CAPITULO 16
—Despierta dormilona —le susurró Damon al oído la
mañana siguiente.
Elena se movió voluptuosamente junto a él.
—Es temprano.
—Tenemos que ocuparnos de una cosa antes de
marcharnos de la ciudad.
Ella se puso boca arriba y lo miró.
—¿De qué se trata?
Damon se limitó a sonreír.
—Ven conmigo.
Así fue como comenzó el proyecto del orfanato. Elena
y él reunieron a un equipo de ayudantes y en una semana escasa lograron lo que
requeriría un mes de trabajo.
En primer lugar, Damon se puso en contacto con
Oliver Smith además de con el agente de la propiedad encargado del inmueble.
Luego se acercaron hasta Islington para que su señoría pudiera inspeccionar las
instalaciones personalmente.
Damon lo encontró todo en unas condiciones bastante
buenas, solo era preciso realizar algunas reparaciones. Se llevó al agente
aparte para negociar con él y pronto alcanzaron un acuerdo, pero antes de que
los niños pudieran mudarse, tendrían que concluirse una considerable serie de
preparativos. Y mientras Elena se encargaba de elaborar una lista con lo que
iban a necesitar los pequeños, él se ocupaba de la logística.
Organizó y reunió un pequeño ejército para ayudar a
que el internado estuviera listo para recibir a los huérfanos. En primera
instancia reclutó a su mayordomo, Dodsley, y a los responsables de todo su
servicio doméstico para limpiar de arriba abajo el edificio. Más tarde, y dado
que los cuidadores de los niños hacía tiempo que estaban desbordados, Damon
buscó y contrató de nuevo a unas cuantas amables solteronas que habían
trabajado en aquel lugar cuando era un colegio.
Elena reunió a los muchachos y muchachas que habían
sido colocados como aprendices o contratados por toda la ciudad para que fueran
a trabajar durante una jornada para conseguir preparar el lugar.
Lord Gilbert y sus amigos se pasaron todo un día
viendo cómo el lacayo William y uno de los cocheros de Damon reparaban los dos
viejos carros y la carreta de la institutriz que habían aportado para la causa.
Lord Falconridge donó una cuantiosa suma para abastecer la despensa del
orfanato con provisiones de alimentos imperecederos. También contribuyó con un
montón de libros, tizas y pizarras para las aulas. Asimismo, el duque de
Warrington aportó un cargamento de carbón suficiente para calentar el orfanato
hasta el verano siguiente.
Jono y Bonnie visitaron todas las tiendas de
juguetes de Londres y engatusaron a los artesanos jugueteros a fin de que
colaboraran con algunas de sus mercancías para que los niños tuvieran con qué
jugar: aros, pelotas, carritos, muñecas y animales de trapo.
A Oliver Smith se le encomendó la tarea de realizar
las diligencias pertinentes con un establecimiento de costureras y un grupo de
zapateros para vestir y calzar a los pequeños.
A Elena se le ocurrió que Penelope disponía del
talento oportuno para ayudar a organizar todos los preparativos para el día del
traslado. Dado que la ubicación no entrañaba el peligro de Bucket Lane, su
madrastra aceptó el encargo, e incluso se llevó consigo a Sarah y a Anna para
que echaran una mano.
La propia Penelope se encargó de abastecer el
armario de las medicinas de remedios herbales y pociones para prevenir los
resfriados de los niños. Incluso el hermano mayor de Stefan Carew,
Hayden, hizo un donativo antes de partir rumbo a
Francia con su esposa, en estado de buena esperanza, para disfrutar de los
placeres de París antes del nacimiento de su primer retoño.
El día de la mudanza todo estaba preparado: los
nuevos cuidadores se encontraban en sus puestos, todos luciendo amplias
sonrisas ante la llegada de sus pupilos; una hilera de expectantes costureras y
zapateros aguardaba en el orfanato para tomar medidas a todos los niños.
Penelope iba de un lado a otro para cerciorarse de que todo estaba en orden,
disfrutando de su nuevo papel.
Por fin los carros reparados y recién pintados se
adentraron en Bucket Lane para transportar a los niños hasta su nuevo hogar.
Las mugrientas ventanas se llenaron de pequeñas caritas curiosas cuando llegó
el ejército provisional de ciudadanos preocupados: compuesto por Elena y Damon,
los dos Willies, Oliver Smith y Dodsley. Warrington y Falconridge también los
acompañaron para mantener a raya a los rufianes.
Al cabo de un breve espacio de tiempo dejaron atrás
para siempre Bucket Lañe. Cuando los carros llenos de esperanzados huérfanos
llegaron a su nuevo hogar, los ojos de Elena se inundaron de lágrimas al
contemplar el eufórico bullicio que se produjo. Los niños, que nunca antes
habían tenido libertad para moverse por un prado, disfrutaron correteando por
doquier. Las modistas pasaron apuros para conseguir que los alborotados
pequeñines se mantuvieran quietos el tiempo necesario para tomarles medidas.
Las niñas pequeñas se arremolinaron inmediatamente
en torno a los mansos caballos de carga para acariciarlos, en tanto que los
muchachos se perseguían unos a otros por el jardín cercado.
Cuando al fin las energías flaquearon, los niños
fueron reunidos dentro de su nuevo hogar y conducidos en fila al dormitorio
sobre el que colgaba una placa en la que se podía leer: «Hogar para huérfanos
Lady Emma Gilbert».
