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COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


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11 diciembre 2012

El Marqués Capitulo 18


CAPITULO 18

Es usted muy amable por visitarme, señorita Gilbert... discúlpeme, quería decir lady Rotherstone —se corrigió la frágil y anciana condesa de Westwood, esbozando una sonrisa afectuosa.

Elena estaba sentada con ella en la majestuosa salita aguardando a que el criado les llevara el té.

—Bueno, ya sabe, pasaba por aquí y me quedé admirando la casa desde la distancia, y cuando uno de los campesinos locales me dijo que se trataba de Westwood Manor, no quise desaprovechar la oportunidad de venir a presentarle mis respetos. 

—Qué muchacha tan atenta.

—Tiene una casa realmente magnífica. Gracias por enseñármela —terció Elena

—. Los jardines son una maravilla.

—Ahora están un tanto desnudos con la caída de la hoja —adujo la anciana suspirando cuando miró por la ventana que daba a la terraza—. Ah, dígame, ¿cómo se encuentra su querida tía abuela Anselm?

Elena sonrió y procedió a contarle, de forma cordial, las últimas noticias del viejo dragón, pero su mente se desviaba una y otra vez hacia Damon. La joven no perdía de vista el reloj de la repisa.

Pese a que no le había dejado una pista clara, no dudaba ni por un instante que Damon no tardaría en llegar, y no de muy buen humor. Estaba impaciente por ver su rostro cuando apareciera y se diera cuenta de que, por una vez, había sido más lista que él.

Ah, cómo iba a saborear la cólera de su esposo.
Al menos en esta ocasión no había implicado a los dos Willies en la fechoría. Ahora que Damon era técnicamente el señor de los gemelos, Elena no deseaba correr el riesgo de que él los despidiera para castigarla por haber huido de nuevo.

Cuando llegó a las caballerizas de la casa descubrió que su marido poseía un faetón ligero parecido al de Jono. Y dado que había acumulado bastante experiencia conduciendo ese tipo de vehículo, había pedido a los mozos que lo prepararan, alegando que deseaba dar un paseo para tomar un poco de aire fresco matutino. De esa forma ninguno de ellos sabría a ciencia cierta a dónde se dirigía. Elena confiaba en que Damon fuera lo bastante inteligente como para averiguarlo por sí mismo.

En cualquier caso, el fresco día de finales de otoño era perfecto para dar un paseo por el campo. Elena había emprendido la ruta habitual hasta Westwood Manor, deteniéndose a preguntar cada vez que precisaba indicaciones concretas.

—Ah —dijo lady Westwood—, aquí viene John con el té.

El alto lacayo vestido con librea entró llevando una bandeja de plata con el servicio de té, que depositó con cuidado sobre la refinada mesita que había entre las dos mujeres.
El criado hizo una reverencia formal a lady Westwood.

—¿Necesita alguna otra cosa, señora?

—Sí, ¿tendrías la bondad de retirar la pantalla de la chimenea, John? La habitación tiene alguna corriente de aire. Y tráeme un almohadón para la espalda.

—Sí, milady. —Se acercó hasta la pantalla ornamentada y la retiró para que el calor llegara hasta la anciana sin impedimentos. Después le llevó un cojín que tomó de la butaca de lectura junto a la ventana y lo colocó casi con ternura en la espalda de la mujer.

Desde su llegada, Elena había reparado en que aquel alto y robusto criado cuidaba de la condesa con la misma consideración que si se tratara de su propia madre. Apenas perdía de vista a la anciana y todo ello resultaba conmovedor.
Durante la visita a la casa, John había estado siempre pendiente de lady Westwood, que caminaba ayudándose de un bastón y tenía ciertas dificultades para desplazarse a causa de la artritis.

La pobre anciana padecía verdaderos apuros para moverse y, al verlo, Elena detestó que tuviera que pasar por aquello. Pero lady Westwood estaba encantada de tener a una joven de visita, de forma que, con aire orgulloso, la había llevado a ver la espléndida mansión señorial, con su exquisito mobiliario y sus magníficas obras de arte.

Aquel paseo no habría sido posible de no ser por la solícita presencia del lacayo John, que seguía a la condesa para ayudarla a subir y bajar las escaleras, le abría la puerta cuando ella lo requería y se apresuraba a prestarle apoyo físico, a veces una mano firme y otras un fuerte brazo en que apoyarse.

—Eso es todo, John.

—Sí, milady. —El criado hizo una reverencia cuando ella lo despidió y se retiró por una puerta al fondo de la estancia hasta que ella le necesitara de nuevo, lo cual, según todo parecía indicar, sería pronto.

Elena se inclinó hacia delante al percatarse de que lady Westwood se frotaba las manos con el ceño fruncido.

—¿Prefiere usted que sea yo quien sirva, milady?

—Oh, querida, tenga la bondad de hacer los honores. Este frío no le sienta nada bien a mis articulaciones. —Dejó escapar otro suspiro de tristeza—. Aunque me temo que solo puede ir a peor. Antes de que nos demos cuenta tendremos el invierno encima. Y, con él, la nieve. —Puso mala cara mientras Elena servía el té en las tazas.

