Capítulo
2
— BIEN, Elena, tú sabes lo que haces, pero debo decir que me
sorprendes. Tu actuación siempre fue buena aquí, en Southern Television, y no
puedo imaginarte viviendo en un pueblecito administrando una librería.
—Me titulé como bibliotecaria antes de venir aquí, Don, y mis
padres vivieron en el campo.
—Ya veo —Elena se sorprendió por la reacción de él— Quieres
estar cerca de ellos, ¿no es así?
Elena negó con la cabeza. Sus padres
habían emigrado a Australia seis meses antes, para estar cerca del hermano
mayor de ella y sus hijos, y su decisión de vender el apartamento londinense e
iniciar una nueva vida en un pequeño y remoto pueblo de Herefordshire no tenía
nada que ver con ellos.
—En realidad, no. Sólo considero que ya es tiempo de cambiar de
aires —al hablar volvió la vista hacia el espejo en el muro opuesto. Su vientre
y cuerpo tenían la apariencia de nardo de siempre; nadie adivinaría que tenía
un embarazo de tres meses.
Un sentimiento de culpa la invadió y,
nerviosa, se mordió el labio inferior. En justicia debía estar aterrorizada por
su próxima maternidad, pero no era así... no podía estarlo. Cosa extraña, creía
haber recibido un regalo precioso y maravilloso.
El meterse en la cama con un
desconocido y concebir su hijo, era tan ajeno a su forma de vida acostumbrada
que todavía le era difícil creer que había sucedido.
En realidad, cuando despertó aquella
mañana en el hotel y descubrió que el hombre y sus posesiones habían
desaparecido, llegó a pensar que todo había sido un sueño; sólo había en la
sábana aquella pequeñísima mancha delatora y el invisible, pero innegable
conocimiento de que su cuerpo había cambiado, que ella había cambiado.
Nunca pensó que hubiese concebido, y
durante un tiempo atribuyó sus náuseas y cansancio a los efectos producidos por
la muerte de Caroline. Fue el doctor Copeland quien, de forma velada, sugirió
que podía haber otra causa.
Elena sabía que el médico esperaba
que ella se sintiera molesta y preocupada por su embarazo; después de todo, era
soltera, una profesional que vivía sola; pero lo que en realidad sintió fue una
alegría tan grande, que nada más le parecía importante.
Curiosamente, hasta ese momento nunca
había pensado en la posibilidad de tener hijos, ni en el papel que podrían
representar en su vida; pero ahora estaba dispuesta a proteger esa nueva vida
que se desarrollaba en ella, como si no hubiese vivido más que para ese acto de
procreación.
La decisión de dejar el empleo e
iniciar una nueva vida, fue fácil de tomar. Nunca podría educar como ella
quería a su hijo, en Londres. La herencia de Caroline le dio independencia; la
riqueza suficiente para ya no tener que trabajar.
Sin embargo, una cosa era decidir
empezar una nueva vida y otra llevarla a cabo. En un impulso, fue a ver al
señor Lookbood, en busca de consejo.
—Mmm, yo no recomendaría un retiro total del mundo —comentó el
abogado, cuando ella le contó sus planes—. Quizá un negocio pequeño que usted
misma pueda administrar.
—Soy archivista —lo interrumpió Elena—. No tengo ninguna
experiencia en la administración de un negocio
—pero el señor Lookbood no la
escuchaba, la miraba con expresión pensativa.
—Mi querida señorita Gilbert —exclamó radiante— Creo tener la
solución ideal. Hace muy poco tiempo, un amigo vino a verme en representación
de una amiga mutua... recién fallecida. Yo crecí cerca de Hereford y todavía
tengo algunos contactos allí. Mi clienta tenía una pequeña librería en un
poblado de Herefordshire.
Murió hace varios meses. Tanto el local como el
negocio están bastante deteriorados. Soy co-ejecutor de su testamento, en compañía
del caballero que vino a verme. Puesto que no hay herederos, se ha decidido que
el negocio se ponga a la venta. No obstante, debo advertirle que, ya que la
casa y el local son considerados tesoros arquitectónicos, existen ciertas
restricciones para las mejoras que puedan hacerse al edificio.
Elena lo escuchaba en silencio. Una librería
Era algo a lo que nunca pensó dedicarse. Pero tenía los contactos, los
conocimientos y los años que pasó en la televisora la hicieron familiarizarse
con las técnicas de venta y mercadotecnia. Cierta emoción empezó a vibrar en su
interior.
— ¿Sugiere que puedo comprar el negocio y el edificio?
