —dijo en voz baja al tiempo que le acariciaba el cuello con los dedos.
Elena tragó saliva y se apartó. «Debo ser fuerte.»

—No va a funcionar.

—¿No? —De pie detrás de ella, posó las manos en su cintura y la besó en la nuca—. Tengo otro regalo para ti, Elena. Ya que no quieres el collar...
Ella se estremeció y trató de hallar la fuerza para resistirse a él, sin demasiado éxito.

—He de protestar... enérgicamente.

—Pues hazlo —le indicó él con un susurro teñido de perversa seducción.
Damon continuó besándole el cuello, despertando sus sentidos de un modo glorioso. Ella colocó las manos sobre las de él, que ceñían aún su cintura, pero la voluntad para alejarlo la estaba abandonando.

Los labios errantes de Damon le rozaron el lóbulo de la oreja, provocando en ella una apremiante necesidad de que la besara. Elena volvió la cabeza y le ofreció la boca, que él capturó de inmediato, y gimió de placer al sentir aquel rostro afeitado acariciando el suyo. La desaparición de la áspera perilla hacía que le resultara más fácil besarle con toda la pasión que llevaba dentro. Alzó la mano y le acarició la mejilla, saboreando la cálida y suave piel masculina bajo los dedos temblorosos.

A pesar de su anterior resolución a que aquello no sucediera, se deleitó con la sensación de sentirse rodeada por los brazos de Damon cuando hizo que se diera la vuelta lentamente hacia él. No podía evitar beber de sus besos. Pero él puso fin a aquello y le sostuvo la mirada ardiente mientras se ponía de rodillas ante ella muy despacio.

Elena contempló en silencio, con los ojos nublados, cómo Damon se llevaba sus manos a los labios y comenzaba a besarlas con ternura, con suma delicadeza; primero las palmas, luego cada dedo y seguidamente las muñecas. Después la besó en el estómago por encima del vestido. Acto seguido, asió sus caderas con suavidad y prosiguió depositando ardientes besos, descendiendo por su abdomen, penetrando las finas capas de algodón del vestido y las enaguas con su cálido aliento masculino.

El corazón de Elena golpeaba fuertemente dentro de su pecho mientras se preguntaba con creciente excitación qué se proponía el marqués.
Apoyó las manos sobre los anchos hombros de Damon cuando él le acarició las piernas por encima de las faldas hasta llegar a los tobillos, estremeciéndose de impaciencia mientras aquellos dedos masculinos danzaban sobre los finos huesos. El deseo inflamaba la mirada de la joven, que no intentó detenerlo cuando sus manos ascendieron por debajo del vestido. Elena tragó saliva, incapaz de pronunciar una sola palabra de protesta aunque lo hubiese deseado, pues lo único que podía hacer era mirarle a los ojos con impotencia mientras el pulso se le desbocaba.

Sintió el instante preciso en que sus manos vagaron sobre el fino tejido de las medias y se aventuraron más allá de las ligas, encontrándose con la piel desnuda.
Damon cerró los ojos, saboreando visiblemente el contacto.

—¿Q-qué estás haciendo? —dijo Elena con voz entrecortada cuando por fin él comenzó a levantarle el dobladillo de la falda.

—Quiero darte placer—susurró y, a continuación, bajó la cabeza para besarle el muslo—. Deja que te adore. —La hizo retroceder un poco para que la joven apoyara las caderas contra el sólido secreter que tenía a su espalda.

De la mente de Elena se esfumó todo lo demás, tan solo importaba aquella habitación, aquel momento, aquel hombre. El placer prohibido se convirtió en dicha cuando Damon le besó los muslos prodigándole la misma atención escrupulosa que antes le había dedicado al cuello y las manos. Le observó con avidez, plenamente excitada y dispuesta cuando él le separó las piernas y llevó la boca hasta su sexo.

La joven sintió que se derretía cuando la lengua de Damon rozó y se movió en círculo sobre aquel prieto capullo haciéndola jadear. La mano del hombre ascendió por su pierna para deslizar un cálido y suave dedo dentro de ella. Damon profundizó el beso, bebió de la evidencia del deseo inocente de Elena al tiempo que de su garganta brotaba un gemido de placer.

Sabía que el marqués estaba tan excitado como ella, entregado por completo, y se sentía tan abrumada por aquella intensa y estimulante pasión que se sentía incapaz de hacer otra cosa que no fuera recibir lo que él le daba.
En aquel momento podía hacer de ella lo que deseara, pues era suya. Su cuerpo y, más alarmante aún, su alma le pertenecían. Damon era un hombre de mundo y, sin duda alguna, sabía que podría haberla tomado sin que ella se lo impidiese.
Pero en lugar de eso, utilizó la boca y las manos para seducirla hasta que, de pronto, la deliciosa tensión que atenazaba su trémulo sexo se desató violentamente. El placer la estremeció por entero. Elena arqueó la espada, moviendo las caderas al encuentro de su boca al tiempo que un suave y entrecortado sollozo escapaba de sus labios. Damon lamió su cuerpo con sed insaciable, gimiendo contra su carne incluso mientras los incontrolables espasmos de placer la estremecían.

