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BIENVENIDOS A TOD@S A ESTE BLOG, ESPERO QUE DISFRUTÉIS LEYENDO LAS ADAPTACIONES DE CRÓNICAS VAMPÍRICAS.

COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


GRACIAS

27 noviembre 2012

El Marqués Capitulo 12


CAPITULO 12

La mañana siguiente Damon se encontraba en su estudio, tomándose una taza de té mientras ojeaba sin prestar atención los documentos de Tavistock que Virgil le había entregado para que los examinase. Le resultaba difícil concentrarse porque estaba convencido de que la relación entre Elena y él había terminado y que, con toda la razón, había sido desterrado de su mundo.
Solo le quedaba una cosa por decir: lo siento. Pero no estaba seguro de que ella deseara oírlo. Llegados a aquel punto, podría ser más respetuoso; dejarla tranquila, tal y como ella llevaba pidiéndole tanto tiempo.

Lo peor de todo fue darse cuenta, con escalofriante claridad, de que había estado empeñado ciegamente en hacer a Elena lo mismo que le habían hecho a él cuando no era más que un niño, aunque hasta entonces había sido incapaz de verlo. De igual modo que su padre lo había entregado a la Orden a cambio de dinero, Damon se había esforzado en pagar a lord Gilbert para conseguir a Elena con el fin de llevar a cabo sus propios planes: comprar una esposa.
Cerró los ojos, incapaz de dar crédito a su propio egoísmo e insensible cinismo. ¿Quién se creía que era para imponerle su voluntad a Elena?

Por mucho que deseara aún estar con ella, tras examinar las cosas con frialdad, supo que debía renunciar. Lo había considerado desde todos los puntos de vista posibles, pero dado que era obvio que ella no lo deseaba, debía dejarla marchar. Sin embargo hacía que se preguntase...

Si hubiera mostrado consideración con sus sentimientos, si se hubiera comportado como un amante en lugar de como un espía, ¿podría haber tenido alguna posibilidad de ganarse su amor?
«Se acabó.»

Se había granjeado la antipatía de Elena gracias a la mala educación de la que había hecho gala. Se arrepentía de haber golpeado a Stefan, pues aunque siempre pensó que eso le causaría una gran satisfacción, sentía justo lo contrario. Dejar que el muy bastardo lo azuzase hasta hacerle perder los papeles, como cuando eran niños, no había sido una victoria, sino más bien una derrota.

Al menos el mayor de los hermanos Carew, Hayden, duque de Holyfield, había disfrutado viendo a Alby saborear un poco de su propia medicina.
Hayden había parado a Damon cuando se marchaba para decirle con entusiasmo: « ¡Bien hecho, Rotherstone! Ambos sabemos que hace años que se lo estaba buscando».

Muy cierto. Sin embargo Damon sabía que había enfadado a Elena, agraviado a los anfitriones y se había rebajado al mismo nivel que Stefan. ¿Cómo podía haber creído que era digno de Elena? El marqués suspiró, dejó la pluma y apoyó la frente en la mano. Ella tenía razón, concluyó. No era mejor que Stefan. No obstante, pensó abatido pero con la terquedad de costumbre, si no podía tener a Elena, no deseaba casarse con nadie.

Justo en ese instante llegaron hasta el estudio los ecos de una furiosa llamada a la puerta principal. Damon bajó la mano y levantó la cabeza cuando Dodsley cruzó por delante de la puerta con paso sereno para ir a abrir. Al cabo de un momento escuchó la voz de lord Gilbert en la entrada del vestíbulo.

Damon se preparó.

—¡Rotherstone! ¿Está ahí? —El vizconde debió de adelantar al mayordomo, pues apareció de repente en el despacho. Lord Gilbert tenía una mirada enloquecida—. ¿Está aquí? ¿Está mi Elena con usted?

Damon frunció el ceño. 

—No. ¿Qué sucede?

—¡Mi hija... tiene que estar aquí! ¡Dígame la verdad, Rotherstone! Si vino a su casa la noche pasada para estar con usted...