—Heppleton Magna es un pequeño poblado muy hermoso junto al río
Wye. Ya ninguno de mis familiares vive allí, pero guardo muy gratos recuerdos
del lugar y todavía tengo allí algunos clientes. Si le interesa, puedo arreglar
que le muestren el local.
—Me encantaría verlo, señor Lookbood —respondió Elena de
inmediato. Antes de retirarse ya había acordado la visita acompañada de él,
para esa misma semana.
—La llamaré por teléfono para ultimar detalles. Mi co-ejecutor
está fuera del país... entiendo que fue a comprar unos toros. Es un granjero,
por lo que yo tendré que acompañarla, si le parece bien.
Hicieron el viaje tres días después
y, de inmediato, Elena se enamoró de Heppleton Magna y sus alrededores. Se
trataba de una villa de buen tamaño, con grandes edificios de tabique rojo,
estilo reina Ana, flanqueando la plaza principal, de la que partían calles
retorcidas y angostas en las que había casas estilo Tudor, con balcones
sobresalientes, una junto a la otra. La librería se encontraba en el fondo de
una de esas callejuelas.
En su interior, las habitaciones
daban muestras del descuido resultante de tener una propietaria vieja y
orgullosa que, según el señor Lookbood, se negó a aceptar que sus amigas la
ayudaran.
—Pasó en el hospital los últimos meses de su vida, pero nunca
quiso entregar las llaves del negocio a nadie. Ya ve los resultados —agregó él
con un suspiro, señalando las manchas de humedad provocadas por goteras en los
techos.
La cocina, el baño y los dormitorios
apenas tenían lo más elemental, y la librería estaba tan mal provista y mal
iluminada, que Elena no se sorprendió al ver, en los estados de cuentas, que
sus utilidades decrecieron de forma constante en los últimos años.
Aún así, se enamoró del lugar. Por
extraño que fuese, le pareció que le extendía los brazos en cálida bienvenida.
Allí serían felices ella y su hijo.
El edificio se encontraba en una
cuadra de tres construcciones y contaba con un largo jardín posterior que
llegaba hasta el río. Al otro lado, había grandes terrenos y ya se había
asegurado de que el pueblo contaba con suficientes escuelas y los servicios
necesarios. Ella y su hijo podrían echar raíces y establecerse allí para
siempre. Recordó con cariño y gratitud su infancia en los valles de Yorkshire.
Inmersa en sus pensamientos, apenas escuchaba los comentarios del señor Lookbood,
aún cuando en realidad poco importaban. Ya había tomado su decisión. Tan pronto
pudiera, se mudaría.
En el camino de regreso a Londres, se
descubrió deseando que Caroline pudiese estar con ella para compartir su
emoción. La tristeza nubló sus ojos durante un instante y luego reflexionó que
a no ser por la muerte de Caroline, ella no estaría elaborando esos planes. Ya
que no estaría esperando un hijo. La criatura era la forma con que la naturaleza
la compensaba de la pérdida de su amiga. No se sentía culpable ni tenía
remordimientos por la forma en que concibió al hijo. Ya había borrado esa noche
y al hombre de su mente.
No tenían cabida en el nuevo mundo que estaba
labrándose para ella. Se encontraron y se separaron como extraños. Por primera
y última vez en su vida actuó de forma contraria a sus costumbres. Llegó a
pensar, en sus fantasías, que un ser superior guió sus actos de esa noche.
Ciertamente fue algo que nunca había hecho y que no volvería a repetir.
Igualmente cierto era el hecho de que nunca tuvo la intención de concebir...
pero así fue. Se tocó el vientre y se volvió hacia el señor Lookbood.
— ¿Verá que todo se arregle tan pronto como sea posible?
—Bueno, si usted esta decidida, querida, tendré que obtener la
aprobación del otro ejecutor. Regresará dentro de unos días y me pondré en
contacto con él cuanto antes.
Elena no lo escuchaba. La propiedad
sería suya; lo sabía por instinto. Era como si estuviese destinada para ella,
como lo estuvo su concepción.
La mudanza a Heppleton Magna se
realizó sin contratiempos. Anticipándose al nacimiento del niño y a la vida que
pronto tendría que llevar, cambió su miniauto por un coche grande y resistente.
El apartamento que compartió con Caroline
fue vendido, junto con el moderno mobiliario que ellas habían escogido. Sólo
conservó fotografías y pequeños recuerdos. Quería que su hijo creciese
conociendo a su amiga.
Ya había llevado la mayor parte de
sus pertenencias a Herefordshire, y se detuvo un instante frente a la ventana
del apartamento para despedirse de él, antes de subir al auto.
Un rayo de sol brilló en la sortija
de oro de matrimonio que ya usaba y la acarició, con una leve sonrisa.
