CAPITULO 14
Londres le resultaba familiar.
Drake conocía los nombres de las calles y los
edificios emblemáticos, pero no era capaz de recordar por qué los sabía. Aunque
su memoria continuaba seriamente dañada, estaba recobrando las fuerzas.
Habían llegado hacía unos días tras un duro viaje
desde Baviera y se había instalado en el suntuoso hotel Pulteney, donde James
se alojaba.
La primera mañana, durante el desayuno, James le
había entregado a Drake un ejemplar del Post y le pidió que leyera el periódico
todos los días, señalando cualquier nombre que le resultase familiar. Drake
había accedido a ello de forma voluntaria.
Lo que más deseaba era conocer su propio nombre.
Cuando pasaron unos días sin que se hubiera
producido ningún progreso, James lo abordó por la noche con una amplia sonrisa
dibujada en los labios.
—Muchacho, tengo un regalo especial para esta noche.
Acompáñame.
—¿Adónde me lleva? —se apresuró a preguntar. Una
expresión de alarma se reflejó en sus ojos angustiados. Aún era presa del miedo
tras el calvario por el que había pasado a manos de los torturadores.
—No te inquietes, Drake. Has estado recluido durante
mucho tiempo.
Consideramos que no te vendría mal disfrutar de una... compañía
agradable —le dijo James de forma sutil mientras lo hacía salir a la oscura
calle iluminada por los faroles.
—¿A qué se refiere?
Talón esbozó una sonrisa lobuna.
—Vamos a conseguirte una mujer.
—¿Con qué objeto? —repuso Drake.
El ayudante de James se echó a reír.
—¿Has olvidado incluso qué hacer con una mujer? Eh,
no te preocupes, ya lo recordarás.
Dicho aquello, lo empujó dentro del carruaje de
James.
Un momento después se ponían en marcha. Drake miró a
James con preocupación, pero su anciano protector se limitó a asentir con la
cabeza para darle ánimos.
En breve llegaron a la Royal Opera House situada en
Haymarket. El cochero detuvo el vehículo delante del magnífico teatro, donde
aficionados al arte ataviados con sus mejores galas se paseaban en pequeños
grupos de amigos o en parejas.
—Aguarda aquí —le ordenó James mientras él se apeaba
del carruaje—. Voy a buscarte una acompañante adecuada para la velada. Talón,
ten la bondad de mantener la cortinilla echada.
James no deseaba que nadie viera a Drake. Podía
haber agentes de la Orden en cualquier parte.
Por ese motivo se había cuidado de mantener al
cautivo encerrado en el carruaje o en sus habitaciones en el hotel desde que
llegaron a la ciudad. No quería que los enemigos del Consejo accediesen a Drake
antes de saber con certeza quién era ese hombre.
Aunque James se había encariñado en cierto modo con
su dócil prisionero, se le estaba agotando la paciencia con la incapacidad de
Drake para recordar su nombre completo. Talón, como era natural, jamás se había
creído del todo la pérdida de memoria de Drake pero, por desgracia, James había
concebido otro modo de intentar averiguar la identidad real del agente
capturado.
Lo que necesitaba era encontrar a alguien que
tuviera un interés personal en saber quiénes eran todos los hombres poderosos
de Londres, meditó James mientras recorría con la vista a los congregados fuera
del teatro. Una tercera persona desinteresada con don para la discreción.
Concretamente una de las cortesanas destacadas de la
ciudad.
Su mirada recayó sobre una voluptuosa dama de la
noche ataviada con una elaborada y aparatosa peluca rubia y un vestido
escarlata, con un escote tan profundo que dejaba ver parte de los pezones. Un
collar de diamantes en el cuello y una estola de visón sobre los hombros
completaban su atuendo. La mujer estaba fumando un cigarrillo mientras jugaba
con los afectos de tres jóvenes petimetres llegados de Oxford, probablemente
para los días de asueto de la festividad de San Miguel.
James se acercó con andares pausados a la cortesana
e interrumpió su diversión. Como todas las de su clase, conocía bien el olor
del verdadero poder, y abandonó a los muchachos para cogerse del brazo que
James le ofrecía, sin importarle que fuera un hombre viejo y frágil.
—¿Qué puedo hacer por usted, señor? —preguntó. Con
descarada coquetería, le dio un toquecito en la mejilla a James con el abanico
de seda.
—¿Son diamantes auténticos? —preguntó divertido.
