CAPITULO 10
Aquella noche Dresden Bloodwell llegó a Londres para
ocupar su nuevo puesto en sustitución de Rupert Tavistock. Se instaló en las lujosas
nuevas dependencias y se preparó para ponerse a trabajar.
Durante el viaje desde Francia, había estudiado la
información que Malcolm le había entregado con relación a los diversos
proyectos y contactos de Tavistock.
Ahora que conocía con detalle sus tareas, estaba
impaciente por continuar donde Tavistock lo había dejado; no obstante, su forma
de abordar las cosas era muy diferente a la de su predecesor. Tavistock había
sido perezoso y bastante tímido.
Desdren no compartía tales defectos ni era partidario
de perder el tiempo. Era un hombre completamente eficiente y, por esa razón,
Malcolm le había encomendado una tarea adicional que el líder había ocultado de
forma deliberada al resto del Consejo.
Dresden tenía órdenes de encontrar un sustituto para
el agente que tenían infiltrado en Carlton House, la residencia privada del
regente en Londres.
Carlton House estaba emplazada en Pall Mall y
siempre se hallaba llena de aduladores y cortesanos de Prinny, dandis
consentidos y excéntricos hedonistas.
El espía prometeo infiltrado en aquella mansión
había sido descubierto y eliminado hacía algunos meses por uno de los malditos
guerreros de la Orden, de modo que Dresden tenía que buscar o reclutar a
alguien nuevo que ocupase su lugar; alguien que pudiera imponer su voluntad
mediante el temor o la codicia, o ambas cosas a la vez. Sin embargo no había
demasiado donde escoger, teniendo en cuenta que no muchos aristócratas
ostentaban un título lo bastante importante como para ser dignos de contar con
las simpatías del regente.
Aquello sería una verdadera proeza, pero Dresden
estaba ansioso por acometer la tarea. Hacía tiempo que se había aburrido de su
talento para matar.
Dresden contaba con una copia del Debrett's Peerage
en una mano, en cuyas detalladas listas figuraban todos los aristócratas
varones de Londres, además del nombre de uno de los miembros de menor
relevancia de Prometeo que le había proporcionado Malcolm a fin de que pudiera
introducirlo en la alta sociedad.
A partir de ahí sería simple cuestión de observar a
diferentes hombres de alta cuna hasta que pudiera identificar a algunos
posibles nuevos reclutas.
Con el tiempo se concentraría en uno mediante un
proceso de eliminación. Una vez escogido el candidato, la parte divertida sería
dar con el punto de presión adecuado.
Se sonrió expectante mientras miraba por la ventana
la bulliciosa ciudad de Londres. Tenía intención de demostrarle a Malcomí que
la confianza depositada en él estaba justificada.
Pronto habría cambios en el Consejo.
Más tarde, aquella noche, Elena se encontraba sola
en su dormitorio sentada delante del tocador. Tomó lenta y vacilante el pequeño
estuche que lord Rotherstone le había llevado el día anterior. Hasta ese
momento había tenido miedo de abrirlo, pero suponía que, como mínimo, le debía
al enigmático marqués la cortesía de hacer honor a su regalo.
Elena tiró de uno de los extremos y el lazo se
deshizo, tras lo cual el gato de la familia, que se había subido al tocador con
un ágil salto, se puso a juguetear con la cinta.
Era incapaz de dejar de pensar ni un solo instante
en aquel hombre. Estar cerca del marqués de Rotherstone era igual que
encontrarse delante de una profunda cueva de piedra que solo Dios sabía adónde
conducía. A algún sombrío laberinto subterráneo. A pesar de que otras mujeres
se habían rendido al irresistible impulso de entrar y comenzar a explorar
aquella oscuridad, Elena era capaz de percibir el evidente peligro que emanaba.
Siendo como era una persona racional, había tenido la sensatez de dar media
vuelta y alejarse lo más rápido posible.
Y sin embargo...
Deslizó la yema de un dedo sobre la rendija de la
caja de cartón pintado y abrió la tapa sucumbiendo a la curiosidad. Un
envoltorio de seda negra ocultaba el regalo. La joven se quedó boquiabierta al
retirar el pañuelo, que cayó sobre su regazo, y ver el contenido. Tomó el
impresionante collar de zafiros y diamantes y lo sostuvo junto a la vela
mientras lo miraba con asombro. Aquella lujosa pieza brillaba como la luz del
sol en el mar, sobre todo la centelleante gema central, un zafiro azul de talla
redonda bordeado por deslumbrantes diamantes.
—¡Oh, por el amor de Dios! ¿Quién cree que soy, la
reina? —le dijo entre dientes al gato, riendo con cierto nerviosismo.
El regalo tenía como objeto impresionarla y, a decir
verdad, lo había logrado. Pero también confirmó sus sospechas con respecto a
los verdaderos motivos del marqués y el empeño que había puesto en que ella
aceptara la invitación a su casa. Rotherstone estaba convencido de que podía
sobornarla, deslumbrarla con su riqueza y poder, y conseguir así que diera su
conformidad a aquel matrimonio. « ¡Qué hombre tan exasperante y terco!» ¿De
verdad pensaba que aquello era cuanto le importaba en la vida?