Quizá no estaba bien que fingiese ser
viuda, pero la provincia no era como Londres en donde las madres solteras son
comunes. Heppleton Magna contaba con una población adulta en su mayor parte y
no quería que su hijo naciese con un estigma.
Por supuesto que llegaría el día en
que la criatura preguntaría por su padre. En este momento no sabía qué le
diría. Sería difícil explicar cuáles fueron sus impulsos aquella noche. Ella
misma no los comprendía bien y en ocasiones se preguntó si no fue por los
efectos de la fuerte bebida y la pastilla que ingirió.
Ya no tenía importancia; ocurrió y
nada más, se dijo con firmeza. Estaba a punto de iniciar una nueva vida; ya era
tiempo de dejar el pasado atrás, de una vez por todas.
Hizo el recorrido con calma... no
tenía ninguna prisa. Se detuvo a almorzar con tranquilidad y llegó a su destino
ya entrada la tarde. La carga de trabajo en sus últimos días en la televisora
le impidió amueblar y equipar su nuevo hogar antes de salir de Londres, así que
tenía reservaciones de hotel para un par de semanas.
Puesto que su nueva propiedad era un
edificio protegido, había ciertas reglas y reglamentos que tendría que observar
para cualquier modificación que hiciese, pero ya había encontrado una firma
especializada en ese tipo de renovaciones. Se reuniría con ellos por la mañana,
para visitar el local y adquirir lo que fuese necesario.
Sabía con precisión lo que quería en
su casa. El edificio era de tres pisos, con una estancia de buen tamaño,
cocina-desayunador y dos dormitorios grandes, así que contaba con espacio
suficiente.
La casi eufórica sensación de
libertad y felicidad que la invadía esos días tenía que ser atribuida al cambio
de estructura hormonal, se dijo con remordimientos al pensar en Caroline. Sin
embargo, su amiga habría querido su felicidad, bien lo sabía. El niño, su nueva
vida, eran bonos deparados por el destino y como tal debía considerarlos.
La posada de la localidad estaba en
otro edificio estilo reina Ana, junto a él se encontraba la rectoría y, más
adelante, la iglesia y la pequeña escuela; todas reliquias de los días en que
un rico terrateniente diseñó esa parte de la población para complacer a su
nueva esposa, que quedó encantada de su pintoresca belleza.
A Elena le fue destinada una
habitación con vista a la parte posterior del edificio. El río fluía al fondo
del jardín y pensó que en algún momento tendría que ver que en el suyo se
instalasen medidas protectoras necesarias para la seguridad del niño.
La cama con postes era del mobiliario
original del hostal; enorme y cavernosa, Elena la observó con cierto temor
divertido. Se trataba de una cama para amantes, para parejas. Al lado se
encontraban el baño y un pequeño recibidor. Si lo deseaba, podría tomar allí
sus alimentos, ó bajar al comedor.
El pueblo seguía siendo la típica
población provinciana dedicada básicamente a satisfacer las necesidades de los
agricultores. La “villa” estilo reina Ana ya se había convertido en parte
integrante de la población mercantil en crecimiento que desplegaba una mezcla
de diferentes estilos arquitectónicos. En el centro se encontraba la atractiva
plaza principal y el mercado de ganado. El frente de su negocio daba a ella y
se encontraba en la mejor zona comercial de la población.
Mientras paseaba sin rumbo fijo,
descubrió, en un estrecho callejón, una interesante tienda de ropa. Hasta ese momento
su cuerpo no mostraba cambios significativos, pero pronto tendría que adquirir
las prendas adecuadas para su estado. Se detuvo frente al escaparate de un
negocio con artículos y ropa infantiles. Por lo allí expuesto, supo que atendía
las necesidades de los miembros más adinerados de la comunidad, centro agrícola
de altos rendimientos.
Un cochecito infantil tradicional
llamó su atención y se imaginó empujándolo. Una ligera sonrisa apareció en sus
labios. ¿Qué le ocurría? Nunca pensó que tuviese instintos maternales y, sin
embargo, allí estaba, mirando aquel cochecito. Cómo habría reído Caroline.
Por vez primera pensó que no tenía
con quién compartir su placer por el niño próximo a llegar. Sus padres y
hermano estaban muy lejos y si no lo estuviesen, le habrían reprochado su
desprecio por los convencionalismos. La seguirían amando y apoyando, por
supuesto, pero... nunca la habrían comprendido.
Haría nuevas amistades, se propuso
con firmeza. No sería una desconocida en el lugar de forma indefinida.
