CAPÍTULO
07
ESA
NOCHE Elena salió del dormitorio para dirigirse al salón principal. Había oído
a Damon llegar a casa y ya eran las
siete en punto, la hora a la que tenía que estar lista. Odiaba sentirse
nerviosa. Quería aferrarse a la rabia que había sentido antes, pero estaba
abandonándola como un cobarde traidor. Respiró hondo y entró para encontrarlo
sirviéndose un whisky, o algo parecido, en un vaso de cristal. La noche caía
sobre Roma como una manta malva, con las luces parpadeando haciendo de la
escena algo impresionantemente seductor. Se giró para mirarla y Elena tembló,
al sentirse demasiado arreglada y expuesta.
Damon agarró el vaso con fuerza en un acto reflejo. El vestido no tenía mangas, era negro y ajustado, con un solo hombro al aire. Le llegaba justo por debajo de las rodillas y tenía el detalle de un bolsillo en la cadera que acentuaba su esbelta figura. Unas sandalias de tacón de aguja plateadas llamaron la atención de Damon, que se fijó además en sus pequeños pies y en el delicado tono coral de sus uñas haciendo que se sintiera extrañamente protector hacia ella.
Tenía
el pelo recogido en un moño suelto y llevaba unos pendientes de aro que le
rozaban el cuello. Ni un maquillaje exagerado ni joyas caras, sólo esas
pestañas increíblemente largas y su evocativo aroma. Su boca de un suave tono
rosado le hizo lamentar no haberla besado de nuevo y de pronto quería besarla
con intensidad.
—No
estaba segura de cuánto tenía que arreglarme...
—Así
está bien —la interrumpió. La voz de Elena hacia que su cuerpo se tensara
contra sus pantalones. Se bebió la copa de un trago y se acercó para agarrarla
del brazo y sacarla de allí antes de llegar a cometer una estupidez como
besarla.
Había
estado en su mente todo el día, y lo único en lo que había sido capaz de pensar
era en la revelación de su virginidad y en lo mucho que deseaba volver a
hundirse dentro de ella.
Elena
estaba sentada en la parte trasera del coche junto a Damon y aún no sabía si le había disgustado la
elección de su vestido. Él llevaba un traje negro, una camisa negra y una
corbata azul oscura. Tan moderno y clásico a la vez que le robó el aliento
porque el negro del traje lo hacía parecer más oscuro, más peligroso. Estaba
mirando al frente, ofreciéndole sólo los duros rasgos de su perfil.
Llegaron
a una casa palaciega con lucecitas centelleando en árboles y a lo largo del
muro que la rodeaba. El coche fue aminorando la marcha al situarse tras una
fila de otros vehículos.
—Darío,
para aquí. Iremos caminando.
El
conductor asintió diligentemente, y Damon
salió deprisa para rodear el coche y abrirle la puerta a Elena. Y cuando
ella le dio su mano, recordó el momento en Londres en que había creído que esa
noche estaba marcada por el destino.
Tras
una suntuosa cena, durante la cual Elena había intentando no sentirse fuera de
lugar rodeada de tanto lujo, ahora estaba junto a Damon mientras él charlaba con otros hombres. Se
había fijado en sus abiertas miradas especulativas y en las de las mujeres
sentadas alrededor de la mesa, algunas de las cuales la habían mirado con
desdén y le habían recordado a algunas de las conquistas de Damon. En un
momento de debilidad, lo había buscado en Google y había sentido náuseas ante
el desfije de impresionantes mujeres que habían pasado por su vida. Se le
encogió el estómago. ¿Tendría una amante en la actualidad? ¿Habría estado
viéndose con alguien durante las últimas noches en Roma? ¿Era ésa la razón por
la que había llegado tan tarde a casa? Odiaba admitirlo, pero se había estado
quedando despierta hasta oírlo volver al ático.
Y
¿por qué pensar que pudiera tener una amante le dolía tanto? Dio un sorbo de
agua y tosió cuando el líquido se le fue por otro lado. Inmediatamente sintió
la cálida mano de Damon en su espalda,
aunque verlo con esa expresión de preocupación casi hizo que volviera a
atragantarse. Durante toda la noche había estado comportándose como el
prometido perfecto, pero ella prácticamente lo apartó y lo ignoró.
—El
lavabo. Iré a refrescarme un poco —le dijo antes de darle su vaso.