El brillo del collar llamó la atención del gato, que
inclinó las oscuras orejas hacia delante. Elena sostuvo la pieza en alto y la
balanceó suavemente delante del animal. Este siguió el movimiento con su peluda
cabeza, y mientras trataba de alcanzarlo con la pata, el rostro de Elena
adquirió una expresión atribulada.
Aún cabía la posibilidad de que su padre hubiera
concertado el enlace para cubrir las pérdidas en la Bolsa, pero si la situación
era tan apremiante, lo más seguro era que se lo hubiese contado.
Su padre seguía diciéndole que todo iba bien y,
después de cómo habían ido las cosas entre su aspirante a esposo y ella,
deseaba con todas sus fuerzas creer en su palabra. Probablemente debería
preguntarle sin andarse por las ramas, pensó Elena, pero lo cierto era que, en
esos momentos, no deseaba saberlo.
Lo único que quería era librarse de un matrimonio al
que, comenzaba a presentir, estaba condenada.
«Jonathon», se recordó sin demasiado entusiasmo. Iba
a casarse con Jonathon algún día. El no hacía que se sintiera tan amenazada. De
nada servía recordar la arrolladora pasión que había sentido en brazos de lord
Rotherstone cuando la besó.
Era un alivio saber que jamás padecería tamaño
tormento cuando se casara con su amigo de la infancia. Lo cual era bueno, pues
la experiencia sensual de Damon amenazaba con despojarla de su autocontrol.
—Lo lamento, lord Rotherstone —susurró—. Me temo que
no le convengo.
Acto seguido, habiendo tomado ya una decisión,
envolvió de nuevo el collar en la seda negra, lo colocó en el estuche y ató el
lazo. No deseaba tener nada más que ver con aquel regalo ni con el Marqués
Perverso.
Rotherstone se había ofrecido a proporcionarle
asesoramiento en lo tocante al orfanato y confiaba lo bastante en el honor de
aquel hombre para creer que no sería tan mezquino de vengarse de ella negándose
a ayudar a los niños. Pero si en el fondo era tan ruin e incumplía su
caritativa ofrenda, entonces demostraría no ser mejor que Stefan y, por tanto,
se alegraría al saber que había logrado librarse de casarse con otro canalla.
Se acercó a la ventana con expresión pensativa y
tomó asiento en el rincón, con el escritorio portátil sobre el regazo. Sacó
filo a una pluma y la probó sobre el dedo para cerciorarse de que había hecho
un buen trabajo, pues lo necesitaba para poder bregar con aquel hombre.
Luego sacó una hoja de papel color crema con su
monograma elegantemente grabado en ella y mojó la pluma en la tinta color añil
mientras consideraba cómo expresar la que era ya su cuarta negativa a un
pretendiente. «Hum...»
Quizá merecía la reputación de casquivana que se
estaba labrando.
Al día siguiente, Damon desayunó en su casa con
Warrington y Falconridge después de que los tres hubieran pasado la mañana en
la academia de esgrima. Sus amigos estaban animados, pero Damon se encontraba
de un humor extraño.
Tras el inesperado giro que había tomado el encuentro con Elena
del día anterior, ni siquiera el esfuerzo realizado en el entrenamiento había
exorcizado su descontento.
Resquicios de ira reprimida comenzaron a irrumpir en
la serena superficie de su habitual sosegado control. En tanto que sus amigos
bromeaban sobre nada en particular, contentos simplemente porque al fin el peso
del mundo no pendiera sobre sus hombros, Damon se sorprendió dándole vueltas en
la cabeza al precio que habían pagado por su pertenencia a la Orden.
Sus familias habían sido las responsables y esa,
suponía él, era la auténtica razón de que hubiera estado evitando a su hermana
desde su regreso a la ciudad.
Por supuesto, Bea no había tenido nada que ver con
la decisión de su padre de entregarlo al Buscador a cambio de una cuantiosa
suma de dinero, pero siempre que Damon miraba a su hermana no podía evitar ver
a un miembro de aquellos que lo habían vendido como esclavo, cuando no era más
que un niño, un inocente, totalmente conscientes de que podría acabar muerto.
No era de extrañar que no deseara ver a su hermana
hasta que estuviera preparado para hacerlo. Pero desde que Elena había sacado a
la luz su cruel comportamiento con Bea, y en consecuencia que había visto la
frialdad que mostraba a su hermana a través de los ojos de la joven, se sentía
como un miserable canalla por el desprecio con que trataba al único pariente
carnal que le quedaba.
Había estado tan preocupado por sus cicatrices que
no había tenido en consideración los sentimientos de Bea.
Además, ver a su hermana ya adulta y madre de sus
propios hijos hizo que fuera consciente, de nuevo, de todo el tiempo que había
perdido. Sabía que era imperativo librar la guerra contra los prometeos, pero
ahora también comprendía a qué tipo de explotación había sido sometido cuando
era demasiado joven para entender en lo que se metía. Tal vez la Orden fuera el
bando bueno en aquella batalla, pero no había dudado ni un solo instante en
aprovecharse de la desgracia de su familia.
Damon ignoraba qué hacer con respecto al
resentimiento, cada vez mayor, que sentía hacia su viejo mentor, Virgil. Pero
como su padre estaba muerto, no tenía a nadie más a quien culpar.
Dejó a un lado toda aquella dolorosa maraña de sentimientos
y se recordó una vez más que la guerra había acabado. Lo que importaba era
continuar con su vida y su futuro con Elena...