Su entrevista con el constructor fue
más provechosa de lo que esperaba. Contra sus expectativas, resultó no estar
lleno de dudas y críticas respecto a sus planes y los aceptó con entusiasmo.
Era evidente que él y sus hombres se consideraban artesanos y se sentía
orgulloso de los trabajos que realizaban. La única duda que expresó fue la
relativa a las enormes vigas del piso superior que ella quería dejar al
descubierto.
—Tendremos que reemplazar una ó dos de ellas y sólo podrá
hacerlo con vigas originales de la misma época.
Los ánimos de Elena se vinieron
abajo. Toda la decoración planeada por ella giraba alrededor de los acabados
originales del edificio, incluyendo vigas y muros, y el hombre le decía que eso
sería prácticamente imposible.
—Creo saber donde puede conseguirlas —la informó para su
deleite—. Hay unas que están en venta en la granja Whitegates. Se usaban en un
granero destruido por un rayo y tuvieron que retirarlas.
La granja Whitegates... El nombre le
era familiar, y de pronto Elena recordó que el señor Lookbood la informó que
era el hogar de co-ejecutor.
— ¿Me las venderán? —preguntó con incertidumbre.
—Yo creo que si —sonrió el constructor— No obstante, llame
primero por teléfono. Esta es una época difícil para los granjeros —la advirtió—
Si lo prefiere, yo negociaré la compra.
En cierta forma así lo deseaba, pero,
si quería integrarse a la comunidad, tenía que establecer contacto con sus
habitantes.
—Los llamaré tan pronto regrese al hotel —le prometió al hombre.
Una mujer tomó su llamada; al exponer
su solicitud, fue enterada de que hablaba con el ama de llaves.
—Tendrá que venir para hablar con el señor Salvatore —le
informó— Lo encontrará aquí temprano por la mañana.
Confirmando la cita, Elena cortó la
comunicación.
La temperatura y el clima eran agradables.
Cerró los ojos, encantada con el calor del sol que entraba por la ventana. El
verano siguiente ya estaría en su jardín, viendo a su niño gateando por el
césped. Se llevó una mano al vientre y sonrió. El hombre que dio vida a su hijo
se había perdido en la bruma de todo aquello en lo que prefería no pensar.
Antes de salir de Londres tuvo cita con el médico y el personal del hospital se
extrañó cuando dijo no saber el nombre del padre de la criatura. Ellos
necesitaban llenar los registros médicos y la hicieron sentirse como una tonta.
Los inventarios de la anterior
propietaria estaban guardados en varias cajas grandes y Elena dedicó la tarde a
revisarlas. Aparte de unos cuantos libros de interés para coleccionistas, había
poco de valor comercial. Sin embargo, encontró varios volúmenes empastados en
piel y resolvió conservarlos para fines decorativos.
Antes de salir de Londres, visitó a
varios distribuidores para discutir con ellos el tipo de obras que quería en su
negocio. No podría hacer pedidos en firme antes de terminar las labores de
restauración, pero conocía la utilidad de un buen programa de relaciones
públicas, gracias a su experiencia en la estación de televisión; en su lista de
pendientes estaba una visita al periódico local y, con interrogantes, la
posibilidad de ofrecer una fiesta de inauguración.
En la sección infantil de la librería
pensaba pintar un mural con diversos personajes y animales de cuentos de hadas.
La misma empresa que ella y Caroline contrataron para la decoración de su apartamento
en Londres se encargaría de eso... quizá también pediría un mural para la
habitación del niño.
Allí iba de nuevo, se burló, ya
volvía a sus sueños, feliz de dejar que todo a su alrededor pasase inadvertido.
¿Se comportan así todas las mujeres embarazadas?, se preguntó. Trató de pensar
en las que había conocido, todas profesionales y con hogares y maridos que
cuidar. ¿Cómo pudieron hacer frente a ese tremendo cambio de vida, a un ritmo
tan diferente?
Con el embarazo le vino una sensación
de tranquilidad que nunca antes había experimentado. Apenas si se reprochó con
dulzura la forma en que concibió a su hijo; sus aislados remordimientos siempre
fueron apagados por la gran alegría que sentía cada vez que pensaba en el niño.
Sería su hijo, sólo de ella, y se
alegraba de que así fuese. Esa nueva vida empezó por accidente y la consideraba
como un don divino para demostrarle que la muerte, por dolorosa que fuera, no
es más que un capítulo de la vida, no su fin.
Las molestias matinales que la
afligieron de forma intermitente desde que se embarazó, retornaron con vigor al
día siguiente y llegó a pensar en cancelar su cita en la granja Whitegates. Sin
embargo, se sintió mejor después de ingerir una taza de té y un par de
galletas, y a las diez de la mañana estaba más que dispuesta para emprender la
marcha.