Había sido idea de Damon dedicar el lugar a la
memoria de la madre de Elena. Después de haberlo estado observando durante toda
la semana, la joven creía que era un hombre extraordinario, pero lo que más la
sorprendía era lo bien que se le daban los niños. De hecho, pensó, incluso él
mismo parecía estar sorprendido. Cuando una risueña pequeñina de dos años se
escapó del zapatero que estaba midiendo sus diminutos piececitos, Damon corrió
tras la pilluela y la tomó en brazos.
La niña colgaba suspendida sobre el suelo,
arrastrando los brazos flojamente y muerta de la risa mientras Damon la llevaba
de nuevo con el zapatero. Además trabó amistad con Jemmy, el muchacho de trece
años que se había escapado de los dos empleos como aprendiz que Elena le había
conseguido en el pasado. El chico estaba tan impresionado con Damon que aceptó
acompañarlos a Worcestershire, donde seguramente habría un buen número de
puestos vacantes para él en los diversos proyectos que su esposo tenía en
curso.
A la hora del té, viendo que los niños por fin
comenzaban a adaptarse a su nuevo hogar, Damon rodeó a Elena con el brazo y
depositó un beso en la cabeza de la joven.
—¿Cómo es posible que no te comprendiera? —susurró
mientras enjugaba la lágrima que Elena derramó emocionada al ver su misión
cumplida—. ¿Cómo se me ocurrió regalarte zafiros? No existe joya alguna lo
bastante perfecta para realzar tu belleza.
Ella se giró y lo abrazó con fuerza.
—Gracias... por todo esto.
—Me alegra poder hacerlo. —Guardó silencio durante
un instante. Elena sospechaba que estaba recordando el sufrimiento que de niño
le habían causado las privaciones—. En cualquier caso, creo que va a irles muy
bien aquí.
—Sí, en efecto. Entre Oliver Smith y mi madrastra,
dudo mucho que nunca descuiden ni el más mínimo detalle. —Inclinó la cabeza
hacia atrás y lo miró rebosante de amor—. Bien, ahora podemos irnos a
Worcestershire.
Y eso hicieron.
Al día siguiente salieron de Londres y tomaron
Oxford Road, pasando de largo las célebres agujas de ensueño de la ciudad
universitaria. Prosiguieron rumbo al oeste, atravesando Cheltenham, donde
contemplaron las nuevas y elegantes casas adosadas con un surtido de tiendas
tan distinguidas como cualquiera de las de Londres, y los balnearios como los
de Bath, en los que podían tomarse las aguas medicinales.
Desde allí, se dirigieron al norte, hacia la capital
del condado de Damon. Este le mostró el esplendor medieval de la catedral de
Worcester y el Market Hall, que había albergado comercio de todo tipo desde el
Renacimiento.
No obstante, Elena estaba impaciente por ver su
nuevo hogar, de forma que no se entretuvieron en la gran ciudad, sino que se
adentraron en la campiña circundante.
El mes de octubre en la región central de Inglaterra
ofrecía un despliegue de ondulados paisajes de verdes pastos empapados por la
lluvia y un mosaico de hileras de árboles pintados con todos los colores de la
paleta otoñal.
Los setos colmados de bayas atraían a grandes
bandadas de grajos en tanto que perdices, becadas y pavos salvajes picoteaban
el maíz esparcido entre los rastrojos. Las aves silvestres, en cambio, atraían
a los cazadores. Vieron a los miembros de sonrosadas mejillas de las partidas
de caza atravesar penosamente los campos con las piezas cobradas en ristre y
los sabuesos perdigueros junto a ellos, listos para recuperar cualquier ave que
abatieran sus amos para la cena.
Había pintorescos pueblecitos repartidos a lo largo
del camino flanqueados por hileras de casitas de piedra, con tejas de pizarra
gris o el tradicional y acogedor techado de paja. Aquí y allá podía verse
alguna casa con listones de madera de estilo Tudor, bien preservadas desde la
época de Shakespeare.
Con el fin de pasar el rato durante el largo
trayecto, Damon departió con ella un poco acerca de sus inversiones en
manufactura, textiles locales, alfarerías que producían cerámica de gran
calidad, así como participaciones en algunos canales y una fundición de hierro
más al norte, en Gorge. Además, era el propietario de la tierra en la que un
importante comerciante lanero criaba sus rebaños de ovejas, que a su vez
producían la lana para las empresas textiles.
Escucharlo hablar con tanta desenvoltura y autoridad
sobre cuestiones que otros varones de la aristocracia juzgarían indigna la
ayudó a comprender otro de los motivos por los que, quizá, la alta sociedad lo
había considerado un advenedizo.
Elena, sin embargo, respetaba la iniciativa de su
esposo y le fascinaba el afecto que mostraba por la gente corriente, a quien
calificaba como la columna vertebral de Inglaterra. Damon saludó al pasar con
una inclinación de cabeza a algunos campesinos que recogían manzanas en un
huerto lejano y a otros que estaban preparando los campos para la siembra
invernal del trigo.
El campo era un incesante hervidero de actividades
propias en otro año que se acercaba a su término: los apicultores recogían la
miel; un pastorcillo cuidaba de su rebaño. El rústico molino rojo situado a la
orilla del río molía el grano con su enorme muela para hacer harina, propulsado
por la noria que giraba afanosamente y se hundía una y otra vez en las aguas
tranquilas de la incesante corriente.
—Casi hemos llegado —anunció Damon.
Señaló hacia el frente con la cabeza cuando el
cochero viró, dejando atrás el camino para atravesar un par de gigantescas
verjas de hierro forjado. Tras ellas se extendía un largo camino de entrada,
flanqueado por altas y estilizadas hayas, que conducía hasta una casa de
proporciones titánicas.
