Prólogo
—ENTONCES,
¿vas a seguir adelante con todo esto? ¿Te vas a casar con Damon aunque sepas que él no te quiere?
Elena se
estremeció al oír las palabras envenenadas que acababa de pronunciar su
madrastra. Estaban las dos en el dormitorio de Elena, bueno, el que lo había
sido hasta poco después de la muerte de su padre. Tras aquello Katrina había
anunciado su decisión de vender la preciosa casa con jardín en la que Elena
había crecido para poder comprarse un apartamento en la pequeña ciudad en la
que vivían.
—. Dice que cuando yo me hice cargo de tratar con los clientes, la empresa
de tu padre empezó a ir mucho mejor. Desgraciadamente tu madre nunca entendió
lo importante que era ser amable con los clientes.
En aquella
ocasión Elena había intentado que no la afectaran las palabras de su madrastra;
simplemente había respondido encogiéndose de hombros en un gesto que ya era
característico en ella cada vez que Katrina mencionaba a su difunta madre.
Siempre sentía el impulso de defender su memoria, pero ya tenía experiencia
suficiente para saber que era mejor no hacerlo. Sin embargo no había podido
evitar hacer un breve comentario:
—Mamá
estaba muy enferma. Si no hubiera sido así, estoy completamente segura de que
habría tratado a los clientes de papá con toda amabilidad, y habría estado
encantada de hacerlo.
—Sí, todos sabemos que piensas que tu madre era una
santa —sus ojos se habían llenado de furia y hostilidad—. Y Damon está de
acuerdo conmigo en que, durante todos estos años, le has puesto las cosas muy
difíciles a tu padre con esa manía tuya de intentar hacerlo sentir culpable por
haberse enamorado de mí.
La manera
en la que Katrina se vanagloriaba de aquello había hecho que a Elena se le
revolviera el estómago, y el resto de la conversación no había logrado
precisamente que se encontrara mejor.
—Damon opina
que tu padre fue muy afortunado al casarse conmigo. De hecho… —había dejado de
hablar para hacerle un gesto de complicidad, una complicidad que desde luego no
existía entre ellas dos. Elena solo tenía ganas de dejar de escuchar a Katrina
hablar de Damon como si tuviera una relación muy estrecha con él; le dolía aún
más porque estaba profundamente enamorada de él.
Elena
nunca había conseguido entender por qué su querido padre se había enamorado de
una mujer fría y manipuladora como Katrina. Tenía que admitir que también era
muy bella: alta, rubia y con muy buena figura. Todo lo contrario que Elena, que
siempre había sido la viva imagen de su madre: bajita, con el pelo negro lleno
de rizos indomables y los ojos violeta oscuros que, en el caso de su madre
estaban permanentemente llenos de amor y ternura, mientras que los ojos azules
de Katrina no transmitían nada más que frialdad.
Sin
embargo quería demasiado a su padre como para decirle lo que opinaba realmente.
Su madre había muerto cuando ella tenía siete años y, cuando a los catorce su
padre había decidido volver a casarse, Elena se había convencido a sí misma
para aceptar a aquella mujer que se iba a convertir en su madrastra por el bien
de su padre. De hecho, tenía la firme convicción de aceptar a cualquier persona
que pudiera hacerlo feliz.
Pero Katrina
pronto había dejado muy claro que ella no era tan generosa; tenía treinta y dos
años cuando se casó con su padre y nunca demostró el más mínimo interés por los
niños, y mucho menos por Elena, a la que siempre había tratado como una
adversaria, una rival con la que tenía que competir por el amor y la atención
de su marido.
La más obvia muestra de lo que sentía por su hijastra había
tenido lugar a los tres meses de llegar a la casa, cuando había anunciado que
creía que lo mejor era mandar a Elena a un internado, en lugar de seguir
viviendo allí con ellos y estudiando en el colegio privado que había elegido su
madre antes de sucumbir a la terrible enfermedad degenerativa que había acabado
por matarla. Entonces había sido Damon el que había intervenido para recordarle
a su padre las molestias que se había tomado su primera mujer para encontrar
una escuela adecuada para su hija. También había sido Damon el que había
aparecido un día en aquel mismo colegio con la terrible noticia del accidente
de su padre; y había consolado a Elena mientras ella no había podido controlar
un llanto desesperado y lleno de impotencia.
