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BIENVENIDOS A TOD@S A ESTE BLOG, ESPERO QUE DISFRUTÉIS LEYENDO LAS ADAPTACIONES DE CRÓNICAS VAMPÍRICAS.

COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


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19 diciembre 2012

La Magia Existe Capitulo 02


Capítulo 2

La campanilla de la puerta sonó cuando el hombre de los sueños de Elena entró en la tienda. O, para ser más exactos, el hombre que pertenecía a la realidad de otra mujer, porque levaba de la mano a una niña pequeña que debía de ser su hija. La niña corrió hacia el carrusel que giraba lentamente en un rincón de la juguetería, pero el padre entró más despacio.


Los oblicuos rayos del sol de septiembre acariciaron un pelo oscuro, cortado de forma impecable y con las puntas un poco hacia fuera en la parte posterior del cuello. Tuvo que agachar la cabeza para pasar por debajo de un móvil que colgaba del techo. Se movía como un deportista, con tranquilidad pero pendiente de sus alrededores, y daba la impresión de que si alguien le arrojaba algo de improviso, lo atraparía sin titubear.

Al notar el incontrolable interés de Elena, miró en su dirección. Su cara tenía rasgos fuertes y masculinos, y sus ojos eran tan azules que el color se distinguía desde el otro extremo de la tienda. Aunque era alto y su presencia, arrolladora, no se movía con actitud chulesca. Emanaba una confianza tranquila y poderosa. Lucía una barba de dos días y levaba unos vaqueros tan desgastados que parecían listos para tirarlos. Su aspecto era un tanto desastrado, pero muy sexy.
Eso sí, estaba pillado.

Elena dejó de mirarlo al instante y se apresuró a coger el telar de madera para añadir unas cuantas hebras elásticas más.

El hombre se acercó a su hija, caminando con las manos en los bolsillos. El trenecito que circulaba por toda la tienda, moviéndose sobre las vías que se habían emplazado en una estantería cercana al techo, le llamó la atención.

Las ventas eran muy buenas desde que El Espejo Mágico abrió sus puertas hacía ya tres meses. Las mesas estaban llenas de juguetes tradicionales: prismáticos, yoyós hechos a mano, cochecitos de madera, peluches, cometas resistentes…

—Ése es Damon Salvatore con su sobrina Emma —le dijo Elizabeth a Elena en voz baja.

Elizabeth era una de las dependientas de la juguetería. Una jubilada muy vital que trabajaba a media jornada en la tienda y que parecía conocer a todos los habitantes de San Juan. Para Elena, que acababa de mudarse hacía escasos meses a la isla, Elizabeth era una fuente de información valiosísima. Conocía a los clientes, sus historias familiares y sus gustos personales, y recordaba los nombres de los nietos de todo el mundo.

«Dentro de poco es el cumpleaños de Zachary, ¿no?», podía preguntarle a alguna amiga que estuviera echando un vistazo por la tienda. O: «He oído que el pequeño de Madison está un poco pachucho. Tenemos algunos libros nuevos, perfectos para que los lea en la cama».

Cuando Elizabeth trabajaba, nadie se iba de El Espejo Mágico con las manos vacías. De vez en cuando, incluso  llamaba a ciertos clientes si le daban juguetes nuevos que podían ser de su gusto. En una isla, la mejor publicidad era el boca a boca.

Elena abrió los ojos por la sorpresa.

—¿Su sobrina?

—Sí, Damon la está criando. La madre de la pobre criatura murió en un accidente de tráfico hace unos seis meses. Así que Damon se la trajo de Seattle, y desde entonces están viviendo en Viñedos Sotavento, en casa de su hermano Stefan. No me imaginaba a esos dos intentando cuidar de una niña, pero de momento se las están arreglando.

—¿Son solteros? —Aunque dicha información no era de su incumbencia, la pregunta se le escapó antes de que pudiera evitarlo.
Elizabeth asintió con la cabeza.

—Tienen otro hermano, Klaus, que sí está casado, pero he oído que no le va demasiado bien. —Miró a Elena con expresión triste—. Debería tener una mujer en su vida. Creo que ése es uno de los motivos por los que no habla.
Elena frunció el ceño.

—Te refieres a los desconocidos, ¿no?

—No le habla a nadie. Desde el accidente.

—¡Oh! —exclamó en voz baja—. Uno de mis sobrinos se negaba a hablar con sus compañeros de clase y con su maestra cuando empezó a ir al cole. Pero en casa hablaba sin problemas.

