CAPITULO 19
No hables delante del prisionero a menos que sea
absolutamente imprescindible —le ordenó Damon al inicio del larguísimo y
silencioso viaje a Londres.
Habían intercambiado el vehículo con lady Westwood
de forma temporal, dejando el faetón que Elena había conducido hasta Westwood
Manor y tomando el carruaje cerrado de la condesa para ocultar y retener mejor
al agente enemigo que Damon había capturado.
Lady Westwood también les había prestado los
servicios del leal cochero que, a diferencia de John, llevaba veinte años al
servicio de la familia. El supuesto lacayo estaba sentado junto a Damon, atado,
amordazado y con los ojos vendados. Elena estaba acomodada en el asiento de
enfrente al de ellos.
El marqués y ella habían pasado la mayor parte del
largo trayecto mirándose con mutuo recelo. Los tres ocupantes del vehículo
viajaron en silencio durante horas, llegando a Londres al atardecer.
Elena no sabía con certeza qué instrucciones le
había dado Damon al cochero, pero este los llevó por un embarcadero solitario
que quedaba a un tiro de piedra del Strand. Allí se detuvieron y cambiaron el
carruaje por un pequeño bote de remos que los estaba esperando.
—Siéntate delante —le ordenó Damon.
Entonces el fornido cochero bajó del pescante y
ayudó a trasladar al prisionero atado hasta la bamboleante barca. Damon condujo
a John a empujones hasta el centro del bote y lo tapó con una lona.
—No te muevas. —Damon se sentó en la parte posterior
y le hizo una señal a Elena con expresión severa—. Agárrate bien.
Se ayudó con un remo para despegar la barca del
amarradero, dejando al cochero esperando su regreso en el muelle.
Emprendieron el camino descendiendo río abajo por el
Támesis. El corazón de Elena latía con fuerza y la brisa fresca producida por
el movimiento le agitaba el cabello a la espalda. Aferrada a los laterales de
madera del bote echó un vistazo hacia atrás y vio la hosca resolución que
traslucía el semblante de su esposo.
Damon remaba en las onduladas aguas, disminuyendo la
velocidad cuando se encontraban a poco menos de un kilómetro río abajo. Una vez
recorrieron otros cien metros, Damon los condujo hasta la parte posterior de
uno de los viejos edificios a orillas del río. Pasaron bajo una arcada de
ladrillo de escasa altura y a continuación llegaron a una pesada compuerta de
madera.
El bote se balanceó cuando Damon se aproximó a un
cabo mojado que colgaba con un peso atado al extremo. El prisionero no dejaba
de gruñir y protestar debajo de la lona. Parecía un poco mareado. Elena miró
preocupada por encima del hombro, pero Damon optó por hacer caso omiso del
sufrimiento del hombre con glacial indiferencia.
Tiró de la cuerda una serie de veces concretas. Elena
cayó en la cuenta de que debía de tratarse de la señal para que alguien del
interior abriera la compuerta.
La respuesta no se hizo esperar. Se escuchó un
fuerte ruido que sobresaltó a Elena, seguido de un estrépito y un chirrido.
Luego, la compuerta de madera comenzó a alzarse como un rastrillo goteando agua
del Támesis.
Damon lo cruzó rápidamente, adentrándose en una
oscura zona cavernosa debajo del edificio. El portón empezó a cerrarse tras
ellos al cabo de un momento y Elena miró maravillada a su alrededor.
« ¿Qué sitio es este?»
Sin la fuerza de la corriente, las tranquilas aguas
se arremolinaban alrededor del bote. Damon continuó remando hasta que
rápidamente se aproximaron a un muelle de piedra iluminado por una sola
antorcha encendida.
—¿Dónde estamos? —preguntó la joven pero, en cuanto
habló, el oscuro y vacío espacio se llenó de unos feroces ladridos y del sonido
metálico de una cadena. Un perro enorme surgió de entre las sombras, ladrando
como un poseso, gruñendo y mostrando las fauces como si fuera primo de Cerbero,
el perro de tres cabezas que guardaba la entrada al Hades.