Después
de eso, Damon intentó centrarse en la
conversación, pero no lo logró. ¿Dónde estaba Elena? Sintió pánico. Sabía que
no se habría marchado sin él, pero aun así... Iban a casarse al día siguiente
y, aunque había esperado sentirse agobiado por ello, lo que de verdad estaba
sintiendo era impaciencia. Se dijo que estaba impaciente únicamente por
llevarla a Sardinia, donde la tendría exactamente donde quería: bajo su
absoluto control.
Y
entonces la vio. Estaba de pie en una esquina de la sala hablando con un hombre
alto y distinguido. Damon lo reconoció.
Era un seductor, conocido por coleccionar jóvenes amantes mientras su mujer
cuidaba de sus hijos. Una furia ciega iba acumulándose dentro de Damon según se abría paso entre la multitud. Elena estaba
asintiendo en respuesta a lo que fuera que Stefan o Corzo le decía. Allí estaba
ella, alta y esbelta, con una actitud tan deliberadamente recatada mientras el
resto de mujeres se paseaban por allí pavoneándose, que al verla se enfureció
todavía más.
A
Elena se le puso la piel de gallina y supo que Damon estaba cerca. Tuvo que ocultar el escalofrío
que sintió al notar su brazo deslizarse alrededor de su cintura.
—Es
hora de marchamos. Mañana nos espera un gran día.
La
boda.
Dentro
del coche, la tensión flotaba en el aire, pero por otro lado, Damon se sentía aliviado de tener a Elena a su
lado, lejos de Stefan o Corzo y del resto de hombres que se habían fijado en su
pálida e inusual belleza.
—Bueno,
¿y de qué estabais hablando Stefan y tú?
Elena
lo miró brevemente, con recelo, antes de volver a mirar hacia otro lado.
—Estábamos
hablando sobre el reciente auge económico y la posterior caída que se ha vivido
en Irlanda y los efectos que ha tenido en Europa.
En
ese momento, miró a Damon, con gesto desafiante. No tenía duda de que
probablemente él había pensado que había estado intentando seducirlo, pero
había sido Stefan el que había ido hacia ella. Contuvo las ganas de decir algo
más y se limitó a apretar los pililos sobre su regazo.
Damon la miró, con los ojos brillantes. ¿Había
estado hablando de economía? No sabía qué pensar...
Cuando
entraron al apartamento y Elena se quitó el chal, se giró para dirigirse a su
dormitorio, pero él estaba bloqueándole el paso con su impresionante y
dominante presencia. Ella dio un paso atrás.
—Me
voy a dormir...
¿Por
qué de pronto se sentía como si le faltara el aliento? Una descarga eléctrica
pareció colarse entre los dos acompañada por una sensación tan erótica que Elena
pensó que debería salir corriendo... y deprisa. Pero no podía moverse, la
profunda y oscura mirada de Damon la
tenía clavada al suelo. Él alargó la mano y le alzó la barbilla. Posó los ojos
en su boca. El corazón de Elena comenzó a golpearle el pecho frenéticamente.
Su
aroma la envolvió y su aliento le rozó la boca antes de darse cuenta de que Damon estaba a punto de besarla. Sin embargo, justo
en ese momento, ella tuvo una reacción visceral. Anhelaba ese beso, pero no
podía arriesgarse a que él la rechazara. Nada había cambiado. Le puso las manos
en el pecho para empujarlo y apartó la cabeza haciendo que la boca de Damon se posara en su mejilla. Sólo eso ya la hizo
perder el equilibrio.
Él
la rodeó por la cintura y la llevó contra su cuerpo. Elena emitió un grito
ahogado mientras el calor la invadía y comenzaba a notar la excitación de Damon junto con la correspondiente humedad de deseo
entre sus piernas.
—No,
No te dejaré hacerlo. No te deseo.
Aunque
lo dijo, ella misma sabía que estaba mintiendo porque lo deseaba más que nada.
Damon bajó la mirada hasta su hombro y al instante
comenzó a deslizar sobre su piel el único tirante del vestido.
Elena
intentó detenerlo, pero tenía las manos atrapadas contra su pecho, que parecía
una pared de acero, una cálida pared de acero. El corazón le latía tan deprisa
que estaba segura de que él podía estar notándolo.
Damon bajó la cabeza y comenzó a besarla sobre el
hombro para, a continuación, bajar más todavía el tirante del vestido.
Avergonzada, Elena notó cómo uno de sus pechos quedaba al descubierto.
—Damon,
por favor, no...
