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COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


GRACIAS

09 abril 2013

Chantaje Prólogo


Prólogo
—ENTONCES, ¿vas a seguir adelante con todo esto? ¿Te vas a casar con Damon  aunque sepas que él no te quiere?
Elena se estremeció al oír las palabras envenenadas que acababa de pronunciar su madrastra. Estaban las dos en el dormitorio de Elena, bueno, el que lo había sido hasta poco después de la muerte de su padre. Tras aquello Katrina había anunciado su decisión de vender la preciosa casa con jardín en la que Elena había crecido para poder comprarse un apartamento en la pequeña ciudad en la que vivían.
—Damon me ha pedido que reciba a sus clientes —había explicado su madrastra el día que le había comunicado sus planes de vender la casa, cosa que había dejado perpleja a Elena
—. Dice que cuando yo me hice cargo de tratar con los clientes, la empresa de tu padre empezó a ir mucho mejor. Desgraciadamente tu madre nunca entendió lo importante que era ser amable con los clientes.
En aquella ocasión Elena había intentado que no la afectaran las palabras de su madrastra; simplemente había respondido encogiéndose de hombros en un gesto que ya era característico en ella cada vez que Katrina mencionaba a su difunta madre. Siempre sentía el impulso de defender su memoria, pero ya tenía experiencia suficiente para saber que era mejor no hacerlo. Sin embargo no había podido evitar hacer un breve comentario:
—Mamá estaba muy enferma. Si no hubiera sido así, estoy completamente segura de que habría tratado a los clientes de papá con toda amabilidad, y habría estado encantada de hacerlo.
—Sí, todos sabemos que piensas que tu madre era una santa —sus ojos se habían llenado de furia y hostilidad—. Y Damon está de acuerdo conmigo en que, durante todos estos años, le has puesto las cosas muy difíciles a tu padre con esa manía tuya de intentar hacerlo sentir culpable por haberse enamorado de mí.
La manera en la que Katrina se vanagloriaba de aquello había hecho que a Elena se le revolviera el estómago, y el resto de la conversación no había logrado precisamente que se encontrara mejor.
—Damon opina que tu padre fue muy afortunado al casarse conmigo. De hecho… —había dejado de hablar para hacerle un gesto de complicidad, una complicidad que desde luego no existía entre ellas dos. Elena solo tenía ganas de dejar de escuchar a Katrina hablar de Damon como si tuviera una relación muy estrecha con él; le dolía aún más porque estaba profundamente enamorada de él.
Elena nunca había conseguido entender por qué su querido padre se había enamorado de una mujer fría y manipuladora como Katrina. Tenía que admitir que también era muy bella: alta, rubia y con muy buena figura. Todo lo contrario que Elena, que siempre había sido la viva imagen de su madre: bajita, con el pelo negro lleno de rizos indomables y los ojos violeta oscuros que, en el caso de su madre estaban permanentemente llenos de amor y ternura, mientras que los ojos azules de Katrina no transmitían nada más que frialdad.
Sin embargo quería demasiado a su padre como para decirle lo que opinaba realmente. Su madre había muerto cuando ella tenía siete años y, cuando a los catorce su padre había decidido volver a casarse, Elena se había convencido a sí misma para aceptar a aquella mujer que se iba a convertir en su madrastra por el bien de su padre. De hecho, tenía la firme convicción de aceptar a cualquier persona que pudiera hacerlo feliz.
Pero Katrina pronto había dejado muy claro que ella no era tan generosa; tenía treinta y dos años cuando se casó con su padre y nunca demostró el más mínimo interés por los niños, y mucho menos por Elena, a la que siempre había tratado como una adversaria, una rival con la que tenía que competir por el amor y la atención de su marido. 