Ella sacudió la ceniza del cigarro y dijo:
—Me los he ganado.
James rió entre dientes con aire cortés, pero le
quitó el cigarro de los dedos y lo arrojó al pavimento, agitando la mano para
despejar el humo.
—Me pregunto si podría persuadirla para que pasase
un par de horas con mi joven amigo. Está en el carruaje. ¿Me permite que los presente?
La mujer se quedó inmóvil, mirándolo a él y luego al
vehículo con recelo. Señor, esas damas de la noche tenían el instinto de un
gato callejero, pensó James.
—Nadie va a hacerle daño —murmuró el anciano—. Verá,
mi amigo resultó herido de gravedad en la guerra. Hace tiempo que no ha estado
con una mujer.
—Ah. —La mujer de rostro pintado frunció el ceño con
lo que, creía James, era sincera compasión. Al parecer había dado con una
prostituta con corazón bondadoso—. ¿El pobre muchacho perdió algún miembro y
por eso su esposa no lo acepta? ¡Qué cruel!
—No, no. Fue una herida en la cabeza, me temo. Desde
entonces se encuentra... confuso. Creo que el placer de su compañía podría
hacerle mucho bien.
—¡Desde luego que sí!
—¿Me permite que los presente?
—Bueno, queda por discutir el asuntillo de mi
tarifa.
James le colocó discretamente una pequeña bolsa con
monedas en la mano.
—Sea amable con él. Ha sufrido mucho.
—Lo comprendo bien, abuelo. Usted primero.
—Es usted una descarada, ¿no es cierto?
—Lo llevo en la sangre —repuso ella.
James abrió la puerta del carruaje para que subiera,
pero la mujer echó un vistazo con cautela al oscuro interior a fin de
cerciorarse de que todo estaba en orden antes de entrar.
—Hola, encanto. ¿Puedo unirme a usted? He oído que
alguien necesita que lo animen un poco... ¡Oh, Dios mío! —Gritó de pronto,
clavando los ojos en Drake
—. ¡Westie!
Drake la miró confundido.
—¡Westie, de verdad eres tú! ¡Por los clavos de
Cristo, no puedo creerlo! —Le echó los brazos al cuello mientras daba grititos
de alegría, sin reparar en que él retrocedía rígidamente—. Oh, cariño, ¿qué te
ha hecho el malvado de Bonaparte? ¡Ni siquiera sabía que estabas en el
ejército! ¡Pero has vuelto! Oh, Westie, encanto, gracias a Dios que estás vivo.
—¿Westie? —dijo Talón con indolencia.
La cortesana lo miró con dureza por encima del
hombro.
—Es el diminutivo del conde de Westwood,
naturalmente.
—Ah —repuso James, esbozando una sonrisa pausada.
Había estado conteniendo el aliento, pero ya parecían tener la respuesta.
Drake comenzó a menear la cabeza.
—Tiene que haber un error. No he oído ese nombre en
mi vida. No tengo ni idea de quién es esta mujer.
—¡Westie, encanto, soy yo, tu gatita Ginger!
—Desconcertada, miró a James—. ¿No sabe quién es?
—Eso me temo —respondió.
—Lo lamento, señora —logró decir Drake, con la
cabeza gacha y el cuerpo en tensión.
—Ah, pobrecito, no pasa nada. Debes de haber vivido
un auténtico calvario. Pero créeme, hemos pasado noches muy gratas los dos
juntos. —Le plantó un beso en la mejilla que le dejó una marca de carmín.
Drake se la limpió con expresión nerviosa.
—Por favor, llévensela. No la quiero, James.
—Yo me la quedaré —farfulló Talón sonriendo.
La mujer lo miró ceñuda por encima del hombro.
—¿Sabes? cariño —dijo James a la mujer—, podría
ayudar a acelerar su recuperación si nos proporcionara cualquier información
que tenga sobre él. Quiénes podrían ser sus amigos, por ejemplo. Si nos da sus
nombres, podríamos enviarlo con ellos para que lo cuiden.
—Pensaba que ustedes eran sus amigos —replicó la
mujer con otra chispa de cautela y desconfianza en los ojos.
—Y lo somos, por supuesto, pero debe de haber otros.
¿Compañeros suyos?
Ella sacudió la cabeza, como si comenzara a
presentir que algo no iba bien.
