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BIENVENIDOS A TOD@S A ESTE BLOG, ESPERO QUE DISFRUTÉIS LEYENDO LAS ADAPTACIONES DE CRÓNICAS VAMPÍRICAS.

COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


GRACIAS

25 marzo 2013

Princesa Capitulo 03


Capítulo 3
Damon llevó a Elena a su restaurante favo­rito. El ambiente era tranquilo y elegante. Ideal para proponerle matrimonio. Elena le sonrió. Llevaba un vestido negro, enta­llado, de manga larga y con amplio escote. Damon apoyó su mano en la piel desnuda de sus hombros que el escote dejaba al descubierto y ella se estremeció. Él se alegró de poder cumplir pronto con su cometido. Se sentaron a la mesa.


-No creo que un contacto tan leve sea la causa de tanta incomodidad... -dijo él.
Elena se alisó el pelo recogido. Aunque le gus­taba cómo le quedaba la nuca al descubierto, pronto se lo soltaría, pensó Damon.

—No me siento incómoda. No exactamente —sus pe­zones duros se le notaban debajo de la tela y revelaban el motivo de su sonrojo.
Damon se excitó. Al parecer no llevaba sujetador.

-¿Cómo te sientes exactamente? -le preguntó él, dudando que admitiera la verdad.

-Estúpida.

Damon negó con la cabeza.

-Alhaja de mi corazón, no debes decir esas cosas.
Elena bajó la mirada.

-No deberías llamarme de ese modo. Sé que lo di­ces simplemente porque es un modo de hablar, pero...

—No es sólo eso. ¿Me has oído llamarle eso a otras mujeres?

-No -susurró ella con labios temblorosos.
Deseaba besarlos.

-Son palabras que te dedico a ti solamente.

Elena se quedó inmóvil, petrificada. Luego bajó la mirada, respiró profundamente y tosió.

Él le dio un vaso de agua para aliviarla.

-Gracias.

-Tienes un bonito cuello.

El vaso se tambaleó en su mano y sólo el movi­miento rápido de un camarero evitó que se volcase y le mojase el vestido.

Al ver su nerviosismo, Damon decidió esperar a que pasara la cena para su proposición.
Cuando Damon aparcó su coche en el garaje del apartamento de Elena, ésta estaba nerviosísima.

Damon abrió la puerta de su casa. La hizo entrar ro­deándole la cintura.
El corazón de Elena parecía a punto de salírsele del pecho.
La acompañó al salón. Ella se estaba derritiendo.
Llegaron al sofá amarillo, lleno de cojines.
Damon se sentó a su lado, muy cerca.

-Quiero hablar contigo -le dijo él.

-¡Oh!

Damon posó una mano en su pierna y la rodeó con su cuerpo.
¿Qué haría si él hacía lo que ella deseaba tanto? ¿Le acariciaría el pelo sedoso y lo besaría apasionada­mente? Elena entrelazó sus dedos en su regazo para reprimirse cualquier impulso.

Hubo un silencio y luego él empezó a dibujar con un dedo círculos en su muslo.
Ella no se podía mover. El no decía nada.

-¿Damon?

Cuando ya no pudo aguantar más la deliciosa tor­tura de sus caricias, levantó la cabeza y lo miró.

-¿Has disfrutado de mi presencia en estas semanas, no es así? -le preguntó él.

-Sí.

-¿Soy un tonto si creo que te gustaría que siguiéra­mos juntos?

-No. Jamás podrías ser un tonto.

-Entonces, ¿sería descabellado pensar que tal vez te gustase profundizar nuestra relación?

-¿Quieres profundizar tu relación conmigo?

-Quiero... profundizar nuestra relación.
¿La besaría ahora? La sola idea la mareaba.

-Quiero que te cases conmigo.
¿Estaba soñando despierta?

-Si ni siquiera me has besado.

-No he tenido ese derecho.

-¿Qué quieres decir? ¿Est... Estabas con otra per­sona?

-No, no es eso. Pero no estaba contigo, como has dicho tú. No habría estado bien que te besara si antes no te hubiera declarado mis intenciones formales.
¿Había dicho declaración de amor? No. Había di­cho declaración formal.

-¿Quieres decir que en tu país tienes que haberte declarado formalmente para besar a una chica?
Damon le acarició la mejilla.

-Para besar a una virgen, sí.
¿Era tan evidente su falta de experiencia?

-Pero no estamos en Jawhar.

—Da igual. Te trataré con el mismo respeto. Le gustaron sus palabras.

