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COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


GRACIAS

13 enero 2013

Cruel Capitulo 07


CAPÍTULO 07

ESA NOCHE Elena salió del dormitorio para dirigirse al salón principal. Había oído a Damon  llegar a casa y ya eran las siete en punto, la hora a la que tenía que estar lista. Odiaba sentirse nerviosa. Quería aferrarse a la rabia que había sentido antes, pero estaba abandonándola como un cobarde traidor. Respiró hondo y entró para encontrarlo sirviéndose un whisky, o algo parecido, en un vaso de cristal. La noche caía sobre Roma como una manta malva, con las luces parpadeando haciendo de la escena algo impresionantemente seductor. Se giró para mirarla y Elena tembló, al sentirse demasiado arreglada y expuesta.

Damon  agarró el vaso con fuerza en un acto reflejo. El vestido no tenía mangas, era negro y ajustado, con un solo hombro al aire. Le llegaba justo por debajo de las rodillas y tenía el detalle de un bolsillo en la cadera que acentuaba su esbelta figura. Unas sandalias de tacón de aguja plateadas llamaron la atención de Damon, que se fijó además en sus pequeños pies y en el delicado tono coral de sus uñas haciendo que se sintiera extrañamente protector hacia ella.
Tenía el pelo recogido en un moño suelto y llevaba unos pendientes de aro que le rozaban el cuello. Ni un maquillaje exagerado ni joyas caras, sólo esas pestañas increíblemente largas y su evocativo aroma. Su boca de un suave tono rosado le hizo lamentar no haberla besado de nuevo y de pronto quería besarla con intensidad.
—No estaba segura de cuánto tenía que arreglarme...
—Así está bien —la interrumpió. La voz de Elena hacia que su cuerpo se tensara contra sus pantalones. Se bebió la copa de un trago y se acercó para agarrarla del brazo y sacarla de allí antes de llegar a cometer una estupidez como besarla.
Había estado en su mente todo el día, y lo único en lo que había sido capaz de pensar era en la revelación de su virginidad y en lo mucho que deseaba volver a hundirse dentro de ella.


Elena estaba sentada en la parte trasera del coche junto a Damon  y aún no sabía si le había disgustado la elección de su vestido. Él llevaba un traje negro, una camisa negra y una corbata azul oscura. Tan moderno y clásico a la vez que le robó el aliento porque el negro del traje lo hacía parecer más oscuro, más peligroso. Estaba mirando al frente, ofreciéndole sólo los duros rasgos de su perfil.
Llegaron a una casa palaciega con lucecitas centelleando en árboles y a lo largo del muro que la rodeaba. El coche fue aminorando la marcha al situarse tras una fila de otros vehículos.
—Darío, para aquí. Iremos caminando.
El conductor asintió diligentemente, y Damon  salió deprisa para rodear el coche y abrirle la puerta a Elena. Y cuando ella le dio su mano, recordó el momento en Londres en que había creído que esa noche estaba marcada por el destino.