Y sin embargo, las espinas que quedaban clavadas,
producidas por todas las experiencias traumáticas que había vivido, habían comenzado
a crear conflictos entre ellos; tal y como había sucedido el día anterior. Damon
veía ya con toda claridad hasta qué punto el voto de secreto jurado a la Orden
les aislaba a él y a sus amigos y amenazaba con impedir que formasen
verdaderamente parte del mundo.
Sus votos los separaban de la humanidad a la que
protegían y hacían que Damon fuera incapaz de contarle a Elena quién era en
realidad. Ella quería respuestas, pero las preguntas lo habían dejado perdido,
completamente desorientado. Su cerebro calculador no servía de nada en aquel
reino. ¿Quién demonios era él? Le resultaba casi imposible encontrar la
auténtica verdad sobre sí mismo enterrada debajo de tantos años de falsedad y
engaño.
Habida cuenta de que se había convertido en un
consumado camaleón, ¿cuál de sus personalidades se suponía que debía contestar
a las preguntas? ¿Qué versión de Damon: el Distinguido Viajero, el presunto
Marqués Perverso?
¿O el hombre que había bajo todos ellos? Retraído y
solitario, aunque no lo reconocería ni siquiera bajo tortura. Ella jamás
querría a ese Damon. Nunca nadie lo había querido.
Los secretos tenían el inconveniente de escaparse de
vez en cuando y, hasta el momento, Damon se las había arreglado para ocultar
aquel en concreto: el verdadero motivo de que hubiera elegido a Elena.
En los ojos azul cielo de la joven había percibido
una gran capacidad de amar y una bondad de corazón que, basándose en todo lo
que sabía acerca de ella, le hacía albergar esperanzas de que algún día su
anhelo más oculto se viera cumplido por fin. El anhelo de algo que nunca había
experimentado y que jamás pensó que podría llegar a sentir hasta que la había
conocido.
Era demasiado peligroso. En su fuero interno huyó de
ello, horrorizado al comprender en aquel instante lo que realmente lo
impulsaba: la desesperada necesidad de amor.
Pero, santo Dios, si no podía compartir quién era
con ella, pensó desesperado, ¿cómo iba a conquistar el corazón y el amor que
tanto ansiaba?
—Por cierto —dijo Jordán—, ¿alguno de los dos vais a
asistir al baile del final del verano de la próxima semana? ¿El que se celebra
en Richmond?
Damon ocultó su sufrimiento a sus amigos. Los
hombres intercambiaron una mirada de hastío.
—¿Por qué diablos no? —Declaró Rohan con sequedad—.
Animaremos un poco las cosas. Y puede que Damon nos presente a su futura
esposa.
Los dos escrutaron expectantes al aludido.
Damon dejó escapar un suspiro pesaroso. Deseaba que
conocieran a Elena pero, por Dios bendito, aquellos eran sus compañeros del
infame Club Inferno y, después de lo sucedido el día anterior, la situación con
la joven ya era bastante precaria.
Antes de que Damon pudiera explicarse, Dodsley entró
llevando una bandeja.
—¿Milord?
—¿Sí? —Se volvió hacia el mayordomo—. ¿Qué sucede?
—Un criado de la residencia de la señorita Gilbert
acaba de entregar esto junto con una nota para usted, señor. Se me pidió que me
encargase de que lo recibiera enseguida.
Damon echó una ojeada a la bandeja de plata que
portaba Dodsley y su mirada recayó sobre el estuche que contenía el regalo que
le había hecho a la joven. Nada más verlo se le heló la sangre y el corazón
comenzó a palpitarle con fuerza.
—Dámelo.
Dodsley entró en la sala de mañana dispuesto a
acatar la orden.
—Qué tierno —repuso Rohan indolente—. ¿Dónde puedo
encontrar a una muchacha que me envíe regalos?
—No creo que le envíe un regalo, Warrington —dijo
Jordan con cautela al percatarse de que Damon se había puesto lívido—. Me parece
que se trata de algo que la joven dama... devuelve.
—Oh, maldita sea —murmuró el escocés mientras Damon
abría la breve nota y la leía.
Querido lord Rotherstone:
Le agradezco, una vez más, que me haya honrado con
su oferta pero, lamentablemente, he de rehusar. Si consulta con su corazón creo
que estará de acuerdo conmigo en que jamás congeniaremos. Tenemos valores muy
diferentes. Por favor, sepa que le deseo todo lo mejor y que espero que podamos
ser amigos.
Respetuosamente,
La honorable señorita D. Gilbert
«¿Amigos?» Levantó la vista de la carta echando
chispas por los ojos.
—Da orden en los establos de que ensillen el
semental.
—¿Te está rechazando también a ti? —preguntó Rohan
sin rodeos.
—Por encima de mi cadáver. —Damon se levantó airado
y se dirigió hacia la puerta—. Si me disculpáis, caballeros, parece que hay
asuntos que requieren mi atención.
—Buena suerte, Damon —le deseó Jordan.
—No necesito suerte —espetó entre dientes—. Sé bien
cómo manejarla, créeme.
Se guardó la nota y el collar de zafiros en el
bolsillo del pecho y salió hecho una furia, jurándose a sí mismo que Elena no
se saldría con la suya. Se negaba a que lo rechazase como si fuera un don
nadie.