—Si no desean cuidar de él, dejen que se venga
conmigo. Necesita las atenciones de una mujer.
—No creo que esté preparado para eso.
—Bueno, yo no soy más que una ramera, viejo
—concluyó, encogiéndose de hombros con descaro—. ¿Qué quieren saber, cuáles son
las posturas que le gustan? Solía venir al burdel a beber y a cantar, entre
otras cosas. Así era el viejo Westie que conocía. No esté inválido —agregó
indiferente, como si tratara de distanciarse de forma deliberada.
Tal vez presentía el peligro que corría.
James fijó la mirada en ella.
—Muy bien. En tal caso, puede marcharse —la
despidió, pese a que sospechaba que estaba mintiendo.
«Adiós y buen viaje», decían los ojos de la mujer,
que devolvió la bolsa con dinero al hombre que se la había dado.
—Quédeselo —la invitó James.
—No lo quiero. Incluso las putas tenemos nuestro
orgullo, milord. —Bajó de un salto del vehículo y cerró de un portazo.
—No confío en ella —dijo Talón un momento después,
cuando la cortesana se reunía de nuevo en la plaza con los petimetres de
Oxford.
James observó cómo los tres jóvenes la rodeaban.
—¡Aquí estás, Ginger!
—¡Casi nos rompes el corazón!
—Olvidémonos de la ópera. ¡Vayamos al club!
Ella echó un vistazo por encima del hombro hacia el
carruaje de James cuando se marchaba con sus admiradores en busca de los
placeres de la noche.
Talón miró a James.
—¿Voy tras ella?
—No. —Sacudió la cabeza—. Tenemos cuanto precisamos
por el momento. Si queremos dar con ella de nuevo, no creo que nos resulte
complicado. Ginger la Gata no pasa, precisamente, inadvertida. —Dio un golpe en
el carruaje como señal para el cochero y, un instante después, el vehículo se
puso en marcha.
Drake no tenía idea de por qué le había importado
tanto que aquella mujer tan maquillada pudiese marcharse. Mantuvo la cabeza
agachada y guardó silencio mientras regresaban al hotel Pulteney.
Mientras tanto continuó dándole vueltas en la cabeza
al nombre con el que ella le había llamado. El conde de Westwood. ¿Era él ese
hombre? No le resultaba en absoluto familiar.
Cuando llegaron a su destino, James le encerró en su
cuarto para que durmiese. Drake suspiró. Lo había estado esperando.
Al otro lado, en la sala de estar, James impartió
nuevas órdenes a Talón en voz baja:
—Ahora que sabemos que es el conde de Westwood
quiero que encuentres la mansión familiar y que infiltres a uno de nuestros
espías en el personal de servicio. Una vez que esté en la casa, quiero que
busque cualquier pista de su pasada relación con la Orden. Además, ordena que
informen de cada actividad que pudiera ser de interés que tenga lugar.
—Entendido. ¿Quieres que le haga una visita a
Dresden Bloodwell? Debe de estar ya en Londres. Creo que Malcolm te dio la
dirección.
—Sí, aquí la tengo. —Abrió el escritorio portátil y
sacó un trozo de papel con las señas de Dresden que le entregó a Talón—. Pasa
por allí y echa un vistazo, pero no le abordes. Mantente lejos de él. Al fin y
al cabo, ese hombre es un asesino lunático. Iremos a verle juntos pronto y nos
aseguraremos de que cause el menor daño posible. Mientras te encargas de eso,
yo he de ocuparme de una reunión mañana en Newgate.
—¿Cómo, en la prisión? —preguntó Talón, sorprendido.
—Sí, hace varios meses recibí un despacho de uno de
los subordinados de Tavistock, un alcaide de Newgate. Hablaba de un convicto
encerrado allí que reclamaba ver a Tavistock. El nombre del preso es O'Banyon.
Afirma tener información relacionada con la ubicación del tesoro perdido de la
tumba del alquimista.
Talón lo miró atónito.
—¿De veras?
James se encogió de hombros.
—Ya veremos. Dado que Tavistock ya no está entre
nosotros, el desdichado señor O'Banyon tendrá que conformarse conmigo. Le
escucharé mañana y veré por mí mismo si tiene alguna credibilidad. Considerando
dónde se encuentra, tengo mis reservas.
—El tesoro perdido de la tumba del alquimista...
—murmuró Talón—. ¿No sería magnífico que resultase ser cierto? ¿Que pudiésemos
encontrar uno de los pergaminos perdidos?