—Damon,
por favor, sí... —dijo él con un sonido gutural haciéndole recordar a Elena el
momento en que la había tomado aquella noche. —No te engañes a ti misma, Elena.
Deseas esto tanto como yo.
Ella
sacudió la cabeza desesperadamente para negarlo, a pesar de saber que estaba
mintiéndose. Contuvo el aliento cuando Damon le bajó el vestido hasta exponer sus pechos
por completo y a continuación le sujetó las manos, desafiando la a detenerlo.
Elena
no podía moverse, ni pensar, ni hablar.
Con
un brillo triunfante en los ojos, él bajó la cabeza y cerró su boca alrededor
de la cumbre de uno de los pechos. Y, cuando captó el seductor aroma de su
excitación, su deseo aumentó. Sabía que de un momento a otro podría desnudar a Elena
y tomarla allí mismo, de pie contra la pared. Con un esfuerzo supremo, se
detuvo y se apartó, antes de subirle rápidamente el vestido para ocultar la
imagen de sus pechos.
Ver
a Elena con el moño medio deshecho, el rostro sonrojado y su pulso acelerado
bajo la pálida piel de su cuello, le indicó el deseo que ella sentía por él.
Volvió
a colocarle el tirante y ella se estremeció.
—Mañana
vamos a casarnos y éste será un matrimonio en toda regla. En la cama y fuera de
ella. Tendré alguna recompensa a cambio de casarme conmigo, Elena. No creo que
sea necesario que busquemos amantes cuando los dos sabemos lo bien que nos
puede ir... por lo menos hasta que nuestro deseo se consuma, algo que, sin
duda, acabará pasando.
Elena
intentó recuperar el equilibrio; estaba atormentada por haber dejado que Damon le hiciera perder el control y se sintió
dolida y furiosa ante su fría declaración.
—Vete
al infierno, Damon. No dejare que te acerques a mi cama.
—Unas
palabras muy valientes, Elena —le respondió él con voz sedosa. —Pero creo que
ya hemos demostrado que no será así.
Y
antes de que ella pudiera ser la primera en marcharse, él se giró y se alejó,
dejándola allí, despeinada y con un deseo insatisfecho.
La
noche siguiente, mientras preparaba la cena. Elena se sentía entumecida por
dentro y por todo el cuerpo. Se había casado con Damon Salvatore. Algo resplandeció cuando movió la
mano para agarrar una olla y miró la sencilla alianza de platino que tenía en
el dedo. Se estremeció. Era bonito y le sentaba bien a su pálida y estilizada
mano.
Bruscamente
se lo quitó y lo dejó sobre la encimera de mármol. Se mantuvo ocupada cocinando
e intentó, sin llegar a lograrlo, no pensar en lo sucedido durante el día.
Cuando había salido de su dormitorio esa mañana con un sencillo vestido gris, Damon la había metido de nuevo en la habitación y
había abierto su armario. Al no ver nada más que tonos negros, grises y azules
oscuros, le había dicho:
—¿A
qué demonios crees que estás jugando?
—Por
si te has olvidado, los dos estamos de luto. No voy a hacer el papel de una
novia ingenua y feliz y convertir este matrimonio en una farsa mayor de lo que
ya es.
Él
se la había quedado mirando un momento con un brillo de sospecha en los ojos
antes de sacarla del dormitorio con la orden de que estuviera lista en cinco
minutos.
A
la ceremonia celebrada en el registro habían acudido sólo dos colegas de Damon.
Probablemente fue la ceremonia celebrada allí en la que había habido menos
amor.
Elena
se había asegurado de que la boca de Damon
no se posara en sus labios en el momento del beso y él le había
susurrado:
—Cuidado,
Elena.
—Eres
el último hombre al que quiero besar —le había respondido ella.
Una
vez fuera, sobre las escaleras del edificio y mientras posaban para los
paparazis, él le había agarrado la mano con fuerza y ella se había sentido
consternada al darse cuenta de que había necesitado su apoyo ante tanta
expectación mediática. Damon había
hablado en inglés y en italiano, soltando mentiras por la boca mientras les
contaba a todos que había estado tan impaciente por casarse con su prometida
que había renunciado a la celebración en Roma. Todo se celebraría en Sardinia,
en la villa familiar, la prensa se había deleitado con la historia de ese
vividor que se había dejado enamorar por una chica pálida, desconocida y poco
interesante.
Y
entonces Damon la había dejado en el
ático, diciéndole que tenía asuntos que atender en la oficina durante el resto
del día con el fin de dejarlo todo en orden antes de marcharse a Sardinia.