Eso había
ocurrido casi doce meses antes, cuando ella tenía diecisiete años; ahora tenía
dieciocho y en menos de una hora se convertiría en su esposa.
El coche
que tenía que llevarla a la misma iglesia en la que se habían casado sus padres
y en la que estaba enterrada su madre estaba esperándola fuera. En la
habitación contigua se encontraba el viejo abogado de su padre que iba a
acompañarla hasta el altar. Iba a ser una boda tranquila, como le había pedido
a Damon encarecidamente.
«¿Vas a
seguir adelante con todo esto? ¿Te vas a casar con Damon aunque sepas que él no
te quiere?» Su mente volvió a repasar las palabras que su madrastra había
pronunciado consciente del dolor que iban a causarle.
—Damon dice
que es por mi propio bien —respondió con voz entrecortada—… y que eso es lo que
mi padre habría querido.
—Damon dice
—Katrina repitió sus palabras burlándose de ella abiertamente—. Eres tonta, Elena.
Solo hay una razón por la que Damon quiere casarse contigo y es porque quiere
hacerse con el control de la empresa.
—¡Eso no
es cierto! —la joven protestó con fuerza—. Él ya dirige el negocio —le recordó
a su madrastra—. Y sabe perfectamente que yo jamás querría que fuera de otra
forma.
—Puede que
tú no pero, ¿qué me dices del hombre con el que te casarías algún día si Damon no
se convirtiera en tu marido? —le preguntó con más suavidad—. Vamos, Elena, ¿no
creerás de verdad que Damon está enamorado de ti? —su tono volvió a rozar la
burla—. Es un hombre, para él solo eres una niña… Escucha, él mismo me ha dicho
que si no fuese por la empresa, jamás se casaría contigo.
Aunque
trató de contenerlo, se le escapó un grito ahogado de dolor que contrastaba con
la sonrisa triunfante de Katrina. Se odió a sí misma por permitir que aquella
mujer traspasara todas sus defensas.
—Damon nunca…
—empezó a decir intentando recuperar el control que ya había perdido.
—¿Nunca
qué, Elena? —la interrumpió antes de que pudiera seguir—. ¿Nunca me confesaría
algo a mí? Querida, me temo que hay muchas cosas de las que no tienes ni la
menor idea. Damon y yo… —hizo una pausa mientras se observaba las uñas con
total tranquilidad—. Bueno, debería ser él el que te dijera esto y no yo, pero
digamos simplemente que tenemos una relación muy especial.
Apenas
podía creer lo que estaba oyendo; no era posible que algo así le estuviera
ocurriendo justo el día de su boda, el día que se suponía iba a ser uno de los
más felices de su vida pero que, gracias a Katrina, se estaba convirtiendo en
uno de los peores.
Desde la
muerte de su padre, Elena no se había parado a pensar en las complejidades del
testamento de su padre; había estado demasiado inmersa en su dolor como para
considerar cómo iba a afectarla económicamente aquel fallecimiento. Por
supuesto sabía que su padre había tenido mucho éxito en los negocios; John Gilbert
siempre había sido un consultor financiero muy apreciado por sus clientes y por
el resto de la gente con la que hacía negocios. También recordaba lo
entusiasmado que se había mostrado con Damon cuando lo contrató nada más
licenciarse.
Ambos hombres
se habían conocido en una conferencia que el señor Gilbert había dado en la
universidad en la que estudiaba Damon, y ya allí le había sorprendido la
energía y las habilidades para negociar del joven.
