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COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


GRACIAS

13 febrero 2013

Salvaje Capitulo 06


CAPITULO 6
—Bien, pues has llegado sana, salva y a tiempo —con despreocupada falta de atención al hecho de que se había estacionado en el sitio reservado para taxis, Taylor ayudó a Elena a descender de su auto. Un coche de alquiler se había detenido frente a ellos y el pasajero descendía del mismo; Elena sintió que el corazón le daba un vuelco, como si acabara de subir diez pisos en un ascensor de alta velocidad, al reconocer a Damon.
Como movido por una extraña intuición, el médico volvió la cabeza y la miró a los ojos. La joven no necesitó un poder extrasensorial para interpretar el amargo desdén en su mirada al desviar la vista hacia Taylor.
Mientras lo estudiaba con azarada angustia, su ex jefe se inclinó hacia ella, ajeno a lo que estaba sucediendo, y la besó de lleno en los labios. No era el beso de un amante, sino el de un hombre a quien le gustaban las mujeres y disfrutaba besándolas. Elena se apartó de inmediato, pero cuando se volvió a mirar hacia adelante, Damon ya no estaba allí.
Por supuesto, el autor insistió en acompañarla al andén; llevando la caja con el vestido y, una vez allí, volvió a besarla, ahora en la mejilla.
—Que tengas buen viaje. Ojalá pudieras visitarnos en los Estados Unidos.
La secretaria buscó el compartimiento de primera clase que tenía designado, con la esperanza de no toparse con Damon. ¿En dónde estaba Amanda? ¿Por qué maligno giro del destino había decidido ella venir a Londres en el mismo momento que la pareja?
Se sentó en su lugar, lamentando no haber comprado algunas revistas para entretenerse en el trayecto. Decidió disfrutar, en cambio, de los encantos del paisaje y, cuando el tren comenzó a moverse, miró a través de la ventana. Deseaba que las cosas se arreglaran entre Bonnie y Taylor. Los estimaba, pero tenía un afecto y simpatía especiales por ella.
Perdida en sus reflexiones, apenas se dio cuenta de que alguien se sentaba a su lado.
Por el rabillo del ojo, vislumbró la mano firme y bronceada y el inmaculado puño de la camisa blanca, y su estómago se contrajo al reconocer a quién pertenecían.
—¿Damon? —el nombre escapó de sus labios antes que pudiera contenerse y al volverse a mirarlo, confirmada su sospecha, vio la sonrisa desdeñosa con la que él recibió su ronco susurro.
— ¿Soñabas con tu amante? —no esperó la réplica de la joven y prosiguió— Es curioso como puede uno equivocarse ¿verdad? Hubo una época en la que habría pensado que serías la última mujer en el mundo que se enredaría con un hombre casado.
El acre comentario lastimó a la joven y quiso desquitarse de la ofensa:
—La gente cambia, Damon.
—Empiezo a darme cuenta —el médico alzó la mirada y vio la caja con el vestido. Un brillo cínico y cruel endureció sus ojos y, luego de tocar el paquete con la punta de los dedos, preguntó—: ¿Qué es esto, Elena? ¿Un pago por los servicios prestados, como el abrigo de piel?
Ella tuvo deseos de abofetearlo y sintió que el rostro le ardía, por la ira y el dolor.
Se puso de pie, trémula, tomó el paquete y trató de salir del compartimiento mientras decía con firmeza:
—¡No necesito que me paguen para estar con el hombre que amo!
Pero no pudo pasar. Damon tenía extendidas las largas piernas y ella no podría moverse sin entrar en contacto físico con él.
Con la voz enronquecida por la frustración, Elena dijo:
—Por favor, Damon; déjame pasar.
—¿Por qué?
Ella lo miró con ojos fríos como el hielo. Había en la expresión del médico un cínico regocijo. Estaba disfrutando de hostigarla así, y no tenía intención de dejarla pasar.
—Siéntate, Elena —ordeno con suavidad—. Estás haciendo una escena —ella miro a su alrededor y comprobó que en efecto varios pasajeros miraban con curiosidad en dirección de ellos—. Tengo mi auto en Newcastle y lo primero que debo hacer al llegar a Setondale, es ir a ver a tu madre. Le parecerá extraño saber que íbamos en el mismo tren y no nos vimos.
Elena comprendió que tenía razón, pero no tenía deseos de proseguir el viaje escuchando sus acres comentarios.
—¿En dónde está Amanda? —preguntó con aspereza, luego de volver a sentarse.