-Si te digo que me casaré contigo, ¿me besarás? Aquél era el sueño más extraño de todos los que ha­bía soñado despierta en su vida.

—Sí —respondió él con un brillo depredador en los ojos.

-Sí -repitió ella.

-¿Quieres casarte conmigo?

-Sí.

No debía hablar en serio, pero con tal de experi­mentar un beso suyo, hubiera hecho cualquier cosa. -Ahora puedes besarme. -¿Puedo?

-Sí -al ver que él no la besaba, agregó-: Por favor. Su beso fue tan suave y sensual como el de una ma­riposa de flor en flor.

Aquella fragancia masculina que sólo podía ser de él la embriagaba. Quería que fuese suyo aquel hombre. —¿Quieres atormentarme? -preguntó ella. ¿Por qué no la habría besado otra vez más profun­damente?

-Me estoy atormentando a mí mismo. Aquella admisión le provocó un cosquilleo en el es­tómago.

Su confesión había sido el disparador de su control sobre sí misma. Decir eso significaba que la deseaba, y eso la excitaba tanto como tener su cuerpo tan cerca que podía oír los latidos de su corazón.

Ella no pudo más y lo besó sin experiencia pero con deseo.
A él no pareció importarle. La apretó más contra su cuerpo. Y entonces la besó más profundamente, acari­ciando sus labios con su lengua, hasta penetrar su boca.
Ella se había imaginado muchas veces besando a alguien. Pero aquello era mucho mejor.
Era maravilloso.

Sabía al tiramisú que había pedido de postre en el restaurante. También sabía a Damon, un sabor del que no se saciaría nunca.

Damon la apretó más y ella se encontró encima del regazo de él, con los pechos apretados contra su torso viril.
Ella quería tocarlo, tenía que hacerlo.

Primero deslizó sus dedos por entre su pelo. Era suave, como la seda. Acarició su cabeza. Era tan mas­culino Damon, que hasta la forma de su cabeza lo de­mostraba.
De pronto sintió que probablemente no tendría otra oportunidad de tocar su cuerpo y acarició su cara. Luego rodeó su cuello y bajó hasta sus hom­bros. Quiso sentir su contorno, aprendérselo de me­moria.

Deslizó las manos por la camisa de algodón, debajo de su chaqueta. Sintió sus músculos, tan cerca de sus pechos.
Él se estremeció y a ella le gustó. Sintió sus manos agarrando su trasero y una dureza apretando su pelvis.

Estaba excitado, y eso la estaba haciendo perder el control.
Como si la liberación de los sentimientos de ella desatasen su ardor, la pasión de Damon fue en au­mento. Y el beso se hizo más profundo.

La lengua de Damon penetró su boca, buscando ha­cerla suya. Mientras la besaba, ella desabrochó los bo­tones de su camisa y deslizó la mano, tocando su pe­cho desnudo. Fue entonces cuando se dio cuenta realmente de que no era un sueño en la vigilia. Nin­guna fantasía podía ser tan maravillosa como aquello. Y por eso era más intenso.
Elena tomó aliento. El mundo parecía dar vuel­tas a su alrededor en un calidoscopio de sensaciones que jamás había experimentado, pero que reconocía. Lo deseaba. Desesperadamente.

-¿La gente que se compromete puede hacer el amor? -se oyó decir con sinceridad.

-No.

-¿Porque soy virgen? -preguntó. Se sentía frustrada y con ganas de llorar. Segura­mente Damon se daría cuenta de la locura que había cometido y se apartaría de ella rápidamente. La vida era muy injusta.

-Es cierto. En parte es por eso.

-Pero yo no quiero ser virgen -se quejó ella.

-Debemos esperar -sonrió Damon. La besó leve­mente.

-No puedo.

Él gruñó y la volvió a besar. Acarició un pecho con una mano, tocando su erecto pezón. Ella se arqueó de deseo. ¡Lo amaba tanto! ¡Y le gustaba tanto lo que estaba haciendo! Por primera vez en su vida, Elena se alegró de no haber estado con otro hombre. Quería que Damon fuera el primero.

Damon le besó el cuello hacia abajo y llegó hasta las pulsaciones de su corazón. Ella se sintió derretir y dejó escapar un gemido de placer, abrumada ante aquella sensación.
Sintió la boca de Damon en el escote, su lengua aca­riciando su piel de un modo inesperado. Se quedó in­móvil cuando sintió que él tiraba hacia abajo de su es­cote y dejaba sus pechos al descubierto.


Él dejó de moverse y se apartó para mirarla. Era un cuerpo muy femenino. Ella se puso colorada. Sintió las manos morenas sobre la piel rosada y gimió de goce, y se estremeció.