Tras una suntuosa cena, durante la cual Elena había intentando no sentirse fuera de lugar rodeada de tanto lujo, ahora estaba junto a Damon  mientras él charlaba con otros hombres. Se había fijado en sus abiertas miradas especulativas y en las de las mujeres sentadas alrededor de la mesa, algunas de las cuales la habían mirado con desdén y le habían recordado a algunas de las conquistas de Damon. En un momento de debilidad, lo había buscado en Google y había sentido náuseas ante el desfije de impresionantes mujeres que habían pasado por su vida. Se le encogió el estómago. ¿Tendría una amante en la actualidad? ¿Habría estado viéndose con alguien durante las últimas noches en Roma? ¿Era ésa la razón por la que había llegado tan tarde a casa? Odiaba admitirlo, pero se había estado quedando despierta hasta oírlo volver al ático.
Y ¿por qué pensar que pudiera tener una amante le dolía tanto? Dio un sorbo de agua y tosió cuando el líquido se le fue por otro lado. Inmediatamente sintió la cálida mano de Damon  en su espalda, aunque verlo con esa expresión de preocupación casi hizo que volviera a atragantarse. Durante toda la noche había estado comportándose como el prometido perfecto, pero ella prácticamente lo apartó y lo ignoró.
—El lavabo. Iré a refrescarme un poco —le dijo antes de darle su vaso.
Después de eso, Damon  intentó centrarse en la conversación, pero no lo logró. ¿Dónde estaba Elena? Sintió pánico. Sabía que no se habría marchado sin él, pero aun así... Iban a casarse al día siguiente y, aunque había esperado sentirse agobiado por ello, lo que de verdad estaba sintiendo era impaciencia. Se dijo que estaba impaciente únicamente por llevarla a Sardinia, donde la tendría exactamente donde quería: bajo su absoluto control.
Y entonces la vio. Estaba de pie en una esquina de la sala hablando con un hombre alto y distinguido. Damon  lo reconoció. Era un seductor, conocido por coleccionar jóvenes amantes mientras su mujer cuidaba de sus hijos. Una furia ciega iba acumulándose dentro de Damon  según se abría paso entre la multitud. Elena estaba asintiendo en respuesta a lo que fuera que Stefan o Corzo le decía. Allí estaba ella, alta y esbelta, con una actitud tan deliberadamente recatada mientras el resto de mujeres se paseaban por allí pavoneándose, que al verla se enfureció todavía más.
A Elena se le puso la piel de gallina y supo que Damon  estaba cerca. Tuvo que ocultar el escalofrío que sintió al notar su brazo deslizarse alrededor de su cintura.
—Es hora de marchamos. Mañana nos espera un gran día.
La boda.
Dentro del coche, la tensión flotaba en el aire, pero por otro lado, Damon  se sentía aliviado de tener a Elena a su lado, lejos de Stefan o Corzo y del resto de hombres que se habían fijado en su pálida e inusual belleza.
—Bueno, ¿y de qué estabais hablando Stefan y tú?
Elena lo miró brevemente, con recelo, antes de volver a mirar hacia otro lado.
—Estábamos hablando sobre el reciente auge económico y la posterior caída que se ha vivido en Irlanda y los efectos que ha tenido en Europa.
En ese momento, miró a Damon, con gesto desafiante. No tenía duda de que probablemente él había pensado que había estado intentando seducirlo, pero había sido Stefan el que había ido hacia ella. Contuvo las ganas de decir algo más y se limitó a apretar los pililos sobre su regazo.
Damon  la miró, con los ojos brillantes. ¿Había estado hablando de economía? No sabía qué pensar...


Cuando entraron al apartamento y Elena se quitó el chal, se giró para dirigirse a su dormitorio, pero él estaba bloqueándole el paso con su impresionante y dominante presencia. Ella dio un paso atrás.
—Me voy a dormir...