La más obvia muestra de lo que sentía por su hijastra había tenido lugar a los tres meses de llegar a la casa, cuando había anunciado que creía que lo mejor era mandar a Elena a un internado, en lugar de seguir viviendo allí con ellos y estudiando en el colegio privado que había elegido su madre antes de sucumbir a la terrible enfermedad degenerativa que había acabado por matarla. Entonces había sido Damon el que había intervenido para recordarle a su padre las molestias que se había tomado su primera mujer para encontrar una escuela adecuada para su hija. También había sido Damon el que había aparecido un día en aquel mismo colegio con la terrible noticia del accidente de su padre; y había consolado a Elena mientras ella no había podido controlar un llanto desesperado y lleno de impotencia.
Eso había ocurrido casi doce meses antes, cuando ella tenía diecisiete años; ahora tenía dieciocho y en menos de una hora se convertiría en su esposa.
El coche que tenía que llevarla a la misma iglesia en la que se habían casado sus padres y en la que estaba enterrada su madre estaba esperándola fuera. En la habitación contigua se encontraba el viejo abogado de su padre que iba a acompañarla hasta el altar. Iba a ser una boda tranquila, como le había pedido a Damon encarecidamente.
«¿Vas a seguir adelante con todo esto? ¿Te vas a casar con Damon aunque sepas que él no te quiere?» Su mente volvió a repasar las palabras que su madrastra había pronunciado consciente del dolor que iban a causarle.
—Damon dice que es por mi propio bien —respondió con voz entrecortada—… y que eso es lo que mi padre habría querido.
—Damon dice —Katrina repitió sus palabras burlándose de ella abiertamente—. Eres tonta, Elena. Solo hay una razón por la que Damon quiere casarse contigo y es porque quiere hacerse con el control de la empresa.
—¡Eso no es cierto! —la joven protestó con fuerza—. Él ya dirige el negocio —le recordó a su madrastra—. Y sabe perfectamente que yo jamás querría que fuera de otra forma.
—Puede que tú no pero, ¿qué me dices del hombre con el que te casarías algún día si Damon no se convirtiera en tu marido? —le preguntó con más suavidad—. Vamos, Elena, ¿no creerás de verdad que Damon está enamorado de ti? —su tono volvió a rozar la burla—. Es un hombre, para él solo eres una niña… Escucha, él mismo me ha dicho que si no fuese por la empresa, jamás se casaría contigo.
Aunque trató de contenerlo, se le escapó un grito ahogado de dolor que contrastaba con la sonrisa triunfante de Katrina. Se odió a sí misma por permitir que aquella mujer traspasara todas sus defensas.
—Damon nunca… —empezó a decir intentando recuperar el control que ya había perdido.
—¿Nunca qué, Elena? —la interrumpió antes de que pudiera seguir—. ¿Nunca me confesaría algo a mí? Querida, me temo que hay muchas cosas de las que no tienes ni la menor idea. Damon y yo… —hizo una pausa mientras se observaba las uñas con total tranquilidad—. Bueno, debería ser él el que te dijera esto y no yo, pero digamos simplemente que tenemos una relación muy especial.
Apenas podía creer lo que estaba oyendo; no era posible que algo así le estuviera ocurriendo justo el día de su boda, el día que se suponía iba a ser uno de los más felices de su vida pero que, gracias a Katrina, se estaba convirtiendo en uno de los peores.
Desde la muerte de su padre, Elena no se había parado a pensar en las complejidades del testamento de su padre; había estado demasiado inmersa en su dolor como para considerar cómo iba a afectarla económicamente aquel fallecimiento. Por supuesto sabía que su padre había tenido mucho éxito en los negocios; John Gilbert siempre había sido un consultor financiero muy apreciado por sus clientes y por el resto de la gente con la que hacía negocios. También recordaba lo entusiasmado que se había mostrado con Damon cuando lo contrató nada más licenciarse.
Ambos hombres se habían conocido en una conferencia que el señor Gilbert había dado en la universidad en la que estudiaba Damon, y ya allí le había sorprendido la energía y las habilidades para negociar del joven.