-Eres tan hermosa. Tan perfecta -dijo con la misma sensualidad que la tocaba.

-Soy... -iba a decir algo así como que no era exac­tamente una modelo, pero él la acalló poniendo un dedo en sus labios.

-Exquisita. Eres exquisita.

En ese momento bajó la cabeza y tocó sus pechos con sus labios. Ella perdió la noción del tiempo y del espacio. Él la saboreó centímetro a centímetro, cu­briendo las curvas de su cuerpo con exquisitas cari­cias. Cuando tomó uno de sus pezones con la boca, ella tembló con lágrimas en los ojos.

El placer era insoportable. Era demasiado. -¡Damon, querido, por favor! Ella no sabía qué le estaba rogando que hiciera, pero él deslizó una mano por debajo de su falda. Acari­ció su pierna por encima de las medias, lentamente fue subiendo.

Aquella tortura, junto con las caricias de su boca en sus pechos, la iban a volver loca. Entonces sintió la mano de Damon en la cintura de sus medias, internán­dose hacia el centro de su feminidad. Sus dedos acari­ciaron su sexo a través de la seda de sus braguitas. Una sensación de placer la invadió, creyendo que explota­ría.

Gimió, y le pareció oír a Damon maldecir, pero no estaba segura. No sentía más que la agonía de su cuerpo excitado.

Damon deslizó su mano por dentro de sus bragui­tas y ella gritó al sentirla. Nunca había sentido algo similar. Jamás la había tocado un hombre tan íntima­mente.
Se quedó rígida, y luego se movió convulsiva­mente. Sus músculos se tensaron.
Damon siguió su tormento, hasta que su cuerpo en­tero se tensó y luego liberó su excitación.

Él la apretó contra su pecho, envolviéndola con sus brazos. Las lágrimas que habían amenazado tímida­mente con salir al exterior, rodaron libremente, y ella sollozó con abandono, al entregarse a la cima del pla­cer.

Él la consoló, susurrando palabras en un idioma que ella no conocía. Daba igual, lo que importaba era el tono que empleaba. -Ha sido demasiado.

-Ha sido más bonito que el desierto cuando ama­nece.

-Te amo -le confesó Elena. Estaba perdidamente enamorada de aquel hombre que podía tener a cualquier mujer que quisiera y sin embargo estaba con ella. Y eso la asustaba. El reconocerlo no cambiaba las cosas. Damon acarició su espalda y ella tembló con otra convulsión. Si no había sido un terremoto, poco le ha­bía faltado, pensó ella.

Damon la alzó en brazos y la llevó hasta el dormito­rio. Encendió la lámpara de la mesilla y la dejó en la cama.

-Por favor, no te vayas -le dijo ella, aferrándose a su cuello.
Él se puso tenso.

-Por favor -le rogó Elena.

-No niegues. Si quieres que me quede, me quedaré.
Ella soltó su cuello. Él se irguió al lado de la cama.

-Prepárate para acostarte. Luego volveré para abra­zarte.

—¿No vamos a hacer el amor? —preguntó Elena, dudando que pudiera soportar otra sesión de placer como aquélla.

-Hasta que no estemos casados, no.

-Pero...

-Esperaremos -respondió Damon, agitando la ca­beza.

Damon estaba muy excitado. Se le notaba a través del pantalón. Ella no podría soportar que la abrazara toda la noche estando en esas condiciones.
Ella seguía sin creer que terminarían casándose.

-Yo podría... -se puso colorada sin terminar la frase.
Sabía que él era suficientemente inteligente para completarla.

-Me daré una ducha -dijo él.

-¿Vas a darte una ducha fría?

La idea de un hombre tan atractivo como Damon dándose una ducha fría por ella le resultaba muy exci­tante.
Él sonrió.

-Prepárate para dormir. Yo volveré en un momento.
Ella asintió y lo vio alejarse. Fue entonces cuando se dio cuenta de que su pecho estaba desnudo aún. Sus pezones estaban aún húmedos por sus besos. Se quedó petrificada al verlos. ¡Oh! Tuvo que reunir fuerzas para ponerse el camisón y meterse en la cama.

Damon se duchó con agua tibia. Le dolía el cuerpo de tanta pasión. Estaba satisfecho, sin embargo. Había sido un éxito su plan.
Casarse con Elena no sería un sacrificio.