¿Por qué de pronto se sentía como si le faltara el aliento? Una descarga eléctrica pareció colarse entre los dos acompañada por una sensación tan erótica que Elena pensó que debería salir corriendo... y deprisa. Pero no podía moverse, la profunda y oscura mirada de Damon  la tenía clavada al suelo. Él alargó la mano y le alzó la barbilla. Posó los ojos en su boca. El corazón de Elena comenzó a golpearle el pecho frenéticamente.
Su aroma la envolvió y su aliento le rozó la boca antes de darse cuenta de que Damon  estaba a punto de besarla. Sin embargo, justo en ese momento, ella tuvo una reacción visceral. Anhelaba ese beso, pero no podía arriesgarse a que él la rechazara. Nada había cambiado. Le puso las manos en el pecho para empujarlo y apartó la cabeza haciendo que la boca de Damon  se posara en su mejilla. Sólo eso ya la hizo perder el equilibrio.
Él la rodeó por la cintura y la llevó contra su cuerpo. Elena emitió un grito ahogado mientras el calor la invadía y comenzaba a notar la excitación de Damon  junto con la correspondiente humedad de deseo entre sus piernas.
—No, No te dejaré hacerlo. No te deseo.
Aunque lo dijo, ella misma sabía que estaba mintiendo porque lo deseaba más que nada.
Damon  bajó la mirada hasta su hombro y al instante comenzó a deslizar sobre su piel el único tirante del vestido.
Elena intentó detenerlo, pero tenía las manos atrapadas contra su pecho, que parecía una pared de acero, una cálida pared de acero. El corazón le latía tan deprisa que estaba segura de que él podía estar notándolo.
Damon  bajó la cabeza y comenzó a besarla sobre el hombro para, a continuación, bajar más todavía el tirante del vestido. Avergonzada, Elena notó cómo uno de sus pechos quedaba al descubierto.
—Damon, por favor, no...
—Damon, por favor, sí... —dijo él con un sonido gutural haciéndole recordar a Elena el momento en que la había tomado aquella noche. —No te engañes a ti misma, Elena. Deseas esto tanto como yo.
Ella sacudió la cabeza desesperadamente para negarlo, a pesar de saber que estaba mintiéndose. Contuvo el aliento cuando Damon  le bajó el vestido hasta exponer sus pechos por completo y a continuación le sujetó las manos, desafiando la a detenerlo.
Elena no podía moverse, ni pensar, ni hablar.
Con un brillo triunfante en los ojos, él bajó la cabeza y cerró su boca alrededor de la cumbre de uno de los pechos. Y, cuando captó el seductor aroma de su excitación, su deseo aumentó. Sabía que de un momento a otro podría desnudar a Elena y tomarla allí mismo, de pie contra la pared. Con un esfuerzo supremo, se detuvo y se apartó, antes de subirle rápidamente el vestido para ocultar la imagen de sus pechos.
Ver a Elena con el moño medio deshecho, el rostro sonrojado y su pulso acelerado bajo la pálida piel de su cuello, le indicó el deseo que ella sentía por él.
Volvió a colocarle el tirante y ella se estremeció.
—Mañana vamos a casarnos y éste será un matrimonio en toda regla. En la cama y fuera de ella. Tendré alguna recompensa a cambio de casarme conmigo, Elena. No creo que sea necesario que busquemos amantes cuando los dos sabemos lo bien que nos puede ir... por lo menos hasta que nuestro deseo se consuma, algo que, sin duda, acabará pasando.
Elena intentó recuperar el equilibrio; estaba atormentada por haber dejado que Damon  le hiciera perder el control y se sintió dolida y furiosa ante su fría declaración.
—Vete al infierno, Damon. No dejare que te acerques a mi cama.
—Unas palabras muy valientes, Elena —le respondió él con voz sedosa. —Pero creo que ya hemos demostrado que no será así.
Y antes de que ella pudiera ser la primera en marcharse, él se giró y se alejó, dejándola allí, despeinada y con un deseo insatisfecho.