El servicio, perfectamente uniformado, salió en
tropel a la espléndida entrada de la mansión y se apresuró a colocarse en
formación para recibir a su señor y a la nueva señora de la casa. Los lacayos
con pelucas empolvadas, ataviados con librea rojo oscuro y calzón negro; las
doncellas luciendo vestidos negros, con puños, delantal y cofia de un blanco
níveo.
Una vez que el carruaje se detuvo, Damon la ayudó a
bajar. Seguidamente la dio a conocer al servicio, presentándola a algunos
miembros relevantes y haciéndola entrar a continuación en el vestíbulo.
El blanco era el color imperante. Algunas baldosas
romboidales de mármol negro y unas grandes macetas del mismo tono
proporcionaban un impresionante y solemne contraste con las paredes color crema
con hornacinas con veneras, en cada una de las cuales se alojaba una escultura
de bronce negro a tamaño natural.
Elena no tardó en descubrir que el deslumbrante
vestíbulo marcaba el estilo de toda la casa: techos pintados, alfombras de
vistosos colores, muebles de primera calidad y vitrinas repletas de porcelana.
Vio la misma cruz de Malta blanca expuesta en la capilla familiar, junto con el
escudo y el yelmo ceremonial del primer barón Rotherstone, cuya espada se
exhibía en la casa de la ciudad.
Damon la llevó después a la terraza que daba a los
jardines, cuidados de forma primorosa. Elena quedó sobrecogida al ver la vasta
extensión y los precisos diseños del exquisito jardín, con sus senderos de
gravilla flanqueados por setos de forma cónica y sus parterres triangulares
repletos de coloridas caléndulas, floxes y diversas variedades de ásteres.
Más allá se extendía un campo delimitado a su vez de
bosques que se entrecruzaban y que, según le contó su marido, estaban surcados
de agradables senderos para pasear.
Damon permaneció de pie a su lado y le explicó que
se trataba de una finca de labor que contaba con tres pueblos, doce granjas,
dos iglesias, tres colegios, dos cervecerías que elaboraban sus propias y
célebres variedades y un mercado. La antigua rectoría, agregó, había sido
transformada en un albergue para veteranos de guerra heridos en la contienda
contra Napoleón.
La cosecha había sido recogida, pero el premiado
ganado de la finca, las rollizas ovejas y las docenas de caballos que poblaban
los establos de Rotherstone llenaban los pastos. La informó de que fomentaba
competiciones amistosas entre sus granjas para ver quién producía el mejor
ganado.
La finca entera era una reluciente gema en el campo
inglés, pensó Elena. El hecho de que Damon hubiera estado ausente tanto tiempo
hacía que resultase aún más extraordinaria la buena marcha de las cosas; desde
la administración de las tierras a las inversiones, sin olvidar que había
cumplido con sus obligaciones en la Cámara de los Lores, y todo mientras
viajaba por Europa, ampliando sus negocios y coleccionando obras de arte.
Al menos ahora Elena encontraba lógico que hubiera
confeccionado una lista de posibles novias. Por lo visto nada se le pasaba por
alto a ese hombre. Ni siquiera el detalle más nimio.
Comenzaba a pensar que su flamante esposo era una
persona realmente extraordinaria. Pero a tenor de todo aquello, lo único que
cada vez tenía menos sentido era la infame reputación que se le atribuía. Nada
de todo aquello encajaba con la habitual e irresponsable dejadez de un
calavera.
Volvieron dentro y Elena se paseó sintiéndose
intrigada con todo lo que veía. ¡Quién iba a imaginarlo! Hasta ese momento, en
que con sus propios ojos veía las posesiones de Rotherstone, jamás se le habría
ocurrido pensar que serían una especie de gobernantes de un diminuto reino o
que viviría casi como una princesa, tal y como su padre le había asegurado
cuando le comunicó las noticias de su matrimonio concertado.
Una vez en el salón, Damon le mostró la magnífica
chimenea, sobre la que había un espacio vacío a la espera de su retrato
oficial, según le dijo él.
—¿Mi retrato, ahí? Pero, milord, los invitados que
tengamos creerán que soy increíblemente presuntuosa.
—No, pensarán que eres muy hermosa y que yo estoy en
todo mi derecho de sentirme orgulloso por haber conseguido semejante premio.
Ven conmigo.
Continuaron con la visita de la casa y llegaron a la
salita, en la que había un reluciente pianoforte situado delante de una serie
de ventanas desde las que se apreciaba una bella vista de los prados donde
pastaban los caballos. Elena miró el refinado instrumento con expresión
melancólica.
—Otro pianoforte —comentó. Había visto uno en la
sala de mañana.
—Ya te lo dije, soy un ávido melómano. —Damon señaló
el pianoforte—. ¿Por qué no lo pruebas?
—Pero si no sé tocar.
—No es eso lo que me dijo tu padre. —Damon le lanzó
una mirada cómplice y se alejó—. Deja que te enseñe las plantas superiores.
—Estoy segura de que me perderé aquí —comentó ella.
La cabeza le daba vueltas después del vertiginoso
ascenso por la escalera voladiza que parecía flotar, ingrávida, en el aire.
—¿Cuántas habitaciones tiene la casa?
—Treinta dormitorios, milady —respondió el señor
Chatters, el taciturno mayordomo.
Elena le dirigió a su esposo una mirada cargada de
malicia y le susurró:
—Eso nos mantendrá ocupados durante un tiempo. —Ni
siquiera has visto los jardines —repuso Damon en voz baja, con una chispa
lasciva en los ojos.
