CAPITULO
2
Casi lo
logró. Avanzaba por el sendero, ya cerca de su casa, con la cabeza agachada
contra la nieve, cuando oyó el ruido del auto e, instintivamente, empezó a
apartarse del camino; pero la nieve lo había hecho resbaladizo y perdió el
equilibrio, Elena patinó y cayó al suelo con un golpe que le robó el aliento.
La joven
oyó que el auto se detenía y que luego se cerraba una puerta, pero fue hasta
que él se acercó y la ayudó, a levantarse que se dio cuenta de quién era el que
le prestaba socorro.
El
nombre escapó de sus labios y su cuerpo se puso rígido. Ocho años no lo habían
cambiado en absoluto, excepto para hacerlo aún más imponente. Todavía irradiaba
esa aura de energía contenida que la había excitado y fascinado en el pasado;
el negro cabello era tan abundante y brillante como siempre y los ojos grises
poseían aún su magnético poder.
“¡Oh,
Dios!”, se lamentó en silencio. ¿Por qué, si debía encontrarse con Damon, no se
había puesto algo más sofisticado y llamativo que ese viejo rompevientos y los
raídos pantalones de pana? ¿Por qué tenía que volver a toparse con él sin el
aplomo que había llegado a adquirir en los ocho años anteriores, en lugar de
esa apariencia, tan parecida a la que tuvo cuando era adolescente?
—Elena,
¿te encuentras bien?
Damon
parecía preocupado y, cuando después de sacudirse la nieve del rostro y las
ropas, Elena lo miró, vio que él sonreía con la misma sonrisa de aquellos días
pasados en que ella trató de transformar el afecto de un joven hacia la hija de
los amigos de sus padres, en algo más íntimo. Mientras contemplaba esos ojos
preocupados, casi pudo convencerse de que aquella espantosa noche de verano
nunca había sucedido.
La joven
se puso tensa y rechazó su ayuda para levantarse, diciendo con indiferencia:
—Estoy
bien, gracias —luego, agregó con una dureza que desvaneció la sonrisa de los
labios del médico—: ¿Siempre conduces sin pensar en la seguridad de otros? No
es precisamente la conducta que una podría esperar de un honorable miembro de
la profesión médica.
Damon la
estudió con seriedad.
—Conducía
lo bastante despacio para detenerme a tiempo y además, casi nadie usa este
sendero —señaló con calma.
Elena
sabía que estaba exagerando su reacción, pero era la única manera de controlar
el impacto de verlo otra vez.
Los ojos
grises escudriñaron el rostro pálido y las piernas temblorosas de la joven, y
el ceño de preocupación del médico volvió a hacerse evidente.
—¿Estas
segura de que te sientes bien? —extendió una mano para ofrecerle ayuda y ella
retrocedió, de forma instintiva—. Sube al auto —dijo él, sin dejar de
observarla—. Te llevaré a casa. No me tomará ni un minuto y como tu médico
familiar…
—¡No
eres mi médico!
Elena
pronunció las palabras antes de poder contenerlas y ambos se miraron con fijeza
por un momento; ella, tensa y Damon, con los ojos entrecerrados y una expresión
indescifrable.
—Elena —su
voz era cortante ahora y su gesto severo—. Escucha, no tiene caso quedarnos
aquí, discutiendo. Falta casi un kilómetro para llegar a tu casa. Aun cuando no
te hayas lastimado, una caída como ésa suele producir una conmoción.
La
muchacha comprendió que era infantil y absurdo discutir con él, especialmente
cuando sus nervios estaban tensos como cuerdas de violín y su corazón latía tan
rápido que casi le impedía respirar. Damon tenía razón, sufría una conmoción,
pero no a causa de la caída. Con un leve encogimiento de hombros, se encaminó
al auto. El médico la siguió y le abrió la puerta. Al hacerlo, su brazo la rozó
y ella retrocedió, como si hubiera sido tocada por una brasa candente.
—¿Qué
pasa?
—Nada.
No me gusta que me toquen, eso es todo.
Demasiado
tarde, ella registró la expresión en el rostro de su amigo de la infancia. Lo
que había dicho era verdad, y fue la excusa que había usado con demasiada
frecuencia. Damon la observaba con penetrante intensidad.