—Lord Gilbert, créame... ¿Qué es lo que ocurre?

—¡Elena se ha ido! —barbotó el vizconde.

—¿Que se ha ido? —Damon se puso pálido. Se levantó inmediatamente de su escritorio y lo rodeó para acercarse al vizconde—. Cuénteme todo lo que sepa.

—Esta mañana pensamos que se había quedado dormida. Anoche se marchó temprano del baile alegando jaqueca. Pero cuando mi esposa fue a echar un vistazo esta mañana, ¡ella no estaba! ¡La cama ni siquiera estaba deshecha!

—¿Ha dejado alguna nota?

—¡No, nada!

—¿Ha visto alguien algo?

—La institutriz de sus hermanas la oyó llegar, pero también pensó que Elena se había retirado. Ni siquiera el lacayo sabe adónde ha ido... William es el hermano gemelo de la doncella de mi hija. Por lo general los gemelos son inseparables, pero esta vez Elena solo se ha llevado a Wilhelmina con ella. Ni siquiera la doncella ha dejado una nota contándole a su hermano adónde pensaban ir.

El corazón de Damon latía desenfrenadamente. Todo aquello era culpa suya.

—Señor, ¿la ha buscado en casa de la señorita Portland? Si su hija no se encuentra con ella, al menos la joven sabrá dónde está Elena.

—No, he venido aquí primero. Supuse que mi hija se había escabullido para... esto... ¡para estar con usted!

—¿Conmigo? Señor, ella jamás haría tal cosa.

—Oh, por el amor de Dios, Rotherstone, yo también he sido joven —espetó—. Además, no hay forma de saber lo que una jovencita enamorada hará o dejará de hacer.

—¿Enamorada? —Aquella palabra le dolía—. Señor, he de ser franco. En estos momentos soy persona non grata para su hija. De hecho, lejos de estar enamorada, estoy seguro de que me odia y con razón. —Damon agachó la cabeza—. Anoche tuvimos una fuerte discusión.

—Ah, bueno. Quizá eso explique su huida.

—En efecto. Milord, hay algo más. Sin querer le revelé los... aspectos económicos de nuestro acuerdo.

—¿Que hizo qué? —Lord Gilbert palideció y en su rostro apareció una expresión culpable—. ¡No deseaba que ella lo supiera, Rotherstone! ¡No quería que se preocupara!

O, más bien, el orgulloso padre no quería que ella supiera de su vergüenza, pensó Damon.

—Lo entiendo, milord. Lo lamento profundamente. Pase lo que pase, sepa que soy su amigo. No deseo que me devuelva nada. Aún la aprecio y ayudándolo a usted la ayudo a ella, de modo que... así sea. —Guardó silencio recurriendo a su fuerza de voluntad para hacer lo correcto—. Por mucho que la admire, su hija no me quiere. No puedo continuar insistiendo, ya que eso solo parece enfurecerla. La encontraré y le diré que no es necesario que huya o se esconda. Sé que no quiere verme, pero tengo cierta experiencia encontrando a personas que no desean que las encuentren. La devolveré a su casa sana y salva.

El pobre y anciano caballero parecía conmocionado por todo aquello, de modo que Damon se apresuró a retirar una silla para que tomara asiento.

—Siéntese, lord Gilbert. ¡Dodsley! Tráele algo de beber.

—Sí, milord.

El mayordomo miró fugazmente al angustiado vizconde con preocupación y se aprestó a servirle una copa de coñac.

—Mi pobre niña. —Lord Gilbert se llevó el pañuelo a la frente—. ¿Adónde puede haber ido?

—Seguramente a casa de la señorita Portland o del señor Jonathon White —repuso Damon—. Eso es lo que creo.

—Ah, ahora debe de odiarme —se lamentó él, por lo general, afectuoso padre—. Creí de corazón que estaban hechos el uno para el otro.

—Yo también —farfulló Damon, que se aclaró la garganta cuando Dodsley se acercó con la copa y adoptó la típica conducta formal—. ¿Está seguro de que no había señales de que hubiese entrado un intruso? —puntualizó.

