CAPÍTULO 13
Elena descubrió aliviada que
su relación con Damon volvió a la normalidad al día siguiente del de Acción de
Gracias. Le llevó café a la juguetería y se comportó con tanta serenidad y
simpatía que casi habría jurado que no había sucedido nada en su porche.
El lunes, su día libre, Damon
le pidió que lo acompañara para comprar la decoración de Navidad, dado que ni Stefan
ni él tenían un solo adorno. Elena lo acompañó a varias tiendas de Friday
Harbor y le aconsejó comprar guirnaldas de flores frescas para las repisas de
las chimeneas y las puertas, una corona de acebo para la entrada, un juego de
velas con sus correspondientes candelabros de
latón y un poster de Papá Noel de estilo retro. Damon sólo protestó con una pirámide de fruta
ornamental de estilo colonial sureño, que sería el centro de mesa.
—Odio la fruta de plástico
—dijo.
—¿Por qué? Es bonita. Es lo
que usaban en la época victoriana como decoración navideña.
—No me gusta ver algo que
parece que se puede comer pero que no es comestible. Preferiría que estuviera
hecha con fruta de verdad.
Elena sonrió exasperada.
—No duraría el tiempo
necesario. Y si está hecha de fruta de verdad y te la comes, ¿luego qué?
—Compraría más fruta.
Después de meter toda la
compra en su camioneta, Damon consiguió que aceptara su invitación a cenar. Al
principio, intentó negarse con la excusa de que se parecía demasiado a una
cita, pero él zanjó el asunto con un:
—Será como un almuerzo, sólo
que más tarde.
De modo que cedió. Fueron a
un restaurante íntimo a unos seis kilómetros de Friday Harbor, donde ocuparon
una mesa junto a la chimenea de piedra. A la luz de las velas, comieron unas
conchas de peregrino rellenas de paté de pato y queso de cabra, y después un
filet mignon con cobertura de café.
—Si hubiera sido una cita
—le dijo Damon después de la cena—, habría sido la mejor de mi vida.
—Como ejercicio de práctica
ha sido estupendo —replicó Elena con una carcajada—, para cuando salgas en
serio con alguien.
Sin embargo, incluso a ella
le sonó falso y vacío de contenido.
A lo largo de las semanas
previas al día de Navidad, en la isla se sucedieron las actividades festivas:
conciertos, celebraciones, concursos para nombrar las mejores iluminaciones y
festivales. Lo que más ansiaba Emma era ver el desfile anual de barcos.
Patrocinado por el Club de Vela de Friday Harbor y el Club Náutico de la isla
de San Juan, consistía en una flotilla de barcos totalmente iluminada que hacía
el recorrido de ida y vuelta entre Shipyard Cove y el puerto deportivo. Los
dueños de los barcos que no participan en el desfile también engalanaban sus
embarcaciones. Cerraría el desfile el Barco de Papá Noel, del que desembarcaría
el propio Papá Noel en el muelle de Spring Street. Allí lo recibirían los
músicos y desde allí partiría hacia el sanatorio en un camión de bomberos.
—Quiero verlo contigo —le
dijo Emma a Elena, que le prometió reunirse con ellos en el muelle después de cerrar
la juguetería.
Sin embargo, el muelle y las
zonas colindantes estaban atestados, y los espectadores y los coros de
villancicos resultaban ensordecedores. Elena deambuló entre la multitud,
abriéndose paso entre familias con sus hijos, parejas y grupos de amigos. Los
barcos iluminados relucían en la oscuridad, arrancando vítores a la multitud.
Se le cayó el alma a los pies al darse cuenta de que no podría encontrar a Damon
y a Emma con la facilidad que había previsto.
Daría igual, se dijo. Se lo
pasarían muy bien sin ella. Al fin y al cabo, no formaba parte de su familia.
Si
Emma se llevaba una
decepción porque no aparecía, se le olvidaría pronto.
Aunque eso no la ayudó a
deshacer el nudo que tenía en la garganta ni la presión que sentía en el pecho.
Siguió buscando entre la multitud, de familia en familia.
Le pareció escuchar su
nombre en el tumulto. Se detuvo, se volvió y miró bien a su alrededor. A lo
lejos, vio a una niña ataviada con un abrigo rosa y un gorro rojo. Era Emma,
que estaba junto a Damon y le hacía señas. Con un gemido aliviado, se abrió
paso hasta ellos.