De
repente, los labios del médico se torcieron en una mueca semejante a una
sonrisa, la cual le dio un extraño y amenazador aspecto, y Elena se sonrojó al
adivinar lo que él pensaba.
Perturbada,
retrocedió y se apartó del auto.
—No
quiero que me lleves, Damon —dijo con voz trémula—. Prefiero caminar —y antes
de darle tiempo a reaccionar, comenzó a andar por el nevado sendero con paso
apresurado, sin osar a volverse a mirar atrás, temerosa de que él la estuviera
siguiendo.
Era una
sensación desconcertante y que le debilitaba las piernas, pero por fin logró
llegar a la verja del jardín familiar y fue hasta que entró en la casa que oyó
que el motor del auto de Damon se encendía. Comprendió que él debía haberla
vigilado durante todo el camino.
Bueno,
como médico que era, no podría decirse que desatendía sus responsabilidades.
Cuando
cerró la puerta frontal, su padre llamó desde el estudio.
—Elena,
¿eres tú? —al verla a través de la puerta abierta, alzó las cejas con asombro
cuando notó su ropa mojada—. Acaba de marcharse Damon. ¿Qué te sucedió? Parece
que te hubiera caído un alud encima.
—Casi.
El
anciano frunció el ceño.
—¿Estás
bien?
—Sí…
resbalé en el camino. Por suerte, no sufrí daño alguno; sólo en mi orgullo.
¿Cómo se encuentra mamá?
—Se está
reponiendo con rapidez, en opinión de Damon, pero se lo podrás preguntar tú
misma esta noche. El vendrá a cenar —miró a su hija con aire culpable—. Tu
madre lo invitó; le preocupa que viva solo en la vicaría. ¡Ya sabes cómo es tu
madre!
Así que
era Damon quien había comprado la vicaría. Elena se sintió abatida al asimilar
las palabras de su padre. ¡Sería imposible inventar una excusa para no estar
presente esa noche!
—No
tienes que preocuparte por la cocina —agregó el señor Gilbert, interpretando
mal la expresión de la joven—. Tu madre dice que hay varias cosas ya preparadas
en el refrigerador.
—¿Mamá
está despierta? —preguntó Elena—. Creo que subiré a verla.
—Hazlo,
hija. Ha empezado a quejarse de que se siente aburrida, pero Damon le dijo que
tiene que permanecer en cama, por lo menos durante otra semana.
Cuando Elena
entró en la habitación que compartían sus padres, la señora Gilbert se hallaba
sentada en la cama, apoyada contra las almohadas. Katherine Gilbert era una
mujer preciosa, con los mismos ojos verdes de su hija y los pómulos
prominentes, característicos de los escoceses. La mujer mayor sonrió con afecto
al ver a su hija y palmeó la cama, a su lado.
—Ah, ya
llegaste, querida. Ven, siéntate a mi lado y charla conmigo. Me muero de
aburrimiento aquí, en esta cama, pero Damon insiste en que no me levante
—observó con cuidado a la joven mientras agregaba—: Ya sabías que él regresó,
¿verdad?
Katherine
Gilbert tenía más intuición que su esposo, y se dio cuenta de la renuencia de Elena
para tratar el tema del doctor Salvatore. Estaba enterada de su enamoramiento
de adolescente, por supuesto, y no había podido adivinar qué provocó que su
hija detestara la simple mención del nombre de Damon. Sin embargo, conocía demasiado
bien a la joven para interrogarla. Así que, con toda calma, prosiguió hablando
como si nada hubiese ocurrido:
—Invité
a Damon a cenar con nosotros. Un hombre que vive solo, rara vez come como Dios
manda.
—Tonterías
mami —la interrumpió Elena con cierta irritación—. No hay razón alguna por la
que un hombre no pueda cuidar de sí tan bien como lo hace una mujer
—Oh no
sugería que Damon no fuese capaz de cuidar de sí, querida —explicó Katherine
con gentileza—. Pero él es un médico muy ocupado y estoy segura de que no tiene
tiempo para comer como es debido. En el refrigerador hay un delicioso estofado;
podrías servirle eso. Siempre ha sido su platillo favo…
—Deja de
preocuparte de Damon, mamá, y trata de descansar.