Elizabeth meneó la cabeza con tristeza.

—Por lo que sé, Emma se pasa el día sin hablar. —Se puso un capirote rosa con velo sobre sus rizos blancos que se movían como si fueran las antenas de una mariposa y se colocó la goma bajo la barbilla—. Esperan que se le pase pronto, pero el médico les ha dicho que no la presionen. —

Después de coger una varita mágica coronada por una brillante  estrella, volvió a la sala de fiestas, donde se estaba celebrando un cumpleaños—. ¡Majestades, ha legado la hora de la tarta! — anunció, y su exclamación fue recibida con un coro de chillidos que quedó ahogado cuando cerró la puerta.

Elena registró la compra de un cliente, un conejito de peluche y un libro de ilustraciones, y después echó un vistazo por la tienda en busca de Emma Salvatore.

La niña estaba contemplando una casita de hadas colocada en la pared. La había hecho e la y había decorado el tejado con musgo seco y tapones de botellas pintados de dorado. La puerta estaba hecha con la caja de un reloj de bolsi lo estropeado. Emma estaba de puntillas, mirando a través de una diminuta ventana.

Salió de detrás del mostrador y se acercó a la niña, cuya espalda se tensó de forma sutil pero evidente.

—¿Sabes lo que es? —le preguntó Elena.

La niña negó con la cabeza, sin mirarla siquiera.

—Casi todo el mundo cree que es una casa de muñecas, pero se equivocan. Es una casa de hadas.

Emma la miró en ese momento. Sus ojos la recorrieron desde las zapatillas Converse hasta su melena rizada pelirroja.

Mientras se estudiaban la una a la otra, a Elena la asaltó una inesperada oleada de ternura. Porque reconoció la frágil seriedad de una niña que ya no confiaba en la estabilidad de las cosas. 

Sin embargo, también percibió que seguía morando en los rincones de su infancia, lista para dejarse tentar por cualquier cosa que pareciera mágica.

—El hada que vive en ella nunca está durante el día —siguió—. Pero vuelve por las noches. Estoy segura de que no le importará que le eches un vistazo a su casa.
¿Te gustaría verla?

Emma asintió con la cabeza.

Elena se movió despacio y levantó la aldabilla que cerraba la parte delantera de la casita. En cuanto lo hizo, la fachada se abrió y dejó a la vista tres diminutas estancias amuebladas. En una había una cama hecha con palitos; en otra, una bañera que no era sino una tacita de café pintada de dorado; y en la tercera, una mesa con forma de champiñón acompañada por el corcho de una bote la a modo de silla.

Le encantó ver la titubeante sonrisa que apareció en los labios de la niña, y que reveló una simpática me la en la encía inferior.

—No tiene nombre. Me refiero al hada —dijo con un tono confidencial mientras cerraba la parte frontal de la casita—. Al menos no tiene un nombre humano.

Tiene un nombre de hada, que nosotros no podemos pronunciar, claro. Así que llevo un tiempo intentando buscarle un nombre. Cuando lo decida, lo pintaré sobre la puerta. A lo mejor la llamo Lavanda. O Rosa. ¿Te gustan?

Emma negó con la cabeza y se mordió el labio inferior mientras contemplaba la casa con expresión pensativa.

—Si se te ocurre algún nombre —le sugirió—, puedes escribirlo para que yo lo lea.

En ese momento, se les acercó el tío de la niña, que colocó una mano con gesto protector en el frágil hombro de su sobrina.

—¿Estás bien, Emma?

Su voz era atractiva, ronca y suave. Sin embargo, sus ojos miraron a Elena con un brillo un tanto amenazador. La intransigente presencia de ese hombre con su más de metro ochenta de altura la hizo retroceder. Damon Salvatore no era precisamente guapo, pero esas facciones fuertes y su moreno atractivo hacían que la belleza resultara una cuestión irrelevante. La pequeña cicatriz con forma de medialuna que tenía en una meji la, y que a la luz de la ventana parecía plateada, le daba un aire de tío duro. Y los ojos… eran una rara mezcla de azul y verde, como el color del océano en las fotos publicitarias de las islas tropicales. Parecía irradiar peligro de alguna manera que permanecía oculta. Podría decirse que era el error que ninguna mujer se arrepentiría de cometer.
Elena logró esbozar una sonrisa neutral.

—Hola. Soy Elena Gilbert. La dueña de la juguetería.