La bestia se calmó al instante una vez que Damon le
gritó algo en un idioma desconocido, y cuando le habló de nuevo, cambió por
completo su comportamiento.
Elena contempló boquiabierta cómo el perro se
sacudía y comenzaba a menear el rabo, saltando alegremente hacia Damon. El
corazón aún le martilleaba por el miedo pese a que el animal se sentó
mansamente, tal y como le ordenaron.
Damon lanzó a Elena otra mirada firme y
tranquilizadora.
—Quédate aquí mientras me ocupo de él. No te muevas.
Elena miró al perro con inquietud. No tenía
intención de cruzarse en el camino de esa bestia.
—Descuida, no lo haré.
Damon retiró la lona de encima de John.
—Levanta.
A continuación le quitó la venda de los ojos para
que pudiera ver por dónde iba y no cayera al agua, pero lo dejó maniatado.
La joven procuró ser útil y trató de estabilizar el
bote contra el amarradero cuando los dos hombres bajaron. El perro se encrespó
y miró fijamente al desconocido mientras gruñía, pero Damon le dio otra orden y
la bestia se tumbó y comenzó a jadear.
Damon avanzó con John por el pequeño embarcadero
hacia un túnel que había sido perforado bajo la casa, o lo que fuera que
hubiera encima. Con la carne de gallina, la joven miró hacia el oscuro lugar
por donde se habían marchado. Seguía sin tener una idea clara de lo que pasaba.
Se estaba esforzando por mantener el terror a raya, pero comenzaba a
preguntarse con qué clase de hombre se había casado en realidad.
El perro estiró las orejas cuando se oyó un fuerte
estrépito metálico en las entrañas de la oscuridad y Elena tragó saliva con
fuerza. Al cabo de un rato Damon surgió de entre las sombras, todo vestido de
negro, con la luz de la antorcha esculpiendo su rostro anguloso.
Su marido le dio otra orden al perro al tiempo que señalaba
hacia la pared. El animal se levantó y regresó trotando hacia donde le habían
indicado. Entonces Damon se acercó al borde del amarradero y le tendió la mano.
Elena la tomó con recelo y se bajó del bote.
—¿Qué has hecho con el lacayo? —preguntó mirando
inquieta a su alrededor.
—Está en una celda. Vamos. —Cuando emprendió una vez
más el camino por el túnel de caliza, Elena no tuvo otro remedio que seguirlo
en la oscuridad.
—¿Qué es este lugar? —susurró.
—Estás dentro, o más bien debajo, de Dante House.
—Dante House —murmuró cuando el túnel acabó en una
reducida cámara de piedra con una mesa de madera tosca; un vistoso suelo de
mosaico con la imagen del arcángel san Miguel, como el de la vidriera, y una
cruz de Malta suspendida de una cadena en la roca viva, idéntica a la que había
en los retratos de los Rotherstone, en la capilla familiar y en el sello que
había encontrado.
Elena se volvió hacia él de repente.
—¿El Club Inferno?
—Sí.
—Damon...
—Tendrás las respuestas que buscas, Elena, pero
antes he de hablar con Virgil.
—Se apartó de ella y cruzó la húmeda cámara
escasamente iluminada—. ¿Puedes subir? —Puso la mano sobre un; escalera que se
adentraba en una rampa oscura.
Ella asintió y subió el primer peldaño.
Con Damon unos peldaños por debajo de ella,
ascendieron hasta el oscuro final de la escalera. La luz era muy escasa, por lo
que Elena solo pudo distinguir una abertura ovalada, una especie de entrada.
Rotherstone le dijo que bajara de la escalera y la atravesara. Logró encontrar el
camino a tientas en la oscuridad con los nervios a flor de piel. A
continuación, se bajó de la escalera y cruzó la abertura hasta un pasadizo
angosto y negro.
Damon la tomó de la mano cuando llegó a su lado.
—Sígueme.
Ella así lo hizo manteniéndose pegada a él. Su
esposo la guió por una especie de laberinto y, por fin, cuando abrió otra
puerta secreta, Elena pudo suspirar de alivio. Al cabo de un momento salieron
por lo que resultó ser un armario situado en una especie de dormitorio.