No fue
porque quisiera impresionar a Damon por lo que se afanó, de forma especial, en
su arreglo esa noche, se dijo mientras se ponía un elegante vestido que había
comprado en Londres, a instancias de Taylor.
A pesar
de que la cubría de pies a cabeza, la prenda estaba diseñada para mujeres que
deseaban impresionar a un hombre. Lo cual era, sin duda, la razón por la que Taylor
la había convencido de que la comprara, pensó Elena con una sonrisa irónica,
mientras evocaba las dudas que la asaltaron cuando se lo probó. Eso había sido
antes de que Taylor le confesara sus intenciones; apretó ligeramente los labios
al tiempo que se secaba sus rebeldes rizos.
Luego se
puso el maquillaje; apenas un poco de sombra verde en los párpados y después
rimel, para oscurecer las puntas doradas de las pestañas. Usó rubor para
enfatizar los pómulos y apenas un poco de lápiz labial. Se puso de pie y se
calzó los zapatos de tacón alto, sonriendo a su imagen en el espejo.
Sí… Esa
era la mujer madura del presente, no la chiquilla que Damon había humillado;
nadie que la viera ahora podría dudar de su madurez. Al alejarse del espejo no
vio la sombra de vulnerabilidad que oscureció sus ojos, ni el leve temblor de
sus labios.
El señor
Gilbert alzó un poco las cejas al verla entrar en la cocina, pero estaba tan
familiarizado ya con la ropa londinense de su hija y su sofisticación que no
hizo comentario alguno. Elena sacó el estofado del refrigerador y comenzó los
preparativos para la cena. No podría evitar sentarse a la mesa con su padre y Damon,
pero tenía la intención de que, una vez terminada la comida, se excusaría con
el pretexto de que estaba cansada.
Un
intenso dolor, como si alguien le hundiera un puñal en el corazón, la asaltó al
recordar la cálida sonrisa del médico, como si en realidad le hubiera dado
gusto verla. Sin duda un doctor tenía que aprender a ocultar sus verdaderos
sentimientos y él debía ser un maestro en ese arte.
Cuando oyó
el timbre de la puerta, esperó un momento para que su padre fuera a recibir a Damon,
pero el anciano no respondió al llamado, de manera que, reacia, ella misma fue
a abrir.
El
doctor Salvatore se había quitado el traje formal que llevaba cuando se encontraron
esa tarde y llevaba puesto un pantalón azul marino, con un grueso suéter de
lana. El arqueó las cejas al verla y, por un momento, algo parecido al pesar
pareció ensombrecer sus ojos.
—Avisaré
a mi padre que estás aquí —anunció Elena con formalidad, apartándose para
permitirle el paso—. La cena estará lista muy pronto.
Su
padre, saliendo del estudio, se disculpó con Damon por no haber escuchado el
timbre.
—Convencí
a Elena de que cenáramos en la cocina. Nuestro comedor da al norte y, en esta
época, siempre está helado. Vayamos a sentarnos.
La joven
se mordió el labio inferior con nerviosismo mientras los seguía. Lo último que
deseaba era que Damon compartiera con ellos la tibia intimidad de la cocina,
donde podría observarla mientras trabajaba. Sin duda, él debía comprender lo
difícil que para ella era enfrentarlo así, pero Damon se comportaba como si
nada hubiera sucedido, como si nunca la hubiese lastimado y humillado de tal
forma, que su alma había quedado marcada para siempre.
Mientras
se afanaba en dar los últimos toques a la cena, la joven pudo escuchar la
charla de los hombres y también se percató de que el médico la observaba
constantemente. La observaba, se dijo ella, inquieta; no sólo la miraba. ¿Por
qué la estudiaba así? ¿Pensaba que iba a coquetear con él? ¿Creía que todavía
sufría de ese enamoramiento de la adolescencia?
—Ah
estofado. Mi platillo favorito —Damon sonrió cuando ella le sirvió la comida,
pero Elena se negó a devolversela—. Tu madre me contó que renunciaste a tu
empleo en Londres —agregó con estudiada indiferencia.
—El
hombre para quien trabajaba se marchará a Hollywood —respondió la joven de mala
gana.
El
teléfono sonó en el vestíbulo y el señor Gilbert se levantó para ir a
contestar. Mientras estuvo fuera de la cocina, Damon aprovechó la oportunidad
para preguntar:
—¿Qué
sucede, Elena?