Salvatore ni se molestó en decirle su nombre. Al percatarse de la fascinación que su sobrina demostraba por la casita del  hada, preguntó:

—¿Está a la venta?

—Me temo que no. Forma parte de la decoración de la tienda. —Bajó la vista hacia Emma y añadió—: Pero son muy fáciles de hacer. Si dibujas una y me traes el diseño, te ayudaré a hacerla. 

—Se agachó para sentarse en los talones y así poder mirar directamente a la carita de la niña—. Nunca se sabe si aparecerá un hada para vivir en ella. Lo único que se puede hacer es esperar con los dedos cruzados.

—No creo… —dijo Damon Salvatore, pero dejó la frase en el aire en cuanto vio que Emma sonreía y levantaba un brazo para tocar uno de los pendientes de cristal que colgaban de las orejas de Elena, haciéndolo oscilar.

Había algo en la niña, con su coleta torcida y su expresión ansiosa, que traspasó las defensas de Elena. Sintió una punzada muy dulce y casi dolorosa en el pecho mientras se miraban la una a la otra.

«Te entiendo —quería decirle—. Yo también he perdido a alguien. Y no hay reglas para lidiar con la muerte de un ser querido. Tienes que asumir que ese vacío siempre te acompañará, como si fuera una etiqueta cosida al forro de tu chaqueta. Pero la oportunidad de volver a ser feliz, incluso de volver a sentir alegría, siempre estará ahí». Ella se negaba a dudarlo.

—¿Te gustaría ver un libro sobre las hadas? —le preguntó a la niña, y vio al instante el interés que reflejaba su cara.

Nada más incorporarse, notó el roce de la mano de Emma en la suya. Se la cogió con mucho cuidado y sintió el frío de sus deditos en la palma.

Tras arriesgarse a mirar de reojo a Damon Salvatore, vio que tenía una expresión indescifrable y que su antipática mirada se había clavado en sus manos unidas. Se daba cuenta de que el gesto lo había sorprendido. Así como la disposición de su sobrina a darle la mano a una desconocida. Al ver que no parecía dispuesto a objetar, se llevó a la niña a la parte trasera de la tienda.

—La sección de… de libros está aquí —dijo cuando llegaron al lugar donde se emplazaba una mesa de tamaño infantil y un par de sillas pequeñas. Mientras Emma se sentaba, e la cogió un libro voluminoso y colorido de la estantería—. ¡Aquí está! —exclamó con alegría—. Todo lo que te apetezca saber sobre las hadas.

Era un libro lleno de preciosas ilustraciones, algunas de e las desplegables. Elena se sentó en la diminuta si la situada junto a la de Emma y abrió el libro.
Salvatore se acercó a ellas mientras fingía ojear los mensajes de texto de su móvil, aunque su interés era evidente por mucho que disimulara. Estaba claro que la dejaría relacionarse con su sobrina, pero bajo su supervisión.

Elena y Emma comenzaron con la sección titulada TAREAS DE LAS HADAS DURANTE EL DÍA, donde aparecían cosiendo arcoíris como si fueran largas cintas, atendiendo sus jardines y tomando el té con mariposas y mariquitas.

De reojo, vio que Damon Salvatore sacaba de la estantería una de las copias del libro, todavía con la funda de plástico, y la metía en una cesta. No pudo evitar fijarse en el musculoso contorno de su cuerpo, en el movimiento de esos músculos ocultos por los vaqueros desgastados y la camiseta gris descolorida.

Se dedicara a lo que se dedicase, su apariencia era la de un tío trabajador, con zapatos muy usados, unos Levi's y un reloj decente, pero en absoluto llamativo. Ésa era una de las cosas que le agradaban de los isleños, a los que les gustaba denominarse «sanjuaneros». Era imposible saber quién era un millonario y quién era un simple paisajista.
Una anciana se acercó al mostrador, de modo que Elena le dejó el libro a Emma.

—Tengo que ir a atender a una clienta —dijo—. Puedes mirarlo todo el tiempo que quieras.

La niña asintió con la cabeza mientras pasaba un dedo por el borde de un arcoíris desplegable.
Elena se colocó tras el mostrador para atender a la anciana, una señora peinada con un moño muy sofisticado y que llevaba unas gafas graduadas con cristales gruesos.

—Me gustaría que me lo envolviera con papel de regalo —dijo la anciana al tiempo que empujaba sobre el mostrador una caja que contenía un trenecito de madera.