Bajo la cólera, sin embargo, subyacía el
desconcertante temor a que si alguien tan compasivo como Elena Gilbert era
incapaz de preocuparse por él, nadie más lo haría. Siempre estaría solo. Y no
podía soportarlo, no podía tolerarlo; no consentiría que lo rechazase. No
después de todo lo que había entregado, de todo cuanto había sacrificado. Había
llegado su hora y ella era la recompensa que había elegido, el premio que
obtendría costara lo que costase.
En cuestión de segundos subió a lomos del imponente
semental negro, salió a la calle y galopó como alma que lleva el diablo hacia
South Kensington.
Era una bendición encontrarse, por una vez, sola en
casa. Toda la villa estaba sumida en un maravilloso silencio. Penelope se había
ido con las niñas de compras a la ciudad, llevándose consigo a Wilhelmina para
que la ayudase. Su padre las había llevado en el carruaje y visitaría a sus
amigos de White's mientras las damas compraban.
Elena se hallaba en la terraza que daba al jardín
posterior de la casa acurrucada en un banco de piedra. Sobre el regazo sujetaba
precariamente el cuaderno de dibujo mientras movía la mano en largos y
perezosos trazos, bosquejando a carboncillo los pájaros que se congregaban en
torno a la fuente para aves.
Debido a la ausencia de su ruidosa familia, los
únicos sonidos que se oían eran los de la brisa susurrando entre las hojas amarillentas
de los árboles y el gorjeo de los pájaros revoloteando por el jardín. El
silencio le venía bien para poder pensar, aunque estaba atenta a cualquier
sonido que indicase que William, el lacayo, hubiera vuelto de hacer el recado
que le había encargado.
Teniendo en cuenta lo costoso que era el collar de
zafiros, le había pedido al lacayo que se lo entregara personalmente a Dodsley,
el mayordomo de lord Rotherstone.
El gran enigma era cómo iba a reaccionar el Marqués
Perverso a su rechazo. Aunque, si tenía que ser franca, después de la
desagraciadle despedida del día anterior, lo más probable era que se sintiese
aliviado, pensó Elena.
No le resultaría complicado encontrar a otra mujer a
la que no le importase que él se encerrara tras muros de silencio. Pero ella no
deseaba pasarse el resto de la vida tratando de descifrar el significado oculto
de las palabras o bregando con los tormentosos e inescrutables arranques de mal
humor del marqués.
Y sin embargo no dejaba de ser curioso que tuviera
la sensación de haberlo abandonado al enviar la nota junto con el collar de
zafiros. Ese hombre no conocía a nadie en la ciudad, insistía en recordarle su
corazón como un suave susurro en el viento. La gente no le comprendía. Las
cosas que decían acerca de él eran casi tan injustas como las mentiras que Stefan
contaba sobre ella.
Rotherstone era un hombre imprevisible, por lo que
no caería en la simpleza de predecir cuál podría ser su respuesta, en caso de
que se molestase en responderle. Y ese era el motivo por el cual aún no le
había dicho a su padre que había rechazado la proposición del marqués.
Le parecía prudente cerciorarse de que entre ellos
todo hubiera terminado definitivamente previo a comunicar la noticia. Al fin y
al cabo, si hablaba demasiado pronto, antes de que la ruptura fuera definitiva,
su padre y su aspirante a prometido podrían unir fuerzas en contra de ella una
vez más y obligarla a aceptar el matrimonio.
Justo en aquel instante, en medio de la quietud,
escuchó el sonido amortiguado de unos cascos de caballo aproximándose desde la
parte delantera de la casa y entrando en el patio.
«William.»
El corazón comenzó a martillear su pecho de
inmediato. Dejó el cuaderno de dibujo y el lápiz de carboncillo a un lado y se
puso en pie de un salto. Luego se recogió las faldas del vestido de paseo verde
oscuro y se apresuró a entrar en la casa, atravesándola para enterarse de las
nuevas que le traía el lacayo de parte de lord Rotherstone.
Recorrió el pasillo central hacia la puerta
principal y, cuando abrió y salió con celeridad fuera, se quedó boquiabierta.
No era William quien había llegado a la villa, sino
el mismísimo
Marqués Perverso, galopando a lomos de un poderoso
semental negro. Un miedo instintivo la invadió cuando él le lanzó una mirada
ominosa con aquellos ojos claros desbordantes de furia, al tiempo que tiraba de
las riendas del animal y lo hacía detenerse en seco.
Elena tragó saliva cuando él se bajó de la silla,
ordenándole al semental que no se moviera, y se puso pálida al verlo dirigirse
a ella con paso enérgico y expresión colérica.
—¡Elena!
Un débil grito escapó de labios de la joven y se
metió rápidamente de nuevo en la casa, arrojándose contra la puerta para
cerrarla. Pero antes de que pudiera hacerlo, el marqués plantó la mano
enguantada en ella, introduciendo acto seguido una polvorienta bota de montar
en la rendija.
—No te atrevas —le advirtió—. Vamos a hablar sobre
esto. Déjame entrar.
—¿Qué cree que está haciendo? —Trató de cerrar la
puerta—. ¡Márchese!
—Elena, no puedes impedirme la entrada. ¡Apártate!
La joven intentó no ceder terreno cuando él empujó
con fuerza pero, en vez de eso, las blandas zapatillas que llevaba resbalaban
sobre el suelo de madera.