Ella
había firmado el acuerdo prenupcial después de haber leído que él no le
ofrecería nada si insistía en quedarse allí cuando el bebé naciera y le
ofrecería una pequeña fortuna si decidía marcharse. Elena no había tenido
ningún problema para firmar ya que no deseaba su dinero y no tenía la más
mínima intención de abandonar a su bebé.
Mientras
intentaba calmar, cocinando, su frustración por sentirse tan sola, ignoró que Damon estaba de pie junto a la puerta,
observándola. Abrió la nevera y sacó una jarra de pesto.
—Qué
bonito. Estás haciéndonos la cena como una buena esposa.
Elena
se giró y la jarra de pesto se le cayó de las manos para ir a parar sobre el
inmaculado suelo. En un instante Damon estaba
a su lado, agachado para recoger los pedazos de cristal pero la salsa gris
moteada con albahaca estaba derramada por todas partes. A Elena seguía
latiéndole el corazón cuando miró abajo y vio su brillante cabello negro.
Enseguida se movió para ayudarlo, pero dio un grito ahogado de dolor cuando un
cristal se clavó en su pie desnudo.
Damon se levantó y la tomó en brazos como si fuera
una pluma para sentarla sobre la isla en medio de la cocina. Se agachó para
examinarle el pie.
—Lo
siento. Me has asustado.
—No
deberías haberte movido —respondió él mientras le sostenía el pie entre sus
cálidas manos y lo miraba detenidamente.
De
pronto Elena sintió una gran emoción dentro de ella por el modo tan delicado en
que la estaba tratando, tan opuesto a su frialdad habitual. Era casi como si
con ese gesto Damon estuviera
derritiendo la capa de hielo con la que Elena había cubierto su corazón para
poder superar ese día. Pero ahora todo amenazaba con abrumarla...
—Lo
siento. Ha sido un accidente.
Damon alzó la cabeza, ¿Era emoción eso que había
oído en su voz? La había visto desde la puerta, moviéndose por la cocina, con
una sencilla camiseta negra y una falda negra, y el color negro lo había enfurecido.
Suponía
que debía de estar enfadada porque ahora sabía que estaba verdaderamente
atrapada; había firmado el acuerdo prenupcial esa mañana y, aunque no lo había
mostrado, no debía de haber sido fácil para ella renunciar a la fortuna que
podría haberle reclamado de no haber habido acuerdo. Él se lo había puesto muy
fácil y lo había dejado claro: si se marchaba y renunciaba al niño, sería bien
recompensada. No dudaba ni por un segundo que ella fuera a tomar esa opción.
Sin
embargo, tenía que admitir que la noche anterior casi había esperado que Elena lo
sedujera para intentar asegurarse más dinero.... pero no lo había hecho. Había
sido él el que se había abalanzado sobre ella.
Se
centró en extraer el sorprendentemente grande cristal y la oyó gemir de dolor
al hacerlo; después buscó algo para limpiar la herida. Oír ese sonido de dolor
lo había afectado más de lo que quería admitir. Le levantó la cara, pero sus
ojos estaban cerrados y tenía la boca apretada formando una fina línea. Pudo
ver una lágrima cayéndole por la mejilla. Se sintió conmovido de algún modo e
instintivamente le secó la lágrima con su pulgar.
—Ya
te he quitado el cristal.
A
Damon le ardía la sangre, no podía
evitar hacer lo que había estado queriendo hacer desde aquella noche en
Londres, lo que ella le había impedido hacer antes... la besó.
Le
rodeó la cara con las manos y le soltó el cabello para que le cayera sobre la
espalda.
Elena
sabía que debía rebelarse, aunque apenas podía respirar al sentir la boca de Damon ejerciendo una cálida y embriagadora presión
sobre sus labios. Pero el dolor seguía ahí, su rechazo seguía vivo y no podía
creer que le hubiera dejado verla llorar. Estaba hecha un lío; allí estaba, con
su enemigo mortal, un hombre que la había hecho un daño inmenso, y aun así lo
único que quería era perderse en su abrazo. Todo era como aquella primera
noche: el intenso deseo tomando forma en su interior y borrando sus
preocupaciones, las razones por las que no debería estar haciendo eso...