—Bueno, al menos no tiene problemas con el servicio —comentó—. Aquel criado parece cuidarla bien.

—¿Se refiere a John, el lacayo? Sí, bueno, simplemente se esfuerza en ser amable conmigo con la esperanza de que le deje algunas libras cuando muera. 

—Suspiró ceñuda—. Es muy astuto por su parte, pues dudo que aguante hasta la primavera.

—Milady, no diga eso.

—Ah, pero si es cierto. Aunque tiene usted razón. Es mucho mejor que su predecesor, teniendo en cuenta que solo lleva unas semanas trabajando aquí. El último sinvergüenza salió corriendo en cuanto cobró su salario. ¿Se lo puede imaginar? Se marchó sin decir una sola palabra después de haber estado años a mi servicio.

—Vaya.

—Peter nunca fue demasiado útil. John es una enorme mejora, aunque nunca sonríe.

—En cualquier caso, no es mal parecido —bromeó Elena en voz baja.

Lady Westwood soltó una carcajada dejando, por un instante, la tristeza a un lado.

—¡Muy cierto! Un rostro atractivo nunca es un inconveniente en este mundo, pertenezca a criado o a un príncipe.

Las dos mujeres rieron de manera conspirativa. Elena ojeó discretamente el retrato sobre la chimenea mientras le entregaba una taza de té a lady Westwood.

—Y hablando de rostros apuestos, ¿me permite que le pregunte quién es el caballero del cuadro?

—Ah. —Los huesudos hombros de la condesa se encorvaron y las risas se apagaron momentáneamente—. Es mi Drake. Mi hijo.

—Es muy apuesto.

—Lo era, querida. Fue a reunirse con el Señor.

—¡Oh... lo siento!

—Sí, aquella urna contiene sus cenizas.

—¡Le ruego que me perdone! No lo sabía.

—Estese tranquila. —Lady Westwood agachó la cabeza.

Sin embargo Elena se sintió confusa enseguida. En la carta que Virgil escribió a Damon había mencionado a Drake, pero el escocés había informado que alguien lo había visto... vivo.

—¿Cuándo falleció? —preguntó con voz queda.

—Hace casi un año.

—¿Fue en... si me permite preguntarlo... en la guerra?

—No, no, a mi Drake nunca le interesó la política. Hay quienes lo consideraban un granuja, querida, y francamente no se equivocaban demasiado. —Se estremeció y apoyó la taza sobre el regazo—. Lamento decir que pasó la mayor parte de su vida buscando el placer. Murió en el extranjero. Le dije que no se fuera, pero no era capaz de permanecer mucho tiempo en un mismo lugar. Oh, ha sido tan horrible... Ahora las dos ramas de la familia se pelean por ver quién se queda con el título. Al menos se me permite vivir aquí hasta que los abogados puedan determinar cuál de mis sobrinos tiene más derecho.

—Lamento enormemente su pérdida. —Elena alargó la mano y la posó sobre el delgado antebrazo de la dama—. Debe de resultarle insoportable sobrellevar todo esto. No sabía nada.

—Ruego a Dios que nunca tenga que conocer el dolor de perder a un hijo, querida, o de ver que su querido retoño va por el mal camino. Aunque me temo que es algo generalizado.

Elena sintió que un gélido puño le apretaba el corazón.

—¿Hay algo que pueda hacer por usted? —preguntó con voz suave.

La anciana esbozó una sonrisa afligida.

—Ya lo ha hecho al visitarme. Me habría gustado que mi Drake conociera a una joven como usted. Por desgracia desperdició su vida con mujeres de dudosa moral y murió antes de haber podido enamorarse.

Elena sonrió a lady Westwood con tristeza y se recostó en la silla. Al menos ya empezaba a dilucidar un posible motivo por el que Virgil querría que Damon fuera a aquella casa a ver a la mujer. Habida cuenta del tiempo que su esposo había pasado en Europa, era posible que hubiera conocido a Drake. Elena ignoraba por completo lo que estaba pasando pero, por el bien de la condesa, esperaba de todo corazón que aquel granuja que la dama había tenido por hijo estuviera aún con vida.

—Lady Westwood, ¿cree... que su hijo pudo conocer a mi esposo?

La condesa se volvió para mirarla fijamente.

—Sí, querida, estoy segura de que se conocían.

En aquel momento Elena sintió que alguien la observaba. Echó un vistazo de forma pausada y vio que el lacayo John tenía los ojos clavados en ella. Santo cielo, al diligente criado parecía no agradarle que hiciera preguntas que pudieran disgustar a su frágil señora.

Un movimiento al otro lado del ventanal captó su atención en ese preciso instante. Cuando dirigió la vista hacia allí pudo ver a Damon galopando a lomos de su caballo por el camino de entrada.

—Bueno, parece que mi marido me ha encontrado al fin —comentó con entonación displicente—. Es extremadamente protector. Tenía la sensación de que tal vez me estuviera buscando.