—Se quedó en Londres; permanecerá unos días con su madre.
— Me sorprende que te permitiera regresar solo — comentó la joven con ironía pero en lugar de enfadarse Damon soltó una carcajada y sus ojos brillaron con extraña intensidad cuando se volvió hacia ella y murmuró, con tono burlón:
—Vaya, querida; cualquiera diría que estás celosa.
El podría obligarla a permanecer sentada a su lado, pero no a que hablara, se dijo Elena. Apretando la boca, se volvió hacia la ventana y miró al exterior. Podía sentir que la tensión atenazaba su cuerpo. Tenía la garganta reseca y constreñida.
El rítmico balanceo del tren la fue adormeciendo. Despertó cuando percibió la cercanía del cuerpo de Damon y su voz que susurraba su nombre al oído.
Sobresaltada, lo miró con estupor y se dio cuenta, por primera vez, que sus ojos no eran por completo grises, sino que tenían un círculo de tono azul oscuro, casi negro, alrededor del iris.
Fascinada, siguió contemplándolo, hasta que la firme voz de Damon la volvió, de golpe, a la realidad. Nerviosa desvió la mirada y la posó en la firme, plenitud de su boca. Se estremeció. ¡Cómo hubiera deseado pasar los dedos por esos labios bien dibujados; besarlos con suavidad! Avergonzada por esas sensaciones y pensamientos, se replegó y apartó el rostro.
—Te traje una taza de café y un emparedado.
¡Qué hombre tan complejo y extraño era Damon!, se dijo la joven cuando logró despertar por completo. Apenas una hora antes, la había hostigado con sus reproches y ahora, le hablaba con amabilidad, como lo había hecho cuando ella era una niña y él su ídolo adorado. Pero bajo esa superficie amable, casi indulgente y desenfadada, yacían peligrosos rasgos que ella nunca imaginó de niña y, en consecuencia, a pesar del talante amistoso que él mostraba ahora, mientras le contaba sobre los años que había pasado en los Estados Unidos, la secretaria se escudó tras un prudente laconismo.
Cada vez que él intentaba desviar la conversación hacia ella, Elena esquivaba las preguntas, sin permitir que le sonsacara la menor confidencia íntima. Y sin embargo, se daba cuenta, con desazón, de que en otras circunstancias habría reiniciado con gusto su antigua amistad. Damon seguía ejerciendo sobre ella una fascinación que, sin duda, nunca desaparecería, pero sabía que si cedía a su influjo, quedaría por completo en su poder.
El tren estaba entrando a la estación de Newcastle cuando lo vio fruncir el ceño y sus ojos se ensombrecieron mientras decía:
—No será posible, ¿verdad, Elena? No hay forma de que volvamos a ser amigos. . . como antes.
La joven sintió que el corazón se le rompía en mil pedazos, pero logró responder con calma:
—¿Hay alguna razón para que volvamos a serlo?
Vio endurecerse el rostro del médico.
—No —masculló él, mientras apartaba la mirada—. Ninguna maldita razón —y luego tomó de manos de la joven la caja con el vestido, y a ella no le quedó más remedio que seguirlo afuera del tren y luego por los andenes hasta llegar adonde tenía estacionado su auto.
Elena se dijo que se alegraba de su silencio, mientras Damon conducía en dirección a su casa, pero en realidad, era más exasperante ese mutismo de lo que estaba dispuesta a aceptar. No podía evitar que su tonto corazón le inspirara imágenes absurdas y románticas, en las que en vez de ser dos personas obligadas a una cercanía, la cual más parecía un castigo que una intimidad, eran dos amantes dichosos que compartían ese sublime silencio que nace de la comunión perfecta.
Cuando se detuvo el auto frente a la casa de los Gilbert, fue Damon quien habló primero:
— Pasaré a ver a tu madre ahora.
Por supuesto, la señora Gilbert quedó encantada de verlos allí, y expresó su placer al saber que habían viajado juntos desde Londres.
—¿Lograste resolver el problema de Taylor? —preguntó a Elena, mientras el señor Gilbert bajaba a preparar café para todos.
—Sí, encontramos la carpeta.
—Y Bonnie. . . ¿Está bien?
— Sí. Bastante bien — Elena había estado mirando por la ventana mientras Damon se quitaba la chaqueta, y en ese momento se volvió para responder a su madre—. Está embarazada, por cierto.
Elena escuchó un fuerte resuello y se dio cuenta de que provenía de Damon al darse media vuelta para mirarlo y notar la reprobación que endurecía sus ojos y boca.