—¿Estás seguro de que nadie puede vernos? —dijo
entre jadeos al cabo de un rato cuando el paseo por el jardín tomó un travieso
cariz.
—Ni pueden ni se atreverían a intentarlo.
Damon reconoció tener segundas intenciones cuando la
había llevado más allá de los setos y parterres de flores hasta un espacio
cercado por bojes de más de tres metros de altura al que un peral decorativo
daba sombra.
El principal atractivo del jardín privado era el
bajo estanque de peces de colores con su fuentecilla central. Elena se inclinó
hacia delante para contemplar las cuidadas carpas nadando bajo las hojas de los
nenúfares que flotaban en la superficie, y Damon contempló la apetitosa
redondez de su
trasero. Encontraba a su preciosa esposa más que tentadora.
El marqués tendió la chaqueta sobre el suelo para
que ella se arrodillase. Elena así lo hizo, apoyando las manos en el murete de
piedra que rodeaba la fuente, calentada por el sol, y él se situó de rodillas
detrás de ella.
—Te deseo... justo así—le susurró suavemente al
oído—. Quiero hacerte el amor con el sol iluminando tu rostro. Que nuestros
cuerpos se unan en un solo ser.
Entonces le levantó las faldas y la tomó por detrás.
Elena quedó sentada a horcajadas sobre el regazo de Damon, que la sujetaba por
la cintura. Con la vista al frente, la joven disfrutó mientras Damon la poseía
de manera pausada y absoluta, dejando que él guiara sus movimientos. El cabello
de la muchacha era un exquisito manto de seda dorada que le envolvía de forma
deliciosa.
Un halcón sobrevolaba el cielo azul en círculos.
Damon le mordisqueó el lóbulo de la oreja, y cuando
ella lo dejó hacer, sintió que la demoledora pasión que Elena despertaba en él
se tornaba aún más delirante.
Recorrió el cuerpo de su esposa con las manos por
encima del vestido, pero necesitaba sentir su piel. Las introdujo bajo las
faldas y aferró aquellos cremosos muslos para acomodarlos sobre los suyos. Los
músculos flexibles de
Elena se contraían mientras se mecía sobre las rodillas,
alzando las caderas y hundiéndose en él a un ritmo frenético.
Damon dejó escapar un gruñido presa de una infinita
necesidad y del deseo que avivaba en él su complaciente e inocente esposa.
Luego buscó los femeninos rizos entre sus piernas y le acarició el clítoris con
ligereza al tiempo que le besaba la oreja. Sintió la respuesta de ella mientras
sus dedos no dejaban de juguetear con el sexo de Elena y aquella húmeda oquedad
le ceñía como un dulce guante de seda.
Ella gimió de placer y Damon se apresuró a
acallarla.
—Chitón —le susurró al oído, poniéndole la mano
sobre la boca.
Elena obedeció, pero aquello solo parecía excitarla
aún más y el marqués notó cómo aquel resbaladizo y mojado pasaje se estremecía
contra su palpitante miembro. Un segundo sollozo escapó de los labios de su
esposa abriéndose paso entre sus propios dedos. Con él le suplicaba que la
llevase al orgasmo.
Asió el hombro de Elena mientras se empalaba una y
otra vez en ella, lentamente pero sin tregua, hasta que sus dulces gemidos de
placer acabaron con el poco control que Damon aún conservaba. Se inclinó hacia
delante, gozando de la lujuria desgarradora que se apoderó de él, reclamándola,
poseyéndola por entero. Jamás había sentido nada parecido a la ardiente
intensidad que ahora lo dominaba, nunca había experimentado una sensación de
satisfacción tan plena. Cuanto más se entregaba Elena más ansiaba él, como si
ella hubiera destapado un pozo de desesperada necesidad dentro de él, una sed
que solo ella podía saciar. En cuanto Elena alcanzó el clímax, Damon sucumbió a
su propio y sublime orgasmo, que se abatió sobre él como una tormenta de fuego,
vaciándose dentro de ella con cada intensa convulsión. Elena lo era todo.
Un pensamiento nebuloso se abrió paso en su
estupefacta mente y se estremeció solo de pensar cómo había conseguido
sobrevivir lord Gilbert a la muerte de su primera esposa. Si aquel hombre había
sentido algo que se asemejara mínimamente a la obsesión que él sentía por Elena,
era de esperar que hubiera perdido la cabeza.
—Oh, Damon.
La joven continuaba sentada sobre su regazo,
disfrutando simplemente de la sensación de tener aquel miembro aún inflamado en
su interior. Entonces Elena alzó la mano y, sin apenas fuerzas, le toqueteó el
cabello negro en una caricia de ensueño.
Damon adoraba sentir su contacto. Volvió la cara y
le besó la muñeca mientras ella le acariciaba la cabeza. Deseaba quedarse por
siempre dentro de su cuerpo.
—No puedo creer que me haya resistido a ti. Estás en
todo el derecho de decir que ya me lo advertiste. Tú nunca albergaste dudas
—murmuró ella en un tono tierno y confidencial—. A mí me ha llevado más tiempo
comprenderlo, pero ahora sé que estaba hecha para ti. Tú tenías razón y yo me
equivocaba.
—Mi querida Elena —respondió con un hilillo de voz—,
solo espero llegar a ser digno de ti algún día.
—¡Oh! —murmuró protestando tiernamente ante aquellas
palabras. Pero con su rendición Elena había conquistado otra fortaleza
inexpugnable en el, hasta el momento, impenetrable corazón de Damon.