—Es un buen conjunto de vagones y vías para empezar —le informó ella—. Se pueden montar de cuatro formas distintas. Y luego se le puede añadir el puente giratorio. Tiene unas portezuelas que se abren y se cierran automáticamente.

—¿De verdad? A lo mejor debería llevármelo también.

—Voy a enseñarle uno. Lo tenemos expuesto cerca de la entrada.

Mientras Elena acompañaba a la anciana hasta la mesa donde se exhibía el tren, vio que Emma y su tío habían abandonado la zona de lectura y estaban ojeando las alas de hadas expuestas en la pared. Salvatore levantó a la niña en brazos para que viera mejor las de la parte superior. Al ver cómo se le amoldaba la camiseta a la espalda, Elena sintió algo extraño en la boca del estómago.

Se obligó a dejar de mirarlo mientras envolvía la caja del tren con el papel de regalo. Entretanto, la clienta se fijó en la frase escrita en la pared, detrás del mostrador.

NO HAY SENSACIÓN COMPARABLE A ESTE VUELO EMBELESADO, A ESTE ESTADO DE PLACIDEZ.

—Qué cita más bonita—dijo la anciana—. ¿Es de algún poema?

—De una canción de Pink Floyd —contestó Salvatore, que en ese momento se acercó para dejar una cesta cargada hasta arriba en el mostrador—. De «Aprendiendo a volar».
Elena enfrentó su mirada y notó que se ponía colorada de la cabeza a los pies.

—¿Le gusta Pink Floyd? —le preguntó.

Lo vio esbozar una sonrisa fugaz.

—Me gustaba cuando estaba en el instituto. Pasé una fase en la que sólo vestía de negro y no paraba de quejarme sobre mi aislamiento emocional.

—La recuerdo —afirmó la anciana—. Tus padres estuvieron a punto de llamar al gobernador para alistarte en la Guardia Nacional.

—Menos mal que su amor por la nación los frenó —replicó él.

Su sonrisa se ensanchó, dejando a Elena hipnotizada, aunque no la estaba mirando siquiera.
Le costó cierto trabajo meter el regalo ya envuelto en una bolsa con asas de cuerda.

—Aquí tiene —dijo con voz alegre mientras le ofrecía la bolsa a la anciana.
Salvatore alargó un brazo para cogerla.

—Parece un poco pesada, señora Borowitz. ¿Me permite que se la lleve hasta el coche?

La diminuta mujer sonrió de oreja a oreja.

—Gracias, pero puedo hacerlo yo sola. ¿Cómo están esos dos hermanos tuyos?

—Stefan está muy bien. Casi siempre está ocupado en el viñedo. Y Klaus… no lo veo mucho últimamente.

—Está dejando su huella en Roche Harbor, sí, señor.

—Sí —replicó él, si bien torció el gesto con algo parecido a la ironía—. No descansará hasta haber cubierto la isla con aparcamientos y edificios de apartamentos.

La anciana miró a Emma.

—Hola, preciosa, ¿cómo estás?

La niña asintió con la cabeza con gesto avergonzado, pero no dijo nada.

—Acabas de empezar primero de Primaria, ¿verdad? ¿Te gusta tu maestra?

Otro tímido asentimiento.

La señora Borowitz chasqueó la lengua con cariño.

—¿Todavía no hablas? Pues tendrás que empezar a hacerlo pronto. ¿Cómo van a saber los demás lo que piensas si tú no lo dices?

Emma clavó la mirada en el suelo.

Aunque la anciana no había hecho el comentario con mala intención, Elena vio que Damon Salvatore tensaba la mandíbula.

—Ya lo superará —dijo a la ligera—. Señora Borowitz, la bolsa es más grande que usted. Tendrá que dejarme que se la lleve o me quitarán mi medalla de honor.

La anciana rio entre dientes.

—Damon Salvatore, sé de buena tinta que no has ganado una medalla de honor en la vida.

—Eso es porque nunca me deja ayudarla…

La pareja siguió discutiendo a modo de broma mientras Salvatore le quitaba la bolsa a la mujer y la acompañaba hasta la puerta. Una vez allí, echó un vistazo por encima del hombro.

—Emma, espérame aquí dentro. Vuelvo enseguida.

—Aquí estará bien —le aseguró Elena—. Yo estaré pendiente de ella.

La mirada de Salvatore se posó brevemente en ella.

—Gracias —replicó antes de salir de la tienda.

Elena soltó el aire que había contenido, sintiéndose como si acabara de bajar de una montaña rusa y sus entrañas necesitaran volver a su sitio después de haber sido descolocadas.