La noche siguiente, mientras preparaba la cena. Elena se sentía entumecida por dentro y por todo el cuerpo. Se había casado con Damon  Salvatore. Algo resplandeció cuando movió la mano para agarrar una olla y miró la sencilla alianza de platino que tenía en el dedo. Se estremeció. Era bonito y le sentaba bien a su pálida y estilizada mano.
Bruscamente se lo quitó y lo dejó sobre la encimera de mármol. Se mantuvo ocupada cocinando e intentó, sin llegar a lograrlo, no pensar en lo sucedido durante el día. Cuando había salido de su dormitorio esa mañana con un sencillo vestido gris, Damon  la había metido de nuevo en la habitación y había abierto su armario. Al no ver nada más que tonos negros, grises y azules oscuros, le había dicho:
—¿A qué demonios crees que estás jugando?
—Por si te has olvidado, los dos estamos de luto. No voy a hacer el papel de una novia ingenua y feliz y convertir este matrimonio en una farsa mayor de lo que ya es.
Él se la había quedado mirando un momento con un brillo de sospecha en los ojos antes de sacarla del dormitorio con la orden de que estuviera lista en cinco minutos.
A la ceremonia celebrada en el registro habían acudido sólo dos colegas de Damon. Probablemente fue la ceremonia celebrada allí en la que había habido menos amor.
Elena se había asegurado de que la boca de Damon  no se posara en sus labios en el momento del beso y él le había susurrado:
—Cuidado, Elena.
—Eres el último hombre al que quiero besar —le había respondido ella.
Una vez fuera, sobre las escaleras del edificio y mientras posaban para los paparazis, él le había agarrado la mano con fuerza y ella se había sentido consternada al darse cuenta de que había necesitado su apoyo ante tanta expectación mediática. Damon  había hablado en inglés y en italiano, soltando mentiras por la boca mientras les contaba a todos que había estado tan impaciente por casarse con su prometida que había renunciado a la celebración en Roma. Todo se celebraría en Sardinia, en la villa familiar, la prensa se había deleitado con la historia de ese vividor que se había dejado enamorar por una chica pálida, desconocida y poco interesante.
Y entonces Damon  la había dejado en el ático, diciéndole que tenía asuntos que atender en la oficina durante el resto del día con el fin de dejarlo todo en orden antes de marcharse a Sardinia.
Ella había firmado el acuerdo prenupcial después de haber leído que él no le ofrecería nada si insistía en quedarse allí cuando el bebé naciera y le ofrecería una pequeña fortuna si decidía marcharse. Elena no había tenido ningún problema para firmar ya que no deseaba su dinero y no tenía la más mínima intención de abandonar a su bebé.
Mientras intentaba calmar, cocinando, su frustración por sentirse tan sola, ignoró que Damon  estaba de pie junto a la puerta, observándola. Abrió la nevera y sacó una jarra de pesto.
—Qué bonito. Estás haciéndonos la cena como una buena esposa.
Elena se giró y la jarra de pesto se le cayó de las manos para ir a parar sobre el inmaculado suelo. En un instante Damon  estaba a su lado, agachado para recoger los pedazos de cristal pero la salsa gris moteada con albahaca estaba derramada por todas partes. A Elena seguía latiéndole el corazón cuando miró abajo y vio su brillante cabello negro. Enseguida se movió para ayudarlo, pero dio un grito ahogado de dolor cuando un cristal se clavó en su pie desnudo.
Damon  se levantó y la tomó en brazos como si fuera una pluma para sentarla sobre la isla en medio de la cocina. Se agachó para examinarle el pie.
—Lo siento. Me has asustado.
—No deberías haberte movido —respondió él mientras le sostenía el pie entre sus cálidas manos y lo miraba detenidamente.
De pronto Elena sintió una gran emoción dentro de ella por el modo tan delicado en que la estaba tratando, tan opuesto a su frialdad habitual. Era casi como si con ese gesto Damon  estuviera derritiendo la capa de hielo con la que Elena había cubierto su corazón para poder superar ese día. Pero ahora todo amenazaba con abrumarla...
—Lo siento. Ha sido un accidente.
Damon  alzó la cabeza, ¿Era emoción eso que había oído en su voz? La había visto desde la puerta, moviéndose por la cocina, con una sencilla camiseta negra y una falda negra, y el color negro lo había enfurecido.
Suponía que debía de estar enfadada porque ahora sabía que estaba verdaderamente atrapada; había firmado el acuerdo prenupcial esa mañana y, aunque no lo había mostrado, no debía de haber sido fácil para ella renunciar a la fortuna que podría haberle reclamado de no haber habido acuerdo. Él se lo había puesto muy fácil y lo había dejado claro: si se marchaba y renunciaba al niño, sería bien recompensada. No dudaba ni por un segundo que ella fuera a tomar esa opción.
Sin embargo, tenía que admitir que la noche anterior casi había esperado que Elena lo sedujera para intentar asegurarse más dinero.... pero no lo había hecho. Había sido él el que se había abalanzado sobre ella.
Se centró en extraer el sorprendentemente grande cristal y la oyó gemir de dolor al hacerlo; después buscó algo para limpiar la herida. Oír ese sonido de dolor lo había afectado más de lo que quería admitir. Le levantó la cara, pero sus ojos estaban cerrados y tenía la boca apretada formando una fina línea. Pudo ver una lágrima cayéndole por la mejilla. Se sintió conmovido de algún modo e instintivamente le secó la lágrima con su pulgar.