El clima seguía templado y con el sol
brillante; supo que sentiría calor en el auto y se vistió con una delgada
playera blanca y una falda suelta.
Aún cuando un ojo conocedor
distinguiría su embarazo, todavía podía usar sus ropas normales. Unas
sandalias, de brillante color de rosa, del mismo tono que las uñas de sus pies,
y lentes oscuros del mismo color, completaron su atuendo e inició el trayecto.
No fue sino hasta que la encargada de
la hostería la miró sorprendida, que Elena se percató de cuán diferente era su
forma de vestir a la de los habitantes de la localidad. Al trabajar en la
televisora, siempre adoptó la moda y actitudes del medio y escogía su ropa para
seguirlas, de forma automática.
Rumbo al coche, recibió algunas
miradas apreciativas a su paso, en su mayoría masculinas. Le agradaba ser
estudiada con interés; allá en Londres habría pasado inadvertida. Como imaginó,
el auto parecía un horno, y abrió las ventanas y encendió el ventilador
interior.
Las instrucciones que le habían dado
eran sencillas de seguir y pronto se encontró en una carretera flanqueada de
ricas tierras de cultivo. Campos listos para cosecharse, con una gran variedad
de colores y salpicados aquí y allá por algunas cabezas de ganado.
La granja resultó ser más grande de
lo que esperaba, con construcciones en estilo Tudor y reina Ana y muy hermosas.
Tampoco esperaba encontrar la casa rodeada de jardines y, al entrar por las
puertas blancas y el inmaculado sendero de grava, se percató de que se trataba
de algo más que una granja agrícola normal. Se trataba de una verdadera joya,
se dijo al estacionar el auto y contemplar el panorama a su alrededor.
El sol matutino brillaba en las
ventanas enmarcadas por maderos negros y relucientes muros blancos. Daban al
rojo tabique de la construcción un tono rosado y se reflejaba en una fuente
ornamental rodeada de sauces y verde césped.
El sendero la llevó hasta el frente
de la casa, pero vio que continuaba por uno de sus costados y se preguntó si no
debió haber ido hacia allá. Quizá se encontraba en uno de esos sitios en el que
importa si se llama a la puerta posterior o a la principal.
Mientras analizaba esa posibilidad,
la puerta del frente se abrió y apareció una mujer alta, de cincuenta y tantos
años de edad, y la llamó por su nombre.
—La vi llegar —anunció cuando Elena se acercó—. Soy la señora Forbes,
el ama de llaves. Me temo que el señor Salvatore todavía tardará unos diez
minutos. Si quiere pasar, la llevaré a su estudio.
El elegante recibidor rectangular se
encontraba en la parte antigua del edificio; las escaleras que de allí partían
eran de roble de un rico tono oscuro. Una alfombra de fuertes tonos rojos y
azules hacía resaltar los muros color crema y las duelas de madera. Una mesa de
refectorio, de roble bruñido, reflejaba un florero de cobre, con rosas, sobre
su superficie.
—Si es tan amable en seguirme, señorita.
Una puerta con herrajes tradicionales
llevaba a un pasillo empedrado. A través de una ventana pequeña, Elena vio
otras construcciones y un patio empedrado y comprendió que el pasillo debería
llevarla a la parte posterior de la casa.
Al final del pasillo había otra
puerta. El ama de llaves la abrió y se hizo a un lado para permitirle el paso.
—Es una casa muy hermosa —comentó Elena sin poder contenerse.
—Lo es. Esta parte solía ser la antigua bodega. Fue convertida
en oficina en los tiempos del tío del señor Salvatore, pero las cosas han
cambiado mucho desde entonces.
Elena comprendió lo que la mujer
decía al ver los modernos adelantos tecnológicos frente a ella. Todo un muro
estaba lleno de archivadores. Sobre un muy rudimentario escritorio había una
terminal de computación y su equipo auxiliar, incluyendo un aditamento para
enlace telefónico. Como en el pasillo, el piso estaba empedrado y lo delgado de
sus sandalias la hizo sentir el frío del suelo. Era evidente que la habitación
contaba con calefacción central y también había una gran chimenea. Una
percoladora eléctrica de café estaba junto a una máquina de escribir también eléctrica.
—El personal entra y sale de aquí de forma constante; ése es el
motivo por el cual el señor Salvatore lo usa. Así no tienen que preocuparse de
si tienen los zapatos sucios o no. La agricultura ya no es como antes. ¿Quiere
té o café mientras espera?