Rotherstone levantó la cabeza cuando las fuerzas abandonaron el cuerpo de la joven. Elena tenía los ojos cerrados, temblando aún con desconcertante gozo, apoyada débilmente en la parte superior del secreter que tenía detrás. Sintió que Damon le daba un beso húmedo en la rodilla.
En un estado de languidez, con el corazón martilleando todavía, reunió por fin la energía necesaria para mirarle a los ojos, embriagada por algún vino secreto que solo él podía darle.

Damon se pasó despacio los dedos por los labios para secárselos y luego se puso en pie bajándole las faldas educadamente. Sus ojos eran dos pozos rebosantes de satisfacción mientras la obsequiaba con una leve sonrisa mundana que prometía discreción. Se inclinó para darle un perezoso beso en la frente.

—Eres un festín para los sentidos, Elena.

—Oh, Damon —susurró.

—Te veré en el baile del final del verano. Me debes una pieza y pretendo cobrármela. —Posó con suavidad la yema de los dedos sobre los labios de la joven antes de que ella pudiera contradecirle. La miró fijamente a los ojos y acarició con ternura un mechón errante entre los dedos—. Basta de decir disparates sobre rechazarme —murmuró—. Me perteneces. Te deseo y no consentiré que lo hagas.

El marqués se marchó sin hacer ruido después de darle un último beso apasionado en los labios, dejándola saciada y jadeante e incluso más confusa que antes.
Elena cerró los ojos durante un rato mientras intentaba recobrar la compostura. Cuando los abrió de nuevo, su mirada aturdida recayó sobre el centelleante collar de zafiros. Lo miró unos instantes con cierta sorpresa y una fría furia comenzó a abrirse paso lentamente en la placentera satisfacción física que sentía. ¿Cómo era posible que aquella joya hubiera acabado de nuevo en su poder?

Había sido débil, y tenerlo delante de sus ojos, brillando a la luz vespertina, parecía un reproche mudo por haber caído en la tentación que aquel hombre representaba para ella.

No se había comedido al acusar a Rotherstone de tratarla como a una prostituta, pues aquel hombre pensaba que podría comprarla poniendo a sus pies todo el lujo que fuera capaz de proporcionarle. Ahora él le había hecho algo tan increíble y lascivo que Elena se sentía como una ramera, en el más literal de los sentidos.

Se había comportado como una inmoral. Pero ¿qué no haría ese hombre con tal de conseguir lo que deseaba?
Primero intentó tentarla con la posibilidad de compartir su riqueza y poder, y cuando eso había fallado, había recurrido a un arma aún más poderosa: el placer sexual.

Por desgracia, una vez que había probado el dulce sabor de lo prohibido, tan embriagador, se daba cuenta de que era algo completamente distinto a lo que en realidad ansiaba: compartir una intimidad emocional con él.
Sin un verdadero vínculo entre los dos, descubrió que tales actividades podían hacer que una mujer se sintiera mal por dentro, como si se hubiese tomado demasiadas copas de vino la noche anterior y hubiera actuado de forma estúpida.

A todas luces, con la destreza como amante que él poseía, podía llevarla a la cima del éxtasis pero, al igual que su riqueza, aquello tampoco era un sustitutivo del amor.
Y era evidente que él lo sabía. Simplemente lo había utilizado como otro medio para dominarla, pensó Elena endureciendo la expresión de su rostro. Pero no iba a dar resultado.

Se sentía furiosa consigo misma y con él. Elena agarró el collar airadamente y se acercó a la ventana para echar un vistazo al camino, pero él ya había desaparecido, dejándole a propósito aquella monstruosidad como si fuera su pago.

Así pues, ¿Damon se negaba a aceptarlo? ¿Se creía que había ganado?
«Muy bien, pedazo de sinvergüenza. Voy a darle un mejor uso.» De ningún modo pensaba quedarse con ese objeto para que le recordara constantemente a él. Entonces supo qué iba a hacer con el collar, y también tomó la decisión de cómo iba a enfrentarse al marqués.

En el baile del final del verano pondrían fin a aquella relación de una manera u otra.
¿De modo que Rotherstone quería convertir aquello en un juego en el que se apostaba fuerte? Pues así sería; iba a odiarla por el rechazo público que tenía en mente, pero tal vez por fin comprendiera.
Esta vez, pensó sombría, el Marqués Perverso se lo había buscado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Post Relacionados

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...