Cuando octubre finalizó, las semanas que pasaron
fueron un período de tiempo emocionante durante el cual hicieron planes de
futuro y conocieron a las personas que vivían en los alrededores. Elena fue
familiarizándose con todos los aspectos de su nueva vida como lady Rotherstone.
En su calidad de marquesa debía ocuparse de visitar a los vecinos, escribir
notas de agradecimiento a los invitados al enlace que se encontraban en la
ciudad y organizar la fiesta de la vendimia, en la que se concedían tres días
de asueto a todo el mundo.
Muy pronto fue considerada una autoridad local en
todas las cuestiones relacionadas con Londres y sus costumbres. Elena sabía que
por entonces el Parlamento habría abierto de nuevo las raerías para la sesión
de otoño y se celebrarían actos sociales de carácter más íntimo durante la
temporada menor que estaba en curso.
Mientras, entre la pequeña nobleza local, se hablaba
sobre las inferencias anuales del Parlamento o sobre las audiencias de los
jueces del condado para escuchar cualquier nuevo caso criminal u otras disputas
que hubieran tenido lugar.
En noviembre recibieron una invitación para una
cacería, pero cada día que pasaba ponía de manifiesto que la información que le
habían dado sus amigos había sido errónea: la vida en el campo no era en
absoluto aburrida. Toda la finca era un hervidero de actividad y había cosas
nuevas que ver y aprender. El molino funcionaba a pleno rendimiento elaborando
diversas clases de harina: maíz, centeno y trigo; los hornos de la destilería
producían sin cesar un surtido de potentes libaciones. Elena observaba a las
mujeres herir a fuego lento las frutas maduras de verano con grandes cantidades
de azúcar para conseguir que fermentaran: cerezas, frambuesas, grosellas. Todo
se hervía hasta que quedaba reducido a un sirope dulce y espeso que era
empleado en la creación de los distintos sabores de coñac y de vino.
El personal de cocina estaba inmerso en la
preparación de encurtidos y conservas; los peones del campo apilaban el heno en
el granero para que se secara; los jardineros recortaban las plantas perennes
marchitas y plantaban más bulbos; los encargados de las caballerizas mimaban a
las yeguas de cría preñadas de los potrillos que nacerían en primavera.
Entretanto, para diversión de Damon y disgusto de Elena,
la casa era tan grande que la joven continuaba perdiéndose en ella, hasta que
un buen día, al llegar al vestíbulo principal, se encontró con un cartel
señalizador que su pícaro esposo había hecho para ella. Constaba de gruesas
flechas pintadas que señalaban en diversas direcciones: salón, sala de música,
comedor, y así sucesivamente.
Muchos de los sirvientes miraron a hurtadillas para
ver su reacción cuando se detuvo, echándose a reír por la broma y sonrojándose
de vergüenza. Luego llamó a Damon y, nada más verlo, supo que él estaba detrás
de todo aquello.
—¿Dónde está ese sinvergüenza?
—He solventado tu problemilla —replicó cuando salió
sin prisa de la biblioteca con una amplia sonrisa dibujada en los labios.
—¡Tú!
Elena corrió detrás de él, riendo de buena gana,
pero Damon se escondió de ella. Al fin y al cabo, era una casa excelente para
jugar al escondite. Le siguió los pasos hasta uno de los dormitorios del piso
superior y, cuando al fin dio con él, Damon la sedujo.
Aquello se convirtió en un juego para ellos, aunque
había muchas otras actividades que realizar. Mientras el marqués salía a
practicar con la escopeta, ella escribía cartas a su familia, que iría a
celebrar las Navidades con ellos.
Tenía un interés especial en que sus dos jóvenes
hermanastras conocieran lo que era la vida rural.
También escribió a Bonnie narrándole con cierto
humor todo el proceso por el que había pasado cuando le tomaron medida para
confeccionar los trajes para la corte, en terciopelo escarlata ribeteados de
armiño, así como para la corona que estaban creando para ella, con cuatro
cuentas de plata intercaladas con la misma cantidad de hojas de fresa de
acuerdo a su título.
Al fin y al cabo, según había dicho Damon, con la
mala salud del Granjero Jorge, que probablemente pasaría a mejor vida el día
menos pensado, iba a necesitar el atuendo completo de su nueva posición para la
coronación del regente, siempre que el Señor tuviera a bien acoger al pobre
monarca loco en su seno.
Dicho día sería obligatorio que la aristocracia
vistiera las tradicionales galas formales, naturalmente. Y siendo Damon como
era, insistió en estar preparado de antemano para la inevitable ocasión.
También había llegado a un acuerdo con el célebre
retratista sir Thomas Lawrence, que ya había fijado su visita para principios
de año y se quedaría con ellos hasta que hubiera pintado a la señora de la casa
para la posteridad. Cuando estuviera terminado, el retrato colgaría sobre la
repisa de la chimenea del comedor y, a su debido tiempo, Elena suponía que se
agregaría a la galería de los ilustres antepasados de su esposo.
Cada día que pasaba se sentía más orgullosa de
haberse unido al augusto linaje de Damon. Era consciente de que el padre y el
abuelo de su esposo habían sido hombres desmedidos con la nada saludable
afición a las cartas y los dados. Pero independientemente de lo que pudieran
pensar en Londres sobre el llamado Marqués Perverso, Elena veía que allí, en el
campo, era alguien muy distinto.