Durante toda su vida adulta, Elena
fue una adicta al café. Ahora sólo toleraba el té... y muy débil.
—El señor Salvatore no tardará —le indicó el ama de llaves antes
de retirarse.
A solas en la habitación, Elena se
percató de lo grueso de las paredes y lo encerrado que el cuarto estaba. Tomó
asiento en un sillón forrado de piel y miró por la ventana.
En el patio exterior había varias
piezas de maquinaria agrícola Vio a un hombre salir penosamente de uno de los
graneros; era un jorobado y de baja estatura; subió con dificultad a un tractor
y se marchó.
Era evidente que no se trataba de la
persona a quien ella fue a ver. El teléfono sonó y alguien lo contestó en el
interior de la casa. El ama de llaves regresó con el té y un plato con
galletas.
—Lamento haberme retrasado, pero la señora Salvatore me
necesitaba.
Elena debió manifestar su extrañeza,
ya que la mujer le explicó:
—La señora Salvatore está confinada a una silla de ruedas. Enfermó
de polio a la edad de veintisiete años.
Pobre mujer, pensó Elena compadecida.
Sabía muy bien lo que el dolor puede hacer al espíritu humano; de primera mano,
sabía lo que produce a una persona que pierde su movilidad e independencia. Y
para la esposa de un granjero... Aún la esposa de un granjero acomodado.
Agradeció el té al ama de llaves y
volvió a tomar asiento. El frío la hizo temblar un poco. Sus delgadas prendas,
apropiadas para estar al sol, no eran adecuadas para esa helada habitación de
piedra.
Dio un sorbo al té y cayó en la
tentación de mordisquear una galleta. Estaba tan deliciosa como parecía.
Después de la náusea matinal, ya tenía hambre; el peso que perdió durante los
largos meses de preocupación por Caroline y los cuidados que requirió, pronto
lo recuperaría, si seguía comiendo así. En realidad, el mismo médico que la
examinó, le dijo que tenía que comer bien.
Miraba por la ventana, perdida en sus
pensamientos, cuando la puerta se abrió. Sintió la corriente de aire, antes de
oír los firmes pasos masculinos, y se dio vuelta.
La taza se tambaleó peligrosamente en
su mano y la habitación le pareció dar vueltas, por el asombro. Él permaneció
quieto en la puerta, mirándola con el mismo reconocimiento instantáneo que
ella.
—Usted... —dijo Elena al fin. ¿Cómo, cómo era posible que esto
hubiera ocurrido? ¿Cómo era posible que el hombre frente a ella fuese el mismo
de la habitación de hotel en Londres? Se trataba de la peor de las pesadillas.;
extendía el largo brazo de la coincidencia más allá de lo imaginable. Y era
evidente que él pensaba lo mismo.
—Bien, bien, felicitaciones por su labor detectivesca —se burló
él con sarcasmo, sobreponiéndose a su asombro más rápido que ella— Así que
logró rastrearme. Debí imaginarlo.
Vestía un viejo pantalón de mezclilla
y una camisa de cuadros, abierta en el cuello, que dejaba su pecho al
descubierto. Pequeñas gotas de sudor perlaban su piel y tenía una mancha de
lodo en la mejilla. Su cabello estaba alborotado, sus ojos muy oscuros; era la
imagen de un hombre que se sabe amenazado, pero decidido a no ceder.
Elena observo todo eso sin realmente
estar consciente de que lo hacía; su mente registró sus palabras hasta momentos
después de que él las pronunció.
— ¿Qué quiere decir? —pregunto, poniéndose de pie, temblando de
asombro y furia. ¿Cómo se atrevía a aparecerse, dando al traste con todos sus
planes, arruinando su felicidad? Quería cerrar los ojos para hacerlo
desaparecer. No podía creer que fuese real; no quería que fuese real. Estaba
dispuesta a golpear el suelo con un pie, como una chiquilla petulante, pero eso
no lo habría de alejar. Seguía observándola desde el quicio de la puerta, lleno
de resentimiento.
¡En verdad se atrevió a pensar que se
había propuesto localizarlo... que al fin lo había encontrado! Se quedó helada
por el resentimiento y, de pronto, reconoció una verdad todavía más abrumadora.
Era casado y ella llevaba un hijo de él en su seno. No era de extrañar que
rechazara su presencia. Un hombre casado que engañaba a su esposa. Frunció la
boca con desdén, al controlar su asombro.
—Señor Salvatore —señaló
con firmeza— Creo que ha habido una equivocación.
—Puede estar segura de ella —aceptó él cortante— Y es usted
quien la cometió. No sé qué fue lo que pensó al seguirme hasta aquí, pero puede
darse la vuelta y regresar por donde vino.