Al acercarse a la cama de la convaleciente, el médico se detuvo un momento para murmurar al oído de la joven:
—¿Y todavía lo aceptas como amante, sabiendo eso? ¿Qué clase de mujer eres?
“La clase de mujer que es lo bastante tonta como para seguirte amando a pesar de tu rechazo”, hubiera querido gritarle.
La llegada de su padre, con la bandeja del café, rompió el tenso silencio. Damon se acercó a la cabecera de la señora Gilbert.
—Vaya, parece que está mejorando con rapidez —observó luego de examinarla.
—Son los mimos, muchacho —aseguró la enferma con una sonrisa—. A propósito. . . quisiera pedirte un favor, Damon.
—Lo que sea, Katherine.
—Me preguntaba si podrías llevar a Elena al baile y traerla después — dijo la señora Gilbert —. Tim no quiere asistir. Dice que no se divertiría sin mí —miró con ternura a su esposo, al otro lado del cuarto—. Después de. . . —fue el turno de mirar a Elena—. De su accidente con el coche, me preocupa que conduzca; en especial con este clima.
Por un momento, la joven quedó demasiado estupefacta para hablar. No podía mirar a Damon y luego su lengua, de pronto libre de su constricción, se apresuró a decir:
—Por Dios, mamá, no hay necesidad de eso. Puedo tomar un taxi.
Damon la miró con severidad.
—Me encantaría llevarla, Katherine —contestó. Se volvió a mirar a Elena y agregó con suavidad—: Yo ya tenía pensado pedirle que fuera conmigo.
“Mentiroso”, pensó la joven, con acritud, pero no había forma de expresarlo con voz alta, cuando sus padres los con esa sonrisa complacida y afectuosa.


—Ponte el vestido, me muero por verte con él.
Era casi la hora del té y Damon tenía ya varias horas de haberse ido. Elena y su madre estaban solas en la casa y la joven fue a su cuarto, accediendo a la petición materna, para ponerse el hermoso traje.
La expresión en los ojos de Katherine y su asombrado silencio cuando la vio, provocaron que un estremecimiento de placer recorriera la espalda de Elena.
—¿Te gusta?
—¡Oh, hija. . . es. . . fantástico!
—Tiene también una máscara —y se la colocó.
—¡Preciosa!
La joven le contó cómo consiguió el fabuloso atuendo.
— Estupenda idea — corroboró su madre—. Y Bonnie. . . ¿Está contenta con lo de su bebé?
Por primera vez, Elena pudo hablar con su madre sin restricciones sobre la relación existente entre Taylor y su esposa, ahora que sabía que el autor ya no tenía interés en ella.
—Sí, temo que ése es el riesgo de casarse con un hombre poderosamente atractivo como él. Con frecuencia, a pesar de su inteligencia, suelen comportarse como niños mimados, atraídos de manera inevitable hacia las golosinas sabrosas, pero sin valor nutritivo.
—Al menos, con tu padre nunca tuve ese tipo de problemas; y no es que no fuera atractivo, sino que siempre fue muy serio y maduro. También Damon es un hombre muy atractivo pero tiene la madurez y la fuerza de voluntad para no caer en esa clase de trampa. Me parece el tipo de hombre que, una vez que se enamore, será fiel hasta la muerte.
Elena miró a su madre con expresión irónica.
—Mamá. . . temo que será Amanda la afortunada que se llevará semejante joya.
En el silencio que siguió a sus palabras, la joven no se atrevió a mirar a Katherine, sino hasta que ésta dijo, con suavidad:
— Oh, querida . . lo siento. ¿Estás segura?
—Yo. . . sí —murmuró Elena con voz trémula. Forzó una tensa sonrisa al volverse a mirar a su madre,
—Se lo mucho que lo amas hija —afirmo la señora Gilbert con gentileza—. Y yo había pensado... tu padre y yo. . . —se mordió el labio inferior- No sabes cuánto lo lamento. Pensé que esta vez ahora que tu y Damon son adultos.
Sin poder escuchar mas Elena levanto la amplia falda del vestido y torno a su cuarto. No tenia caso decirse que era estupido y peor aún, inútil, que una mujer de veinticinco años se echara de bruces sobre la cama para llorar desconsolada por el dolor de amar a un hombre que siempre estaría fuera de su alcance, pero eso fue lo que hizo.
Era la hora del té cuando tuvo el suficiente autocontrol para volver a enfrentar al mundo. Aunque se había lavado la cara con agua fría sus ojos seguían muy enrojecidos y su madre diplomática no comento mas sobre Damon cuando la joven fue a preguntarle si quería tomar algo. En lugar de ello pidió a su hija que le hablara de su visita a Londres.