Damon había tenido una dura infancia; su padre lo había abandonado y lo habían criado multitud de parientes después de que su madre volviera a casarse y su marido se negara a aceptarlo en su casa. A pesar de tantas calamidades, Damon había trabajado duro para pagarse los estudios y, al principio de trabajar para su padre, había vivido con ellos durante un tiempo. Él solía llevar a Elena al colegio cuando el señor Gilbert estaba en algún viaje de negocios; también había sido él el que la había enseñado a montar en bici; y, cuando su padre lo nombró socio de la empresa, Damon el Dragón, como ella lo llamaba en broma, había sido Elena con la que había salido a celebrarlo a una heladería cercana.
Lo que no sabía muy bien era cuándo había cambiado su forma de ver a Damon, cuándo había dejado de ser solo un empleado de su padre o un buen amigo suyo y había pasado a ser algo más. Recordaba un día en el que, al salir de la escuela, lo había encontrado esperándola en el pequeño coche deportivo que acababa de comprarse. Era un día soleado y Damon había abierto la capota; se había vuelto a mirarla como si hubiera podido notar su presencia incluso antes de que estuviera a su lado, y la había observado con aquellos maravillosos ojos verdes. Aquel día había sentido que lo veía por vez primera y, su corazón había reaccionado golpeándole el pecho con fuerza.
De pronto había notado una terrible emoción al acercarse a él y, sin saber muy bien por qué, había sentido el impulso de mirarlo a la boca. Algo había cambiado dentro de su cuerpo; algo había despertado y la había hecho sonrojarse al percibir el peligro que aquello suponía, el peligro de que él pudiera adivinar lo que le estaba ocurriendo. No podía aguantar estar cerca de él y, al mismo tiempo, no podía soportar la idea de que se alejara de ella.
—Solo una chiquilla inexperta como tú podría creer que Damon te quisiera —la voz dura y cruel de Katrina hizo que Elena volviera de sus recuerdos—. Una mujer de verdad sabría inmediatamente que hay alguien más en su vida. ¿A que ni siquiera ha intentado llevarte a la cama? —le preguntó desafiante—. Y no finjas que no te habría encantado que lo hiciera.
De forma instintiva le dio la espalda a su madrastra para que ésta no pudiera ver la expresión de su rostro; al hacerlo se vio a sí misma en el espejo. Damon había insistido en que se pusiera un vestido bastante clásico y de nuevo había dicho que eso era lo que le habría gustado a su padre. Era obvio que, si había algo que Damon y ella tenían en común, era el amor por el difunto señor Gilbert.
—Él no te quiere como un hombre quiere a una mujer —insistió su madrastra sin piedad—. Estoy segura que hasta a alguien tan ajena al sexo como tú, le resultará extraño que no te haya llevado a la cama. Cualquiera habría adivinado lo que eso significaba; especialmente tratándose de un hombre tan apasionado como Damon —añadió sonriendo—. Si lo que quieres es ser una esposa no deseada, tendrás que aprender a ocultar tus sentimientos un poco mejor. ¿No habrás creído que no ha habido otras mujeres en su vida?
Claro que sabía que había habido otras, y sabía también lo angustioso que era sentirse celosa de todas ellas porque lo había sufrido durante años. Mujeres a las que encontraba atractivas de un modo que, obviamente, ella no se lo parecía; a ellas las había tenido entre sus brazos, en la cama junto a aquel cuerpo fuerte y sexy, desnudo al lado de ellas bajo las sábanas…
Ella no era más que una niña, la hija de su socio y amigo; una chiquilla a quien protegía y trataba con cierto paternalismo, como si los separaran veinte años, en lugar de diez. Pero, ¿qué más daban esos diez años? Dentro de nada serían iguales porque serían marido y mujer. Sintió un escalofrío al pensar aquello. Durante toda su adolescencia había deseado que su sueño se hiciera realidad y Damon correspondiera a su amor y le dijera que no podía vivir sin ella; que la deseara con todas sus fuerzas y la hiciera su esposa.
