Hola

BIENVENIDOS A TOD@S A ESTE BLOG, ESPERO QUE DISFRUTÉIS LEYENDO LAS ADAPTACIONES DE CRÓNICAS VAMPÍRICAS.

COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


GRACIAS

08 febrero 2013

Dolor y Amor Capitulo 03


Capítulo 3
Elena se vio en medio de un torbellino de colores mientras sus labios tocaban los de Damon por primer vez. Su boca era firme, cálida y tenía un sabor ligeramente picante. Ella tomó aire y una oleada de esencia masculina la invadió. Se moría por dejar sus dedos correr por su pelo, bajo la camisa de su pijama y por explorar el contorno de su pecho. Probablemente lo habría hecho si él no la hubiera sujetado aún firmemente la muñeca.
Con la otra mano se agarraba a la barandilla de la cama con una fuerza que desconocía que tenía.
Él se retiró y ella se quedó como colgada, suspendi­da en un mundo de sensaciones que aún no estaba pre­parada para dejar. Sus ojos se abrieron lentamente y lo vio sonriéndole.
-Gracias.
-¿Gracias? -¿por qué? ¿Por besarlo?
-Por quedarte -replicó él, divertido.
Y entonces se dio cuenta. Había sido un beso de agradecimiento. Ella estaba deseosa de volver a sentir sus labios de nuevo y, mientras, él le sonreía como un hermano mayor indulgente, contento por haberse salido con la suya. Ella se echó hacia atrás y se giró con tanta rapidez, que la larga trenza trazó un arco por encima de su hombro y aterrizó sobre su pecho derecho.
-No... no hay problema. Llamaré a la universidad y les diré que no volveré en breve.
Ella presentía que esa llamada no sería tan fácil de hacer, pero aunque significara perder su trabajo no abandonaría a Damon. No mientras la necesitara.
Stefan llegó con la cena y Damon comió los deliciosos platos de pasta y las verduras al vapor con devoción.
-Esto es una gran mejora comparado con la comida que hacen aquí.
-Podrías hacer que te trajeran la comida -repuso Stefan.
-He tenido muchas cosas de las que preocuparme -dijo Damon, encogiéndose de hombros.
Elena pensó que sus principales preocupaciones serían los negocios y salir andando de allí. Tal vez por ese orden.
-Una cosa que me preocupa es que Elena se quede en tu habitación del hotel. Eso no me gusta.
Stefan miró a su hermano con interés.
-¿Por qué no?
-No es bueno para su reputación.
Elena no pudo evitar reírse ante esta afirmación.
-Damon, estás anticuado. A nadie le importa si me quedo en la habitación de Stefan.
-A mí me importa -informó Damon, como sí eso fue­ra lo único que importara.
-Bueno, tú no eres mi guardián. Yo no tengo dinero para pagarme una estancia prolongada en un hotel -es­pecialmente si perdía su trabajo.
-Yo lo pagaré.
-No, no lo harás -dijo ella, lanzándole una mirada heladora.
-Además, no hay ninguna necesidad de ello -aña­dió Stefan-. En mi suite hay dos habitaciones, y ya que no quieres avisar a papá y mamá, la segunda se queda­rá vacía si Elena no la ocupa.
Ella pensó que el argumento de Stefan sería suficien­te, pero por la expresión de Damon, estaba claro que no.
Él la atravesó con la mirada de un modo que la hizo temblar.
-¿Permites que Stefan se ocupe de tus necesidades y rechazas mi ayuda?
Ella contuvo un gesto de desesperación.
-No es lo mismo. A Stefan no le cuesta nada dejar­me la habitación que le sobra en la suite.
-¿Crees que esa ridicula suma me importa lo más mínimo?
-No, por supuesto que no -¿por qué estaba siendo tan irracional?—, pero ya estoy allí...
Dejó el tenedor a un lado y se permitió mirarlo a los ojos por primera vez en una hora. Se sentía una com­pleta idiota después de lo del beso.
-No sé por qué estás tan preocupado, Damon. Mi nombre no aparece en las revistas del corazón y a nadie le importa con quién duermo.
Su expresión se volvió salvaje y ella se encontró apartándose de él.
-¿Has compartido cama con un hombre alguna vez?
En su cara había más fuego que en la erupción del Vesubio que arrasó Pompeya.
-Eso no es asunto tuyo.
-No estoy de acuerdo con eso -parecía a punto de levantarse de la cama y zarandearla hasta sacarle una respuesta, y aún sabiendo que aquello no iba a ocurrir, un escalofrío le recorrió la espalda.
Ella miró a Stefan para pedirle ayuda, pero pare­cía estar divirtiéndose demasiado con la conversa­ción como para salir en su ayuda. Volvió a mirar a Damon, pero su expresión no se había ablandado en ab­soluto.
-De verdad, no quiero hablar de eso contigo.
-Dime el nombre de ese hombre.
Cielos. ¿En qué momento su silencio se había con­vertido en un «sí»? ¿y quién le daba derecho a someterla a ese interrogatorio? Si Caroline aún era virgen, Elena bailaría desnuda en el último piso del Empire State.
-¿Me estás diciendo que Caroline y tú no os acostáis?
-Eso no está bajo discusión.
-Podemos hablar de todo.
-Estás roja. Estás avergonzada, ¿verdad?
¿Por qué molestarse en negarlo? Él sabría que esta­ba mintiendo.
-Sí.
-Una mujer con experiencia no se sentiría tan incó­moda -dijo él, con un gesto complacido.