Damon cerró la puerta oculta y acto seguido la del
armario. Luego le lanzó una mirada a su esposa. —Por aquí.
Abandonaron el dormitorio. El paso de la oscuridad a
la luz del día les hizo pestañear levemente, aunque esta se extinguía con
celeridad. Recorrieron el pasillo y descendieron la escalera tallada del
interior de la casa más vulgar que Elena había visto en su vida.
Dante House parecía creada con un mal gusto
deliberado o, quizá, por un arquitecto borracho. Su recargado estilo rococó
resultaba florido, turbador y casquivano, como si alguien se hubiera propuesto
construir un lugar con la intención de desorientar al visitante.
—¿Qué te parece? —preguntó Damon mirándola de reojo.
—Es horrenda —repuso ella.
—Esa es la intención. Ya hemos llegado. Puedes
esperar en el salón. Ah, hola —dijo cuando miró en el interior del cuarto. El
salón ya estaba ocupado.
—¡Hola! —Una mujer muy maquillada se levantó de
golpe del diván donde, hasta hacía un momento, había estado recostada
abanicándose en una actitud de absoluto hastío. Vestía con un estilo llamativo
que armonizaba a la perfección con la casa—. ¿Tengo permiso para irme?
—¿Eh?
—¿Puedo marcharme?
Damon chasqueó los dedos.
—Lo lamento. No consigo recordar tu nombre.
—¡Soy Ginger!
—Ah, desde luego. ¡Ginger la pelirroja! ¿Qué haces aquí
en pleno día? —preguntó con una entonación amable.
—¡Ese loco escocés no me deja salir de aquí! —Dijo
poniendo en blanco los ojos pintados con kohl—. No permite que me vaya. Dice
que es por mi propia seguridad. Me retiene aquí en contra de mi voluntad desde
que vine a contarle que había visto a Westie.
—Ah, ¿fuiste tú quien vio a Drake?
—¡Sí! Iba en un carruaje con otros dos tipos. No se
comportaba como siempre.
Ah, intenté que se viniera conmigo, ¡pero ni siquiera
recuerda quién es! Y no sé nada más. Se lo dije al escocés, pero sigue sin
dejar que me marche. ¡Y tengo que ganarme la vida!
—Bueno, querida, si Virgil dice que tienes que
quedarte, más vale que te pongas cómoda. —Damon miró divertido a Elena—.
Señoritas, ¿por qué no se entretienen charlando un rato? Yo no tardaré mucho.
—¡Damon!
—Enseguida vuelvo, Elena. Serénate mientras esperas.
—Vaya, ¿qué te parece? —Comentó Ginger, que se
compadeció de Elena y le puso el brazo sobre los hombros—. Ah, encanto, ¿a ti
también van a encerrarte aquí?
—No. Bueno, espero que no. He venido con mi esposo.
—¿Esposo? —Exclamó Ginger—. ¡Oh, qué bien! ¡Que me
aspen! ¿Has atrapado a Rotherstone? Bien hecho, muchacha.
Aquel colorido lenguaje hizo que Elena cayera en la
cuenta de que se encontraba en presencia de una mujer de vida alegre.
«¡Ay, Señor!» Enseguida le vino a la cabeza el viejo
dragón. Su tía abuela de ningún modo aprobaría semejante compañía para una dama
de buena familia.
Por otra parte, qué típico de Damon dejarla con una
prostituta de burdel.
Maldito fuera, la estaba poniendo a prueba... otra vez.
«¡Ja!», pensó.
—Bueno... Ginger, ¿verdad?
—Sí, encanto. ¿Y tú eres?
—Elena. Nunca has... entretenido a mi hombre,
¿cierto?
—Miró a la mujer con curiosidad, enarcando una ceja.
—Oh, no. Lamentablemente, no. Pero ese Warrington...
—Le guiñó el ojo a Elena con mucho énfasis—. Sé por qué lo llaman la Bestia.
Encanto, ese apuesto bruto le pone tanto ímpetu al asunto que puede dejarla
maltrecha a una.
Elena abrió los ojos como platos y Ginger prorrumpió
en carcajadas, como si hubiera querido escandalizar a la decente dama de forma
deliberada.