Damon había
tenido una dura infancia; su padre lo había abandonado y lo habían criado
multitud de parientes después de que su madre volviera a casarse y su marido se
negara a aceptarlo en su casa. A pesar de tantas calamidades, Damon había
trabajado duro para pagarse los estudios y, al principio de trabajar para su
padre, había vivido con ellos durante un tiempo. Él solía llevar a Elena al
colegio cuando el señor Gilbert estaba en algún viaje de negocios; también
había sido él el que la había enseñado a montar en bici; y, cuando su padre lo
nombró socio de la empresa, Damon el Dragón, como ella lo llamaba en broma,
había sido Elena con la que había salido a celebrarlo a una heladería cercana.
Lo que no
sabía muy bien era cuándo había cambiado su forma de ver a Damon, cuándo había
dejado de ser solo un empleado de su padre o un buen amigo suyo y había pasado
a ser algo más. Recordaba un día en el que, al salir de la escuela, lo había
encontrado esperándola en el pequeño coche deportivo que acababa de comprarse.
Era un día soleado y Damon había abierto la capota; se había vuelto a mirarla
como si hubiera podido notar su presencia incluso antes de que estuviera a su
lado, y la había observado con aquellos maravillosos ojos verdes. Aquel día
había sentido que lo veía por vez primera y, su corazón había reaccionado
golpeándole el pecho con fuerza.
De pronto
había notado una terrible emoción al acercarse a él y, sin saber muy bien por
qué, había sentido el impulso de mirarlo a la boca. Algo había cambiado dentro
de su cuerpo; algo había despertado y la había hecho sonrojarse al percibir el
peligro que aquello suponía, el peligro de que él pudiera adivinar lo que le
estaba ocurriendo. No podía aguantar estar cerca de él y, al mismo tiempo, no
podía soportar la idea de que se alejara de ella.
—Solo una
chiquilla inexperta como tú podría creer que Damon te quisiera —la voz dura y
cruel de Katrina hizo que Elena volviera de sus recuerdos—. Una mujer de verdad
sabría inmediatamente que hay alguien más en su vida. ¿A que ni siquiera ha
intentado llevarte a la cama? —le preguntó desafiante—. Y no finjas que no te
habría encantado que lo hiciera.
De forma
instintiva le dio la espalda a su madrastra para que ésta no pudiera ver la
expresión de su rostro; al hacerlo se vio a sí misma en el espejo. Damon había
insistido en que se pusiera un vestido bastante clásico y de nuevo había dicho
que eso era lo que le habría gustado a su padre. Era obvio que, si había algo
que Damon y ella tenían en común, era el amor por el difunto señor Gilbert.
—Él no te
quiere como un hombre quiere a una mujer —insistió su madrastra sin piedad—.
Estoy segura que hasta a alguien tan ajena al sexo como tú, le resultará
extraño que no te haya llevado a la cama. Cualquiera habría adivinado lo que
eso significaba; especialmente tratándose de un hombre tan apasionado como Damon
—añadió sonriendo—. Si lo que quieres es ser una esposa no deseada, tendrás que
aprender a ocultar tus sentimientos un poco mejor. ¿No habrás creído que no ha
habido otras mujeres en su vida?
Claro que
sabía que había habido otras, y sabía también lo angustioso que era sentirse
celosa de todas ellas porque lo había sufrido durante años. Mujeres a las que
encontraba atractivas de un modo que, obviamente, ella no se lo parecía; a
ellas las había tenido entre sus brazos, en la cama junto a aquel cuerpo fuerte
y sexy, desnudo al lado de ellas bajo las sábanas…
Ella no
era más que una niña, la hija de su socio y amigo; una chiquilla a quien
protegía y trataba con cierto paternalismo, como si los separaran veinte años,
en lugar de diez. Pero, ¿qué más daban esos diez años? Dentro de nada serían
iguales porque serían marido y mujer. Sintió un escalofrío al pensar aquello.
Durante toda su adolescencia había deseado que su sueño se hiciera realidad y Damon
correspondiera a su amor y le dijera que no podía vivir sin ella; que la
deseara con todas sus fuerzas y la hiciera su esposa.
Por
supuesto que una parte de ella, una vocecita que se había negado a escuchar, le
aconsejaba que fuera cauta, que se preguntara por qué Damon jamás había
mencionado el amor en sus conversaciones con ella. Y de alguna manera había
conseguido no pensar en ello hasta ese momento.