—¡Maldito sea! —gritó Elena haciéndose a un lado.
—Menudo lenguaje —dijo con languidez, cruzando el
umbral.
En los ojos del marqués se atisbaba una chispa de
reproche y daba la impresión de ser mucho más alto y siniestramente amenazador,
con aquella ropa negra y la blanca camisa suelta que lucía bajo la chaqueta. No
llevaba pañuelo al cuello y tenía el mismo aspecto desaliñado y peligroso que
aquel día en Bucket Lañe, cuando lo vio saliendo del burdel.
Con una sola excepción: se había afeitado la
perilla, tal y como le había prometido el día anterior, en un esfuerzo por
complacerla. « ¡Qué encanto!» Santo Dios, era incapaz de quitarle los ojos de
encima mientras retrocedía.
Recién afeitado, Rotherstone estaba simplemente
espléndido. Parecía unos años más joven y diez veces más apuesto. Pero se
negaba a reconocer que aquel hombre de cuerpo escultural tuviera algún efecto
sobre ella.
No iba a casarse con él y no había más que hablar.
Damon miró a su alrededor, reparando en que estaban
solos en la casa. Aquellos ojos reflejaron fugazmente sus perversas intenciones
mientras se volvía de nuevo hacia ella, escrutándola con gélido y feroz
reproche, y se despojaba de los guantes de montar.
—Esta no es forma de recibir a tu futuro esposo,
amor mío.
—¿Cómo se atreve a irrumpir aquí como si fuera un
ladrón?
Rotherstone se aproximó a ella, con expresión desafiante,
la estrechó entre sus brazos y la besó bruscamente.
El corazón de Elena retumbaba con violenta confusión
mientras él invadía su boca en un beso posesivo y conseguía que su estúpido
cuerpo reaccionase de forma similar a como lo hizo en la galería el día
anterior. De hecho, la apasionada respuesta era incluso más intensa ahora que
él se había afeitado el mentón y ya no le raspaba. Pero se negó a recrearse en
el sensual roce de piel contra piel.
Desprendía un increíble aroma puramente masculino y,
cuando Elena le plantó la mano en el pecho para tratar de zafarse de él, sintió
la caliente piel desnuda allí donde se le abría un poco la camisa. Damon
intentó atraerla contra sí pero, con un gruñido desesperado, la joven recurrió
a toda su furia y encontró la fortaleza que necesitaba para empujarlo.
—¡Suélteme! Usted no es mi futuro esposo —agregó
entre resuellos.
—Elena —la riñó suavemente—. Ya eres mía.
—¡Está usted en un grave error! No pertenezco a
ningún hombre. .. Y usted no debería estar aquí. —Dio otro paso hacia atrás—.
Como puede ver, estoy sola.
—Ya no —susurró, mirándola con lujuria.
Aquello la dejó fuera de combate e hizo que le
temblara el cuerpo. Elena sacudió la cabeza intentando despejarse.
—Puede salir sin que le acompañe. Mi padre llegará a
casa de un momento a otro —mintió al cabo.
Sin esperar más por temor a verse atrapada
nuevamente por él, giró haciendo alarde de gran confianza en sí misma y se
retiró a la familiar seguridad del salón con las piernas temblándole.
Pero, alarmada, advirtió que con cada paso que daba
podía escuchar el pausado y rítmico repiqueteo de las botas de Damon
siguiéndola como un cazador que acecha a su presa.
Cuando llegó al salón dio media vuelta para
encararse con él con los brazos cruzados sobre el pecho con firmeza. Por
fortuna, pese a que había ido tras ella, lord Diabólico estimaba que, al menos
por el momento, lo prudente era mantener una distancia segura. «Como si de
algún modo supiera que ella no deseaba en realidad que se marchase.»
Rotherstone la miró con recelo mientras se llevaba
la mano al bolsillo. Cuando la sacó de nuevo, por entre sus dedos cerrados
asomaban los extremos del collar de zafiros.
—¿Por qué me lo has devuelto? —exigió saber,
mirándola con ojos acusadores.
Ella tragó saliva con fuerza alzando ligeramente la
barbilla.
—Me era del todo imposible aceptarlo. Devolverlo era
lo correcto.
—¿Lo correcto? —repitió, haciendo una mueca
levemente burlona—. ¿Te parezco un hombre con quien pueda jugarse, mi querida
señorita Gilbert?
—No es un juego —repuso Elena con calma—. Si hay
alguien que está jugando, ese es usted.
—¡Que me aspen si estoy jugando! —espetó—. No acepto
que me lo devuelvas.
Es tuyo. Me importa poco lo que hagas con él. —Lo arrojó a
la mesa del fondo como si no fuera más que una baratija—. ¿Cómo te atreves a
enviarme esa... esa... nota de rechazo sin ningún tipo de explicación? ¿Con
quién te crees que estás tratando?
Elena procuró no dejarse apabullar por aquel
despliegue de bravuconería y se obligó a mostrar una imagen de serenidad en la
medida de lo posible.
—Le di una explicación en la nota. Creo que dije con
bastante claridad que presiento que no estamos hechos el uno para el otro.
—¿Por qué? —exigió saber Damon.
—Porque somos demasiado diferentes.
—¿En qué sentido? Defiende tu postura. ¡Demuéstrame
que no estás siendo voluble y vanidosa como decía Carew!