Esa fue la gota que colmó el vaso.
-¿Estás seguro de eso? Tal vez me haya acostado con montones de hombres. Tal vez ahora esté compar­tiendo cama con Stefan y lo de la suite de dos habita­ciones sea sólo una artimaña.
Ella se dio cuenta de que se había dejado vencer por su temperamento un segundo antes de que él explotara. El frío Señor de Negocios Italiano lanzó la mesita por­tátil con su cena al otro lado de la habitación y empezó a gritar a Stefan.
Elena hablaba italiano con fluidez, pero no enten­día muchas de las palabras que estaban pronunciando, aunque podía adivinar que eran juramentos. El rostro sonriente de Stefan estaba serio y sorprendido mientras intentaba convencer a Damon de que había sido una bro­ma, pero la furia de Damon no disminuyó. Si hubiera sido capaz de moverse, su hermano estaría tumbado de es­paldas en el suelo, ella no tenía ninguna duda de ello.
-¡Por Dios! -ella saltó de la silla y se puso entre los dos -. ¡Calmaos! No he dicho que eso fuera verdad, era sólo una hipótesis.
Damon la tomó por la cintura y ella se encontró de re­pente sentada en la cama a su lado. Él le sujetó la bar­billa con una mano, obligándola a mirarlo.
-¿Te acuestas con mi hermano?
-No. Nunca he estado con un hombre -admitió ella, pensando que la verdad era lo único que podía arreglar aquella situación.
-Pero me provocaste haciéndome creer que sí -dijo Damon, con una mirada iracunda.
Ella seguía sin comprender por qué aquello era tan importante. Tal vez él se sintiera responsable por ella de algún modo desde la muerte de su padre, a pesar de que la hubiera ignorado durante todo el año anterior... tal vez lo sintiera así a pesar de todo.
-No te estaba provocando. Me has hecho avergon­zarme y me he enfadado. La mayoría de las mujeres no son... -no podía pronunciar la palabra- bueno... a mi edad la mayoría de las mujeres ya tienen experiencia.
-Pero tú no.
-No -admitió ella con un suspiro. Si él se casaba con Caroline, probablemente la cosa no cambiara nunca.
Él le acarició la cara. Después, apartó la mano.
-No debes avergonzarte de hablar de estas cosas conmigo.
¿Cómo podía evitar que hablar de eso la avergonza­ra? Ni siquiera había admitido su falta de experiencia ha­blando con sus amigas en la universidad, pero como no quería presenciar otra explosión de ira, decidió callar.
Ella se intentó levantar, pero sus brazos alrededor de su cintura se lo impidieron.
-¿Damon?
-Eres muy inocente.
Ella hizo una mueca. Eso ya estaba claro.
-Si has acabado de hacer el análisis de mi falta de vida amorosa, ¿podrías dejar que me levantara? Quiero volver al hotel.
Damon movía la mano descuidadamente por su cintu­ra y ella estaba a punto de volverse loca o de entrar en un trance de lujuria.
-Te cambiarás a otra habitación.
-No -la firme negativa de Stefan la sorprendió-. Esto es Nueva York, Damon, y no es aconsejable que Elena esté sola en una habitación, incluso si es un ho­tel con seguridad.
-Entonces mandaré a mi personal de seguridad para que vigilen su habitación.
La conversación se estaba haciendo cada vez más extraña.
Stefan meneó la cabeza en una decidida negativa.
-¿Cómo puede ser mejor para ella estar en la habi­tación de un hotel con desconocidos que conmigo?
Ella volvió a mirar a Damon. Él estaba pensativo.
-Tal vez debamos hacer que Caroline se traslade a la suite también.
-¡No! -gritaron Stefan y Elena a la vez.
Damon enarcó las cejas.
-¿Qué os molesta de eso?
¿Cómo podías decirle a un hombre que no soporta­bas a su prometida? Elena se aclaró la garganta, in­tentando pensar en una forma delicada de decir que se negaba rotundamente a compartir su espacio vital con esa bruja egoísta.
-Elena me contó lo que Caroline le dijo -dijo Stefan, con una nota clara de desaprobación en la voz-. Los celos infundados de tu prometida eran la razón por la que Elena pensaba volver a Massachusetts.
-¿Ahora intentas protegerla de mi prometida? -pre­guntó Damon-. ¿Estáis seguros de que no tenéis nada que decirme?
Ella ya se había cansado del arrebato de superprotección de Damon. No era ninguna damisela en apuros que necesitara protección; había vivido por su cuenta, si no físicamente, sí emocionalmente, desde mucho an­tes de la muerte de su padre, o tal vez Damon pensara se­riamente que ella quería casarse con el más joven de los hermanos Salvatore.
-Esto es ridículo. No voy a lanzarme sobre Stefan al más mínimo descuido.
-Pero no puedes estar tan segura de que yo no lo haga -replicó Stefan con humor.
La mano de Damon sobre la cintura de Elena se tensó.
-Tu humor está mal orientado.
-Al igual que tu mano, sobre todo teniendo en cuenta que estás comprometido con otra mujer -dijo Stefan, provocador.
Damon no retiró la mano y contestó.
-Ella es casi de la familia.
-¿Sí? -preguntó Stefan-. Lo dudaba.