—No, desde luego que no —replicó el vizconde con impaciencia.

—¿Ha examinado los jardines, las ventanas?

—Se llevó consigo un considerable número de vestidos, Damon. La muchacha ha huido, créame. Al menos ahora puedo adivinar en parte el motivo.

Damon asintió aliviado.

—Procure entonces no inquietarse. Pronto encontraré a su hija. ¿Sabe dónde vive la señorita Portland?

El hombre se encogió de hombros.

—Creo recordar que es sobrina del conde de Denbury.

—Denbury House se encuentra al este de Belgrave Square —apuntó Dodsley.
Lord Gilbert asintió.

—Y Jonathon White se aloja en unas habitaciones para solteros en Althorpe, en Piccadilly.

—Entonces puedo llegar en un santiamén.

—¡Avíseme en cuanto sepa algo, Damon! Envíe una nota a mi casa. Penelope se encuentra allí. También ella está fuera de sí.

Dodsley despidió a su señor con el ceño fruncido por la preocupación.

—Vaya con Dios, señor.

Damon asintió mientras se ponía la chaqueta y se detuvo de camino hacia la puerta.

—Lord Gilbert, no se preocupe. Le prometo que la traeré lo antes posible.

Damon fue a ensillar su caballo y enseguida puso rumbo a Denbury House. Al cabo de un rato se encontraba llamando a la puerta de la majestuosa mansión urbana en Belgrave Square.

Un mayordomo abrió la puerta.

—¿En qué puedo ayudarle, señor?

—Soy el marqués de Rotherstone. He de hablar de inmediato con la señorita Bonnie Portland.

El mayordomo abrió los ojos desmesuradamente y Damon pudo leer en ellos sus reservas. Se apresuró a acallarlas.

—Me temo que se trata de una emergencia. La amiga de la señorita Portland, la señorita Gilbert, ha desaparecido. La joven podría estar en peligro. He venido de parte de lord Gilbert para intentar ayudarle a encontrar a su hija. ¿Se encuentra aquí la señorita Gilbert? Por favor, he de saberlo —dijo con apremio

—. Su familia está desesperada.

—No... No lo sé, milord —respondió el mayordomo, que parecía un tanto desconcertado por las noticias—. No he visto a la señorita por aquí hoy. Pero me temo que la señorita Portland no se encuentra en casa.

—¿No está? —lo desafió.

—¡Digo la verdad! ¡Se fue con sus primas!

Damon lo miró con los ojos entrecerrados.

—¿Adónde?

—De compras.

«Se está escondiendo de mí», pensó. De modo que la pequeña pelirroja debía de estar en el ajo.

—¿Sabe adónde?

—No, señor, las damas no me informan de tal cosa. Tal vez a Bond Street, a la galería Burlington. No sabría decirle. —De acuerdo. ¿Cuándo se espera que regrese?

—A la hora del té, según creo, señor.

—Cuando vuelva la señorita Portland tenga la bondad de darle las indicaciones que le especificaré a continuación. Transmítale que lord Rotherstone ha dicho que envíe cualquier información sobre el paradero de Elena a casa de los Gilbert. Como amiga íntima de la señorita Gilbert puede ser la única que esté al tanto de dónde se encuentra. Ah, y adviértale que si no tengo noticias suyas, regresaré para interrogarla personalmente. ¿Lo ha entendido?
El mayordomo asintió.

—Sí, milord, desde luego.

—Gracias. —Damon se despidió del hombre con un rígido asentimiento y, acto seguido, dio media vuelta y se dirigió hacia su caballo para emprender nuevamente el camino.

Siguiente parada: la exquisita residencia Althorpe.

Algunas averiguaciones en la pequeña portería de la entrada al elegante recinto cercado revelaron cuál de los apartamentos pertenecía a Jonathon White.

Damon aporreó la puerta. El futuro esposo elegido por Elena abrió sin demora, ataviado únicamente con unos lazos de tela que recogían su cabello mientras esperaba a que los impecables rizos al estilo griego se secasen. El hombre era todo un dandi.