La
lengua de Damon recorría sus labios con
más intensidad, pero ella seguía sin ceder. Sin embargo, su traicionero corazón
había comenzado a latir de nuevo y en ese instante supo que estaba perdiendo
fuerza. No podía vencerlo. Y así, con un diminuto gemido de frustración, Elena dejó
de apretar los labios. Damon le sujetó
la cabeza con más fuerza y se situó entre sus piernas, encendiendo un fuego
dentro de ella; y después, con una finura devastadora, la besó hasta que ella
no pudo resistirse más y abrió la boca, aceptando la invasión de la lengua de Damon,
permitiéndole saborearla exactamente como ella había deseado que hiciera
aquella noche en Londres.
La
mezcla de alivio y deseo la estaba mareando mientras se aferraba a sus fuertes
hombros en esa vorágine de sensaciones.
—Rodéame
con tus piernas —le dijo él con una voz grave e intensa.
Y
ella lo hizo automáticamente.
Damon posó una mano sobre su trasero y la sacó de
la cocina. Ella deseaba que la besara otra vez y que nunca dejara de hacerlo.
Deseaba que le hiciera olvidar, como lo había hecho antes. Pero, ante todo, lo
deseaba a él. Lo besaba por el cuello, por la mandíbula, por todos los lugares
adonde alcanzaba. El sabor de su piel bajo su boca estaba haciendo que su
sangre y su vientre ardieran.
Cuando
él la tendió sobre la cama de su dormitorio, se desnudó con impaciencia y con
su gloriosa desnudez, se tumbó a su lado. Le quitó la camiseta y el sujetador
y, al deslizar una mano sobre uno de sus tersos y sensibles pechos, ella arqueó
la espalda y cerró los ojos mientras se mordía el labio.
Damon le bajó la falda y durante un instante se
quedaron mirándose fijamente a los ojos. Después, él agachó la cabeza y tomó su
boca en un largo beso. Elena había temido que no volviera a besarla, pero ahora
sus lenguas se enredaban acaloradamente. Ella se arqueó contra él, para sentir
el roce de sus pechos contra su torso.
Tras
recorrerle la espalda con una mano, dejando una línea de fuego a su paso, Damon cubrió una de sus nalgas y le quitó las
braguitas. Elena podía sentir ese familiar deseo en su interior, esa humedad
entre sus piernas... y con un movimiento instintivo, lo rodeó con una pierna y
ese gesto hizo que él gimiera con intensidad.
Elena
deslizó una mano para acariciar su sedosa erección, que parecía acero cubierto
de terciopelo. Él se tensó y ella lo miró a los ojos. Había soñado con ese
momento todas las noches desde lo que sucedió en Londres... por mucho que
odiara admitirlo.
Damon,
sin dejar de mirarla, le apartó la mano de su sexo, y con unas delicadas
caricias, encontró el centro de su deseo, buscó ese lugar donde parecían
confluir todas sus terminaciones nerviosas mientras ella, con la respiración
entrecortada, se aferraba a sus hombros. Pero él apartó la mano y al instante Elena
lo sintió adentrándose en ella; esa intrusión aún ligeramente desconocida, pero
deliciosamente familiar a la vez.
Tenía
tan poca experiencia... Damon no podía
creer que no se hubiera dado cuenta aquella primera vez.
Los
pechos de Elena se movían arriba y abajo contra su torso acompañados de una
agitada respiración. Cuando se deslizó más adentro, la sintió acomodándose a su
miembro con una serie de movimientos convulsos y giros de cadera. Eso era lo
que lo había cautivado la primera vez, lo que le había hecho pensar que era una
amante experimentada, pero ahora podía notar la naturaleza no instruida de sus
movimientos. Se había equivocado con ella, pero no podía pensar en eso ahora
porque estaba embrujándolo otra vez.
Agachó
la cabeza y la besó intensamente mientras se hundía completamente en su
interior. Ella, con los brazos apretados alrededor de su cuello, le
mordisqueaba el labio inferior y cuando él comenzó a moverse adentro y afuera,
el mundo quedó reducido a ese dormitorio, a ese momento, a esa mujer y a la
explosión que estaba aproximándose más y más rápido a cada movimiento de sus
caderas.
Se
tambalearon juntos en el precipicio del éxtasis y después, con un último
gemido, Elena cayó en una vorágine de placer tan devoradora que temió que la
hubiera arrastrado para siempre, de no haber estado aferrada a Damon.
Cuando
finalmente volvió a la tierra y a la realidad de lo que había sucedido, se
apartó del abrazo de Damon. Se puso la ropa y se sentó en una silla situada en
una esquina del dormitorio, en la oscuridad. Se quedó mirándolo mientras
dormía, como si eso pudiera ayudarla a ponerle algo de sentido a la situación.