Tal vez en el campo ignoraban que era un distinguido
miembro del Club Inferno. O puede que allí se sintiera más a gusto y pudiera
ser él mismo. Solo sabía que en kilómetros a la redonda la gente le quería y
tenía a su marido en muy alta estima.
Lo cual le suscitó ciertas dudas. Damon era un
enigma que aumentaba con el curso de los días, y cuanto más crecía su amor por
él, más decidida estaba a resolverlo.
Octubre dio paso a noviembre y Elena tenía la
impresión de no comprenderlo del todo. Y, si le daba demasiadas vueltas en la
cabeza, ciertamente la preocupaba.
Sabía que disponía de toda una vida para llegar a
entenderlo. Sin duda en unos años el uno acabaría las frases del otro pero, por
el momento, por felices que fueran juntos, Elena se sentía como si tropezara
continuamente contra una barrera invisible que se alzaba dentro de él. Percibía
que Damon la acogía de buen grado en su corazón... pero solo hasta cierto
punto.
Desconocía al Damon que anidaba en lo más recóndito
de su ser y aquello no le gustaba. La inquietaba porque, aunque aún era pronto
para saberlo, era posible que albergara a su hijo en el vientre.
En cualquier caso, después de haber visitado a todos
los vecinos de los alrededores, había llegado el momento de corresponder a la
hospitalidad recibida. Elena planeó su primera fiesta como mujer casada, que se
celebraría a primeros de diciembre, y empezó por consultar de forma minuciosa
el menú con el jefe de cocina de la casa antes de enviar las invitaciones.
Durante el tiempo que permaneció en los dominios del
chef en las cocinas reparó en que mientras discutían cuáles eran los mejores
platos para el gran acontecimiento, Wilhelmina y el joven no podían quitarse
los ojos de encima el uno al otro. Por lo visto estaban surgiendo algunos lazos
de cariño.
Otras señoras podrían enfurecerse por ello, pero Elena
se alegraba. Desde que sabía lo que era el amor deseaba que todo el mundo
pudiera experimentarlo, sobre todo una joven de tan buen corazón como su leal
doncella. El chef parecía un hombre íntegro y, a fin de cuentas, una mujer
casada con un cocinero jamás moriría de hambre.
Unos días más tarde, cuando Elena pilló a Willie
saboreando un pastelito de vainilla que el joven y apuesto jefe de cocina había
horneado especialmente para ella y le tomó el pelo, la joven confesó con
timidez que entre ellos estaba floreciendo una bonita amistad.
Los dos gemelos habían recibido una calurosa
bienvenida, y siendo gente de campo de los pies a la cabeza, se adaptaron sin
problemas. Elena se había percatado de que muchos días las risueñas doncellas
seguían a William a todos lados.
Y Jemmy, el joven huérfano, estaba haciendo nuevos
amigos y comenzaba a olvidarse poco a poco de los aires que se daba en Bucket
Lane.
Elena lo hizo trabajar de firme junto a los demás
criados el gélido día de diciembre en que se celebró la fiesta.
Varias horas antes de la llegada prevista de los
invitados, Elena corría de un lado a otro de la casa cerciorándose de que todos
los preparativos progresaran sin contratiempos. Al cruzar el vestíbulo principal
vio al mayordomo pagar al cartero local y cayó en la cuenta de que acababan de
entregarles el correo. Damon se había hecho con él y terminaba de abrir una
carta que había recibido.
La joven se acercó con celeridad a él.
—¿Alguna cancelación de última hora?
—¡No! —dijo su marido alegremente—. Pero ha llegado
esto para ti de
Londres. Otro folletín de la señorita Portland —agregó cuando
le entregaba la última y voluminosa carta de Bonnie.
Ella la tomó con repentina felicidad y se la guardó
en el bolsillo del delantal.
—La dejaré para más tarde. Ahora mismo tengo mucho
que hacer.
—¿Estás demasiado ocupada incluso para mí? —preguntó
Damon con picardía, acercándose a ella.
Elena se sonrojó.
—Me temo que así es, lord Rotherstone. —Deslizó la
mano hasta su hombro—. Puedes esperar hasta después de la fiesta, ¿verdad?
—Si no hay más remedio... —replicó él con voz melosa
al tiempo que la recorría con mirada ardiente.
—Veo que tú también has recibido carta de Londres. —Elena
se puso de puntillas, echando un vistazo a la carta ya abierta—. Vaya, otra vez
el viejo y feroz escocés.
—Me mantiene al día de cualquier nueva yegua de cría
de calidad que llega a Tattersall’s —respondió—. Le he dicho que estoy
interesado en ampliar nuestra cuadra. Es un experto en caballos.
Ojeó la breve misiva de Virgil y vio una somera
descripción de una yegua negra árabe con las cuatro patas blancas que costaba
doscientas libras. Luego miró a Damon con ciertas dudas.
—¿Vas a comprarla?
—Tal vez; creo que le escribiré para pedirle que haga
una oferta en mi nombre.
—Entiendo. Así pues, ¿le confías tu dinero? —le
preguntó irónica.
—Cariño, le confiaría mi vida. —Se inclinó y la besó
en la mejilla, cruzando acto seguido el vestíbulo para ir a responder la carta.
—Tal vez cuando le escribas podrías preguntarle por
qué no le agrado —comentó Elena cuando él se alejaba.
—¿Que no le agradas? —Exclamó Damon, volviendo la
cabeza para mirarla por encima del hombro al tiempo que se detenía al pie de la
escalera—. Qué disparate.
—El día de nuestra boda me miró con expresión torva.
Damon se echó a reír.