Elena respiró entrecortadamente al escuchar aquella
provocación, pues reconocía dichos cargos.
—Tenemos valores muy diferentes, milord, tal y como
le dije sin ambages en mi nota.
—¿Cómo es posible?
—¿Que cómo es posible? —se mofó—. ¡Usted frecuenta
burdeles! ¡Se relaciona con libertinos! Trata a su propia familia como si
fueran extraños y, si trata a su hermana de ese modo, estoy convencida de que
será solo cuestión de tiempo que yo sufra la misma indiferencia por su parte a
causa de alguna transgresión involuntaria.
—No sabes nada del asunto.
—¡Le pregunté y se negó a contármelo! Pidió mi mano
pero ni siquiera desea que lo conozca. ¿Qué he de hacer con un hombre que
afirma apreciar mi corazón pero que no comparte el suyo conmigo?
Elena prosiguió, envalentonada por la mirada atenta,
aunque furiosa, del marqués.
—Tal vez usted se conforme con un matrimonio basado
en la conveniencia, pero ya le dije que yo necesito más que eso... y no me
refiero a posición ni riqueza.
Discúlpeme si no me dejo deslumbrar por su
fortuna y poder.
—Eso solo hace que te desee más —adujo
sosegadamente. Su mirada se tornó más intensa cuando dio un paso hacia ella—.
Vamos, Elena —la instó con voz profunda y tirante—. ¿Qué demonios más
necesitas?
—¿Cree que tengo un precio? ¿Un collar más caro, una
casa más grande? ¿Es así como lo mide todo? Porque es una verdadera lástima. ¿O
simplemente se trata de lo que opina de mí? ¿Acaso esta casa le parece un
burdel más? —Alzó la voz en consonancia con su creciente ira—. Para su
información, lord Rotherstone, no estoy en venta... diga lo que diga mi padre.
Pero si conspira con él para hallar la forma de obligarme a acceder, deje que
le advierta de antemano que he aprendido de Penelope a hacerle la vida
imposible a un esposo —concluyó con una gélida sonrisa.
Damon se quedó mirándola.
—Vaya, vaya, vaya —dijo al fin—. Parece que he dado
con una fierecilla. La dama perfecta, ¿eh? Sabía que las apariencias engañaban
con respecto a ti.
Damon se paseó inquieto por el salón mientras se
pasaba la mano a lo largo de la recién afeitada mandíbula.
—Por favor, márchese —dijo Elena, negándose a morder
el anzuelo—. Ya tiene mi respuesta.
—No.
—¿No? —repitió, frunciendo el ceño asombrada—. ¿Va a
obligarme a que llame a las autoridades?
Rotherstone deslizó la mirada sobre uno de los
cuadros de la pared y, a continuación, la examinó de reojo.
—¿Por qué habrías de hacer algo semejante? ¿Acaso me
tienes miedo?
Elena entrecerró los párpados y alzó la barbilla.
—Por supuesto que no.
—Lo sé —respondió con voz suave—. Esa es otra razón
de que te desee, Elena.
—¡Deje de decir eso! —Pero es cierto.
—¿Por qué está tan obsesionado conmigo? —gritó—.
¡Usted no quiere una esposa, lo que de verdad quiere es otra obra de arte para
su colección! Así pues, ¡continúe buscando, se lo ruego! Hay muchísimas jóvenes
más bonitas que yo.
—El aspecto me importa tan poco como a ti te importa
mi fortuna. Te deseo a ti —agregó, encaminándose hacia ella con mayor
resolución.
—¿Con qué fin? —exclamó—. Ah, naturalmente... ¡como
yegua para cría! Bien, si tanto empeño tiene en restablecer el buen nombre de
su familia, debería buscar una esposa que no haya sido el blanco de las
murmuraciones de la sociedad.
—Nada de eso me importa ya. —Se acercó—. Te deseo
solo a ti, Elena.
—¿Por qué?
Tenía que oírselo decir, saber si era vedad. «Porque
te amo.» —Porque sí —gruñó, negándose a decirlo. Elena sacudió la cabeza.
—Quiere tenerme solo para que permanezca a
distancia. Ayer fui testigo de cómo excluye a la gente y no me gustó, Damon.
—También yo experimenté algo ayer. Y deseo más.
—Trató de asirla, pero Elena se zafó.
—¡Usted quiere, usted quiere! ¿Es eso lo único que
le importa?
Incapaz de hacerlo razonar, Elena comprendió que
había llegado el momento de recurrir a su última arma secreta.
—Lo lamento, Damon. Mi padre debería habérselo
contado. Estoy interesada en otro hombre. —Procuró que la expresión de su
rostro resultara convincente. A fin de cuentas era cierto, aunque de repente le
pareciera una mentira—. Alguien que me es muy querido, a quien amo y que me
ama. No puedo casarme con usted, pues ya he entregado mi corazón a otro.
Damon la estudió durante un segundo y luego comenzó
a reír suavemente.
—Qué graciosa eres.
—¿Q-qué?
—Imagino que te refieres al joven señor Jonathon
White.
Elena abrió los ojos desmesuradamente.
—¿Lo conoce? —susurró, y de inmediato se preguntó si
acababa de cometer un terrible error. ¡Santo Dios!—. ¿No pensará hacerle daño?
—gritó.
Damon se quedó mirándola.
—¡Prométame que no le tocará!
Rotherstone la observó irritado.