—¿Rotherstone? —White frunció el ceño—. ¿Qué hace usted aquí?

—Elena ha desaparecido —dijo sin ambages—. Si tiene conocimiento de adónde ha ido, más le vale que me lo diga ahora.

—¿Que ha desaparecido? —Se puso pálido bajo las pecas—. ¿Qué quiere decir?

—¡Quiero decir que ha desaparecido!

Damon le explicó brevemente lo que había sucedido y White comenzó a dejarse llevar por el pánico.

—La vi anoche. Estaba llorando. Fue espantoso. De modo que le dejé mi carruaje. ¡Pensé que iba a marcharse a su casa!

—¿Le dijo adónde iba?

—No. ¿Le ha preguntado a Bonnie?

—No se encontraba en casa. Maldita sea, ¿permitió que condujera el carruaje mientras lloraba?

—Bueno, no me venga con quejas, ¡fue usted quien la hizo llorar! Dios bendito, espero que no tuviera un accidente en el trayecto de vuelta. Era de noche y no tiene demasiada experiencia en el manejo de un carruaje.

—¿Qué clase de vehículo era? —preguntó Damon.

—Un faetón ligero —dijo inquieto.
«Maldito necio», pensó Damon mirándolo fijamente. Esos cacharros volcaban si se iba a gran velocidad.

—¡No podía decirle que no, máxime cuando estaba llorando!

—¿Va a ayudarme a buscarla? Jonathon parpadeó.

—¿Cómo, ahora?

Damon lo escrutó con los ojos entrecerrados.

—Quiere casarse con usted, ¿sabe? Podría mostrar cierta preocupación.
Jonathon profirió un bufido.

—Para su información, Elena puede cuidarse sola. Y, lo que es más, creo que a estas alturas ya sabe que simplemente somos amigos.
Damon carraspeó y dio media vuelta para marcharse, pero se detuvo.

—¿Puedo hacerle una pregunta?

—¿De qué se trata?

—Usted la conoce mejor que nadie. ¿Tengo... alguna posibilidad aún con ella?

—Depende.

—¿De qué?

—¿Se le da bien arrastrarse?

Damon asimiló aquello y lo miró con expresión irónica.

—Si sabe algo de ella dígale que le envíe una nota a su padre. El pobre hombre está angustiado.

—Lo haré —repuso Jonathon—. Y si es usted quien la ve primero, ¡dígale que quiero que me devuelva mi maldito carruaje!

Damon se despidió con la mano mientras se dirigía hacia su caballo. Se planteó realizar el camino que Elena hizo desde el lugar donde se celebró el baile en Richmond-upon-Thames, pero el padre de ella había dicho que la institutriz de las hermanas oyó a la joven llegar a la casa la noche anterior. Decidió, por tanto, regresar a la villa de los Gilbert y ver si habían recibido noticias. Por muy furiosa que estuviera, no parecía propio de Elena dejar que su familia se preocupase.

Mientras galopaba a lomos del semental por los llanos senderos en dirección a South Kensington comenzó a sentirse muy inquieto por la muchacha, sin mencionar la sensación de culpa que lo corroía al saber que él era la causa de que hubiera huido.

Cuando por fin llegó a la finca de los Gilbert, el caballo estaba sediento. Damon procuró no regodearse en exceso en los remordimientos, a fin de cuentas necesitaría tener despejada la cabeza. Luego se preparó para entrar en casa de Elena y averiguar si se sabía ya algo; quizá la joven había entrado en razón y regresado. Rezaba para que así fuera cuando Penélope, lady Gilbert, abrió la puerta.

La mujer era un manojo de nervios, por lo que Damon no se molestó en sacar a colación de inmediato el tema del prematuro anuncio en sociedad del enlace. La alborotadora matrona había hecho que todo fuera más complicado, pero el marqués dejó eso a un lado por el momento mientras lady Gilbert le confirmaba que su esposo y el leal William seguían haciendo averiguaciones y no habían vuelto aún.