En la
actitud de su madrastra Elena percibía una extraña determinación, parecía
furiosa y desesperada; pero estaba demasiado debilitada por el dolor como para
plantearse el motivo de tal comportamiento.
—Bueno —dijo
con repentina dignidad—, el caso es que Damon va a casarse conmigo.
—No —respondió
Katrina iracunda—. Se va a casar con tu herencia. ¿Acaso no tienes orgullo?
Cualquier mujer que se preciara de serlo pararía todo esto antes de que fuera
demasiado tarde; se buscaría un hombre que la amara de verdad en lugar de
arrastrarse ante uno que no la quiere, ¡un hombre que además ya tiene a la
mujer a la que quiere!
Aquello
era una pesadilla. ¿Qué mayor crueldad le tenía reservada? Fuera lo que fuera
no quería oírlo. Ya era hora de marcharse de allí. Elena echó a andar pero, al
pasar junto a ella, Katrina la agarró del brazo y le dijo mientras clavaba la
mirada en sus ojos:
—Sé qué es
lo que esperas, pero pierdes el tiempo; Damon jamás te amará porque ama a otra.
Si no me crees pregúntale a él si hay alguna mujer a la que quiera. Y
pregúntaselo hoy, antes de que se case contigo. Si te atreves pregúntale quién
es esa mujer.
Mientras
se acercaba hacia el altar donde la esperaba Damon, Elena no podía dejar de
pensar en la conversación con su madrastra, sus palabras le martilleaban en la
cabeza provocándole un dolor infinito. El aroma de las lilas que adornaban la
iglesia era tan intenso que se sentía mareada, como si fuera a desmayarse.
¿Cómo era posible que fuera verdad lo que había dicho Katrina? ¿Cómo iba
siquiera a plantearse casarse con ella estando enamorado de otra?
No, su
madrastra mentía, del mismo modo que lo había hecho tantas otras veces en el
pasado; solo quería hacerle daño. Y desde luego su último comentario era
totalmente descabellado, había insinuado que ella era esa mujer que ocupaba el
corazón de Damon… Eso era imposible.
—Queridos
hermanos…
El cuerpo
de Elena se tambaleó ligeramente, quizás no tan ligeramente porque Damon le
puso la mano en el hombro intentarlo transmitirle la fuerza que le faltaba.
A cada
instante le resultaba más difícil soportar el dolor que la invadía; dolor y
rabia porque aquel debería haber sido el día más feliz de su vida, al fin y al
cabo estaba casándose con el hombre al que amaba, al que había amado desde el
mismo momento en el que supo lo que era el amor.
—¿Estás
bien, Elena? Hace un rato me ha parecido que ibas a desmayarte.
Intentó
sonreír a su marido, que la miraba con la preocupación dibujada en el rostro.
Se sentía rara, le temblaban las piernas y tenía miedo…
—Damon,
hay algo que quiero preguntarte.
Se
encontraban a la puerta de la iglesia, rodeados por los invitados que los
jaleaban con alegría. Damon apenas la miraba y darse cuenta fue como una
puñalada en el corazón. No tenían el menor aspecto de una pareja que acababa de
casarse, no parecían un matrimonio enamorado. Antes de que el valor se
desvaneciera, consiguió preguntárselo:
—¿Tienes…
hay… hay alguna mujer a la que ames?
Ahora sí
la miró, pero no del modo que ella habría esperado; tenía el ceño fruncido y
los ojos clavados en los de ella. Elena sin embargo era incapaz de sostener
aquella intensa mirada.
—¿Quién te
ha dicho eso? —le preguntó furioso. El corazón se le hizo pedazos. Todo era
verdad. Damon la miró con tristeza infinita y contestó susurrando.
—Sí… es
cierto. Pero…
Quería a
otra. Estaba enamorado de otra mujer, pero se había casado con ella. Elena tuvo
la certeza de que todo su mundo se estaba derrumbando en ese preciso instante.
¿Dónde estaba el hombre al que adoraba, en el que confiaba, al que amaba?