Pero Elena no tardó en reír con ella, desahogando la
tensión nerviosa producida por los violentos acontecimientos del día. La
estancia se llenó con las risas compartidas de ambas mujeres. Una sensación de
regocijo extrañamente liberadora la invadió al pensar en cómo se había
comportado con su marido la pasada noche. Pese a la desaprobación que siempre
le habían inspirado aquellas mujeres, Elena pensó que, después de todo, quizá la
descarada fulana y ella tenían un par de cosas en común.
Damon estaba tenso, pues temía lo que su viejo
mentor iba a decirle por haber llevado a Elena al Club Inferno. Recorrió el
corredor en busca de Virgil pero, cuando dio con él, comprendió de inmediato
que el escocés ya estaba al corriente. Debía de haber visto a Elena o los había
oído entrar a los dos.
Vio al envejecido guerrero de las tierras altas en
el comedor, sirviéndose un buen trago de whisky. Damon entró con cautela en la
estancia repleta de floridos murales.
Virgil no lo miró, sino que tomó otro trago de licor
y luego meneó la cabeza.
—Has cometido una gran estupidez, Damon. ¿Cómo has
podido traerla aquí?
Rotherstone se encaminó con cierto recelo hacia él.
—Puedes confiar en ella, Virgil. No habría corrido el riesgo si tuviera alguna
duda.
El escocés soltó un bufido.
—Confiar en una mujer.
—Es mi esposa. Merece saber en qué está metida.
Puede arreglárselas.
Virgil meneó la cabeza.
—Eres un maldito estúpido. Has puesto en peligro
nuestras vidas y la de ella. No deberías haberla metido en esto.
—No tenía alternativa —dijo cansado—. Descubrió los
escondites de mi casa.
Virgil dejó la copa de golpe sobre la mesa.
—¡Sabía que te volverías descuidado como
consecuencia de todas estas... sensiblerías!
—¿Sensiblerías? —Damon clavó la mirada en él con la
cólera bullendo en sus venas—. La amo, hombre.
—¡Si de veras la amaras te la llevarías a casa y le
dirías que olvidara lo que ha visto!
—Es demasiado tarde para eso.
—No tienes derecho a hacer esto, Damon.
—¡No, Virgil, eres tú quien no tiene derecho a
pedirme que mienta a la mujer a la que amo durante el resto de mi existencia!
¿Qué más quieres de mí? Te he entregado veinte años de mi vida. Puedes irte al
infierno si no te gusta. Maldito seas tú y todo esto. ¡Qué no daría por lavarme
las manos y olvidarme de todo!
—Oh, ¿es un sacrificio demasiado duro para ti? —Se
burló el viejo escocés—. ¿Te jactas de haber entregado veinte años? Pues bien,
yo he entregado cuarenta, mocoso desagradecido. —Virgil sacudió su greñuda
cabeza durante largo rato—. Ahora tendrás su sangre en tus manos si llegan
hasta ella... y si hacen que se derrumbe, también la nuestra.
Rotherstone cerró los ojos y agachó la cabeza.
—No dejaré que nada le suceda. Jamás.
—Eso mismo dije yo hace mucho tiempo, pero mi amada
ya no está entre nosotros. —Virgil guardó silencio de pronto y se dio la
vuelta.
El marqués conocía la historia. Miró fijamente la
espalda de su viejo mentor.
—Virgil, sé que tu hermano Malcolm te arrebató a tu
mujer, pero eso...
—¡Silencio! —Tronó, girándose como un rayo para
fulminar a Damon con la mirada—. ¡No me hables de ella!
Jordán entró justo cuando Damon bajó la vista y el
grito de Virgil reverberaba aún entre aquellas paredes.
Rotherstone se armó de valor antes de volver a mirar
para juzgar la reacción de su amigo por haber llevado a Elena a su guarida
secreta.
—Buenos días, lord Falconridge. La fila para
aquellos que quieren ensartarme con una espada empieza por allí.
—Señaló a Virgil.
Jordán lo miró irónico, pero meneó la cabeza con
cierta preocupación reflejada en los ojos.