Mientras hablaban llegó un mensajero que entregó una nota dirigida a William. A Damon le dio un vuelco el corazón cuando lady Gilbert anunció que era de su hermana gemela, Wilhelmina.

Recordaba a los gemelos de aquel día en Bucket Lane.
Tomó la carta de manos de Penélope mientras pedía perdón mentalmente a William por ello y, con el permiso de la señora, la abrió sin miramientos y la leyó con el corazón aporreándole con fuerza:

Querido Will:
Di a la familia que no se preocupe. Estamos bien. En una posada llamada Los Tres Cisnes, en Great North Road, donde pronto nos reuniremos con una persona mu importante. Por favor, dile a lord S. que siento mucho todo esto. Como no podía impedir la marcha de la señorita D. pensé que era mejor que la acompañase pa que no se metiera en problemas. No sabía qué otra cosa hacer. 

Ella estaba desquiciada. Será mejor que me vaya. Como se entere de que te he escrito se pondrá furiosa, pero tenía que hacerlo con la esperanza de que no nos despidan.
Tu leal hermana,
W.

—Bendita seas, pequeña Wilhelmina —murmuró con profundo alivio—. No sabe escribir bien, pero tiene un corazón de oro.

—Ah, milord —dijo Penélope de forma melodramática—, ¿qué es lo que dice?

—Justo lo que necesitaba saber. Muchacha lista.

—Le entregó la nota—. Si en algún momento cree oportuno despedir a los gemelos, lady Gilbert, envíemelos a mí. Este par vale su peso en oro.

Dicho aquello, Damon salió por la puerta y montó en el caballo poniendo rumbo a la Great North Road para llevar de vuelta a casa a la joven fugitiva.


Elena se sentía enjaulada dentro del cuarto de la posada de Los Tres Cisnes y era incapaz de dejar de mirar a través de la cortina de la ventana en busca de cualquier señal de su tía abuela.

La noche pasada había llegado hasta allí en el faetón de Jonathon, una perspectiva escalofriante de por sí, pero se había visto forzada a detenerse cuando alcanzó una bifurcación y tuvo que tomar la decisión de qué camino seguir.

La duquesa viuda de Anselm poseía cuatro fincas situadas en distintas direcciones. Elena no tenía ni idea de en cuál se encontraba en esos momentos su tía abuela. A la formidable anciana le gustaba viajar por sus tierras cuando se acercaba la época de la cosecha; mantenía audiencias anuales con sus arrendatarios, solventaba desacuerdos locales, conocía a los bebés nacidos en el año y vigilaba con atención la recogida de la cosecha.

Por tanto Elena tuvo que ser práctica y no le quedó más alternativa que detenerse y enviar mensajes a las diversas residencias de su excelencia para averiguar en cuál de ellas se encontraba la duquesa.
Luego era simplemente cuestión de aguardar a que llegase una respuesta, y eso podía llevar algunos días. Pero la espera comenzaba a crisparle los nervios.
Tampoco ayudaba en nada que las dudas hubieran comenzado a acosarla. Unas dudas extrañas. Sentía el corazón tan hueco dentro de su pecho como si fuera una campana. Aún estaba furiosa con Damon por su impasible prepotencia, lo cual hacía que resultase difícil de explicar la tristeza que la embargaba ante la perspectiva de no volver a verlo.

Se sentía vacía, como si hubiera perdido a un amigo.
Pugnando por sacarse a aquel hombre de la cabeza, volcó nuevamente la atención en la tarea más apremiante que tenía entre manos: saber qué iba a decir cuando tuviera delante al temible dragón.

Sin duda la reprendería. Su excelencia no consentía comportamientos indecorosos y obviamente desaprobaría su huida, pero Elena esperaba que, una vez le explicase la tiranía a la que estaba siendo sometida su voluntad, la gran dama desatase sus poderes draconianos en su beneficio.