Por supuesto que una parte de ella, una vocecita que se había negado a escuchar, le aconsejaba que fuera cauta, que se preguntara por qué Damon jamás había mencionado el amor en sus conversaciones con ella. Y de alguna manera había conseguido no pensar en ello hasta ese momento.
En la actitud de su madrastra Elena percibía una extraña determinación, parecía furiosa y desesperada; pero estaba demasiado debilitada por el dolor como para plantearse el motivo de tal comportamiento.
—Bueno —dijo con repentina dignidad—, el caso es que Damon va a casarse conmigo.
—No —respondió Katrina iracunda—. Se va a casar con tu herencia. ¿Acaso no tienes orgullo? Cualquier mujer que se preciara de serlo pararía todo esto antes de que fuera demasiado tarde; se buscaría un hombre que la amara de verdad en lugar de arrastrarse ante uno que no la quiere, ¡un hombre que además ya tiene a la mujer a la que quiere!
Aquello era una pesadilla. ¿Qué mayor crueldad le tenía reservada? Fuera lo que fuera no quería oírlo. Ya era hora de marcharse de allí. Elena echó a andar pero, al pasar junto a ella, Katrina la agarró del brazo y le dijo mientras clavaba la mirada en sus ojos:
—Sé qué es lo que esperas, pero pierdes el tiempo; Damon jamás te amará porque ama a otra. Si no me crees pregúntale a él si hay alguna mujer a la que quiera. Y pregúntaselo hoy, antes de que se case contigo. Si te atreves pregúntale quién es esa mujer.
Mientras se acercaba hacia el altar donde la esperaba Damon, Elena no podía dejar de pensar en la conversación con su madrastra, sus palabras le martilleaban en la cabeza provocándole un dolor infinito. El aroma de las lilas que adornaban la iglesia era tan intenso que se sentía mareada, como si fuera a desmayarse. ¿Cómo era posible que fuera verdad lo que había dicho Katrina? ¿Cómo iba siquiera a plantearse casarse con ella estando enamorado de otra?
No, su madrastra mentía, del mismo modo que lo había hecho tantas otras veces en el pasado; solo quería hacerle daño. Y desde luego su último comentario era totalmente descabellado, había insinuado que ella era esa mujer que ocupaba el corazón de Damon… Eso era imposible.
—Queridos hermanos…
El cuerpo de Elena se tambaleó ligeramente, quizás no tan ligeramente porque Damon le puso la mano en el hombro intentarlo transmitirle la fuerza que le faltaba.
A cada instante le resultaba más difícil soportar el dolor que la invadía; dolor y rabia porque aquel debería haber sido el día más feliz de su vida, al fin y al cabo estaba casándose con el hombre al que amaba, al que había amado desde el mismo momento en el que supo lo que era el amor.
—¿Estás bien, Elena? Hace un rato me ha parecido que ibas a desmayarte.
Intentó sonreír a su marido, que la miraba con la preocupación dibujada en el rostro. Se sentía rara, le temblaban las piernas y tenía miedo…
—Damon, hay algo que quiero preguntarte.
Se encontraban a la puerta de la iglesia, rodeados por los invitados que los jaleaban con alegría. Damon apenas la miraba y darse cuenta fue como una puñalada en el corazón. No tenían el menor aspecto de una pareja que acababa de casarse, no parecían un matrimonio enamorado. Antes de que el valor se desvaneciera, consiguió preguntárselo:
—¿Tienes… hay… hay alguna mujer a la que ames?
Ahora sí la miró, pero no del modo que ella habría esperado; tenía el ceño fruncido y los ojos clavados en los de ella. Elena sin embargo era incapaz de sostener aquella intensa mirada.
—¿Quién te ha dicho eso? —le preguntó furioso. El corazón se le hizo pedazos. Todo era verdad. Damon la miró con tristeza infinita y contestó susurrando.