El hecho
de que tuviera necesidad de preguntarlo le robó el aliento a la muchacha y,
antes que pudiera replicar algo, su padre reapareció en la habitación.
Durante
el resto de la cena, el médico dirigió su atención casi en exclusiva al señor Gilbert.
Ocho años antes, la joven se habría sentido ofendida y hubiera hecho algún
pueril intento de participar en la conversación, pero esta vez se alegró de que
la dejaran sola, con sus pensamientos.
Después
de la cena, el señor Gilbert invitó a Damon a jugar ajedrez y Elena quedó en
libertad de ordenar la cocina y luego subir a ver a su madre.
—No
necesitas quedarte aquí conmigo, querida —dijo Katherine Gilbert—. En realidad,
estaba pensando en dormirme ya. ¿Por qué no bajas a charlar con Damon y tu
padre?
—Están
jugando ajedrez.
Su madre
rió.
—Recuerdo
cómo te fastidiaba que Damon tratara de enseñarte ese juego. ¿Te acuerdas?
Las
memorias que ella no quería revivir surgieron en su mente: una imagen de su petulante
rostro de adolescente, haciendo pucheros, mientras trataba de desviar la
atención de Damon del tablero de ajedrez hacia ella. Eso ocurrió poco antes que
Elena se diera cuenta de la verdadera naturaleza de la extraña inquietud que
parecía poseerla.
—Siempre
estabas demasiado inquieta para concentrarte —agregó Katherine Gilbert con
ternura—. Recuerdo que una tarde de domingo, levantaste el tablero y tiraste
todas las piezas al suelo.
—Recuerdo
que Damon amenazó con darme una paliza por eso.
—Sí,
también lo recuerdo —su madre rió y Elena se preguntó si también se acordaba de
cómo había terminado esa desdichada tarde. Ella nunca lo olvidó.
Durante
varias semanas se vio aquejada por un vago, pero constante sentimiento de
desazón e intranquilidad; quería estar con Damon, pero cuando se encontraba con
él, ya no se conformaba con su vieja y confortable amistad. Demasiado joven e
inexperta para analizar sus propias emociones, se refugió en ataques de
enfurruñamiento, con explosiones de mal humor. La amenaza de Damon de ponerla
sobre sus rodillas para darle una tunda como castigo, había actuado como un
balde de agua fría sobre sus apenas nacientes sentimientos femeninos y,
desconsolada, Elena corrió a encerrarse en su habitación, donde estalló en
lágrimas.
Al día
siguiente, él la estaba esperando cuando salió de la escuela. Le dijo que le
llevaría a su casa, y luego detuvo el auto en un sitio apartado.
—Lamento
lo de anoche, pequeña —había dicho con suavidad—. Algunas veces olvido que ya
no eres una niña.
Entonces,
ella se echó a llorar otra vez, pero en esa ocasión no tuvo adónde escapar y
desahogó su desdicha en el hombro masculino.
Damon la
había besado en la frente al soltarla y le ofreció su pañuelo para que se
enjugara las lágrimas. Ese fue el día en que Elena supo que estaba enamorada de
él.
—Regresa,
Elena.
La voz
burlona de su madre la volvió de golpe al presente y aunque oía la charla de la
señora Gilbert mientras le acomodaba las almohadas y verificaba que tuviera
todo lo que necesitaba, Elena se preguntó qué diría su madre si supiera que ya
había aprendido a jugar ajedrez. Bonnie la enseñó. Bonnie, cuya paciencia la
convertía en una maestra excelente; Bonnie, cuya paciencia le permitía hacer
caso omiso de las continuas infidelidades de su esposo, para el que una interminable
serie de breves aventuras sexuales, era tan esencial como el aire que
respiraba. Sin embargo, sin Bonnie, Taylor sería muy desdichado. Era su esposa
y, a su manera, la amaba. También quería a sus hijos.
Elena
lanzó un suspiro y se encaminó a la puerta. Las relaciones humanas le parecían
muy complejas. Cuando era adolescente, había soñado con una vida perfecta que
compartiría con Damon, si él la amara; imaginó que el amor sería suficiente,
que nada más importaba, pero ahora sabía que cada persona tiene sus propias
necesidades.