Además, pensó Elena, a su excelencia le tranquilizaría saber que no se había lanzado completamente sola en aquella aventura imprudente. Al menos había tenido el buen juicio de llevarse consigo a su doncella. Aunque, en realidad, no podía achacarse el mérito por eso, pues había sido Wilhelmina quien había insistido en acompañarla.

La noche pasada, al llegar a la villa de los Gilbert, Elena se había colado a hurtadillas para recoger algunas de sus pertenencias cuando Wilhelmina entró adormilada, como de costumbre, para ayudar a su señora a desvestirse a su vuelta del baile.

Elena supo entonces que su pequeña y humilde doncella la conocía demasiado bien como para creerse cualquier mentira que le contase. Desconsolada, confesó finalmente ante Willie que huía a causa de lord Rotherstone. Cuando la incondicional muchacha, ¡bendita fuera!, no consiguió disuadirla, la informó de que iba a acompañarla.

Sin duda alguna era un gran consuelo tener a un fiel aliado a su lado. La bulliciosa presencia de la doncella había dado un aire de cierta normalidad a los momentos posteriores a la impetuosa fuga. Por desgracia, ese día, la pobre Willie parecía más nerviosa que la propia Elena. La muchacha había deshecho ya las maletas y doblado las prendas de su señora dos veces para mantenerse ocupada. Elena compartía su agitación. Las dificultades para quedarse sentada sin hacer nada aumentaban con cada instante que pasaba.

—Oh, ya no lo soporto más —declaró al fin—. He de salir de este cuarto.

—¿Adónde irá? —preguntó la doncella casi chillando.

—Tan solo abajo —le aseguró Elena—. Tal vez tengan algún periódico de Londres.

—¡Yo iré a ver!

—No pasa nada. Andar un poco por aquí me vendrá bien.

Elena luchó contra el recuerdo de Damon a cada paso mientras recorría el pasillo de la posada y se dirigía al concurrido vestíbulo.
El guardia de uno de los coches de postas, ataviado con un abrigo largo, estaba tocando la bocina para avisar por última vez a todos los pasajeros con billete para que subieran al vehículo. Elena observó con curiosidad el barullo organizado por los viajeros que se apresuraban a pagar la cuenta de la cena a la esposa del posadero.

El vestíbulo quedó desierto al cabo de unos momentos y el caos se tornó silencio una vez que el abarrotado coche de postas emprendió camino por el patio adoquinado, tirado por seis caballos grisáceos.

Elena se aproximó entonces a la alegre y animada dueña de la posada que estaba ordenando los bancos del comedor, limpiando las mesas y, sin la menor duda, gozando de una tregua transitoria que solo duraría hasta el rápido alto en el camino del siguiente coche.

—¿Señora?
La mujer de mejillas sonrosadas levantó la vista con una amplia sonrisa.

—¿En qué puedo ayudarla, querida?

—¿Ha llegado ya algún mensaje para mí? Soy la señorita Gilbert, habitación catorce.

—No, señorita. No desde la última vez que preguntó. La avisaremos en cuanto llegue.

—Gracias. —Elena supuso que había sido un tanto insistente—. ¿Han recibido el Post?

—Así es. —La mujer asintió y se acercó hasta el mostrador de la entrada.

Elena compró un ejemplar del afamado periódico londinense, célebre por contar con la mejor sección de ecos de sociedad. Seguramente en ella se hablaría algo sobre el baile del final del verano.

Tenía que saber pero, al mismo tiempo, temía comprobar si los escritores de cotilleos se habían enterado del rumor que Penélope había extendido sobre las supuestas e inminentes nupcias entre Damon y ella. Cuando se sentó y examinó la publicación, se sintió aliviada al no descubrir mención alguna. ¡Aún! De hecho, tampoco se comentaba nada acerca de que el incivilizado Marqués Perverso ensuciase aún más su propia reputación propinándole un puñetazo en la nariz a Stefan Carew. Levantó la vista del periódico, tratando de reprimir una sonrisa renuente al recordar aquello.