—Recién casados. —Lady Westwood esbozó una sonrisa.

—Si me dispensa unos momentos saldré a saludarlo y le aseguraré que estoy bien, para que cuando entre no parezca un oso arisco.

La condesa rió entre dientes.

—Como desee, lady Rotherstone.

Elena dejó la taza de té sobre la mesa y abandonó la salita, dirigiéndose a la puerta principal. «Va a ser interesante», pensó, y se preparó para capear el temporal.

Cruzó las magníficas columnas de la entrada y descendió lentamente la escalinata del pórtico principal al tiempo que Damon llegaba a la casa, vestido de negro de la cabeza a los pies como aquel día en Bucket Lañe.

No se había puesto sombrero y llevaba el cabello despeinado y las mejillas enrojecidas por el viento y el sol. Sus claros ojos eran dos llamas coléricas cuando los dirigió con fiereza hacia ella al detener el caballo, que estaba sin resuello, y se bajó de la montura.

Uno de los mozos de cuadra de lady Westwood se apresuró a hacerse cargo del animal. Damon ni siquiera le dirigió una mirada al muchacho, pues la tenía fija en su esposa.

Cuando se aproximó airado, Elena se estremeció, en parte temerosa ante su reacción y en parte aliviada al comprobar que le importaba lo suficiente como para ir a buscarla.

Como buena esposa, reparó distraídamente en que no se había afeitado antes de salir de casa. Debía de haber partido a toda prisa tan pronto vio el escueto mensaje que le había dejado en el espejo. Eso le proporcionó cierta satisfacción a Elena. Pero aquella barba incipiente le confería un aspecto más severo y peligroso del acostumbrado. Aunque en lugar de temerlo su mente se llenó con las imágenes del acto amoroso salvaje de la noche anterior.

A pesar del dolor, de la cólera y de las ganas de estrangularlo, una alarmante oleada de lujuria se había apoderado repentinamente de Elena cuando Damon llegó hasta ella.

—Hola, cariño —la saludó Rotherstone con frialdad.

Elena le obsequió con una sonrisa y un respingo cuando él se inclinó para besarla en la mejilla, con los ojos cargados de reproche.

—Me alegra verte aquí.

—Lady Westwood asiste a la misma iglesia que yo en la ciudad —respondió—. ¿Lo sabías?

—Bueno, mi jovencita de sociedad, tú conoces a todo el mundo, ¿verdad? —replicó mientras se miraban el uno al otro.

—Parece que a todos menos a ti, milord.

Damon se estremeció pero no dio muestras de ceder.

—No deberías estar aquí.

—¿Por qué? ¿Qué es lo que sucede?

—Calla —le ordenó en un áspero susurro cuando el mayordomo les abrió la puerta.

—¿Que me calle? —replicó indignada bajando la voz igual que había hecho él

—. ¿Cómo te atreves a decirme algo así? ¡Permíteme que te recuerde que no estás en condiciones de darme órdenes!

—¡Soy tu marido! Y en cuanto a ti —susurró furioso mientras la tomaba del codo y la conducía de nuevo dentro—, estás con el agua al cuello y no tienes ni idea de a lo que te enfrentas. Si fastidias esta investigación, podrías poner en peligro a toda Inglaterra, de modo que te sugiero que mantengas los ojos abiertos y la boca cerrada. Sigue mis indicaciones; guarda la calma pase lo que pase, y más tarde arreglaremos las cosas entre nosotros.

—Bueno, no comprendo cómo una frágil anciana podría representar tan terrible amenaza para el reino —dijo la joven entre dientes mientras entraba de nuevo en la casa.

—Te lo advierto —respondió Damon con una entonación grave y afable justo cuando pasaron junto al lacayo John y entraban en la sala.

—Lady Westwood —saludó Damon a la condesa empleando aquel condenado encanto.

Elena hizo las presentaciones.

—¡Le ruego disculpe mi aspecto! —dijo Damon. Esbozó una deslumbrante y picara sonrisa al tiempo que se sacudía el ligero polvo del camino—. Me preocupé cuando mi esposa no regresó de su paseo después de un par de horas y me puse a buscarla.

—Oh, pero si te dije que estaría a salvo. Mi esposo se piensa que soy una cabeza de chorlito.

—¡En absoluto, cariño! —La besó en la mano y sonrió de nuevo a su anfitriona

—. Es deber del marido preocuparse. No pienso consentir que salgas corriendo alegremente, querida mía. No voy a tolerarlo.

Lady Westwood rió entre dientes al presenciar la conversación de la pareja, ajena a la fuerte tensión que subyacía entre ellos.

—Como le contaba a su señoría —dijo Elena—, simplemente pasé por aquí y fui incapaz de resistirme a hacerle una visita.

Damon la miró de reojo y la torva expresión de impaciencia de sus ojos le indicó a Elena lo que pensaba de la coartada que le había contado a la anciana.
Pero claro, ella no era una mentirosa consumada como Damon. Elena le brindó una sonrisa falsa como respuesta.