—Te has perdido algunos
barcos —le dijo Emma al tiempo que se cogía de su mano.
—Lo siento —se disculpó casi
sin aliento—. Me ha costado encontraros.
Damon sonrió y le pasó un
brazo por los hombros, pegándola a su costado. La miró a la cara cuando se
percató de que inspiraba hondo.
—¿Estás bien? —le preguntó.
Elena sonrió y asintió con
la cabeza, aunque estaba al borde del llanto.
«No —pensó—. No estoy bien.»
Tenía la sensación de que había
despertado de uno de esos sueños en los que se corría con desesperación en
busca de algo o de alguien que nunca se alcanzaba, una de esas pesadillas de
las que no se podía escapar. Y en ese momento se encontraba donde más le
apetecía estar, con las dos personas con las que más anhelaba estar.
Era una sensación tan
maravillosa que la embargó el pánico.
—¿Estás segura de que no
quieres un árbol? —le preguntó Damon a Elena al lunes siguiente, mientras ella
lo ayudaba a meter un abeto perfecto en su camioneta.
—No me
hace falta —contestó
con alegría mientras
olía la resina
fresca que se
le había quedado en los guantes y
Damon aseguraba el abeto—. Siempre paso la Navidad en Bellingham.
—¿Cuándo te vas?
—En Nochebuena. —Al percatarse de que Damon fruncía el ceño,
añadió—: Antes de irme, dejaré un regalo bajo el árbol para Emma, así podrá
abrirlo el día de Navidad.
—Emma preferiría abrirlo
contigo delante.
Elena parpadeó, sin saber
muy bien cómo contestar. ¿Le estaba diciendo que quería que pasara la Navidad
con él? ¿Tenía pensado invitarla?
—Siempre paso el día de
Navidad con mi familia —dijo con cierta inseguridad.
Damon asintió
con la cabeza
y lo dejó estar. Regresaron
a Viñedos Sotavento
y juntos consiguieron meter el
árbol por la puerta.
En la casa reinaba el
silencio, ya que Emma estaba en el colegio. Stefan había ido a Seattle para
visitar a unos amigos y para hacer algunas compras.
Elena sonrió al ver la
proliferación de copos de nieve de papel que colgaban de las puertas y de los
techos.
—Alguien ha estado muy
ocupado.
—Emma ha aprendido a
hacerlos en clase —dijo Damon—. Ahora se ha convertido en una fábrica
unipersonal de hacer copos de nieve.
Damon encendió la chimenea
mientras ella abría las cajas de luces para adornar el árbol.
En cuestión de una hora,
habían colocado el árbol en su sitio y lo habían adornado con las luces.
—Ahora viene la parte mágica
—dijo ella, que se metió en el estrecho hueco que quedaba detrás del árbol para
enchufar las luces. El árbol comenzó a brillar y a parpadear.
—No es magia —replicó Damon,
pero estaba sonriendo mientras contemplaba el árbol.
—¿Y qué es?
—Un sistema de bombillas
minúsculas iluminadas por el movimiento de los electrones a través de un
material semiconductor.
—Sí. —Elena levantó el
índice con gesto elocuente mientras se acercaba a él—. Pero ¿qué las hace
parpadear?
—La magia —cedió, resignado,
con una sonrisa en los labios.
—Exacto. —Lo miró con una
expresión satisfecha. Damon le pasó las manos por el pelo y le sujetó la cabeza
mientras la miraba a los ojos. —Te necesito en mi vida.
Elena fue
incapaz de moverse
o de respirar.
La declaración era
sorprendente por su sinceridad, por su claridad. No podía
apartarse, no podía hacer nada salvo mirarlo, hipnotizada por la expresión de
esos ojos azules.
—Hace poco
tiempo le dije
a Emma que el
amor es una elección
—continuó Damon—. Me equivoqué.
El amor no es una elección. La única elección posible es lo que vas a hacer con
él.
—Por favor —susurró.
—Comprendo tus miedos.
Comprendo por qué es tan duro para ti. Y puedes elegir no arriesgarte. Pero yo
te querré de todas formas.
Elena cerró los ojos.
—Tendrás todo el tiempo del
mundo —siguió él—. Puedo esperar hasta que estés preparada. Pero tenía que
decirte lo que siento.
Seguía sin poder mirarlo a
la cara.