Pero la ráfaga de placer revanchista fue efímera cuando le vino a la mente el verdadero motivo por el que, según Stefan, Damon la había elegido para ser su futura esposa. La sonrisa de Elena se apagó ligeramente. Todas aquellas mentiras que él le había dicho acerca de sus encantadoras cualidades... ¡y lo había creído!

Damon le había dicho que la quería porque era amable con los desconocidos y se preocupaba por los huérfanos. No eran más que tonterías. En realidad se trataba de otro hombre que deseaba utilizarla para sus propios fines, pasando por alto el hecho de que era una persona cuyos sentimientos podían ser heridos.
Se puso en pie cuando se sintió de nuevo invadida por la ira y la inquietud. Al menos ya sabía por qué Damon no le había abierto su corazón: obviamente el marqués carecía de él.

Dado que aún disponía de tiempo, decidió ir a echarles un vistazo a los caballos de Jono. A fin de cuentas era responsable de los animales y, además, los equinos siempre surtían un efecto tranquilizador en un espíritu humano atribulado.
Salió de la posada y cruzó el sombreado porche, luego bajó los pocos escalones que llevaban hasta el patio adoquinado bañado por la luz del sol de media tarde.
Aquel primer día de otoño la temperatura era agradable y corría una suave brisa, y ni una sola nube cubría el brillante cielo azul. Antes de entrar en los establos se paseó hasta el final del patio para echar un vistazo al camino y ver si atisbaba a algún lacayo con un mensaje enviado por la duquesa o, tal vez, incluso a la majestuosa dama en su regio carruaje.

Había tan solo un veinticinco por ciento de posibilidades de que su tía abuela estuviera en Milton Keynes, la más cercana de sus propiedades, y a Elena no le extrañaba que su excelencia apareciese en persona si, en efecto, se encontraba allí.

Pero, sin embargo, la Great North Road estaba desierta.
Elena suspiró y se encogió de hombros para sacudirse de encima la impaciencia. Luego cruzó el patio hasta las puertas abiertas de par en par de los enormes establos de pago. Nada más entrar reparó de inmediato en los tres aburridos mozos. Estos la observaron al pasar con admiración e interés, algo para lo que la joven no estaba de humor.

Los ignoró mientras se adentraba en la penumbra del gran establo y buscaba las dos casillas numeradas donde habían sido alojados, uno junto al otro, la pareja de caballos blancos de Jonathon.
Se aseguró de que habían sido alimentados y de que les hubieran dado agua. Mientras acariciaba a uno de ellos, echó un vistazo y vio que los tres mozos se aproximaban despacio hacia ella, mirándola fijamente con una sonrisa en los labios. Todos ellos parecían, la verdad, bastante bobalicones.

—¿Necesita ayuda, señorita?

—No, gracias. Solamente deseaba echarles un vistazo. Parecen estar bien atendidos.

Para su desgracia, los mozos no se marcharon.

—¿Está segura de que no podemos hacer nada por usted, señorita? Sería un placer ayudar a una dama tan bo-bo-bonita —balbuceó uno de ellos.

—No, se lo agradezco —repuso Elena con gravedad—. Estoy bien, se lo aseguro.

—Sí, está pero que muy bien —farfulló el desdentado que se encontraba al fondo.

Los otros se echaron a reír. Eran primos y todos ellos bobos.

—Perdón, ¿cómo dice? —Lo miró indignada de espaldas a la puerta cerrada de la casilla más próxima.

—Perdone a mi amigo, señorita. Lo que sucede es que no solemos ver a menudo a mujeres de su clase por aquí. ¡Es un honor!

—¿De mi clase? —exclamó.

—¡No pasa nada, no somos quién para juzgarla!

Los muchachos comenzaron a asentir y a carcajearse con ganas y Elena pensó que, si juntaran el cerebro de los tres, tendrían casi la inteligencia de uno de los caballos de Jono.

—Tenemos una apuesta, ¿sabe? Bones dice que es una actriz de teatro, pero yo creo que es bailarina. ¿Quién tiene razón?

Elena se quedó boquiabierta cuando comprendió las erróneas conclusiones a las que habían llegado sobre su posición. Cayó en la cuenta de que creían que... ¡no era una dama! Cerró la boca con celeridad.