—Sí… es cierto. Pero…
Quería a otra. Estaba enamorado de otra mujer, pero se había casado con ella. Elena tuvo la certeza de que todo su mundo se estaba derrumbando en ese preciso instante. ¿Dónde estaba el hombre al que adoraba, en el que confiaba, al que amaba? Parecía que ese hombre no existía realmente…
Con un grito de dolor se dio media vuelta y echó a correr tan rápido como le daban las piernas; quería huir del dolor y del triunfo de Katrina pero, sobre todo, necesitaba huir de Damon, que la había traicionado. A su espalda pudo oírlo gritar su nombre, pero solo consiguió que corriera aún más aprisa. En la calle de detrás de la iglesia vio un taxi del que estaba bajando una persona y, sin pensarlo dos veces, se subió a él. En cualquier otro momento se habría echado a reír al ver la cara con la que la miró el taxista al entrar en el coche, pero reír era lo último que se le pasaba entonces por la cabeza…
—Rápido —le pidió con voz temblorosa—. Dése prisa por favor.
Cuando el coche se puso en movimiento miró atrás, hacia el lugar donde se encontraba la iglesia, con la esperanza de ver a Damon corriendo tras ella, pero la calle estaba vacía.
—No me lo diga —comenzó a decir el conductor, en tono jovial—, tiene que llegar a una boda a toda prisa, ¿verdad?
—No —corrigió con ímpetu—. En realidad lo que quiero es huir de una.
Se volvió a mirarla perplejo olvidándose del tráfico por un instante.
—¿En serio? ¿Es usted una novia a la fuga? Nunca lo habría imaginado.
Elena prefirió no contestar, simplemente le dio su dirección y volvió a pedirle que se diera prisa.
Entre tanto no había ni rastro de que alguien hubiera ido en su busca; ni su marido, ni su madrastra.
Aquel fue el trayecto más largo de su vida, hasta que al fin llegaron a la puerta de su casa Elena tuvo las uñas clavadas en la tapicería del asiento y no pudo dejar de mirar a ver si alguien los seguía.
Después de entrar a casa a buscar dinero para pagar al taxista, se apresuró escaleras arriba mientras se iba quitando el vestido de novia con tal fuerza que acabó por desgarrar algunas costuras. De la misma manera que su madrastra y Damon le habían desgarrado el corazón a ella.
Se puso unos vaqueros y una camiseta y cambió algunas de las cosas que había en la maleta que debía haberse llevado a la luna de miel. Todavía no había asimilado del todo lo que acababa de hacer; lo único de lo que era consciente era que tenía que alejarse de su marido tanto como le fuera necesario. Si, como le había dicho Katrina, solo quería casarse con ella para hacerse con el control de la empresa, no pararía hasta tenerlo; por lo que lo mejor era irse de allí enseguida. Elena sabía perfectamente lo impetuoso que podía ser cuando se trataba de negocios, a veces incluso despiadado… ¡Damon! ¿Cómo podía haberle hecho algo así? Un desagradable escalofrío le recorrió el cuerpo al pensar aquello; se sentía tan humillada.
Se enjuagó las lágrimas, respiró hondo y salió del dormitorio con la maleta que había comprado especialmente para la luna de miel. Dentro de esa maleta estaba su pasaporte y los cheques de viaje que Damon le había dado el día anterior.
—Dinero para gastos —le había dicho con aquella sonrisa que siempre hacía que se le acelerara el corazón y todo su cuerpo deseara… Bueno, todo ese dinero le iba a venir muy bien ahora, pensó amargamente sin querer detenerse en lo irónico de la situación. El dinero de la luna de miel le iba a servir para comprar un billete al lugar más lejano que pudiera encontrar.
—A ver… Hay asientos libres en el vuelo que sale hacia Río de Janeiro dentro de media hora —le dijo la azafata de tierra sin apartar la mirada del ordenador.
Mientras la escuchaba Elena no podía dejar de mirar por encima del hombro, seguía esperando ver la imagen de Damon aparecer por algún lugar.
Ya era demasiado tarde, había reservado plaza en el avión a Río.
Adiós al hogar, adiós al amor que tanto había esperado disfrutar el resto de su vida…
¡Adiós, Damon!

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