—Confío en tu valoración del asunto, Damon. Si dices
que es de fiar, para mí basta con eso.
El marqués asintió pausadamente sin apartar la vista
de él.
—Gracias, Jord.
—¿Cuánto le has contado?
—Nada aún. Había un espía dentro de Westwood Manor
cuando llegué allí. Elena me vio atrapar al prometeo. Contempló la marca
iniciática cuando confirmé su rango. Aparte de eso, no sabe nada.
—Que sea lo menos posible, ¿de acuerdo? Por el bien
de todos.
Damon bajó la mirada.
—Solo quiero contarle quién soy.
Rohan apareció de repente en la entrada, apoyando
las manos en el dintel.
—Siento interrumpir esta reunión para tomar el té,
muchachos, pero las cosas se acaban de poner más interesantes.
—¿De qué se trata? —se apresuró a inquirir Damon.
—Hay un rumor corriendo como la pólvora por ahí, eso
es lo que ocurre. Acaba de conocerse en Londres la noticia de que tu campechano
vecino, el duque de Holyfield, y su embarazada esposa están muertos. Han
fallecido en Francia.
—¿Qué? —Rotherstone se apartó del aparador en que
había estado apoyado.
—Sucedió hace dos días, en lo que han determinado
como un accidente de barco —informó Rohan en respuesta a la expresión atónita
de todos ellos, entrando en el cuarto—. Parece ser que la pareja alquiló una
pequeña embarcación para dar un paseo por el
Loira para ver todos los castillos. El barco se
hundió y la pareja se ahogó.
—¿En el Loira? —Repitió Damon—. ¿La propiedad de
Malcolm no está a orillas de ese río?
Virgil se crispó al escuchar el nombre de su odiado
hermano.
—¿Cómo puede uno ahogarse en el maldito Loira?
—Preguntó Jordán—. Es un río tranquilo.
—Tal vez tuvieron ayuda.
Damon sacudió la cabeza apenado y francamente
aturdido por las noticias.
—¿Quién querría matar al inofensivo Hayden Carew? Stefan
es el único que sale beneficiado, pero incluso yo sé que no es tan ambicioso.
Como hijo segundo tiene unos buenos ingresos, un fondo fiduciario y ninguna
responsabilidad.
—Tampoco tiene poder real —adujo Rohan.
—¿Acaso un accidente no puede ser solo un accidente?
—inquirió Damon cansinamente—. Quiero decir que, mirad a Hayden, un tipo
humilde. No me resulta difícil creer que pudiera ahogarse en el Loira, sobre
todo si estaba más preocupado por intentar rescatar a su esposa embarazada.
—¿Y la tripulación del barco? ¿También se ahogó? —se
interesó Jordán.
—Lo desconozco aún. —Rohan sacudió la cabeza—. Lo
que sucede es que me parece sospechoso.
—Estoy de acuerdo. Tal vez tiene que ver con la
reciente presencia de Dresden Bloodwell en Londres.
—Pero ¿por qué? ¿Qué conseguirían matando al duque
de Holyfield y a su esposa, aparte de que Stefan Carew se haga con el ducado?
Rohan se encogió de hombros, impertérrito.
—Puede que tengan planes para él. Has de reconocer
que tiene su gracia, Damon. Tu enemigo de la infancia posee un título más
elevado que el tuyo.
—Sencillamente perfecto —farfulló—. Elena lamentará
no haberse casado con él. ¿Dónde estaba Stefan cuando tuvo lugar ese accidente
al otro lado del Canal? ¿Lo sabemos?
—Estaba aquí mismo, en Londres. De acuerdo con los
rumores, lloró como una plañidera cuando se enteró de las noticias y tuvieron
que ayudarlo a llegar a casa.
—Ah, qué conmovedor —masculló Damon.
—Propongo que lo vigilemos —sugirió Jordán.
—Desde luego.
—Jordán, tú te encargarás de vigilar a Carew —dijo
Virgil—. Yo me ocuparé del prisionero que ha traído Damon. Rohan, tú sigues con
el asunto de Dresden Bloodwell.
—En realidad, viejo amigo, eso podría ser un
problema —alegó Warrington—.