Era muy cierto que las jóvenes solteras de buena familia no tenían por costumbre viajar solas en un vistoso faetón ligero con la única ayuda de una doncella. En efecto, solo existía una clase de mujer libre para hacer tal cosa: la refinada amante de un hombre rico.

Algunas de esas fulanas eran bastante célebres y, bien sabía Dios, acostumbraban a vestirse con las costosas ropas de una dama distinguida.
¡Vaya, no era de extrañar que aquellos provincianos hubieran estado mirándola con disimulo! Se sentía mortificada por el equívoco, aunque resultaban más perturbadoras las sonrisas lascivas y miradas lujuriosas que le dirigían.

—No creo que a su patrón le agrade que hablen conmigo —declaró, haciendo caso omiso de la fugaz punzada de culpabilidad que sintió al recordar aquellas cosas pecaminosas que había permitido que lord Rotherstone le hiciera.

Tal vez ella no fuera una casquivana como una mujer del teatro, pero tampoco era tan pura como la blanca nieve; ya no, en cualquier caso. Suponía que tenía un indefinido tono rosa.
Literalmente.
El recuerdo de lo sucedido en el salón y las manos errantes del marqués habían hecho que se ruborizase, dándole a Elena un aspecto que los mozos tomaron como una confirmación de su profesión.

Santo cielo, aquel libertino asiduo a los burdeles la había convertido en una prostituta y, de algún modo, esos palurdos eran los primeros en descubrirlo.
La sonrisa de esos muchachos malolientes, sucios y terriblemente groseros se hizo más amplia cuando comenzaron a acorralarla.

—¿Con quién está? ¡Díganoslo!

—¡Es preciosa!

—¿Cómo se llama? ¿Es famosa? —Pues claro que lo es. Mírala.

—¿Es una de las amiguitas del regente? ¿Tal vez de Wellington?

—No, es una de las hermanas de Harriet Wilson, ¿verdad, señorita? Las mozas como ella pueden tener a cualquier tonto que deseen.

—Caballeros, se equivocan conmigo. —Consideró que eran inofensivos desde el mismo instante en que abrieron la boca, pero retrocedió igualmente, sintiéndose más mortificada que amenazada.

Ah, qué situación tan embarazosa.

—Apuesto a que pisa las tablas de Drury Lane, ¿verdad?

—No, en realidad no soy actriz ni bailarina. Ni cantante, me temo...

—¡Modelo de un artista! —exclamó uno—. ¿La han pintado desnuda?

—Por favor. ¡Soy una persona normal! Bien, por mucho que haya disfrutado con esto, he de irme. —Continuó retrocediendo hacia la puerta de los establos, hablando con calma y sonriendo. ¡Como si eso hubiera surtido efecto con la banda de Bucket Lane!

¿Por qué la estaban siguiendo? Parecían tres esclavos en trance, a cuál de ellos más zoquete.

—Considero que sería mejor que ustedes... buenos muchachos, regresen a sus labores...

—Apartaos de ella.

La seca orden se escuchó unos pasos por detrás de ella. Elena se quedó petrificada. El tono grave y cortante de aquella voz familiar pareció vibrar en todo su cuerpo.
Estupefacta, Elena dio media vuelta y vio a Damon entrar con paso firme, aunque pausado, en el establo. El abrigo negro que llevaba se agitaba a su espalda en tanto que la tensión se le marcaba en el rostro y en aquellos claros ojos verdes, fríos como el mármol.

A través de las puertas abiertas pudo ver por detrás de él cómo otro mozo se encargaba en el patio del semental negro del marqués.

—¡Damon! —profirió sorprendida—. ¿Qué haces aquí?

Los tres mozos que la habían estado molestando echaron un vistazo al hombre y salieron huyendo. A ella también le pareció una idea sumamente sensata cuando Damon se aproximó al tiempo que se despojaba de los guantes de montar.

—Hola, Elena —dijo—. He venido para llevarte a casa.

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