—Nunca estaré
preparada para la
clase de compromiso que quieres.
Si quisieras sexo sin ataduras,
no tendría problema. Podría hacerlo. Pero...
—Vale.
Elena abrió los ojos de par
en par.
—¿Cómo que vale?
—Que acepto el sexo sin
ataduras. Lo miró, alucinada.
—¡Acabas de decir que ibas a
esperar!
—Y puedo esperar para el
compromiso. Pero mientras tanto, me conformo con el sexo.
—¿Te conformas con una
relación física que tal vez no llegue a otra cosa?
—Si es tu mejor oferta...
Lo miró por fin y vio la
expresión risueña de sus ojos.
—Te estás quedando conmigo
—dijo.
—Lo mismo que tú.
—No me crees capaz de
hacerlo, ¿verdad?
—Pues no —contestó él en voz
baja.
Elena estaba demasiado
confusa como para analizar la maraña que
eran sus emociones. Sentía indignación, miedo, alarma e incluso cierta sorna...
pero nada de eso era responsable del deseo abrasador y vibrante que le quemaba
el cuerpo. La sensación se intensificó en lugares que le provocaron un intenso
rubor y que hicieron que fuera muy consciente de la cercanía de Damon. Lo
deseaba, en ese preciso instante, con una pasión arrolladora y desaforada.
—¿Cuál es tu dormitorio? —le
preguntó, y le extrañó muchísimo que no le temblara la voz. Experimentó la
satisfacción de verlo abrir los ojos de par en par al tiempo que desaparecía la expresión risueña.
Damon la condujo escaleras
arriba, mirándola de vez en cuando para asegurarse de que lo seguía. Entraron
en su dormitorio, limpio y con pocos muebles, con las paredes pintadas en un
color neutro imposible de distinguir a la mortecina luz invernal.
Antes de que el valor la
abandonase, Elena se quitó los zapatos, los vaqueros y el jersey La frialdad
reinante en el dormitorio hizo que se estremeciera, ya que sólo llevaba la ropa
interior. Cuando Damon se acercó a ella, levantó la cabeza y se dio cuenta de
que él también se había quitado el jersey y la camiseta, dejando al desnudo su
musculoso torso. Se movía con elegancia y cierta cautela, como si no quisiera
asustarla. Su mirada se posó en su cara con la suavidad de una caricia.
—¡Eres preciosa! —exclamó al
tiempo que le acariciaba un hombro con los dedos.
Elena creyó que pasaba una
eternidad hasta que por fin terminó de desnudarla, besando cada centímetro de
piel que iba dejando al descubierto.
Cuando por fin estuvo en la
cama, desnuda, extendió los brazos hacia él. Damon se quitó los vaqueros y la
abrazó con fuerza. Elena notó que le ardía la piel mientras lo exploraba. Damon
la besó, primero con exquisitez y luego con insistencia hasta que se rindió y
se entregó a él por completo.
La invadió una oleada de
nuevas sensaciones. Las suaves y expertas caricias de sus labios y sus manos
despertaron la pasión.
Damon se colocó sobre ella y
le apartó el pelo de la cara, húmeda por el sudor.
—¿De verdad creías que iba a
ser menos que esto? —le preguntó con ternura.
Elena lo miró, estremecida
hasta lo más hondo de su alma. Porque para ellos no podía haber nada que no
fuera amor, nada que no fuera la eternidad. La verdad latía en sus desbocados
corazones, en el palpitante deseo que compartían. Ya no podía seguir negándolo.
—Hazme el amor —susurró,
porque lo necesitaba, porque deseaba ser suya.
—Siempre. Elena, amor mío...
Damon se hundió en ella con
un movimiento certero que la llenó por entero. Notaba la fuerza de su presencia
rodeándola, poseyéndola. El placer la abrumó en oleadas cada vez más intensas y
más exquisitas hasta que gritó al alcanzar el clímax. Se aferró a su espalda, y
notó cómo se le contraían los músculos bajo la piel sudorosa. Damon no tardó en
alcanzar el clímax en el dulce puerto de sus brazos.
Después siguieron
acurrucados el uno junto al otro, sumidos en un silencio trascendental.
Habría más preguntas que formular,
más respuestas que descubrir. Pero eso podía esperar de momento, pensó Elena,
saturada por la novedad, por las posibilidades. Y por la esperanza.
Mañana Último Capítulo....
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