Ella, en
lo particular, era demasiado anticuada en sus principios morales para iniciar
una aventura con un hombre casado, en especial, un hombre a cuya esposa ella
conocía, y a la que le tenía afecto.
A pesar
de que encontraba perturbador el descubrimiento de que Damon había regresado a
Setondale, sabía que tomó una decisión correcta al negarse a ir con Taylor a
Hollywood. Ya comenzaba a disiparse el poder magnético que él ejercía en sus
sentidos, ahora que estaba lejos de su avasalladora presencia. Quizá el deseo
que le había recorrido las entrañas se debió más a la necesidad de una mujer
inexperta por un despertar sexual que al deseo que tenía del propio Taylor.
Desde la
humillación recibida por Damon, ella había mantenido su sexualidad bajo
estricto control; no era ni sería jamás el tipo de mujer para la que el sexo
podía tener un valor propio y muy elevado; pero había ocasiones… en especial a
últimas fechas, cuando al ver a los amantes abrazados, a las parejas de
enamorados que se besaban y acariciaban… en que era asaltada por un intenso
deseo, mezclado con una extraña nostalgia.
Y todo
era culpa de Damon; su severidad y desdén hicieron imposible para ella que
fuese abierta y sincera respecto a sus impulsos naturales; la aterraba la idea
de interpretar mal los sentimientos de un hombre y ser humillada otra vez.
Bajó a
la cocina y comenzó a preparar una jarra de café para su padre y el invitado.
Ya era más de las diez y, sin duda, Damon recordaba que sus padres acostumbraban
acostarse temprano.
Cuando
les llevó la bandeja con el servicio, fue evidente que Damon estaba ganando la
partida.
—Me
tiene acorralado —se lamentó el señor Gilbert, con una mueca de fingido enfado,
cuando su hija le entregó una taza de café.
—Hmm
—ella estudió el tablero con actitud conocedora—. Otras dos jugadas y no podrás
evitar el mate.
Su padre
alzó las cejas con asombro, complacido.
—¡Vaya,
vaya, parece que lograste aprender algo mientras estabas en Londres!
—volviéndose hacia Damon, preguntó en son de broma—: ¿Recuerdas cuántas veces
trataste de enseñarle?
—Hay de
maestros a maestros —replicó Elena con acritud, y observó la forma en que Damon
fruncía el ceño al mirarla.
—Y de
alumnos a alumnos —replicó él con ironía, mientras el señor Gilbert miraba de
uno a otra con cierto azoro. Elena se alegró de que sonara el teléfono,
rompiendo el tenso silencio. Su padre fue a responder la llamada y ella estaba
a punto de seguirlo, cuando la detuvo la voz de Damon.
—Has
cambiado, Elena. ¡Y estoy seguro de que jugar ajedrez no es lo único que
aprendiste en Londres!
La joven
se volvió de pronto, con los ojos relucientes por la ira que él siempre lograba
encender en ella con facilidad, pero antes que pudiera replicar algo, su padre
regresó a la sala, frunciendo ligeramente el ceño.
—La
llamada es para ti, cariño. Se trata de Taylor.
—Mi ex
jefe. Supongo que no encuentra algún expediente importante en el archivo —sabía
que estaba ruborizada y que Damon lo había notado, pero la llamada de Taylor la
dejó muy desconcertada.
Se
apresuró a responder, enredando, con nerviosismo, el cordón del teléfono entre
sus dedos mientras contestaba.
—Elena,
mi amor, no sabes cómo deseaba escuchar tu voz. Te extraño mucho. Regresa, por
favor.
La joven
apretó los dientes. Siempre supo que Taylor era perseverante cuando se proponía
algo, pero creía haber dejado muy claro que no debía existir algo entre ellos.
—No
puedo regresar, Taylor —respondió con firmeza y frialdad—. Mi madre está
enferma y me necesita.
— ¡Yo
también! ¡No sabes cuánto! Vuelve, Elena.
Ella
comenzó a temblar. ¡Eso era demasiado, después del encuentro con Damon!
—Es
imposible, Taylor —aspiró profundo—. Y no iría aunque pudiera. Ya te lo dije.
Eres un hombre casado, y sabes cuánto quiero a Bonnie.