—Oh, si. Por supuesto que eso le encantaría.
Elena hervía de furia. ¿Cómo se atrevía
a pensar que lo estaba buscando? Sus ojos lanzaban señales de advertencia y sus
pulmones se expandían, luchaba para controlarse.
—Desafortunadamente, usted está en un error —le indicó tajante—
Yo vivo aquí ahora.
Elena vio el asombro en sus ojos, y
si no hubiese estado tan enojada casi pudo haberse sentido lastimada. Después
de todo, cuando hicieron el amor él estuvo feliz de tenerla en sus brazos más
que feliz. Trató de apartar esos recuerdos, con firmeza.
—Acabo de adquirir un negocio —levantó el mentón con actitud
desafiante— ése es el motivo de mi presencia aquí. El contratista me dijo que
tiene unas vigas en venta.
— ¿Un negocio? —exclamó incrédulo—. No me diga que usted fue
quien adquirió la librería de Alice Simms
—Así es —lo escuchó gemir— Me enteré que estaba a la venta a
través de mi abogado, el señor…
—Lookbood —terminó él por ella— Dios mío… De todas las
coincidencias… No puedo creerlo…
— ¿Lo conoce?
— ¿Conocerlo? —soltó la carcajada— ¿No le dijo que yo soy el co-ejecutor
del testamento de Alice?
Elena permaneció aturdida un momento.
Por supuesto que el señor Lookbood mencionó al co-ejecutor y ella sabía que
vivía en la granja Whitegates, pero la impresión al encontrarse cara a cara con
la última persona en el mundo con quien quería verse, borró ese conocimiento de
su mente.
Su pálido rostro y la tensión en su
mirada debieron hablar por ella, ya que, de pronto, él cambió de actitud.
—Mire, es obvio que el encontrarnos ha sido una impresión terrible
para ambos —extendió una mano para tomarla del brazo, pero Elena se apartó con
brusquedad.
No era de sorprender que, al
comprender su error, ahora tratase de aplacarla. A no dudar, estaba
aterrorizado de que lo pusiese en evidencia con su esposa. Dios… ¿Qué clase de
hombre era? Ella fue una tonta que nunca imaginó que estuviese casado.
—Hace un minuto estaba convencido de que lo seguí hasta aquí —le
recordó con amargura.
—Tenemos que hablar.
Ah, sí, ahora quería hablar con ella,
después de darse cuenta de que serían vecinos, para asegurarse de que no
hablaría de la noche que pasaron juntos. La hacía sentirse sucia y traicionera,
se dijo con tristeza. Aborreció hasta el pensar en lo que hubo entre ellos, al
saber que estaba ligado a otra mujer.
—No tenemos nada de qué hablar —replicó tajante—. En cuanto a lo
que a mí me concierne, somos dos desconocidos que nos encontramos ahora por vez
primera.
Ya. Eso debía establecer su posición
con toda claridad; eso debía calmar sus temores. El hecho de que hubiese
pensado que ella fue capaz de seguirlo... que pudiera buscarle problemas con su
esposa, sin tomar en cuenta los sentimientos de ella, la enfermaba.
La miraba de una forma que a Elena le
era difícil definir; una mezcla de maliciosa comprensión y diversión masculina.
Oh, sí, ahora que ya no tenía por qué
temerle, se sentía en una posición más firme y segura. Aborreció la idea de que
ahora eran cómplices en una situación que ella consideraba moralmente errónea.
Nunca había tenido que ver con un hombre casado. Se alegraba de haber adoptado
el manto de la viudez. Nunca se enteraría de que él había engendrado a su hijo.
Nunca.
El hombre movía la cabeza y le
sonreía.
—Nunca imaginé que esto sucedería cuando le pedí a Tyler Lookbood
que vendiera la propiedad de Alice.
—No, estoy segura de ello —aceptó, dirigiéndose hacia la puerta—
Sin embargo, así ha sido. Ah, para su conocimiento, señor Salvatore —agregó
desde la puerta—, no suelo perseguir a los miembros de su sexo y menos a
aquellos que son casados. Espero haberme expresado con claridad.
—Como la del fango —respondió él, frunciendo el ceño—. Usted y
yo tenemos que hablar.
— ¡No! —ya había expresado todo lo que tenía que decir. Durante
un momento pensó que el hombre usaría la fuerza física para impedirle que se marchara,
pero en el último momento él pareció cambiar de opinión y la dejó partir.
Para su fortuna, encontró el camino
hasta la puerta principal. Todavía temblaba cinco minutos después mientras
conducía su auto. En la primera oportunidad que tuvo, se estacionó para calmar
los nervios.