—Podría contener la llave de un poder inconcebible
—repuso James en voz baja. «Justo lo que necesito para derrocar a Malcolm.»
Talón se encogió de hombros.
—Aunque imagino que de las palabras de O'Banyon solo
podemos creernos la mitad. ¿Por qué está en Newgate?
—Según el alcaide, O'Banyon es un ladrón e
instigador de motines. Afirma que fue primer oficial de cubierta en un barco
con patente de corso, pero el tribunal presentó cargos por piratería contra él.
Talón soltó un bufido.
—No es de extrañar que el sinvergüenza esté
dispuesto a decir cualquier cosa si cree que puedes ayudarlo a escapar de la
horca.
—Sin duda —convino James, pero sus ojos brillaron
ante la mera posibilidad de ponerle las manos encima a uno de los pergaminos
que contenían secretos inimaginables descubiertos por los primeros prometeos,
entre los que se incluía el mayor maestre del ocultismo, el alquimista del
Renacimiento conocido como Valerio.
—Bien, si ambos tenemos que ausentarnos mañana,
¿quién va a ocuparse del gorila? —inquirió Talón.
James lo miró con expresión irónica.
—Si te refieres al conde de Westwood, me encargaré de
que mi cochero y un par de hombres monten guardia. El guardaespaldas asintió.
—Bien, iré a echarle un vistazo. Está demasiado
callado. —Cruzó la suite y abrió la puerta de la habitación del prisionero,
asomando la cabeza sin la menor educación—. ¿Qué estás haciendo?
Drake estaba tumbado en la cama leyendo el
periódico, tal y como le habían ordenado, y simplemente levantó la vista para
mirarlo. Talón soltó un bufido y cerró la puerta de nuevo, echando la llave.
«Vete al infierno», pensó Drake. El bastardo del
parche y él no se tenían el menor aprecio.
Drake continuó ojeando la columna de sociedad y sus
ojos se detuvieron una vez más en el detallado anuncio de bodas de una de las
parejas, al parecer, pertenecientes a la flor y nata de la sociedad.
Iba a celebrarse allí, en Londres, y estaba prevista
para la mañana del día siguiente.
El nombre de la novia le era desconocido, pero Drake
no pudo apartar la vista del nombre del novio. Tenía la inexplicable certeza de
conocer a aquel hombre, a aquel marqués.
En su cabeza comenzó a tomar forma una idea.
No le había dicho a James que reconocía el nombre,
aunque tal vez lo hiciera. Pero antes, en su desesperación por encontrar
respuestas sólidas, se sentía obligado a escaparse a hurtadillas para acudir a
aquella boda y echar un vistazo de cerca a la cara del novio... si es que
conseguía hacerlo. El nombre le resultaba familiar...
«Rotherstone.»
Por fin había llegado el gran día.
El sol brillaba en todo su esplendor aquella mañana
teñida de promesas, pero bajo el velo el semblante de la joven estaba pálido a
causa de los nervios que la atenazaban. Anhelaba casarse con Damon, aunque
sentía cierto temor, pues una vez terminase el día, no habría vuelta atrás. La
idea hacía que aferrara el ramo con tal fuerza que sin darse cuenta estaba
aplastando los delicados tallos de las flores.
El corazón le latía fuertemente al ritmo del alegre
repicar de las campanas cuando el poco usado carruaje de la familia Gilbert,
engalanado con flores para la ocasión y tirado por cuatro caballos tocados con
plumas blancas en la testuz, se detuvo delante de St. George en Hanover Square.
Las columnas de la iglesia más elegante de Mayfair
estaban adornadas con espirales hechas con cintas de color claro. Grandes urnas
con flores flanqueaban la nívea alfombra que había sido tendida sobre el
pavimento hasta el interior de la amplia entrada de la iglesia.
Dentro, Elena alcanzó a ver una numerosa muchedumbre
de personas a las que conocía, ataviadas con sus mejores galas. La joven tragó
saliva. Los temores de último momento hicieron acto de presencia y se hundieron
en ella como delfines saltarines mientras consideraba todas las incógnitas de
una vida futura con un hombre al que apodaban el Marqués Perverso.
Con el corazón en un puño, se apeó del carruaje
ayudada por su padre con quien, semanas atrás, había solventado sus
diferencias. Wilhelmina la siguió sin demora para echarle una mano con el
manejo de las voluminosas faldas.