Me temo que he de tomarme un pequeño respiro para
solventar unos graves conflictos que se están gestando en mi propiedad en
Cornualles. Lo siento. Es algo ineludible.
—¿Qué sucede? —preguntó Damon.
—¿Te acuerdas de aquellos contrabandistas que
permito que operen en mis tierras? Me proporcionan información útil de los
puertos y de los bajos fondos.
En ocasiones han entregado mensajes secretos por
mí a cambio de que yo haga la vista gorda en relación a sus actividades. Bien,
saben que tengo ciertas reglas, límites que no estoy dispuesto a que sean
traspasados. En suma, han mantenido las cosas dentro de lo razonable, pero
ahora han cruzado la línea. La guardia costera se ha puesto en contacto conmigo
para informarme de que, en mi ausencia, los contrabandistas han recurrido al
viejo hábito de provocar naufragios y recoger el botín que es arrastrado a la
orilla.
—Oh, eso es grave—murmuró Jordán—. ¿Qué es lo que
hacen? ¿Utilizan luces para simular un faro? ¿Atraen así a los barcos hasta las
rocas?
—Exactamente. Me he enterado de que en mi ausencia
se han estado divirtiendo de lo lindo a la antigua usanza. Si no voy y
restablezco el orden, varios de mis arrendatarios serán detenidos y
probablemente enviados a la horca, cosa que bien podrían merecer pero que
pondría fin a una fuente muy valiosa de información que no debe desperdiciarse.
Virgil asintió.
—Eso sin mencionar que detenciones tan públicas
podrían reportarnos una atención que no deseamos. Ocúpate con la mayor
discreción posible antes de que la guardia costera haga algo al respecto.
—Lo haré. En realidad no son mala gente. Solo que,
con el final de la guerra, el mercado negro gracias al que han prosperado estos
bandidos de la costa ha dejado de existir. De forma que ahora parece que han
recurrido a tácticas considerablemente más viles.
—¿Necesitas ayuda? —preguntó Damon.
—Por Dios, no. —Rohan sonrió ampliamente—. Le tienen
más miedo a la Bestia local que a la guardia costera, eso te lo aseguro.
—Y bien que hacen, Bestia —replicó Jordán con
expresión sardónica.
—Así pues, ya que yo no puedo ocuparme, ¿puedes
pedirle a otro que busque a Dresden? —preguntó el duque a Virgil.
—Yo lo haré —dijo Damon con semblante grave.
—¿Quieres ir a por Dresden? —replicó Virgil
escéptico.
—Escucha, si lo piensas bien, ¿qué sentido tiene
buscar a Dresden Bloodwell en su guarida? —Intervino Jordán—. Esperemos a que
se deje ver de nuevo en sociedad, tal y como hizo, y partamos de ahí.
—¿Esperar a que ataque?
Jordán se encogió de hombros.
—Dadas las circunstancias, y sin conocer la
situación de Drake, no veo en qué nos beneficia arriesgarnos a llamar la
atención innecesariamente.
—Tiene razón —convino Rohan—. Nuestra principal
ventaja es que sabemos quién es sin que él sepa quiénes somos.
—De acuerdo —accedió Virgil asintiendo con la
cabeza—. Pondremos hasta el último agente a vigilar a Bloodwell, y en cuanto se
deje ver, nos aseguraremos de seguirle la pista a ese bastardo.
—Quizá podamos idear alguna trampa —sugirió Damon.
—Tal vez, pero vamos a necesitar que trabajen con
nosotros más hombres —adujo Jordán.
Virgil asintió.
—El equipo de Beauchamp no tardará en regresar.
—¿Pudieron averiguar algo sobre Rupert Tavistock?
—preguntó Damon.
—En realidad, sí. Algunos de mis agentes todavía
hacen lo que les pido —repuso el escocés con sarcasmo.
—Virgil.
—Tavistock está muerto —gruñó el Buscador.
—¿Y qué hay del dinero que transfirió a las cuentas
de Prometeo?
—Ha desaparecido. Malcolm lo ha escondido.
—No puedo decir que me sorprenda —murmuró Damon.