—En cualquier caso, espero no importunar —le dijo a la condesa—. Es típico de mi diligente esposa aprovechar la más mínima oportunidad para saborear su ración de escándalos. —Señaló el servicio de té con aire afable.

—Qué vergüenza, milord, no hemos estado chismorreando. Mucho menos sobre ti —le aseguró Elena de forma cortante.

—Estaba empezando a aburrir a su querida esposa con historias sobre mi Drake.

—¿Aburrirme? ¡Qué disparate! —replicó Elena.

—¿Drake? —repitió Damon con inocencia.

Elena lo miró de soslayo.

—Mi hijo —contestó lady Westwood—. Tenía la impresión de que usted lo conocía.

Damon guardó silencio un instante.

—No logro recordar —repuso en un tono cordial, y se encogió de hombros.

—Ese es su retrato —dijo Elena, comenzando a sospechar—. ¿No te resulta familiar?

—Bueno, puede que haya ido al colegio con él —adujo el marqués pausadamente—. Pero la persona que recordaría sería un niño. ¿Tiene algún retrato de cuando era más joven?

Lady Westwood se animó.

—¡Oh, sí! ¿Le gustaría verlo?

—Mucho, señora. No se moleste, milady —se apresuró a responder cuando la anciana se dispuso a levantarse. Damon reparó en la dificultad de movimientos de la condesa y meneó la cabeza—. Indíqueme el camino y yo lo traeré.

—Oh, pero se encuentra en su antigua habitación del piso superior.

Damon la obsequió con su sonrisa más deslumbrante.

—¿Qué puerta?

—La primera a la derecha. Pero le pediré a John que...

—No es necesario. —Inclinó la cabeza con una cálida sonrisa—. Vuelvo en un abrir y cerrar de ojos.

Elena estaba fascinada. ¿Qué demonios se traía entre manos?
La explicación de Damon parecía muy simple, pero a tenor de la carta de Virgil, alcanzó a comprender que su esposo quería entrar en el dormitorio de Drake, sabía Dios para qué.

De acuerdo. Suponía que la mejor manera de obtener respuestas era ayudarlo.
Procuró entretener a lady Westwood mientras él estaba ausente, pero tal vez debiera haberse preocupado más por el lacayo John. El criado estaba de pie junto a la entrada con aspecto irritado, mirando ceñudo en la dirección que había tomado Damon.

—Es un encanto. —Lady Westwood hablaba afectuosamente de aquel hombre desconcertante y exasperante, de aquella incógnita llamada lord Rotherstone.

—De cuando en cuando —reconoció Elena—. Veo que su lacayo es tan protector como mi esposo. —Señaló con la cabeza hacia John, que escuchó también esas palabras.

Lady Westwood sonrió.

—No es necesario que te preocupes tanto, John. —Elena alzó la voz con sarcasmo—. Que yo sepa, mi esposo no es un ladrón. «Solo un embustero.»

Pero, para su sorpresa, John no dio muestras de que su frívola broma le hiciera gracia alguna. El criado le devolvió la sonrisa con una mirada gélida y, acto seguido, abandonó la estancia para ir tras Damon.


De acuerdo, tenía que reconocerlo. Podría estrangular a su esposa por haber ido a esa casa, pero la visita cordial de Elena a la solitaria anciana parecía mucho menos sospechosa que si él se hubiera presentado sin más, tal y como tenía planeado.

Era lógico que conociera a lady Westwood. Su condenada esposa parecía conocer a todo el mundo en Inglaterra. Varias eran las cosas que habían preocupado a Damon. La principal, la seguridad de Elena. Sin embargo, en cuanto la vio allí, de pie en el pórtico, pasó a un primer plano aquello que más lo inquietaba después de eso: la comprensible cólera que sentía por él.

Las dos facetas independientes de su vida comenzaban a colisionar y a destruirse mutuamente, y Damon no tenía ni idea de qué debía hacer.
«No», se corrigió. Sabía exactamente lo que tenía que hacer. El problema era que eso podía costarle todo cuanto tenía.

Después de subir con sigilo la escalera y encontrar las dependencias de Drake, compuestas por una salita, un dormitorio y un vestidor, Damon se puso a registrarlas de forma metódica en busca de algo útil.

Era posible que durante su última visita Drake pudiera haber dejado alguna señal reveladora acerca de las pistas que podría haber estado siguiendo cuando desapareció.

Mientras Damon recorría los aposentos buscando pistas por todas partes, continuaba debatiendo consigo mismo sobre cuánto debía revelarle a Elena, si es que al final le contaba algo.

Hablarle acerca de la Orden cambiaría por completo la imagen que ella tenía y Damon no contaba con que fuera a complacerla. Tal vez empeorara las cosas. Quizá fuera mejor para ella no saber nada sobre la carga que recaía pesadamente sobre la familia de la que ya formaba parte. No quería ni imaginar cómo reaccionaría cuando le contase que, un buen día, tendrían que entregar a su propio hijo a algún futuro Buscador, igual que él había sido entregado a Virgil hacía veinte años.