—Ya te he quitado el cristal.
A Damon  le ardía la sangre, no podía evitar hacer lo que había estado queriendo hacer desde aquella noche en Londres, lo que ella le había impedido hacer antes... la besó.
Le rodeó la cara con las manos y le soltó el cabello para que le cayera sobre la espalda.
Elena sabía que debía rebelarse, aunque apenas podía respirar al sentir la boca de Damon  ejerciendo una cálida y embriagadora presión sobre sus labios. Pero el dolor seguía ahí, su rechazo seguía vivo y no podía creer que le hubiera dejado verla llorar. Estaba hecha un lío; allí estaba, con su enemigo mortal, un hombre que la había hecho un daño inmenso, y aun así lo único que quería era perderse en su abrazo. Todo era como aquella primera noche: el intenso deseo tomando forma en su interior y borrando sus preocupaciones, las razones por las que no debería estar haciendo eso...
La lengua de Damon  recorría sus labios con más intensidad, pero ella seguía sin ceder. Sin embargo, su traicionero corazón había comenzado a latir de nuevo y en ese instante supo que estaba perdiendo fuerza. No podía vencerlo. Y así, con un diminuto gemido de frustración, Elena dejó de apretar los labios. Damon  le sujetó la cabeza con más fuerza y se situó entre sus piernas, encendiendo un fuego dentro de ella; y después, con una finura devastadora, la besó hasta que ella no pudo resistirse más y abrió la boca, aceptando la invasión de la lengua de Damon, permitiéndole saborearla exactamente como ella había deseado que hiciera aquella noche en Londres.
La mezcla de alivio y deseo la estaba mareando mientras se aferraba a sus fuertes hombros en esa vorágine de sensaciones.
—Rodéame con tus piernas —le dijo él con una voz grave e intensa.
Y ella lo hizo automáticamente.
Damon  posó una mano sobre su trasero y la sacó de la cocina. Ella deseaba que la besara otra vez y que nunca dejara de hacerlo. Deseaba que le hiciera olvidar, como lo había hecho antes. Pero, ante todo, lo deseaba a él. Lo besaba por el cuello, por la mandíbula, por todos los lugares adonde alcanzaba. El sabor de su piel bajo su boca estaba haciendo que su sangre y su vientre ardieran.
Cuando él la tendió sobre la cama de su dormitorio, se desnudó con impaciencia y con su gloriosa desnudez, se tumbó a su lado. Le quitó la camiseta y el sujetador y, al deslizar una mano sobre uno de sus tersos y sensibles pechos, ella arqueó la espalda y cerró los ojos mientras se mordía el labio.
Damon  le bajó la falda y durante un instante se quedaron mirándose fijamente a los ojos. Después, él agachó la cabeza y tomó su boca en un largo beso. Elena había temido que no volviera a besarla, pero ahora sus lenguas se enredaban acaloradamente. Ella se arqueó contra él, para sentir el roce de sus pechos contra su torso.
Tras recorrerle la espalda con una mano, dejando una línea de fuego a su paso, Damon  cubrió una de sus nalgas y le quitó las braguitas. Elena podía sentir ese familiar deseo en su interior, esa humedad entre sus piernas... y con un movimiento instintivo, lo rodeó con una pierna y ese gesto hizo que él gimiera con intensidad.
Elena deslizó una mano para acariciar su sedosa erección, que parecía acero cubierto de terciopelo. Él se tensó y ella lo miró a los ojos. Había soñado con ese momento todas las noches desde lo que sucedió en Londres... por mucho que odiara admitirlo.
Damon, sin dejar de mirarla, le apartó la mano de su sexo, y con unas delicadas caricias, encontró el centro de su deseo, buscó ese lugar donde parecían confluir todas sus terminaciones nerviosas mientras ella, con la respiración entrecortada, se aferraba a sus hombros. Pero él apartó la mano y al instante Elena lo sintió adentrándose en ella; esa intrusión aún ligeramente desconocida, pero deliciosamente familiar a la vez.
Tenía tan poca experiencia... Damon  no podía creer que no se hubiera dado cuenta aquella primera vez.
Los pechos de Elena se movían arriba y abajo contra su torso acompañados de una agitada respiración. Cuando se deslizó más adentro, la sintió acomodándose a su miembro con una serie de movimientos convulsos y giros de cadera. Eso era lo que lo había cautivado la primera vez, lo que le había hecho pensar que era una amante experimentada, pero ahora podía notar la naturaleza no instruida de sus movimientos. Se había equivocado con ella, pero no podía pensar en eso ahora porque estaba embrujándolo otra vez.
Agachó la cabeza y la besó intensamente mientras se hundía completamente en su interior. Ella, con los brazos apretados alrededor de su cuello, le mordisqueaba el labio inferior y cuando él comenzó a moverse adentro y afuera, el mundo quedó reducido a ese dormitorio, a ese momento, a esa mujer y a la explosión que estaba aproximándose más y más rápido a cada movimiento de sus caderas.
Se tambalearon juntos en el precipicio del éxtasis y después, con un último gemido, Elena cayó en una vorágine de placer tan devoradora que temió que la hubiera arrastrado para siempre, de no haber estado aferrada a Damon.