Se apoyó en el mostrador mientras observaba a la niña detenidamente. Emma mostraba una expresión tensa, con los ojos brillantes pero la mirada apagada. Como un par de cuentas de cristal mate. Intentó recordar algo más sobre la época en la que su sobrino Aidan era incapaz de hablar en el colegio. Mutismo selectivo, lo llamaban. Algunos creían que dicho comportamiento era deliberado, pero se equivocaban. Aidan mejoró con el tiempo, y al final logró responder con éxito al paciente estímulo de su familia y de su maestra.

—¿Sabes a quién me recuerdas? —le preguntó a la niña—. A la Sirenita. Has visto la película, ¿verdad? —Se volvió para rebuscar bajo el mostrador hasta dar con una enorme caracola de color rosa que formaba parte de la nueva decoración marina que pronto colocarían en el escaparate—. 

Tengo una cosa para ti. Un regalo.

—Se enderezó para enseñarle la caracola a la niña—. Ya sé que es muy corriente, pero tiene una cosa especial. Si te la pones en la oreja, podrás oír el mar. —Le ofreció la caracola, y Emma se la acercó despacio a la oreja—. ¿Lo oyes?

La niña respondió encogiéndose de hombros con gesto desinteresado. Era evidente que ya conocía el truco de oír el mar en una caracola.

—¿Sabes por qué puedes oírlo? —le preguntó.

Emma negó con la cabeza, al parecer interesada.

—Algunas personas, científicos muy sabios, dicen que la caracola captura los sonidos del exterior y los hace resonar en su cavidad. Sin embargo, otra gente — añadió al tiempo que se señalaba a sí misma y le lanzaba una mirada cómplice a Emma— cree que es por arte de magia.

Después de sopesar un momento la idea, Emma le devolvió la mirada y se llevó un dedo al pecho para mostrarle su acuerdo.
Elena sonrió.

—Tengo una idea. ¿Por qué no te llevas la caracola a casa y practicas lo de guardar sonidos en ella? Puedes cantarle o tararear así… —Comenzó a cantar 
moviendo sólo los labios mientras se acercaba la caracola a la boca—. Tal vez algún día tu voz vuelva. Como le pasó a la Sirenita.

Emma alargó los brazos y cogió la caracola entre las manos.
En ese momento, se abrió la puerta y Damon Salvatore entró de nuevo en la tienda. Su mirada se clavó de inmediato en su sobrina, que estaba contemplando con expresión intensa la abertura de la caracola. Al ver que comenzaba a tararear en voz muy baja y titubeante, se quedó paralizado. Le cambió la cara. Y en ese instante de sorpresa Elena atisbo la multitud de emociones que cruzó por su rostro: preocupación, miedo, esperanza.

—¿Qué haces, Emma? —preguntó a la ligera mientras se acercaba a ellas con las cejas enarcadas.

La niña se detuvo y le enseñó la caracola.

—Es una caracola mágica —dijo Elena—. Le he dicho a Emma que puede llevársela a casa.
Salvatore compuso una expresión irritada.

—Es una caracola bonita —replicó—. Pero no tiene ni pizca de magia.

—Sí que la tiene —lo contradijo Elena—. La magia está a veces en las cosas más corrientes… sólo hay que saber buscarla.

Los labios de Salvatore esbozaron una sonrisa irónica.

—Claro —dijo con sorna—. Gracias.

Elena comprendió demasiado tarde que pertenecía a ese grupo de gente que no alentaba la imaginación de sus hijos. Y era un grupo numeroso. Muchos padres creían que era mejor que sus hijos crecieran enfrentándose a la realidad en vez de confundirlos con cuentos de criaturas fantásticas, animales parlanchines o Papá Noel.

En su opinión, sin embargo, la fantasía permitía que los niños desarrollaran su imaginación y encontraran consuelo e inspiración. Claro que ella no tenía ni voz ni voto en la educación de los hijos de los demás.

Se parapetó tras el mostrador, avergonzada, y se dispuso a registrar las ventas. El libro de las hadas, un rompecabezas, un saltador con mangos de madera y unas alitas de hada iridiscentes.
Emma se alejó del mostrador mientras le tarareaba a la caracola. Salvatore siguió a su sobrina con la mirada antes de mirar a Elena.

—Sin ánimo de ofender… —comenzó con voz irritada.

Justo el comienzo de una frase que casi siempre acababa ofendiendo.