Además, hablarle a Elena sobre la Orden significaba inevitablemente depositar en ella la seguridad de la red secreta. Cada nuevo miembro que accedía a aquel mundo de engaños se convertía en un nuevo riesgo para todos.

Confiarle su propia vida a la mujer a la que amaba no era difícil, pero revelarle la existencia de la Orden significaría colocar también las vidas de Rohan, Jordán y Virgil en sus manos; y a través de ellos, las del resto de agentes de campo. Ellos estaban adiestrados para guardar secretos, se lo habían inculcado con sangre, pero ella no. Los prometeos podrían capturarla y utilizar el miedo y las amenazas para sonsacarle cualquier información que él le confiara.

Solo hacía falta un único eslabón débil en la cadena para que la causa estuviera perdida. Oh, Dios, no podía contárselo. Sus más íntimos amigos, los únicos que en realidad tenía, podrían llegar a odiarlo por ello.

Pero, por otra parte, si no le revelaba la verdad acerca de sí mismo arruinaría su matrimonio y perdería el corazón de la única mujer a la que había amado.
Damon se aferraba a la esperanza como si fuera la última hebra de una cuerda de salvamento deshilachada que podría sacarlo del atolladero. Quizá Elena aceptase no conocer toda la verdad, como una esposa normal y corriente. Pero Damon era consciente de que esa no era la clase de matrimonio al que ella había accedido en el granero de la posada de Los Tres Cisnes.

Finalmente había ganado su mano prometiéndole que podrían hacer una patria propia, establecer sus propias reglas. Y también le había prometido ser sincero con ella, tanto como le fuera posible.

Debatiéndose con angustia, guardó aquel embrollado asunto en un rincón de su mente por el momento y acometió con ímpetu la misión que tenía entre manos.
¿Hasta qué punto los agentes de generaciones pasadas de la Orden le habían contado la verdad a sus esposas acerca de sus actividades? Esa cuestión hacía que Damon se preguntase si la anciana lady Westwood sabía algo sobre los verdaderos motivos que habían llevado a Drake a partir hacia Europa.
Su propia madre apenas llegó a saber nada. Era costumbre no implicar a las mujeres.

Dios, estaba furioso consigo mismo por haber sido tan descuidado, por haber permitido que Elena descubriera que llevaba una doble vida. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido?

No era habitual en él; daba la impresión de que una pequeña y obstinada parte de él hubiera deseado que lo pillasen. «Qué idea tan alarmante.» Contra toda lógica, parecía que se hubiera saboteado a sí mismo para que su querida Elena pudiera al fin conocerle a fondo y que el amor que compartían lograra ser completo...

Damon sintió una presencia al otro lado de la puerta del dormitorio de Drake, la cual había cerrado. Se quedó inmóvil y acto seguido miró la parte inferior. A través de la franja de luz que se colaba por la rendija pudo distinguir la sombra de unos pies.

Alguien estaba espiando sus movimientos dentro del dormitorio. Damon era consciente de que no se encontraba solo cuando la puerta se abrió de golpe al cabo de un momento, como si quisieran tomarlo por sorpresa.

El alto lacayo le hizo una reverencia con comedido respeto, pero la mirada beligerante que denotaban esos ojos revelaba desaprobación.

—¿Puedo ayudarle, señor?

—Ah, sí, magnífico. —Damon tiñó su voz de despreocupación, pero al lacayo no parecía agradarle que fisgonease—. Lady Westwood me pidió que buscara un... retrato infantil de su hijo. No consigo encontrarlo.

El criado se encaminó hasta la estantería y cogió un cuadro en miniatura con un marco dorado.

Damon simuló una sonrisa avergonzada.

—Ah... naturalmente. Lo tenía justo delante de los ojos.

—¿Desea alguna otra cosa, milord? —inquirió el hombre con cierta impertinencia.

—No, no. Esto... gracias por su ayuda.

El lacayo continuó sin moverse de donde estaba, dejando claro que no pensaba marcharse hasta que Damon lo hiciera. Miraba los bolsillos del marqués como si los estudiara para comprobar si se había llevado algo de la habitación.

Damon era consciente de que su comportamiento debía de parecer un tanto extraño. Dado que no se le ocurría ninguna otra excusa que explicase que estuviera fisgando entre las pertenencias del hijo de lady Westwood, supuestamente fallecido, esbozó una sonrisa altanera y salió del cuarto con el retrato infantil del agente en la mano.

Maldición, ¿dónde podría haber ocultado Drake las pistas concluyentes que posiblemente hubiera dejado tras de sí antes de su captura?

El irritado lacayo lo siguió como si fuera su sombra de regreso a la sala, donde Rotherstone entregó educadamente a lady Westwood el retrato.

La condesa lo tomó y pasó la mano por él con devoción.

—Encargamos este retrato antes de que se marchara al colegio.

—Era un muchacho muy guapo —comentó Elena.

—Se parecía a su padre. Y bien, ¿conocía usted a mi Drake, lord Rotherstone?