-¡Yo estoy cansada de esta conversación! -golpeó a Damon en la mano. Este la soltó y ella se pudo levantar.
Con los brazos en jarras, se dirigió a Damon.
-Si quieres que me quede en Nueva York, será en la suite de Stefan y los servicios de Caroline como carabina no serán necesarios. Incluso las solteronas vírgenes te­nemos nuestros límites y los míos están por encima de los machitos arrogantes y primitivos que hablan de mí como si no estuviera delante.
-Damon es un tipo anticuado, pero yo soy un hom­bre moderno y no veo nada de malo en que una mujer de veintitrés años no se case -dijo Stefan, con sonrisa calculadora.
-De acuerdo, «hombre moderno», llévame al hotel y me haré compañía a mí misma.
Damon masculló algo más sobre que se quedara en la habitación de Stefan, pero al final acabó cediendo. No tenía elección. Elena lo quería lo suficiente como para arriesgar su trabajo por él, pero eso no la convertía en un felpudo.
Durante las dos semanas siguientes, Elena regañó a Damon por trabajar mucho y por no trabajar lo suficiente en las sesiones de fisioterapia. Protestó cuando hizo que le instalaran una línea de internet en la habitación del hospital privado al que se había trasladado. Ese mismo día él la había encontrado desenchufando el te­léfono y pidiendo a un ordenanza que se lo llevara. Ella no se arrepentía de su acción en absoluto.
Mientras, Caroline pasaba muy poco tiempo en el hospital y se negaba a asistir a las sesiones. Se había ido dos días antes a París a participar en un desfile de moda de otoño, y a él no le importó. A ningún hombre le gusta que le vean indefenso, y así era como se sentía él cuando sus piernas se negaban a hacer lo que él que­ría.
Nadie podía culparlo por sentirse aliviado al ver marchar a su novia. No estaba dispuesto a soportar sus comentarios despectivos hacia la joven y había provo­cado la ira de Caroline en más de una ocasión por defen­der a Elena. No permitiría que nadie hablase mal de la chica a la que él había pasado una buena parte de su vida intentando proteger, incluso de sí mismo. La acti­tud de Caroline frente a su estado de salud tampoco era de lo más satisfactoria; aunque decía que estaba segura de que volvería a andar, sus ojos le decían que no.
Elena no tenía esas reticencias y seguía convenci­da de que sus miembros inferiores volverían a su esta­do normal a su debido tiempo. Ella le recordaba una y otra vez que incluso las personas con daños en la co­lumna vertebral se recuperaban completamente tras cierto tiempo, como el médico les había dicho la pri­mera semana. Además, ella no sólo asistía a las sesio­nes de fisioterapia, sino que participaba en ellas. Él no se lo había agradecido. Necesitaba que creyera en él, no su participación.
-Devuélveme el teléfono -le gritó.
Ella meneó la cabeza y su trenza siguió el movi­miento, reflejando la luz y capturando la atención de Damon. Se preguntó como sería su pelo sin trenzar... era tan largo que debía de llegarle por debajo de la cintura. ¿Se lo dejaría suelto alguna vez? Sería precioso.
-Van tres llamadas en quince minutos -Elena frunció el ceño como una profesora regañando a un alumno a quien acababa de encontrar pasando notitas en clase-. No vas a conseguir andar de nuevo hablando por teléfono.
-Elena tiene razón, señor Salvatore. Necesita concentrarse en el tratamiento -añadió valientemente el fisioterapeuta.
Elena y él se sonrieron con gesto conspirador y la presión arterial de Damon subió varios puntos.
Se suponía que aquel musculoso y rubio adonis era el mejor fisioterapeuta de Nueva York, pero Damon lo ha­bría tumbado de un golpe de buen grado.
-No responderías al teléfono en medio de un nego­cio importante, ¿verdad? -preguntó Elena.
-No estoy negociando nada. Estoy aquí sentado, aburridísimo -dijo, señalando al fisioterapeuta-, mien­tras él me retuerce la pierna hasta que empiece a fun­cionar por sí sola como por arte de magia.
-No es cuestión de magia. Es cuestión de trabajo y siempre creí que el trabajo no te asustaba -añadió ella.
-¡Porca miseria! ¡Yo, Damon Salvatore, asustado del trabajo! Hay que estar loco para creer algo así.
-¡Bien! Me alegra oírte decir eso. Entonces enten­derás por qué no se permite usar el teléfono durante la sesión.
-Al menos deja que ponga el contestador -así po­dría acabar la llamada que le había interrumpido y des­pués desconectar el teléfono, ya que insistía tanto.
Ella se cruzó de brazos.
-Ya lo he hecho yo. Asume que no te voy a devol­ver el teléfono.
Él le lanzó la misma mirada que hacía que los directores de banco huyeran despavoridos en busca de re­fugio, pero ella permaneció allí, inmóvil, con los bra­zos cruzados.
Se volvió al fisioterapeuta y le dijo:
-Dame algo que hacer.
El hombre se sobresaltó ante su tono de voz y Damon sintió una leve oleada de satisfacción al ver que, a dife­rencia de Elena, había conseguido intimidar al fisiote­rapeuta.