Cuando finalmente volvió a la tierra y a la realidad de lo que había sucedido, se apartó del abrazo de Damon. Se puso la ropa y se sentó en una silla situada en una esquina del dormitorio, en la oscuridad. Se quedó mirándolo mientras dormía, como si eso pudiera ayudarla a ponerle algo de sentido a la situación. Aún no podía creerse lo que había ocurrido y estaba enfadada consigo misma; su patético intento de resistirse a su beso no había durado ni diez segundos. Intentó desesperadamente justificar sus actos: vivía un difícil momento emocional y no había tenido las defensas suficientes para hacerle frente a Damon. Sin embargo, Elena sabía que se estaba mintiendo a sí misma.
Había dicho que jamás se acostaría con él, pero prácticamente le había dado envuelto su regalo de boda al no haber opuesto resistencia. El recuerdo de ese incendiario beso la asaltó. No era posible que un beso significara tanto...
Se tocó los labios. Estaban algo hinchados. Sensibles. Había sido maravilloso besarlo y ser besada por él. Se levantó asustada por lo que estaba sintiendo y salió en silencio de la habitación para ir a recoger la cocina. Vio las gotas de sangre de su pie y tembló mientras las limpiaba. ¿Había cedido ante Damon  porque había estado buscando otra vez esa conexión? ¿La conexión que jamás había existido?
Oyó una tos desde la puerta y alzó la vista. Damon  estaba allí, vestido únicamente con los pantalones cuyo botón estaba abierto y con los brazos cruzados sobre ese formidable pecho. El rostro de Elena se sonrojó y su cuerpo se llenó de un renovado deseo.
Él enarcó una ceja.
—¿No querríamos repetir lo que ha pasado, verdad?
Ella se enfureció. Se sentía expuesta y vulnerable, y su cuerpo aún palpitaba ligeramente.
—No —respondió ella evitando su mirada mientras limpiaba el suelo. —No nos gustaría.
Al instante él estaba a su lado, y la levantó del suelo tirándole del brazo.
—Estaba hablando de la jarra que se ha caído, no de lo que ha pasado después.
—Y tú sabes perfectamente bien de lo que estoy hablando yo.
—Eso ha sido un ejercicio para demostrar la facilidad con la que caerás en mi cama. Así que, sí, Elena, con esa clase de química habrá muchas repeticiones.
Ella intentó soltarse, pero él le agarró el brazo con más fuerza cuando vio algo por detrás de su cabeza y alargó la mano para recogerlo. Era el anillo de boda.
—No quiero verte sin este anillo, Elena —le dijo poniéndoselo en la mano.
En lugar de decirle que se lo había quitado mientras cocinaba, le respondió simplemente:
—Sí, señor.
Damon  le apretó la mano y ella seguía evitando su penetrante mirada.
—Juega conmigo, Elena. Eso ayudará a animar las cosas. Y cuando esté listo para dejarte marchar, cuando haya nacido mi heredero, entonces podrás quitarte el anillo y arrojarlo al mar, si eso es lo que quieres.
—Eso no sucederá porque no voy a abandonar a mi hijo —dijo temblorosa y mirándolo finalmente. La mirada de Damon  era tan fría que la recorrió un escalofrío.
—¿No? He visto de primera mano lo fácil que es para una mujer abandonar a su familia, así que no creo en los vínculos maternales. Te marcharás con un buen incentivo en el bolsillo.
Esas brutales palabras la atravesaron confirmándole la falta de confianza que Damon  tenía en ella y generaron varias preguntas: ¿De quién estaba hablando? ¿De su madre? Sin embargo, su corazón no quería saber nada... nada que la hiciera sentir algo por él.
—Piensa lo que quieras, Damon. Ya lo verás cuando llegue el momento.
Finalmente le apartó la mano y fue hacia la puerta.
—Me voy a la cama. Sola.
—Ya sabes dónde estoy cuando te despiertes llena de deseo en mitad de la noche, Elena —esas palabras resonaron dentro de ella, pero a pesar de su crueldad y de lo que acababa de suceder, deseaba algo; no sólo sus besos, sino el derecho a saber qué era eso que lo hacía tan desconfiado.
Elena fue a su dormitorio, había perdido el apetito, Damon  apoyó las manos sobre la encimera donde hacía un momento había curado el pie de Elena. Donde habían ardido por un beso. Se maldijo por dejar que Elena lo provocara y acabar diciendo lo que había dicho. Era gracioso que la hubiera atacado con el comentario de despertarse con deseo por la noche, porque él ya estaba ansioso por sentirla bajo su cuerpo otra vez.

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