Debajo de su apariencia tímida, era apasionada, y deliciosamente sensual. Había sido difícil reprimir las ganas de hacer el amor con ella.
Aún estaba excitado. Y al parecer, no lograría fácil­mente enfriar su deseo.
No podía olvidar la imagen de Elena con el ves­tido bajado, sus pechos grandes, su cuerpo estreme­ciéndose de deseo. Y el modo en que había explo­tado... Su cuerpo convulsionándose. Gruñó al sentir que su sexo se tensaba al recordarla.

Quizás una ducha fría no estuviera mal. Giró el grifo hacia la derecha y enseguida sintió el frío. Reso­pló, practicando una autodisciplina aprendida con la guardia de élite en el palacio, junto a su tío.

Elena tendría que casarse con él muy pronto. Seguramente ella no pondría reparos a una sencilla boda civil. Estaba muy contenta de casarse con él. Lo amaba.
Aunque no era necesario, eso lo complacía. Satisfa­cía su orgullo el que su futura esposa lo amase.

Su sorpresa ante su proposición subrayaba la reali­dad de que a sus veinticuatro años no había tenido una relación seria. Al menos era lo que había dicho su pa­dre, y Damon no tenía motivos para no creerlo.

El hecho de que fuera virgen había sido importante para el tío de Damon. Según éste, ningún príncipe de Jawhar podía casarse con una mujer de moral dudosa. Damon sentía una cierta satisfacción primitiva en la in­maculada condición de Elena. Pero no le daba la misma importancia que su tío.

Después de todo, había estado a punto de casarse una vez, y la mujer no había sido virgen. Indudable­mente, su tío no habría aprobado aquella relación.
Y ahora, que deseaba tanto internarse en la sedosa humedad del cuerpo de Elena, su inocencia le re­sultaba más una barrera para el placer que una ventaja.

Volvió a entrar en la habitación y encontró a Elena sentada en la cama, vestida con un virginal cami­són blanco, casi Victoriano, con el pelo recogido en una trenza sobre su hombro.

Damon sonrió ante aquella inocencia.

Pero cuando se acercó, se le borró la sonrisa. Por­que el camisón dejaba traslucir la aureola de sus pezo­nes, al igual que el contorno de sus pechos. Deseó ha­berse dejado puestos los pantalones, puesto que el efecto de la ducha fría había desaparecido y en su lu­gar la seda de sus calzoncillos dejaba ver una abultada erección.

Elena no parecía darse cuenta. Sus ojos azules no se fijaron en ello. Miraba algo en su hombro dere­cho. Sus labios se entreabrieron, y pudo ver el interior rosado de su boca.
Cuando él se subió a la cama, ella saltó, sobresal­tada.

-¡Damon!

-¿No me esperabas?
Ella se puso colorada y se metió en la cama, con las mantas hasta el cuello.

—Estaba pensando en algo.

-¿Y era yo ese algo?

Como Damon esperaba una respuesta afirmativa, cuando Elena negó con la cabeza, se sorprendió.

-¿En qué estabas pensando?

-Simplemente... En una historia.

-¿Una historia?

-A veces me gusta pensar en historias románticas.

-¿El haberte hecho el amor no ha sido suficiente para mantener tu mente ocupada?
El hecho de que su inocente prometida fuera capaz de olvidar lo ocurrido cuando él no había podido ha­cerlo lo irritaba.

-No he querido pensar en ello.

-¿Por qué? -preguntó, ofendido, y con actitud inti­midante.

-Dijiste que no podíamos hacer el amor hasta que estemos casados.

-Sí, es verdad.

-Bueno, entonces, ¿qué sentido tiene excitarme si no va a pasar nada?

Era una buena pregunta. Su sexo estaba erecto. Sólo lo disimulaban las mantas que lo cubrían.
Le molestaba que su habitual control lo hubiera abandonado. Al parecer, ella tenía más control que él sobre sus deseos. A él no le gustaba sentirse débil, ni siquiera en el terreno puramente sexual.

-¿Así que imaginabas una historia en tu cabeza?

¿Qué tipo de historia habría podido borrar el juego sexual que habían compartido?

-Sí.

-Y no se trataba de mí -dijo, algo enfadado.

-Se supone que si fuera así, la historia no cumpliría su objetivo. ¿No crees?

-Creí que querías que me quedase contigo esta no­che.
Elena lo miró, seria.

-¿Acaso vas a marcharte porque esté soñando des­pierta?

-Me he comprometido a quedarme -respondió él-. Y me quedaré.
Elena se mordió el labio inferior, aún rojo por los besos.

-¿Siempre cumples tus promesas?
Ella no lo conocía bien, pensó Damon.

-Siempre -contestó, pensando en que le había dado su palabra de que no harían el amor hasta después de la boda.

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