Elena llamó suavemente a la puerta de Damon, pero ninguna voz respondió.
Había tomado la costumbre de llegar después del desayuno y quedarse durante la sesión de terapia mati­nal. Tal vez ya hubieran bajado a Damon a la sala de tra­tamiento... Llegaba algo tarde porque se había quedado dormida; el día anterior había sido agotador y se había acostado tarde.
Había ido y vuelto a Massachusetts en el día para recoger sus cosas del apartamento de la universidad, del que la habían echado. Su presentimiento de que el jefe de departamento no sería comprensivo con su au­sencia se había cumplido, pero por fin había encontra­do algo por lo que estar agradecida a la debacle que si­guió a la muerte de su padre.
Cuando su madrastra vendió la casa, Katherine tiró todo lo que no quiso conservar y aquello significaba que las pertenencias de Elena cabían con facilidad en su coche y no tendría que pagar un guardamuebles.
Elena empujó la puerta de la habitación. No le im­portaba perderse la sesión; cada vez le resultaba más difícil de sobrellevar. El fisioterapeuta insistía en que Damon se pusiera pantalones cortos de deporte y una ca­miseta ajustada, lo que dejaba cada centímetro de la musculatura de Damon visible a su obsesivo escrutinio.
Se sentía como una voyeur admirando su increíble cuerpo.
No pasaría nada si ella pudiera animarlo objetiva­mente, pero no era el caso. Quería y deseaba a Damon desde los quince años y una parálisis temporal no iba a acabar con esos sentimientos. Se sentía como una ami­ga depravada.
Lo que vio al cruzar la puerta la dejó sin aliento. Damon sentado a un lado de la cama, desnudo excepto por los calzoncillos más sexys que había visto nunca. No era que hubiera visto muchos, pero eso daba igual. Era Damon. El único hombre importante para ella en todo el mundo.
-Yo... tú... la puerta -era incapaz de hablar con co­herencia.
Giró la cabeza hacia ella y su mirada resultó revela­dora. Estaba como hipnotizado.
-¿Damon? ¿Qué...?
-Te cuesta pronunciar una frase seguida, cara.
Ella afirmó con la cabeza.
Su sonrisa se iluminó y sus ojos brillaron triunfales.
-Puedo sentir los dedos de los pies.
Tardó un momento en asimilar las palabras, pero cuando lo hizo cruzó la habitación en un segundo y se abalanzó sobre Damon, que cayó de espaldas con sus bra­zos rodeándole el cuello.
-¡Lo sabía! ¡Sabía que podrías hacerlo!
Su firme y masculino cuerpo se agitó entre risas bajo ella.
-Piccola mia, ¿esto lo he hecho yo o il buon Dio?
Sus risas se entremezclaron.
-Un poquito cada uno, creo yo -dijo ella, sonriéndolo-. ¿Cuándo ha ocurrido?
-Me desperté antes del amanecer con un cosquilleo en los pies. Según avanzaba la mañana, he recuperado la sensibilidad.
La emoción se mezclaba con el alivio y la satisfac­ción.
-¡Oh, Damon!
-No te pongas a llorar.
-Ni lo sueñes. ¡Estoy tan feliz! -dijo ella, consi­guiendo contener las lágrimas.
Después hizo algo que no hubiera soñado siquiera si hubiera podido pensar con claridad. Lo besó.
Fue sólo un leve beso en la barbilla, pero una vez allí, sus labios no quisieron separarse de la cálida piel de Damon. Quería seguir besándolo, saborear su piel, re­correr su cuello, y aunque sabía que tenía que apartar­se, no podía hacerlo. Se dijo que, después de un segun­do más, se retiraría y le dejaría vestirse.