—Sí, creo que una vez nos enzarzamos en una brutal pelea a puñetazos en el colegio. —Sonrió. Lady Westwood se echó a reír.

—Sí, parece típico de él. ¿Recuerda por qué motivo discrepaban?

—Por alguna cuestión menor relacionada con el honor, me parece. Aunque no logro recordar los detalles. Fue hace mucho tiempo. —Damon notó que el lacayo continuaba mirándolo fijamente desde el umbral de la sala—. Ejem. 

Estuve a punto de no encontrarlo, pero su criado tuvo la bondad de indicármelo.

—El lacayo John —lo informó Elena.

—Verá, justamente le estaba contando a su esposa que este hombre se me ha hecho indispensable pese a que solo lleva dos meses aquí. No sé cómo me las he podido arreglar sin él.

—Dos meses. —Aproximadamente el mismo tiempo que había pasado desde su boda, el día en que había visto a Drake. Damon fijó la mirada en el hombre—. ¿Es eso cierto?

El lacayo John, al parecer sin poder remediarlo, se enfrentó a su mirada de un modo en que ningún criado normal se atrevería a hacerlo.

—¿Dónde sirvió antes? —inquirió Damon, acercándose a él y colocando a las dos mujeres detrás.

—Estuve trabajando para una familia cerca de Cambridge, milord.

—¿Cómo se llamaban? —Los Lamb.

—Entiendo. Lady Westwood, ¿qué la movió a contratar a este tipo? ¿Una repentina e inesperada vacante en su personal tal vez?

—Caray, así es, milord. ¿Cómo lo ha sabido? Damon entornó los ojos sin apartar la vista del hombre.

—Lo he... adivinado.

John salió corriendo sin previo aviso, pero Damon, que ya lo esperaba, actuó rápidamente y fue tras el lacayo... o, más bien, el espía prometeo.

Elena se quedó boquiabierta cuando su esposo salió disparado de la habitación en pos del lacayo.

—¡Santo cielo! —farfulló lady Westwood a cierta distancia por detrás de Elena mientras esta se asomaba sin demora al pasillo para ver dónde habían ido.

—¡Quedaos ahí! —bramó Damon por encima del hombro. La orden iba asimismo dirigida al resto de los criados, que también se habían apresurado hacia la escena con alarmante celeridad.

El lacayo John salió a toda prisa por una puerta trasera con Damon pisándole los talones.

Elena entró de nuevo en la sala y se acercó a la ventana sin perder un minuto, justo a tiempo de ver al criado cruzando como un rayo la terraza elevada. Saltó la baja balaustrada de piedra y se dejó caer al césped en el momento en que Damon aparecía a escasa distancia por detrás de él. John apenas había dado dos o tres pasos cuando Damon saltó también y cayó sobre él, derribándolo.
Ambos hombres rodaron por la verde superficie justo por debajo de la ventana e intercambiaron varios puñetazos antes de ponerse en pie y dar vueltas en círculos como un par de leones rivales.

Elena ahogó un grito cuando el lacayo sacó una navaja. Señor, por furiosa que estuviera con su marido no deseaba ver cómo lo apuñalaban ante sus ojos.
John se abalanzó salvajemente sobre Damon, que se hizo a un lado al tiempo que arremetía contra el brazo del hombre y aprovechaba después el impulso del ataque para tirarle boca abajo al suelo.

Damon sacó su pistola antes de que el lacayo pudiera levantarse y lo encañonó con ella en la parte posterior de la cabeza mientras le advertía que no se moviera.

Elena se apartó de la ventana y echó a correr sin dirigirle una sola palabra a lady Westwood, que se quedó sentada allí, pálida y presa de la conmoción.

Cuando salió apresuradamente por la puerta trasera que Damon había utilizado se encontró con que el resto de los criados varones se había presentado en tropel en la terraza y parecía que la violencia que se había desatado había provocado algo semejante a un motín.

—¡Qué todo el mundo mantenga la calma, por favor! —Ordenó Damon—. ¡Todo está bajo control! Traigan una cuerda para atarlo.

—¿Qué es lo que ha hecho? —exigió saber otro lacayo.

—Este hombre es un fugitivo —proclamó Damon ante los demás criados—. 

Consiguió el empleo de manera fraudulenta. Apostaría mi mejor caballo a que su predecesor en el puesto yace en alguna parte de estos jardines, en una tumba poco profunda.

—¡Miente! —gritó John desde el suelo.

—¡No te muevas y mantén las manos detrás de la cabeza!

—¿Peter? ¿Asesinó a Peter? —murmuraron los criados entre sí.

—¿Por qué lo hizo? —preguntó a voz en grito la rolliza ama de llaves.

—Está implicado en la desaparición de lord Westwood —declaró Damon—. Me lo llevo detenido. Bien, ¿van a traerme esa cuerda?

—¡Hagan lo que les dice! —ordenó Elena con mirada dura.

Uno de los mozos de cuadra de lady Westwood le acercó sin demora una correa de cuero de casi un metro de longitud.

—¿Valdrá con esto?