Dos días después, durante una reunión del comité recolector de fondos, Elena tuvo la oportunidad de hablar a solas con el médico. Los demás ya se habían ido y el señor Gilbert estaba fuera de la vicaría, charlando con el alcalde.
—Damon. . . sobre lo del baile. . . En realidad no es necesario  que pases por mí. Yo preferiría.
—¿Qué? ¿Que te llevara tu amante casado? —los labios del doctor se torcieron en una mueca desdeñosa—. ¿Por qué no le pides que te acompañe, Elena? ¿Temes que sea incapaz de dejar a su esposa? Ese tipo de hombres rara vez abandona a su mujer, ¿sabes?
Tensa por la frustración, Elena oyó que su padre la llamaba.
— Más vale que te vayas —dijo Damon y le abrió la puerta del estudio. Ella hizo una pausa, debatiéndose entre salir o quedarse a discutir con él, mas en ese momento sonó el teléfono.
Mientras ella titubeaba, Damon levantó el receptor y su voz adoptó un tono de enorme placer al contestar, con una sonrisa complacida en los labios:
—¡Amanda! Por supuesto que te eché de menos.
Más tarde, la secretaria no se pudo explicar cómo llegó hasta el auto de su padre. Lo único que sabía fue que temblaba como una hoja movida por el viento, con una mezcla de furia y celos, mientras el señor Gilbert conducía hacia la casa.