Entonces se dio cuenta de dónde estaba y qué esta­ba haciendo. Damon apenas estaba vestido y ella estaba encima de él. Ella intentó recular, pero sus piernas que­daron abiertas contra su muslo, levantándole la falda. Quiso apoyar las rodillas para retirarse, pero sólo con­siguió que su piel entrase en contacto íntimo con un cuerpo masculino por primera vez en su vida.
Se quedó paralizada.
La fina seda de sus bragas no servían como barrera para el calor del cuerpo de Damon y la estimulación eróti­ca de sus piernas contra las de ella. Tenía que haberse puesto medias en lugar de las botas y calcetines que llevaba, de ese modo, al menos sus muslos no estarían totalmente desnudos. Sintió que enrojecía de pies a ca­beza por el calor causado por la vergüenza y el placer físico.
-Damon, yo...
-Te has quedado de nuevo sin palabras, piccola mia -dijo, divertido.
Ella se sintió como una niña pequeña, pero nunca se había sentido tan mujer como un segundo antes.
-Lo siento -murmuró, mientras de nuevo intentaba retirarse, pero dos fuertes manos la retuvieron por la cintura.
-No tienes nada que reprocharte. Tu excitación es igual a la mía.
Ella lo dudaba. Mientras que él podía sentirse exci­tado por la idea de volver a andar, la de ella estaba mezclada con fuertes dosis de atracción sexual. Sus ca­ras estaba frente a frente.
-Soy muy feliz, cara.
-Yo también -dijo ella, intentando controlar su res­piración.
-Ya lo veo -dijo él, riendo.
-¿Sí? —preguntó ella tontamente, pensando en las mil posibilidades de colocar su boca contra la de él.
Los ojos plateados llamearon y el hombre primitivo volvió a salir a la superficie cuando Damon se dio cuenta de lo que estaba pensando.
-¿Han besado muchos hombres esta lujuriosa boquita?
-¿Qué? -¿acababa de preguntarle si había besado muchas veces? No podía entenderlo... Damon no podía estar interesado en su historial de besos.
Cuando Damon decidió descubrir por sí mismo su nivel de experiencia, dejó de pensar. Aunque ella estaba sobre él, sintió que sus labios la arrastraban y la retenían, cau­tiva de una dominación masculina puramente instintiva.
Ella sintió una mano que le sujetaba la nuca. Podría haberle dicho que no era necesario... si pudiera dejar de besarlo para decir algo.
Sus labios se movían con precisión y ella notó que los suyos se habían abierto sin que ella se diera cuenta. La lengua de Damon recorrió sus labios antes de hundirse en su boca, compartiendo un beso íntimo que le había desagradado en el pasado. Con Damon sintió una excita­ción que creía imposible y se dejó llevar por él.
Con las manos exploró el pecho desnudo de él mientras su lengua batallaba tímidamente con su agre­siva masculinidad. Pronto, el mundo entero se redujo a su cuerpo bajo ella, su boca contra la suya y sus alien­tos unidos.
-¡Damon! -el agudo grito procedente de la puerta sacó a Elena de sus sueños de sensualidad con una velocidad de vértigo.

1 comentario:

  1. jaja les pillaron con las manos en la masa¡ gracias por el capitulo¡ espero el próximo¡ >^.^<

    ResponderEliminar

Post Relacionados

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...