La música subió hasta un crescendo... y luego se
hizo el silencio.
Lord Gilbert le brindó una sonrisa de aliento y la
condujo al interior de la iglesia. Ambos se prepararon para hacer la entrada en
tanto que Penélope y las niñas, vestidas de morado y rosa, se apresuraban a
tomar asiento.
De nuevo sonó la música y los presentes se pusieron
en pie.
Elena escudriñó la abarrotada iglesia con el pulso
acelerado mientras dejaba que su padre estuviese pendiente de la señal del
pastor para que avanzasen. Divisó a lady Thurloe, la hermana de Damon, junto a
sus hijos y su esposo. La condesa había intervenido en la planificación de la
boda.
También reparó en los amigos de su futuro esposo, el
duque de Warrington y lord Falconridge, de pie junto a un gigantesco escocés de
cabello canoso, vestido con el traje típico de las Tierras Altas.
«Señor, ¿quién es aquel tipo tan impresionante?»,
pensó. Luego su mirada vagó hasta encontrar a su tía abuela Anselm sentada en
el primer banco de delante.
Jonathon estaba junto a ella y, cuando sus miradas
se cruzaron, él le sonrió y saludó jovialmente con la mano. Elena le devolvió
cariñosamente la sonrisa, algo más tranquila gracias al cómico sentido del
humor del joven. Jamás había estado tan segura de haber tomado la decisión
correcta.
Bonnie se encontraba cerca con sus altivas primas.
La pequeña pelirroja animó a Elena con una firme inclinación de cabeza que, a
su vez, hizo que la joven volcara de nuevo su atención en la tarea que le
ocupaba.
Cuando Damon apareció delante del altar, justo donde
debía estar, todas las dudas que pudo haber albergado se evaporaron como el
rocío de la mañana. Al verlo su corazón se inflamó con renovada certeza.
Damon la miraba fijamente desde el otro lado del
pasillo mientras esperaba a que llegara hasta él. Iba vestido con una chaqueta
azul oscuro, chaleco plateado y calzón color crema, con medias blancas y
zapatos negros. Los guantes eran también blancos y llevaba un capullo de flor
en la solapa. Parecía el príncipe azul de un cuento de hadas.
El suave empujoncito de su padre fue la señal para
que avanzara, haciendo que dejase de mirar embobada a su futuro esposo. Elena
se recompuso y comenzó a andar con la gracia y refinamiento que desde niña se
había propuesto aprender con el fin de hacer que el espíritu de su madre se
sintiera orgulloso.
Continuó mirando fijamente a Damon mientras se
encaminaba con paso lento y fluido hacia el altar. El corazón de Elena levantó
el vuelo a medida que se aproximaba a él. De acuerdo, iba a casarse con el
Marqués Perverso y, una vez que pronunciara aquellos votos, jamás miraría
atrás.
Esa mañana Damon resplandecía en toda su morena
belleza: se había afeitado y peinado pulcramente el cabello negro hacia atrás
con un poco de pomada. A Elena le resultaba imposible apartar los ojos de él.
Una vez llegaron hasta el novio, lord Gilbert la entregó a Damon sin más
preámbulos. Estar a su lado era una pura delicia. Elena se sentía exultante.
«Nadie me ha amado nunca», le había dicho Damon
aquel día en el granero. Esas palabras aún hacían que se le encogiese el
corazón.
«Yo lo haré —pensó. Y en aquel momento tomó una
decisión irrevocable—: Voy a amarte y a darte todo lo que tengo», le dijo con
la mirada cargada de sinceridad.
Damon examinó su rostro a través del transparente
velo nupcial, con expresión inquisitiva y una chispa de curiosidad cuando le
ofreció la mano a Elena.
Ella se cogió de su brazo y se acercó más a él.
«Espero que estés preparado, Damon, amor mío. Tú te lo has buscado.»
La música cesó. Damon la miró de reojo desconcertado
y con cierto recelo y Elena le brindó una sonrisa expectante. A continuación
ambos volvieron su atención al calvo pastor, que levantó la vista del libro de
oraciones abierto que tenía ante sí.
El hombre se subió las gafas redondas y esbozó una
amplia sonrisa, primero a ellos y luego a los allí presentes.
—Queridos hermanos —comenzó—, estamos hoy aquí
reunidos para...
Estaba casado. Así de simple.