—… prefiero ser sincero con los niños, señorita…

—Señora —lo corrigió Elena—. Señora Gilbert. Yo también lo prefiero.

—Entonces ¿por qué le ha dicho que es una caracola mágica? ¿O que hay un hada que vive en esa casa colgada en la pared?

Elena frunció el ceño mientras arrancaba el tique de compra de la caja registradora.

—La imaginación. Los juegos. No entiende mucho de niños, ¿verdad?

Al instante, comprendió que su comentario había dado en el clavo con mucha más fuerza de la que pretendía. La expresión de Salvatore no cambió, pero vio que se le sonrojaban las mejillas y el puente de la nariz.

—Hace seis meses que me convertí en el tutor legal de Emma. Estoy aprendiendo. Pero una de mis reglas es no dejarla creer en cosas que no son reales.

—Lo siento —se disculpó con sinceridad—. No pretendía ofenderlo. Pero el hecho de que no pueda ver algo no significa que no sea real. —Le ofreció una sonrisa contrita—. ¿Quiere el tique o lo dejo en la bolsa?

Esos hipnóticos ojos azules la miraron con una intensidad que hizo que su cerebro se desconectara 
al instante.

—En la bolsa —lo oyó decir.

Estaban tan cerca que captó su olor, una maravillosa mezcla de jabón y mar con una pizca de café. Lo vio ofrecerle la mano por encima del mostrador.

—Damon Salvatore.

Aceptó su mano y descubrió que era una mano fuerte, cálida y encallecida por el trabajo. Su contacto le provocó una punzada muy reveladora que comenzó en el abdomen antes de extenderse por todo su cuerpo.

Para su alivio, la campanilla de la puerta sonó, anunciando la llegada de otro cliente. Se zafó de su mano al instante.

—Hola —dijo, fingiendo una nota de alegría—. Bienvenido a El Espejo Mágico.
Salvatore, Damon Salvatore, seguía mirándola.

—¿De dónde es?

—De Bellingham.

—¿Por qué se ha mudado a Friday Harbor?

—Me pareció el lugar perfecto para abrir mi tienda —contestó al tiempo que se encogía de hombros a fin de darle a entender que no había mucho que explicar.

Sin embargo, el gesto no pareció convencerlo. Sus preguntas se sucedían con rapidez, en cuanto ella le daba una respuesta.

—¿Tiene familia aquí?

—No.

—En ese caso, seguro que ha venido siguiendo a un hombre.

—No. ¿Por qué dice eso?

—Cuando una mujer como usted se muda, normalmente lo hace por un tío.

Elena negó con la cabeza.

—Soy viuda.

—Lo siento.

Esa mirada tan intensa le provocó una emoción candente y titubeante, no del todo desagradable.

—¿Desde cuándo?

—Desde hace casi dos años. No puedo… no puedo hablar de eso.

—¿Un accidente?

—Cáncer. —Era tan consciente de él, de esa presencia tan vital y tan masculina, que de repente volvió a sonrojarse de la cabeza a los pies. Hacía mucho tiempo que no sentía ese tipo de atracción, tan exagerada por su intensidad, y no sabía muy bien cómo manejarla—. Tengo unos amigos que viven en Smugglers Cove, en el lado occidental de la isla…

—Sé dónde está.

—¡Ah! Sí, claro, usted creció aquí. Bueno, el caso es que mi amiga Rebekha sabía que quería comenzar de cero en algún sitio después de que mi marido… después de…

—¿Rebekha Mikaelson? ¿La mujer de Elijah?

Elena enarcó las cejas, sorprendida.

—¿Los conoce?

—No hay mucha gente en esta isla a quien no conozca —respondió él, entrecerrando los ojos con expresión pensativa—. No te han mencionado —añadió, tuteándola—. ¿Cuánto…?

Y en ese momento los interrumpió una vocecilla titubeante.

—Tío Damon…

—Espera un momento, Emm… —dejó la frase en el aire y se quedó paralizado. Su gesto fue casi cómico cuando por fin miró a la niña que estaba a su lado—.

-¿Emma? —dijo con un hilo de voz.

La niña sonrió con timidez, se puso de puntillas y alargó el brazo para darle la caracola a Elena. Y después añadió en un murmullo perfectiblemente audible:

—Se llama Trébol.

—¿El hada? —preguntó Elena en voz muy baja, con la piel de gallina por la emoción. Emma asintió con la cabeza. Elena tragó saliva y se las arregló para replicar:

—Gracias por decírmelo, Emma.

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