De todas las coincidencias del mundo,
¿qué truco del malvado destino fue el que los volvió a reunir de esa forma? Que
el señor Lookbood, el más propio y correcto de todos los caballeros, hubiese
sido el autor inocente de su infortunio, sólo incrementaba su sensación de
incredulidad. Era llevar la coincidencia a su límite. Casi como si el destino
hubiera decidido que lo ocurrido tenía que suceder. Rápidamente apartó la idea
de su mente, rechazando sus implicaciones.
Desesperada, se mordía el labio
inferior tratando de calmar su repulsión al pensar en la traición que él
cometió contra su esposa enferma. Ella, al menos, estaba libre al entregarle su
cuerpo.
Pero las consecuencias de esa entrega
produjeron algo que ella nunca imaginó. Ella llevaba a su hijo en su seno. Se
estremeció de dolor.
Si pudiera regresar el reloj y
cambiar su decisión de comprar la tienda, lo haría, pero ya era demasiado
tarde. Ya había invertido demasiado tiempo y dinero para retractarse. Estaba
comprometida.
Decidió invertir en la propiedad
porque le gustaron la casa y el pueblo, y reconocía que tendría que emplear los
réditos de su herencia para complementar los escasos ingresos que obtendría de
la librería.
El negocio estuvo cerrado varios
meses antes de que lo adquiriera y si ahora decidía venderlo no estaba atrapada.
El temor que debió sentir al saberse embarazada, se apoderaba de ella en esos
momentos. Estaba ansiosa de regresar a la posada y encerrarse en su habitación.
Nunca se le ocurrió averiguar de
donde provenía él. Nunca quiso saberlo.
En el vergonzoso despertar a la
realidad de esa mañana, lo único que quería era olvidarse de todo. No quería
saber nada de él.
Ni siquiera se dijeron los nombres.
Afortunadamente tuvo la precaución de
transformarse en viuda y recordaba haberle dicho que había perdido a un ser
querido. Si alguna vez él volvía a interrogarla, tendría que decirle que la
muerte de Caroline fue la de su esposo. Sin embargo, era poco probable que
volviese a interrogarla; estaría tan ansioso como ella de olvidar lo que
ocurrió entre los dos.
Se ruborizó al pensar en las
connotaciones que él dio a su inesperada aparición. Era evidente que disfrutaba
de una buena posición económica; a no dudar, pensó que trataría de
chantajearlo. ¡Por eso estaba tan furioso!
Cuando el contratista la llamó esa
tarde para preguntarle si ya había adquirido las vigas, le informó que había
cambiado de opinión y que prefería que él se encargase de las negociaciones.
Pareció aceptar su petición sin objeciones, pero el corazón le latía alocado,
al cortar la comunicación, y tenía las manos sudorosas.
El potencial de la abrumadora
coincidencia que la llevó a la población donde vivía su amante de una noche,
fue algo que hasta entonces empezó a comprender. Siempre se fijó la regla de
mantenerse alejada de hombres casados y se sentía llena de disgusto por él y
por ella misma.
El volver a encontrarse con él en
circunstancias tan distintas a las que los reunieron, la hicieron percatarse de
que, además de extender un velo de olvido sobre la noche que pasaron juntos,
ella también había pintado una brumosa imagen mental romántica de su unión,
bordándola en su subconsciente de emociones y sensaciones que ahora se veía
obligada a reconocer que eran ficticias.
Se engañó al pensar que entre ellos
existió algo más que un simple contacto físico. Se atrapó en el engaño de que
fueron amantes en algo más que el sentido físico, aún cuando sólo hasta ese
momento estuviese dispuesta a admitirlo.
Errónea y estúpidamente, dio a la
situación un sentido mágico y maravilloso que le dio una perspectiva más allá
de lo real y mundano, haciéndola parecer, en retrospectiva, algo especial que
debía atesorar. Ahora, la realidad destruía las hermosas imágenes,
demostrándole que su hijo no fue concebido en un momento de apasionamiento mutuo,
compartido entre dos desconocidos que en otras circunstancias podrían haberse
convertido en amantes en todo el sentido de la palabra, sino en una sórdida
aventura de una noche entre un hombre casado y una mujer destrozada por el
dolor, que la llevó a olvidarse de todos sus principios morales. No era una
idea agradable. El padre de su hijo era un hombre casado con una esposa enferma
y totalmente dependiente.
Se estremeció. Tenía que dejar de
pensar en eso. Para el resto del mundo, ella era una viuda que concibió el hijo
de su esposo poco antes de su muerte y así debía seguir pensando.
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