Un par de horas después, en la recepción, Damon seguía
casi sin creer que al fin había logrado su objetivo y conseguido a la dama
elegida.
La joven había entablado una batalla campal, tal y
como Damon le había dicho a sus amigos, pero pese a su meticulosa
planificación, había aprendido sin la menor duda que el corazón de una mujer
era una fuerza de la naturaleza que ningún hombre podía controlar.
Si hubiera albergado la menor duda al respecto, el
beso que Elena le había dado en el punto álgido de la ceremonia la habría
despejado.
Cuando el pastor le dijo a Damon que podía besar a
la novia, le había retirado el velo para reclamar sus labios, encontrándose con
que Elena le arrojó los brazos alrededor del cuello y lo besó apasionadamente.
No se lo había esperado... y tampoco ninguno de los
asistentes. Varias personas en la iglesia habían reído, pero la joven no les
había prestado atención alguna. Elena le plantó un beso en los labios que no
tardó en suscitar los vítores y aplausos de los invitados, y desde el fondo de
la iglesia se escuchó el sonoro silbido de Rohan. Cuando la novia puso fin al
beso, incluso Damon se sentía un tanto avergonzado.
Sin duda había encontrado a la Marquesa Perversa
perfecta.
Encantados e impacientes por la noche de bodas,
partieron hacia Almack's, pues lord Gilbert había reservado aquel lugar para
celebrar la recepción. Ese día hubo música; recibieron un sinfín de
felicitaciones y parabienes, así como regalos de la créme de la créme de la
sociedad londinense; y corrieron el vino y los licores, los mejores que podían
encontrarse en el mundo. Las mesas estaban repletas de comida y, al final, los
dos juntos pidieron un deseo y cortaron la extravagante tarta blanca de varios
pisos elaborada en Gunter’s.
El día estaba pasando a velocidad de vértigo. Damon
encontraba bastante extraño que, pese a llevar tan solo un par de horas casado
comenzaba a sentirse como si formara ya parte del mundo.
Finalmente fue invitado a unirse a su suegro y a un
grupo de ancianos caballeros que conformaban el círculo de amigos del vizconde
a fumarse un cigarro en la calle. Para evitar que el humo se colara dentro y
molestase a las damas, se reunieron en el callejón entre Almack’s y las
caballerizas de pago situadas al lado.
Mientras Damon fumaba, sin dejar de sonreír
ampliamente en tanto que los ancianos casados le aconsejaban en medio de un
ambiente jocoso que debía al menos aparentar cumplir todas las órdenes de su
flamante esposa, reparó en un carruaje de alquiler que rodaba lentamente hasta
King Street, perpendicularmente al estrecho callejón donde estaban reunidos los
hombres.
Al principio no le dio mayor importancia. Había
quienes sin duda sentían cierta curiosidad por echar un vistazo a una boda de
la aristocracia, sobre todo cuando no se celebraba en alguna distante propiedad
campestre. En los ecos de sociedad se había anunciado la fecha de las
inminentes nupcias y los periodistas que se ganaban la vida chismorreando
acerca de la vida de los miembros de la alta sociedad andarían merodeando a ver
qué podían captar.
Pero cuando el vehículo pasó por delante del
callejón, a plena vista, Damon vio al pasajero que iba dentro. Tras una
deslucida cortinilla descorrida apareció un rostro... Un rostro que reconoció
de inmediato.
Damon se quedó petrificado.
Su mirada se cruzó con los oscuros y penetrantes
ojos del hombre durante un efímero instante.
Damon permaneció inmóvil, apenas capaz de dar
crédito a lo que había visto. « ¿Un fantasma? ¿Una alucinación?»
Vio el rostro de un hermano caído. El carruaje pasó,
cobrando velocidad, y durante un segundo Damon se mantuvo allí, mirándolo,
completamente conmocionado.
«Drake».
Al instante arrojó el cigarro sin dar explicaciones
a su suegro ni a nadie y salió corriendo del callejón, dobló a la izquierda y
comenzó a perseguir al vehículo por King Street.
—¡Rotherstone!
Damon oyó que lord Gilbert lo llamaba, pero no
volvió la vista. El carruaje, que había acelerado y le sacaba una buena
distancia, estaba ya virando a la izquierda, hacia la concurrida St. James
Street. Damon corrió más deprisa, cuestionándose su propia cordura pero
negándose a dudar de ella. Sabía lo que había visto y, santo Dios, si Drake
estaba vivo...