A continuación les relató a sus amigos lo sucedido
en Westwood Manor y, a su vez, se enteró de lo que la prostituta, Ginger, había
contado sobre su encuentro con Drake.
Damon escuchó con atención mientras le narraban que
la mujer había visto a Drake en un carruaje junto con otros dos hombres frente
a la Royal Opera House. Esos individuos le habían dicho a Ginger que Drake
había sufrido una herida en la cabeza. A la pelirroja le pareció que Drake estaba
fuera de sí, que no era el de siempre.
Él no la reconoció aunque, para el caso, incluso Damon
había olvidado el nombre de la fulana no hacía tanto.
Pero los dos tipos que la mujer había visto con él
encajaban con la descripción de James Falkirk, un miembro de la élite del
Consejo, y su ayudante, el agente tuerto llamado Talón.
Damon consideró todo aquello con el ceño fruncido.
—Si James Falkirk tiene a Drake, ¿por qué nosotros
seguimos con vida? Si Drake pretendiera revelar nuestras identidades, los prometeos
ya nos habrían atacado, sobre todo cuando el asesino predilecto del Consejo
está en la ciudad para organizar el trabajo. Falkirk solo necesita sonsacarle
nuestros nombres a Drake y entregarle la información a Dresden.
—Dios, no quiero ni imaginar por lo que habrá pasado
—murmuró Jordán mirando al suelo.
—Quizá la prostituta tenga razón en lo que dice. Tal
vez no pueda recordarnos. ¿Ha tenido su madre noticias de él?
—No.
—Es posible que tampoco la recuerde a ella. —Tal vez
ni siquiera recuerda quién es —dijo Virgil en voz baja mientras todos
reflexionaban.
—Bueno, los prometeos sí saben quién es Drake, de lo
contrario no habrían infiltrado a un espía en la casa familiar.
—Tenemos que enviar algunos guardias a Westwood
Manor —agregó Damon, preocupado por la seguridad de la anciana condesa—. Es
seguro que contamos con la ventaja de que los prometeos no saben que he
capturado a su hombre.
Quizá el presunto lacayo que he traído hoy pueda
confirmar si es Falkirk quien tiene a Drake y dónde lo retienen.
Jordán sacudió la cabeza con expresión de angustia
temiendo por el bienestar de su camarada.
—Dios, tenemos que ayudarle.
—Antes de que consigan que se derrumbe —murmuró
Rohan.
—¿Y si ya lo han logrado? Si se vuelve contra
nosotros tenemos un grave problema.
—No lo hará —declararon Damon y Virgil al unísono.
Todos guardaron silencio.
—Volvemos a empezar —farfulló finalmente Rohan.
—Señor, espero que no —susurró Jordán—. Pues si de
verdad tienen a Drake, nuestras vidas están en sus manos. Incluida la de Elena
—agregó dirigiendo la mirada hacia Damon.
—Debería volver con ella. —Se mantuvo callado,
sacudiéndose el escalofrío que le produjo saber que ahora su esposa corría el
mismo peligro—. Sabéis, solo quiero decir que yo no pretendía traerla aquí.
Intenté mantenerla fuera de esto, por el bien de todos, pero cuando estás
casado... Las mentiras eran demasiadas.
—Creo que todos te comprendemos, Damon. —Rohan
asintió alicaído, gesto que Damon correspondió con una expresión agradecida.
—De acuerdo, este es el plan —dijo malhumoradamente
el escocés—: Damon, vigila a Stefan Carew. Eso es lo más lógico, ya que conoces
a la familia desde hace mucho. Yo me haré cargo del espía capturado y
continuaré buscando a Drake con ahínco. Jordán, te toca vigilar por si Dresden
aparece en sociedad como sugeriste, y Warrington, encárgate de los
contrabandistas y regresa a la ciudad en cuanto puedas.
—Hecho —respondió Damon.
Los demás también asintieron.
Rotherstone dejó escapar un grave suspiro de alivio por
haberlo arreglado todo y fue a recoger a Elena al salón donde la había dejado.
La situación estaba bajo control; había llegado la hora de la verdad.
Iba a arrastrarla consigo al infierno, al corazón de
la oscuridad.
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