—Es probable que también creas que me dedico a
ahogar cachorrillos en mi tiempo libre. —Hizo una pausa—. Tú no le amas, Elena.
—¡Acabo de decirle que sí! ¡Quiero a Jonathon... mucho!
—Como a un hermano, sí. Como a un amigo. Puedo vivir
con eso. —Y... como hombre.
—No. —Le lanzó una ardiente sonrisa cómplice. Elena
se puso nerviosa a medida que él se iba acercando. —¿Qué sabe usted? ¡Nada!
¿Por qué no me cree?
—Tengo una sola pregunta —murmuró Damon suavemente
mirándola a los ojos—. ¿Le deseas a él como me deseas a mí?
La joven se estremeció cuando Damon la tocó. —Al
final, siempre consigo lo que quiero, amor —susurró.
—Oh, no haga eso. Se lo ruego. No debe. Oh, Damon,
no.
—Sí —dijo en voz baja al tiempo que le acariciaba el
cuello con los dedos.
Elena tragó saliva y se apartó. «Debo ser fuerte.»
—No va a funcionar.
—¿No? —De pie detrás de ella, posó las manos en su
cintura y la besó en la nuca—. Tengo otro regalo para ti, Elena. Ya que no
quieres el collar...
Ella se estremeció y trató de hallar la fuerza para
resistirse a él, sin demasiado éxito.
—He de protestar... enérgicamente.
—Pues hazlo —le indicó él con un susurro teñido de
perversa seducción.
Damon continuó besándole el cuello, despertando sus
sentidos de un modo glorioso. Ella colocó las manos sobre las de él, que ceñían
aún su cintura, pero la voluntad para alejarlo la estaba abandonando.
Los labios errantes de Damon le rozaron el lóbulo de
la oreja, provocando en ella una apremiante necesidad de que la besara. Elena
volvió la cabeza y le ofreció la boca, que él capturó de inmediato, y gimió de
placer al sentir aquel rostro afeitado acariciando el suyo. La desaparición de
la áspera perilla hacía que le resultara más fácil besarle con toda la pasión
que llevaba dentro. Alzó la mano y le acarició la mejilla, saboreando la cálida
y suave piel masculina bajo los dedos temblorosos.
A pesar de su anterior resolución a que aquello no
sucediera, se deleitó con la sensación de sentirse rodeada por los brazos de Damon
cuando hizo que se diera la vuelta lentamente hacia él. No podía evitar beber
de sus besos. Pero él puso fin a aquello y le sostuvo la mirada ardiente
mientras se ponía de rodillas ante ella muy despacio.
Elena contempló en silencio, con los ojos nublados,
cómo Damon se llevaba sus manos a los labios y comenzaba a besarlas con
ternura, con suma delicadeza; primero las palmas, luego cada dedo y
seguidamente las muñecas. Después la besó en el estómago por encima del
vestido. Acto seguido, asió sus caderas con suavidad y prosiguió depositando
ardientes besos, descendiendo por su abdomen, penetrando las finas capas de
algodón del vestido y las enaguas con su cálido aliento masculino.
El corazón de Elena golpeaba fuertemente dentro de
su pecho mientras se preguntaba con creciente excitación qué se proponía el
marqués.
Apoyó las manos sobre los anchos hombros de Damon
cuando él le acarició las piernas por encima de las faldas hasta llegar a los
tobillos, estremeciéndose de impaciencia mientras aquellos dedos masculinos
danzaban sobre los finos huesos. El deseo inflamaba la mirada de la joven, que
no intentó detenerlo cuando sus manos ascendieron por debajo del vestido. Elena
tragó saliva, incapaz de pronunciar una sola palabra de protesta aunque lo
hubiese deseado, pues lo único que podía hacer era mirarle a los ojos con
impotencia mientras el pulso se le desbocaba.
Sintió el instante preciso en que sus manos vagaron
sobre el fino tejido de las medias y se aventuraron más allá de las ligas,
encontrándose con la piel desnuda.
Damon cerró los ojos, saboreando visiblemente el
contacto.
—¿Q-qué estás haciendo? —dijo Elena con voz
entrecortada cuando por fin él comenzó a levantarle el dobladillo de la falda.
—Quiero darte placer—susurró y, a continuación, bajó
la cabeza para besarle el muslo—. Deja que te adore. —La hizo retroceder un
poco para que la joven apoyara las caderas contra el sólido secreter que tenía
a su espalda.
De la mente de Elena se esfumó todo lo demás, tan
solo importaba aquella habitación, aquel momento, aquel hombre. El placer
prohibido se convirtió en dicha cuando Damon le besó los muslos prodigándole la
misma atención escrupulosa que antes le había dedicado al cuello y las manos.
Le observó con avidez, plenamente excitada y dispuesta cuando él le separó las
piernas y llevó la boca hasta su sexo.
La joven sintió que se derretía cuando la lengua de Damon
rozó y se movió en círculo sobre aquel prieto capullo haciéndola jadear. La
mano del hombre ascendió por su pierna para deslizar un cálido y suave dedo
dentro de ella. Damon profundizó el beso, bebió de la evidencia del deseo
inocente de Elena al tiempo que de su garganta brotaba un gemido de placer.
Sabía que el marqués estaba tan excitado como ella,
entregado por completo, y se sentía tan abrumada por aquella intensa y
estimulante pasión que se sentía incapaz de hacer otra cosa que no fuera
recibir lo que él le daba.