—Esa es la cara que pone siempre, Elena. No podría
alegrarse más de verme casado, sobre todo con una joven y hermosa «potranca»
como tú.
Elena profirió un bufido, pero Damon le brindó una
sonrisa y luego corrió escaleras arriba para escapar, sospechaba ella, del
controlado caos de los preparativos de la fiesta. Lo vio marchar con una vaga
sensación de desasosiego hasta que desapareció en el piso de arriba. No
acertaba a dilucidar qué era, pero conocía a su marido lo suficiente como para
detectar el cambio sutil que se producía en él siempre que recibía un correo
del viejo y taciturno escocés.
Se esforzó en la medida de lo posible por sacudirse
de encima aquella inexplicable desazón y decidió tomarse un pequeño respiro,
tan solo el tiempo preciso para echarle una breve ojeada a la carta de Bonnie.
Todavía le quedaban un centenar de cosas que
preparar, pero las dos amigas se echaban terriblemente de menos. Elena se
sentía culpable, como si la hubiera abandonado, pues era consciente de que Bonnie
lo estaba pasando mal habiéndose quedado sola en Londres con sus odiosas primas
y sin su mejor amiga como aliada.
Mientras los criados llevaban más sillas y un gran
centro de flores al comedor, Elena se hizo a un lado para leer la carta.
Deseaba que Bonnie hubiera podido asistir a la fiesta de aquella noche. Habría
sido sumamente divertido y, además, la presencia de su amiga la habría ayudado
a calmar los nervios que la atenazaban al enfrentarse al primer acto social
representando el papel de anfitriona de Damon. Había momentos en los que aún
sentía que no sabía cómo debía de comportarse una marquesa.
Sea como fuere, juró que ojearía solo la primera
página de la carta, pero no tardó en comprobar que Bonnie había escrito en un
estado tal de aflicción que se apresuró a leerla hasta el final. En ausencia de
Elena, las primas de Bonnie habían comenzado a atormentarla con fuerzas
renovadas y, lo que era aún peor, la reciente amistad de la joven con los
infames Warrington y Falconridge les había proporcionado a las celosas arpías
una fuente inagotable de nueva munición. Elena no tenía problemas en imaginar
que las pullas e insinuaciones harían peligrar la reputación de cualquier
joven.
Cuando llegó al final se había apoderado de ella una
profunda preocupación. Supo de inmediato que o bien invitaba a Bonnie a que
pasara con ella las vacaciones, o bien regresaba a Londres el tiempo necesario
para rescatar a su amiga.
Distraída como estaba por la inquietud que sentía
por Bonnie solo deseaba disfrutar de unos momentos en compañía de Damon para
calmar la ansiedad y apaciguar su mente. Corrió arriba para pedir la opinión de
su marido con respecto a la situación, dando de camino algunas instrucciones al
personal. Ya no necesitaba el cartel indicador para encontrar el dormitorio.
Como de costumbre, utilizó la segunda puerta para
entrar, la cual daba a sus aposentos del dormitorio principal. Un pequeño
pasadizo cubierto de espejos comunicaba las cámaras del señor y la señora de la
casa, con un vestidor, una caja de caudales oculta a un lado y un decadente
baño de estilo romano al otro.
Un verdadero milagro del progreso, cuyas
columnas de mármol enmarcaban una gran bañera niquelada que disponía de agua
caliente en el grifo casi de forma constante.
En el dormitorio reinaba un silencio absoluto.
La joven frunció el ceño y se encaminó hacia la
habitación de Damon preguntándose si, tal vez, era posible que al final no
hubiera subido allí. Justo entonces captó cierto olorcillo, que juraría era de
azufre con una pizca de vinagre, que provenía del fondo de la habitación de su
esposo.
Elena se detuvo haciendo una mueca cuando aquel
intenso olor acre hizo que le lloraran los ojos. Una vez en el pequeño pasillo
se disponía a preguntarle a Damon qué era lo que estaba haciendo cuando vio su
reflejo en el espejo. Se paró y, confusa, se quedó mirando momentáneamente.
Sin necesidad de moverse pudo ver a Damon sentado en
el borde de la cama utilizando un diminuto cuentagotas para verter unas gotas
de alguna solución sobre la carta que Virgil le había escrito.
Elena se quedó donde estaba, aunque contuvo el
aliento mientras observaba cómo su marido volvía a colocar en silencio el
gotero dentro de un pequeño vial con líquido que supuso era la fuente de aquel
espantoso olor. Sintió una gélida ráfaga de aire y se percató de que Damon
había abierto una ventada de su habitación para ayudar a disipar las
desagradables emanaciones.
Luego sopló la carta humedecida, como si quisiera
secar las gotas que había vertido en la hoja de papel. El corazón de Elena
comenzó a latir con fuerza cuando vio que él releía la carta con una nueva
intensidad, como si viera información que antes había estado oculta.
«¿Tinta invisible?», pensó completamente turbada.
«¿Qué demonios está pasando?»
Por si aquello no fuera lo bastante perturbador, la
incredulidad cada vez mayor la dejó boquiabierta al ver el escondite de su
esposo. Había una pequeña hornacina decorativa en la pared, junto a la cama, la
cual estaba normalmente ocupada por un jarrón, en la que, en esos momentos, se
veía un agujero negro en la pared.