Damon asintió y la cogió.

—¿Elena?

—¿Sí, milord?

—Ven aquí.

La joven se aproximó con el corazón desbocado.

—No dejes de apuntarle con la pistola. Si te digo que dispares, disparas. ¿Puedes hacerlo?

Elena parecía conmocionada cuando lo miró, pero luego bajó la vista hacia el hombre que había intentado apuñalar a su esposo y asintió. Damon le entregó la pistola y ella apuntó al tipo, sujetándola con ambas manos, mientras su esposo ataba rápidamente las muñecas de John a la espalda con un diestro nudo que habría impresionado al mismísimo almirante Nelson.

—Su marido está loco, lady Rotherstone. ¡Se lo suplico, deténgale!

—No te atrevas a dirigirte a ella.

—¡No sé qué está pasando! —insistió el falso lacayo.

—Ah, ¿de veras? —Con un gesto sucinto, Damon le indicó a Elena que retrocediera un par de pasos. A continuación tiró del hombre para ponerlo en pie.

Elena no dejó de apuntar a John mientras oía el atronador latido de su corazón.
Rotherstone hizo al hombre darse la vuelta bruscamente para mirarlo a la cara. Acto seguido lo agarró de las solapas y, sin previo aviso, le arrancó los botones superiores de la casaca revelando la zona del corazón. Elena alcanzó a ver una marca redonda en el pecho del lacayo que bien podía estar marcada a fuego o 
tratarse de un tatuaje.

En el rostro del marqués apareció una expresión de repulsa.

—Conque lacayo, ¿eh? Qué extraña profesión para alguien que lleva el Non serviam.

John le escupió como respuesta pero, aunque Elena se quedó anonadada, Damon se negó a morder el anzuelo.

En su lugar dirigió una fría sonrisa burlona al prisionero mientras sacaba el pañuelo y se limpiaba el esputo de la chaqueta.

—Tal vez te convenga cuidar tus modales de ahora en adelante —le aconsejó—. Allí a dónde vas no ven con buenos ojos esta clase de impertinencias.

—¿A eso se rebaja ahora la Orden? —Preguntó despectivo el falso lacayo—. ¿A utilizar a sus mujeres como distracción? Sois un hatajo de cobardes.

—Al menos no tomamos a ancianas como rehenes y las retenemos en sus propias casas —respondió en voz baja, mirando después a los demás—. ¡Vosotros, volved al trabajo! ¡Comprobad cómo se encuentra lady Westwood! 

Debéis salvaguardarla hasta que pueda conseguirle protección a su señoría.

—¿Salvaguardarla? Milord, ¿está en peligro nuestra señora? —inquirió el desconcertado primer lacayo.

—Simplemente estad alerta y no dejéis que entren más desconocidos en la casa.

La condesa se reunió con ellos en esos momentos ayudándose del bastón.

—Lord Rotherstone, ¿qué significa todo esto?

—¡Señora, su señoría dice que John mató al lacayo Peter para conseguir su empleo y que podría tener que ver con la desaparición de lord Westwood! —le comunicó el primer lacayo.

Elena se apresuró a sujetar a la dama, pero en lugar de parecer abrumada, la anciana condesa daba la impresión de poder aclarar todo aquello mejor que ella.

Lady Westwood irguió los huesudos hombros mientras se apoyaba en el bastón.

—¡Haced todo cuanto diga lord Rotherstone! —Ordenó al personal—. Obedecedle... por mi bien.

Al menos había una mujer en aquel lugar que confiaba en su esposo, pensó Elena confusa.

Damon asintió agradecido. Después de inmovilizar bien al prisionero, encargó a algunos de los criados que vigilaran a John para que pudiera hablar con la madre de Drake.

Al cabo de un momento los tres regresaron a la sala, donde el té se había quedado frío.

—Lady Westwood, me disculpo por lo sucedido hoy. Pero no debe perder la esperanza —dijo Damon cuando ella tomó asiento de nuevo—. Tenemos motivos para creer que Drake pueda estar vivo.

—¿Vivo? —susurró la anciana.

—¡Damon! —farfulló Elena.

La condesa se agarró a los brazos de la silla.

—Oh, Dios mío, en el fondo de mi corazón lo sabía. —Miró hacia la repisa de la chimenea—. Sabía que esas cenizas no podían ser suyas. Sabía que, de algún modo, en alguna parte, mi hijo seguía con vida.

—Bien, su instinto maternal ha resultado ser tan acertado como su memoria. 

Tenía razón cuando dijo que yo conocía a su hijo. Lo conocía bien, de jóvenes éramos como hermanos. La cuestión es que creo haber visto a Drake en Londres hace aproximadamente seis semanas.

Ambas mujeres se quedaron asombradas.

—No sabemos por qué se niega a ponerse en contacto con la Orden —prosiguió Damon con expresión tensa—. Suponemos que corre algún tipo de peligro, pero nuestro objetivo es descubrir quién lo retiene y recuperarlo sano y salvo. ¿Comprende lo que le digo?