Aún no podía creerse lo que había ocurrido y estaba enfadada consigo misma; su
patético intento de resistirse a su beso no había durado ni diez segundos.
Intentó desesperadamente justificar sus actos: vivía un difícil momento
emocional y no había tenido las defensas suficientes para hacerle frente a Damon.
Sin embargo, Elena sabía que se estaba mintiendo a sí misma.
Había
dicho que jamás se acostaría con él, pero prácticamente le había dado envuelto su
regalo de boda al no haber opuesto resistencia. El recuerdo de ese incendiario
beso la asaltó. No era posible que un beso significara tanto...
Se
tocó los labios. Estaban algo hinchados. Sensibles. Había sido maravilloso
besarlo y ser besada por él. Se levantó asustada por lo que estaba sintiendo y
salió en silencio de la habitación para ir a recoger la cocina. Vio las gotas
de sangre de su pie y tembló mientras las limpiaba. ¿Había cedido ante Damon porque había estado buscando otra vez esa
conexión? ¿La conexión que jamás había existido?
Oyó
una tos desde la puerta y alzó la vista. Damon
estaba allí, vestido únicamente con los pantalones cuyo botón estaba
abierto y con los brazos cruzados sobre ese formidable pecho. El rostro de Elena
se sonrojó y su cuerpo se llenó de un renovado deseo.
Él
enarcó una ceja.
—¿No
querríamos repetir lo que ha pasado, verdad?
Ella
se enfureció. Se sentía expuesta y vulnerable, y su cuerpo aún palpitaba
ligeramente.
—No
—respondió ella evitando su mirada mientras limpiaba el suelo. —No nos
gustaría.
Al
instante él estaba a su lado, y la levantó del suelo tirándole del brazo.
—Estaba
hablando de la jarra que se ha caído, no de lo que ha pasado después.
—Y
tú sabes perfectamente bien de lo que estoy hablando yo.
—Eso
ha sido un ejercicio para demostrar la facilidad con la que caerás en mi cama.
Así que, sí, Elena, con esa clase de química habrá muchas repeticiones.
Ella
intentó soltarse, pero él le agarró el brazo con más fuerza cuando vio algo por
detrás de su cabeza y alargó la mano para recogerlo. Era el anillo de boda.
—No
quiero verte sin este anillo, Elena —le dijo poniéndoselo en la mano.
En
lugar de decirle que se lo había quitado mientras cocinaba, le respondió
simplemente:
—Sí,
señor.
Damon le apretó la mano y ella seguía evitando su
penetrante mirada.
—Juega
conmigo, Elena. Eso ayudará a animar las cosas. Y cuando esté listo para
dejarte marchar, cuando haya nacido mi heredero, entonces podrás quitarte el
anillo y arrojarlo al mar, si eso es lo que quieres.
—Eso
no sucederá porque no voy a abandonar a mi hijo —dijo temblorosa y mirándolo
finalmente. La mirada de Damon era tan
fría que la recorrió un escalofrío.
—¿No?
He visto de primera mano lo fácil que es para una mujer abandonar a su familia,
así que no creo en los vínculos maternales. Te marcharás con un buen incentivo
en el bolsillo.
Esas
brutales palabras la atravesaron confirmándole la falta de confianza que Damon tenía en ella y generaron varias preguntas:
¿De quién estaba hablando? ¿De su madre? Sin embargo, su corazón no quería
saber nada... nada que la hiciera sentir algo por él.
—Piensa
lo que quieras, Damon. Ya lo verás cuando llegue el momento.
Finalmente
le apartó la mano y fue hacia la puerta.
—Me
voy a la cama. Sola.
—Ya
sabes dónde estoy cuando te despiertes llena de deseo en mitad de la noche, Elena
—esas palabras resonaron dentro de ella, pero a pesar de su crueldad y de lo
que acababa de suceder, deseaba algo; no sólo sus besos, sino el derecho a
saber qué era eso que lo hacía tan desconfiado.
Elena
fue a su dormitorio, había perdido el apetito, Damon apoyó las manos sobre la encimera donde hacía
un momento había curado el pie de Elena. Donde habían ardido por un beso. Se
maldijo por dejar que Elena lo provocara y acabar diciendo lo que había dicho.
Era gracioso que la hubiera atacado con el comentario de despertarse con deseo
por la noche, porque él ya estaba ansioso por sentirla bajo su cuerpo otra vez.
genial¡ ^^
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