Damon pareció quedar satisfecho con lo que había
leído. Tomó la carta, junto con el misterioso vial de líquido, y depositó los
objetos dentro de una especie de hueco en el interior de la pared. A
continuación volvió a deslizar en su lugar la parte arqueada de la hornacina,
que encajó con un clic, colocó el jarrón y se levantó a cerrar la ventana. Elena
alcanzó a ver la expresión preocupada de Damon cuando este pasó por delante de
su campo de visión y se apresuró a abandonar el pasillo que comunicaba ambos
cuartos. Algo le decía que no debía dejar que él la viera allí. Elena estaba
conmocionada por lo que había presenciado.
« ¿Qué puedo hacer? ¿Qué demonios me está
ocultando?»
Dentro de unas horas la casa estaría llena de
invitados y aún le quedaban cientos de cosas por hacer. Elena comprendió que no
tenía el coraje para hacerle frente en esos instantes. No quería comenzar una
pelea justo antes de que la nobleza rural de los alrededores llegara para
disfrutar del primer acto social que organizaba como anfitriona y mujer casada.
No deseaba que todos los vecinos se presentaran
justo después de haber sufrido la primera pelea conyugal, sobre todo cuando
tenía visos de alcanzar proporciones apocalípticas. Meneó la cabeza temblando
de ira mientras oía cómo su esposo abandonaba el cuarto por la puerta que daba
al pasillo en aquel extremo de la suite.
Elena se apoyó contra la pared durante un momento
para tratar de serenarse. La enfermaba tener la confirmación de algo que había
presentido sin llegar nunca a saber de qué se trataba: que Damon se estaba
mostrando más reservado con ella, como de costumbre.
¡Se sentía engañada! Vivía con él, paseaba, dormía,
comía e incluso se bañaba con aquel hombre, pasaban los días y las noches
juntos y, aun así, había tardado todo un maldito mes en darse cuenta de que su
marido tenía otra cara que ella desconocía por completo.
La traición de Damon era como una puñalada en el
corazón. Elena se había entregado en cuerpo y alma y este, a cambio, se estaba
burlando de la fe que había depositado en él. La ira y el miedo se apoderaron
de ella haciéndola estremecer. ¿Qué turbios asuntos se traía entre manos para
tener que ser tan reservado? Tenía que tratarse de algo nefasto... ¿por qué si
no optaría por ocultárselo?
El pánico amenazó con adueñarse de ella cuando se
percató de que no tenía el menor control sobre su vida, sino que se encontraba
bajo la absoluta autoridad de Damon, pero logró dominarlo aferrándose a la
fuerza que la cólera le confería.
« ¿Conque un maldito caballo en Tattersall's?» Dios
santo, deseaba emprenderla a golpes con el muy embustero, despojarlo de ese
aire de frío dominio que le envolvía. Asomó la cabeza por el pasillo preguntándose
si debía entrar de inmediato, poner el cuarto patas arriba y averiguar qué era
lo que ocurría.
A continuación guardó silencio, escuchando con
atención cualquier sonido que indicara que Damon regresaba al dormitorio, pero
los pasos que percibió no podían ser de él, pues eran demasiado ligeros y
presurosos. Justo en aquel momento llamaron suavemente a la puerta de su
habitación, que estaba entreabierta.
—¿Sí? —se obligó a responder.
Una doncella echó un vistazo al interior.
—Milady, el chef Joseph pregunta si le agradaría
bajar a darle su opinión sobre la sopa de almendras.
Santo cielo, apenas conseguía centrarse ya en los
preparativos para la velada pero, de algún modo, logró asentir con la cabeza. Elena
se apartó de la pared mientras se guardaba la carta de Bonnie en el bolsillo y
siguió a la doncella hasta la cocina dándole vueltas al paso siguiente que iba
a dar.
«Tal vez no sea nada», trató de convencerse. Como su
señor y esposo, ¿no era acaso prerrogativa del hombre ocultar información
relevante que no se considerara pertinente para la mujer?
Pero todos sus intentos por restarle importancia
fracasaron miserablemente. En el fondo de su ser sabía que se trataba de algo
grave y era probable que del todo infame, teniendo en cuenta a los extremos a
los que su marido había llegado con el fin de mantenerla en la ignorancia.
Cuanto más recordaba la investigación exhaustiva a
la que Damon la había sometido antes de decidirse a cortejarla, más aumentaba
el resentimiento que la invadía. No cabía duda de que se había encargado de
averiguar hasta el más mínimo detalle sobre ella antes de decidir si era o no
adecuada para él. Y a cambio la había correspondido con secretos y engaños. Elena
sacudió la cabeza.
« ¡Demonio embustero e hipócrita!»
Bien, era obvio que no tenía sentido enfrentar a Damon
con sus mentiras hasta que pudiera averiguar por sí misma qué era exactamente
lo que ocultaba. No podía creer que le hubiera hecho eso, pero ¿por qué
malgastar aliento haciendo preguntas o exigiendo explicaciones?
El Marqués Perverso era escurridizo y se limitaría a
mentir de nuevo, a menos que tuviera pruebas que poder ponerle delante. Aquel
demonio hipócrita tenía el don de librarse de cualquier cosa con su pico de
oro, pero esta vez había ido demasiado lejos.
Cada vez lo conocía mejor, y si lo que a Damon le
gustaba era llevar las cosas de un modo solapado, así sería.
Concluyó que era infinitamente más inteligente
esperar la oportunidad para echar un vistazo a aquel escondite secreto. La
aterraba pensar en lo que podría encontrar. Por el momento, decidió no
mencionar una sola palabra o dejar entrever la más mínima señal de que lo
hubiera pillado al fin, hasta que tuviera ocasión de ver con sus propios ojos
qué era lo que estaba sucediendo.
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