En aquel momento podía hacer de ella lo que deseara,
pues era suya. Su cuerpo y, más alarmante aún, su alma le pertenecían. Damon
era un hombre de mundo y, sin duda alguna, sabía que podría haberla tomado sin
que ella se lo impidiese.
Pero en lugar de eso, utilizó la boca y las manos
para seducirla hasta que, de pronto, la deliciosa tensión que atenazaba su
trémulo sexo se desató violentamente. El placer la estremeció por entero. Elena
arqueó la espada, moviendo las caderas al encuentro de su boca al tiempo que un
suave y entrecortado sollozo escapaba de sus labios. Damon lamió su cuerpo con
sed insaciable, gimiendo contra su carne incluso mientras los incontrolables
espasmos de placer la estremecían.
Rotherstone levantó la cabeza cuando las fuerzas
abandonaron el cuerpo de la joven. Elena tenía los ojos cerrados, temblando aún
con desconcertante gozo, apoyada débilmente en la parte superior del secreter
que tenía detrás. Sintió que Damon le daba un beso húmedo en la rodilla.
En un estado de languidez, con el corazón
martilleando todavía, reunió por fin la energía necesaria para mirarle a los
ojos, embriagada por algún vino secreto que solo él podía darle.
Damon se pasó despacio los dedos por los labios para
secárselos y luego se puso en pie bajándole las faldas educadamente. Sus ojos
eran dos pozos rebosantes de satisfacción mientras la obsequiaba con una leve
sonrisa mundana que prometía discreción. Se inclinó para darle un perezoso beso
en la frente.
—Eres un festín para los sentidos, Elena.
—Oh, Damon —susurró.
—Te veré en el baile del final del verano. Me debes
una pieza y pretendo cobrármela. —Posó con suavidad la yema de los dedos sobre
los labios de la joven antes de que ella pudiera contradecirle. La miró
fijamente a los ojos y acarició con ternura un mechón errante entre los dedos—.
Basta de decir disparates sobre rechazarme —murmuró—. Me perteneces. Te deseo y
no consentiré que lo hagas.
El marqués se marchó sin hacer ruido después de
darle un último beso apasionado en los labios, dejándola saciada y jadeante e
incluso más confusa que antes.
Elena cerró los ojos durante un rato mientras
intentaba recobrar la compostura. Cuando los abrió de nuevo, su mirada aturdida
recayó sobre el centelleante collar de zafiros. Lo miró unos instantes con
cierta sorpresa y una fría furia comenzó a abrirse paso lentamente en la
placentera satisfacción física que sentía. ¿Cómo era posible que aquella joya
hubiera acabado de nuevo en su poder?
Había sido débil, y tenerlo delante de sus ojos,
brillando a la luz vespertina, parecía un reproche mudo por haber caído en la
tentación que aquel hombre representaba para ella.
No se había comedido al acusar a Rotherstone de
tratarla como a una prostituta, pues aquel hombre pensaba que podría comprarla
poniendo a sus pies todo el lujo que fuera capaz de proporcionarle. Ahora él le
había hecho algo tan increíble y lascivo que Elena se sentía como una ramera,
en el más literal de los sentidos.
Se había comportado como una inmoral. Pero ¿qué no
haría ese hombre con tal de conseguir lo que deseaba?
Primero intentó tentarla con la posibilidad de
compartir su riqueza y poder, y cuando eso había fallado, había recurrido a un
arma aún más poderosa: el placer sexual.
Por desgracia, una vez que había probado el dulce
sabor de lo prohibido, tan embriagador, se daba cuenta de que era algo
completamente distinto a lo que en realidad ansiaba: compartir una intimidad
emocional con él.
Sin un verdadero vínculo entre los dos, descubrió
que tales actividades podían hacer que una mujer se sintiera mal por dentro,
como si se hubiese tomado demasiadas copas de vino la noche anterior y hubiera
actuado de forma estúpida.
A todas luces, con la destreza como amante que él
poseía, podía llevarla a la cima del éxtasis pero, al igual que su riqueza,
aquello tampoco era un sustitutivo del amor.
Y era evidente que él lo sabía. Simplemente lo había
utilizado como otro medio para dominarla, pensó Elena endureciendo la expresión
de su rostro. Pero no iba a dar resultado.
Se sentía furiosa consigo misma y con él. Elena
agarró el collar airadamente y se acercó a la ventana para echar un vistazo al
camino, pero él ya había desaparecido, dejándole a propósito aquella
monstruosidad como si fuera su pago.
Así pues, ¿Damon se negaba a aceptarlo? ¿Se creía
que había ganado?
«Muy bien, pedazo de sinvergüenza. Voy a darle un
mejor uso.» De ningún modo pensaba quedarse con ese objeto para que le
recordara constantemente a él. Entonces supo qué iba a hacer con el collar, y
también tomó la decisión de cómo iba a enfrentarse al marqués.
En el baile del final del verano pondrían fin a
aquella relación de una manera u otra.
¿De modo que Rotherstone quería convertir aquello en
un juego en el que se apostaba fuerte? Pues así sería; iba a odiarla por el
rechazo público que tenía en mente, pero tal vez por fin comprendiera.
Esta vez, pensó sombría, el Marqués Perverso se lo
había buscado.
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