Parecía que ese hombre no existía realmente…
Con un
grito de dolor se dio media vuelta y echó a correr tan rápido como le daban las
piernas; quería huir del dolor y del triunfo de Katrina pero, sobre todo,
necesitaba huir de Damon, que la había traicionado. A su espalda pudo oírlo
gritar su nombre, pero solo consiguió que corriera aún más aprisa. En la calle
de detrás de la iglesia vio un taxi del que estaba bajando una persona y, sin
pensarlo dos veces, se subió a él. En cualquier otro momento se habría echado a
reír al ver la cara con la que la miró el taxista al entrar en el coche, pero
reír era lo último que se le pasaba entonces por la cabeza…
—Rápido —le
pidió con voz temblorosa—. Dése prisa por favor.
Cuando el
coche se puso en movimiento miró atrás, hacia el lugar donde se encontraba la
iglesia, con la esperanza de ver a Damon corriendo tras ella, pero la calle
estaba vacía.
—No me lo
diga —comenzó a decir el conductor, en tono jovial—, tiene que llegar a una
boda a toda prisa, ¿verdad?
—No —corrigió
con ímpetu—. En realidad lo que quiero es huir de una.
Se volvió
a mirarla perplejo olvidándose del tráfico por un instante.
—¿En
serio? ¿Es usted una novia a la fuga? Nunca lo habría imaginado.
Elena
prefirió no contestar, simplemente le dio su dirección y volvió a pedirle que
se diera prisa.
Entre
tanto no había ni rastro de que alguien hubiera ido en su busca; ni su marido,
ni su madrastra.
Aquel fue
el trayecto más largo de su vida, hasta que al fin llegaron a la puerta de su
casa Elena tuvo las uñas clavadas en la tapicería del asiento y no pudo dejar
de mirar a ver si alguien los seguía.
Después de
entrar a casa a buscar dinero para pagar al taxista, se apresuró escaleras
arriba mientras se iba quitando el vestido de novia con tal fuerza que acabó
por desgarrar algunas costuras. De la misma manera que su madrastra y Damon le
habían desgarrado el corazón a ella.
Se puso
unos vaqueros y una camiseta y cambió algunas de las cosas que había en la
maleta que debía haberse llevado a la luna de miel. Todavía no había asimilado
del todo lo que acababa de hacer; lo único de lo que era consciente era que
tenía que alejarse de su marido tanto como le fuera necesario. Si, como le
había dicho Katrina, solo quería casarse con ella para hacerse con el control
de la empresa, no pararía hasta tenerlo; por lo que lo mejor era irse de allí
enseguida. Elena sabía perfectamente lo impetuoso que podía ser cuando se
trataba de negocios, a veces incluso despiadado… ¡Damon! ¿Cómo podía haberle
hecho algo así? Un desagradable escalofrío le recorrió el cuerpo al pensar
aquello; se sentía tan humillada.
Se enjuagó
las lágrimas, respiró hondo y salió del dormitorio con la maleta que había
comprado especialmente para la luna de miel. Dentro de esa maleta estaba su
pasaporte y los cheques de viaje que Damon le había dado el día anterior.
—Dinero
para gastos —le había dicho con aquella sonrisa que siempre hacía que se le
acelerara el corazón y todo su cuerpo deseara… Bueno, todo ese dinero le iba a
venir muy bien ahora, pensó amargamente sin querer detenerse en lo irónico de
la situación. El dinero de la luna de miel le iba a servir para comprar un
billete al lugar más lejano que pudiera encontrar.
—A ver…
Hay asientos libres en el vuelo que sale hacia Río de Janeiro dentro de media
hora —le dijo la azafata de tierra sin apartar la mirada del ordenador.
Mientras
la escuchaba Elena no podía dejar de mirar por encima del hombro, seguía
esperando ver la imagen de Damon aparecer por algún lugar.
Ya era
demasiado tarde, había reservado plaza en el avión a Río.
Adiós al
hogar, adiós al amor que tanto había esperado disfrutar el resto de su vida…
¡Adiós,
Damon!
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