—Sí —susurró la anciana—. Oh, sí.

—¡Yo no! —intervino Elena, fulminándolo con la mirada.

Damon ignoró a su esposa, pues los ojos de lady Westwood se habían llenado de lágrimas.

—Oh, si mi hijo estuviera vivo, lord Rotherstone... ¿Qué quieren Virgil o usted que haga? ¡Haré lo que sea!

—Si Drake intenta comunicarse con usted, envíe a buscarme antes de responderle, por si se tratara de una trampa —le indicó Damon—. Debe escribirme a esta dirección. —Se acercó hasta el secreter, tomó una hoja de papel y escribió unas pocas líneas—. Mi contacto en este lugar se asegurará de que reciba su mensaje al cabo de veinticuatro horas. No responda hasta que tenga noticias mías. ¿Lo hará?

—Sí, sí. —Tomó la hoja, la leyó y luego alzó la vista confusa—. ¿Una sombrerería?

Damon esbozó una sonrisa atribulada.

—Una tienda concurrida ayuda a encubrir nuestras idas y venidas.

—¿Puedo hablar contigo? —interrumpió al fin Elena, una vez que la conversación entre la condesa y su marido pareció terminar.

Damon la miró con cautela y asintió. Elena entró en la oscura y desierta sala de música que se encontraba al lado seguida por su marido. Deseaba con todas sus fuerzas darle un puñetazo, pero cuando se volvió hacia él, fue incapaz de escapar de la emoción más apremiante: la preocupación.

—¿Qué sucede? ¿Qué es la Orden de la que hablas?

El la miró fijamente.

—¿Has resultado herida en la pelea?

—Me encuentro bien.

Elena meneó la cabeza, confusa.

—¿Quién es Drake, por qué te atacó el lacayo y cómo puedes darle esperanzas a una pobre anciana antes de saber a ciencia cierta si su hijo está vivo?

—Estoy tan seguro como puedo estarlo en este momento, y creo que la esperanza es lo único que le queda para seguir aferrándose a la vida. ¿Has visto ese santuario de ahí... el retrato? Lo que contiene la urna no son sus cenizas.

—¿Cómo lo sabes?

—Eso no importa. Tengo que llegar a Londres. Si la gente que infiltró a John en Westwood Manor actúa de nuevo contra la condesa, la mujer tiene que ser consciente de a lo que se enfrenta.

—¿Y yo no? —La rápida réplica pareció tomar a Damon por sorpresa—. ¿Pretendes mantenerme en la ignorancia, esposo?

Él bajó la cabeza, dudando.

—¿Tengo alguna otra alternativa?

—No si aún quieres que tengamos un futuro junto.

Damon levantó la vista furioso.

—¿Me estás amenazando? ¿Con qué? ¿Con el divorcio?

Las lágrimas empañaron los ojos de Elena.

—¿Cómo vamos a tener una vida en común si no me dices lo que está pasando?

Damon la agarró, implorante, del antebrazo.

—Tienes que confiar en mí. Elena, por favor.

—¿Cómo voy a hacerlo? —gritó, zafándose de él—. ¡Ni siquiera te conozco! ¡Cómo te atreves a pedirme que confíe en ti cuando no sabes contar más que mentiras!

—No lo entiendes... ¡Tengo un deber que cumplir!

—¡Que, al parecer, te importa más que yo! —le gritó a la cara mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas.

—¡No! —Le agarró los brazos—. Elena, para mí tú eres lo más importante en este mundo. ¡Intento protegerte manteniéndote fuera de todo esto! Tienes que creerme. Por favor —susurró.

Elena se liberó de aquellas manos.

—No. Ya hemos pasado por esto, Damon. Lo lamento. No puedes tenerlo todo. He llegado demasiado lejos contigo como para que me cierres la puerta en las narices. No lo consentiré. En este momento no sé quién eres en realidad y no puedo soportarlo. Eres mi marido y actúas como un extraño. Intento amarte, pero has de decidir. Puedes tener lo que compartimos anoche —le dijo pausadamente, recordándole adrede cómo lo había seducido—, o puedes volver a quedarte solo. La decisión es tuya.

—Eres despiadada —susurró, sacudiendo la cabeza mientras la miraba fijamente—. Has aprendido bien, milady.

—Me ha enseñado el mejor —replicó—. Bien, ¿qué eliges?

Damon clavó los ojos en ella durante largo rato. Elena se negaba a ceder. Su marido tenía que saber que el amor que compartían pendía de un hilo... y que ese hilo estaba en sus manos.

Finalmente él asintió con tristeza de forma casi imperceptible.

—De acuerdo. De todos modos estarás más segura conmigo. Esperemos que no tengamos que lamentarlo.

—¿Qué vas a hacer con ese hombre?

—Vamos a llevarlo a Londres.

—¿Con qué objeto?

—El de costumbre, Elena. Para poder darle una paliza hasta que se derrumbe y nos diga lo que sabe... En este caso, dónde está Drake. —La miró con dureza—. ¿A qué te alegra haber preguntado, señorita curiosa?

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