Una llamada telefónica del alcalde, hacia el fin de la semana, para preguntar sobre los preparativos finales del baile de San Valentín, obligó a Elena a ir a su elegante casa, situada entre verdes colinas y campos de labranza.
El alcalde vivía solo en la atractiva mansión de ladrillo rojo, atendido por una mujer que iba todos los días, desde el pueblo y por su mayordomo, quien había dejado el ejército en la misma época que el alcalde. Elena sólo había visitado esa casa una o dos veces, pero había oído hablar mucho de ella a sus padres, quienes estuvieron allí en varias ocasiones, para jugar a las cartas o cenar, de modo que estaba preparada para un recibimiento muy formal por parte del estirado y solemne sirviente.
Un retrato del padre del alcalde estaba colgado en una pared de la biblioteca, encima de la chimenea y Elena notó el parecido físico al sentarse en un cómodo sillón de piel. El alcalde la vio observar el cuadro y le sonrió.
—Mi padre fue un hombre excelente —anunció con orgullo y luego, su sonrisa se desvaneció al agregar, casi en un murmullo—:Aunque hubiera por aquí quien no lo considerara de su altura.
Era un comentario extraño y Elena quedó desconcertada por un momento. Ella sabía que la gente de la región abrigaba por el alcalde, si no un aprecio profundo, al menos un gran respeto por sus inflexibles cualidades morales, y no dudaba de que su familia hubiese sido considerada con el mismo respeto.
Pero no pudo ahondar en el asunto, pues el señor Barnes ya tenía una larga lista en su escritorio y se estaba aclarando la garganta para entrar en materia:
—Bien, ahora hablemos del baile —propuso—. No sé qué tienes pensado, Elena. . . pero espero que haya música para… pues. .  Para que la vieja guardia también pueda bailar.
A Elena le tomó algunos segundos entender su comentario, pero al captar lo que el alcalde quería decir, dominó una sonrisa. No quería que él pensara que se estaba burlando.
— Muchas de las entradas fueron adquiridas por personas de treinta años o más —repuso la joven—, y por supuesto que, puesto que se trata de una ocasión romántica, esperarán que haya música adecuada para que ellos también bailen. Solicité, provisionalmente, una pequeña orquesta para que toque vals tradicionales y música suave. El grupo está bien recomendado, han tocado en muchas bodas de la localidad, pero si usted quiere entrevistarlos. . . Además se han ofrecido a tocar gratuitamente, ya que se trata de una obra benéfica.
—Ah, eso me parece excelente. ¿Ya conoces el salón de baile de la casa de Lady Anthony?
Elena no lo conocía y no se había atrevido a visitar a la aristocrática dama por temor de que, al hacerlo, se topara con Amanda. No sabía si ésta había regresado de Londres, aunque estando el baile tan próximo, le parecía poco probable que permaneciera en Londres mucho tiempo más.
—Bien, pues me he tomado la libertad de concertar una visita contigo para este día —informó el alcalde.
Elena no pudo ocultar su sorpresa. Por lo que ella sabía, el señor Barnes y Lady Anthony eran tan acérrimos enemigos que resultaba poco factible que se entrevistaran de manera voluntaria.
—Si tienes tiempo, podríamos ir en mi auto una vez que terminemos con estos asuntos —agregó el hombre mayor.
Casi una hora después, se detenían frente a la verja de la casa señorial. Elena ya conocía los suntuosos jardines, pues asistió a varias fiestas de verano celebradas en la propiedad, pero nunca había entrado en la casa.
Cuando los condujeron hasta las impresionantes escaleras que conducían al salón de baile, no había señales de Lady Anthony.
El fuerte sol invernal no era bondadoso, revelaba grietas y manchas de humedad en los adornos de estuco del techo y el alcalde sacudió la cabeza, consternado ante el deterioro del recinto.
—Recuerdo haber bailado aquí cuando tenía veintiún años. Debías haberlo visto. Todavía recuerdo el olor de las gardenias que adornaban el salón; estaba iluminado con candelabros.
—perdido en el pasado, miró a su alrededor.
La penumbra y la iluminación atenuada serían menos crueles con su gloria en decadencia, pensó Elena, pero nada podía disminuir la suntuosidad de sus proporciones. Las casas de ese tamaño devoraban fortunas en su mantenimiento y Lady Anthony era una de esas aristócratas venidas a menos que se aferran a los signos externos de su pasado esplendor a toda costa.
—Ronnie también tenía veintiún años entonces. Murió al principio de la guerra.
—¿Ronnie?
—El esposo de Celia. . . —el alcalde se sonrojó ligeramente al corregirse—. Quiero decir, de Lady Anthony. . . Ronald. Era primo de ella. Murió en acción al inicio de la conflagración.
Cuando regresó a casa, la joven habló con su madre sobre el deterioro del salón de baile y acerca de las revelaciones del alcalde respecto al esposo de Lady Anthony.
—Sí, me parece recordar que alguien mencionó que había quedado viuda estando recién casada. Tengo entendido que su esposo era el único heredero del título. También oí rumores de que el matrimonio fue arreglado. Parece que el padre de Lady Anthony era un hombre muy orgulloso; puesto que no tenía hijos propios a quienes heredar el título, decidió que su hija se casara con un primo, él único varón, para que se preservara el nombre familiar.
—Me pregunto si lo habrá amado —murmuró Elena.
— Quién sabe. Dime, ¿qué has pensado respecto a la comida?
Se enfrascaron en una charla acerca de los arreglos para dar de comer a los invitados y luego hablaban sobre la decoración floral, cuando el señor Gilbert regresó del trabajo.
Ese fin de semana el clima empeoró, el termómetro descendió y la campiña se vio envuelta por una capa de nieve y hielo. Una tarde, mientras esperaban la llegada de Damon a casa de los Gilbert, recibieron una llamada telefónica para informarles que el joven médico se había retrasado debido a un importante accidente en la carretera, en las afueras de Setondale.
—El doctor. Salvatore fue al hospital con las ambulancias—informó la recepcionista a Elena— Es posible que tenga que quedarse allá para ayudar en la sala de operaciones, pero la llamaré en cuanto sepa algo.
La madre de Elena se estremeció al enterarse de la triste noticia.
Pobre gente; espero que nadie esté grave.
— Lo que no acabo de entender es por qué Damon decidió regresar aquí —reflexionó Elena—. Está tan bien preparado que podía trabajar en cualquier parte.
—Setondale es su pueblo, querida —dijo Katherine Gilbert—. Tanto su padre como su abuelo ejercieron aquí.
— Pues no me imagino a Amanda resignada a vivir en este pueblo —repuso la joven con cierta irritación, sin querer admitir lo mucho que envidiaba a la ahijada de Lady Anthony. Aunque era demasiado sensata para engañarse pensando que si Amanda no hubiera estado allí, Damon habría.
¿Qué? ¿Se habría enamorado de ella? ¡Qué tontería! Era posible que el médico se sintiera atraído sexualmente hacia ella. . . pero en lo emocional, no experimentaba algo por ella. . . en absoluto.
Cuando la recepcionista volvió a llamar, más tarde, para avisar que Damon no podría llegar esa tarde sino hasta el día siguiente, Elena se dijo que se alegraba, pues como había hecho una cita con la florista, no se encontraría con él en el poblado.

1 comentario:

  1. genial espero el próximo¡ me muero de ganas por que daimon se de cuenta que se equivoco juzgando así a elena¡ ^^

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