— ¡Oh,
por todos los santos! Escucha, Elena…
De
repente, la joven fue presa del pánico:
—No, no
quiero escuchar más —apartó el receptor de su oreja, pero antes de que pudiera
colgarlo, oyó a su ex jefe que decía con furia:
—No
creas que te dejaré escapar tan fácilmente. Te quiero. Te deseo… y puedo hacer
que tú también me desees.
Aun con
el receptor apartado, las palabras se escucharon con claridad. Ella cortó la
comunicación, estremecida.
—¿Y ése
es tu jefe?
La dura
voz de Damon la hizo volverse para mirarlo, con fijeza.
Al
descifrar la expresión de la joven, agregó con voz pausada:
—Sólo
venía a decirte buenas noches; a petición de tu padre. No quise escuchar la
conversación. ¿Lo amas, Elena. . . es por eso que regresaste a casa?
—¡Es
casado! —gritó ella con desesperación, detestándolo por verla así cuando se
sentía tan débil y vulnerable.
—Entiendo.
Sin
duda, no fue compasión lo que ella pudo ver en los grises y helados ojos. Elena
movió la cabeza, con incredulidad y lo escuchó decir:
—Si
puedo ayudar en algo.
Ocho
años antes, necesitó su ayuda, pero él la rechazó; de repente, quiso lanzarle
esa acusación al rostro y decirle que él era el responsable de que fuera la
clase de mujer en que se había convertido, que era culpa suya que fuera una
virgen de veinticinco años, con ideas ridículas y fantásticas respecto al amor
y el matrimonio. Pero el sentido común le indicó que la culpa no era toda del
médico, de manera que, en lugar de dar voz a su resentimiento, repuso con
amargura:
—Deja de
tratarme como si fuera tú hermana menor, Damon; no necesito tu ayuda… ni como
hombre ni como médico.
El
rostro de su viejo amigo se tornó adusto de inmediato.
—Entonces,
me despido —se detuvo un momento en el acto de pasar frente a ella, en
dirección a la puerta, y agregó con tranquilidad—: Sólo dime una cosa. ¿Fue él
quien te enseñó a jugar ajedrez?
Elena
frunció el ceño, intrigada por un instante.
—No… no
fue él.
¡Qué
pregunta tan extraña!, se dijo. Estaba a punto de inquirir por qué la había
formulado, cuando él avanzó hacia la puerta, la abrió y salió antes que ella
pudiera decir algo.
—¿Ya se
fue Damon? —preguntó su padre al entrar en el vestíbulo, un momento después—.
Es un buen muchacho. Inteligente también.
Elena
arqueó las cejas y regresó al estudio para recoger las tazas vacías.
—Si es
tan inteligente, ¿cómo es que ha vuelto aquí para trabajar como un simple
médico de pueblo? ¿No le habría ido mejor en los Estados Unidos?
—En el
aspecto económico, quizá —aceptó su padre, con expresión de reproche—. Pero Damon
sabe que hay cosas más importantes que el dinero. Por ejemplo, la lealtad y el
cariño por su tierra natal.
—Creí
que tendría más ambiciones, eso es todo.
—Ah, es
ambicioso, sin duda. De hecho, me estaba hablando sobre sus planes y
expectativas. Intenta reunir dinero entre la gente de la localidad para comprar
un lugar donde poner una clínica, y luego equiparla con el instrumental más
moderno. Yo le prometí ayudarlo en todo lo que pueda con su proyecto. Ah,
también le dije que sin duda tú te hallarías dispuesta a ofrecerle tus servicios
como secretaria. Es una buena causa, y estoy seguro de que logrará un gran
apoyo de la comunidad. Después de todo, hay que viajar más de sesenta
kilómetros para llegar al hospital más cercano, y la clínica que Damon piensa
instalar sería un gran beneficio para todos.
El
entusiasmo de su padre ante el proyecto del joven médico, no permitió que Elena
le dijera que no estaría dispuesta a hacer algo que la obligara a encontrarse
en estrecho contacto con Damon.
Irritada
y molesta con su progenitor por su falta de intuición, Llevó los trastos sucios
a la cocina.
mm.. cada vez se pone mejor¡ gracias por el capitulo y espero el próximo¡ >^.^<
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