En esos momentos no quería ni pensar en las
repercusiones que aquello podría tener. Tenía que asegurarse. Avanzó a toda
velocidad entre transeúntes que pululaban por los diversos establecimientos,
persiguiendo el carruaje por St. James Street en dirección a Piccadilly. Su
mente se vio asaltada por dudas y ominosas preguntas mientras luchaba contra el
fuerte impulso de gritar el nombre de su amigo para intentar que se detuviera.
Si en verdad Drake estaba vivo y todo marchaba como
era debido, si deseaba que lo encontrasen, ya se habría detenido. «Santo Dios,
¿será posible que Drake se haya vuelto un renegado?»
Tal vez se hubiera equivocado y no era Drake. Damon
apartó de su cabeza la creciente sensación de pavor y aceleró el paso, aunque
las resbaladizas suelas de los zapatos de etiqueta no eran de mucha ayuda.
Tendría suerte si no acababa dando con el trasero en el suelo.
El abundante tráfico había entorpecido el paso del
carruaje pero, a pesar de eso, yendo a pie Damon no era rival para los dos
caballos que tiraban del vehículo. De modo que cuando este dobló la esquina,
perdió contacto visual durante un par de minutos. Al llegar a la esquina con
Piccadilly, se paró a mirar entre resuellos hacia la izquierda, la dirección
que lo había visto tomar. El vehículo se había perdido rápidamente entre la
marea de anodinos carruajes negros que transitaban por la gran avenida.
« ¡Maldita sea!»
A ambos lados de la calle había vehículos
estacionados esperando para recoger pasajeros que iban y venían por la avenida
de elegantes tiendas, clubes y cafeterías.
Damon inspeccionó el pavimento en ambas direcciones
por si acaso Drake se había apeado del coche de alquiler y continuado a pie.
Luego se centró en los peatones varones, pero era
complicado distinguirlos unos de otros, ya que todos ellos llevaban la cabeza
cubierta y el rostro quedaba ensombrecido por el ala de los distintos tipos de
sombreros de copa, bombines y bicornios militares.
Damon empezaba a sentir que había llegado a un
callejón sin salida cuando reparó en uno de los coches de alquiler en la fila
de vehículos estacionados y le pareció que los caballos eran de un color
similar al tiro del carruaje que había estado persiguiendo: un castaño
desgreñado y otro de un tono marrón más oscuro. «Podría tratarse del mismo.»
Damon corrió hasta él haciendo caso omiso de las
miradas de los transeúntes. Imaginaba que parecía un fantoche corriendo por las
calles de Londres ataviado con el traje más elegante y formal que poseía. ¿Qué
diría la alta sociedad de un novio que se marcha como alma que lleva el diablo
de la recepción de su boda? Y, ya puestos, ¿qué pensaría Elena al respecto?
No quería detenerse a pensar en eso ahora. Si Drake
estaba vivo y se había vuelto un renegado, tenía problemas más graves de los
que ocuparse que la simple desaprobación de las patronas de Almack's. Recorrió
la calle sin perder un minuto hasta llegar al carruaje estacionado y abrió la
puerta sin previo aviso.
Estaba vacío. Si Drake lo había ocupado momentos
antes, se había desvanecido como el humo de un cigarro.
—¿Puedo ayudarle, señor? —Preguntó el cochero desde
su pescante—. ¿Quiere que lo lleve a algún sitio?
—¿Adónde ha ido ese hombre? ¡Su pasajero!
El cochero sacudió la cabeza y se encogió de hombros
con desinterés. «Ni lo sé, ni me importa.»
—¡Quédese aquí, necesito hablar con usted! —le
ordenó Damon, aunque estaba convencido de encontrarse en el buen camino. Inspeccionó
velozmente las tiendas adyacentes al lugar donde se había detenido el carruaje,
echando un vistazo a las puertas abiertas de varios de los comercios. Una
sombrerería, una confitería, una tienda de velas y otra de paños de lino. «No.»
Pero cuando echó una ojeada a la abarrotada tienda de artículos diversos, más
allá de los pasillos al fondo del largo y angosto espacio divisó fugazmente a
un hombre vestido de negro que desaparecía por la puerta de atrás.
Echó a correr tras él, desoyendo al tendero.
—¡Oiga! ¿Adónde va?
Damon abrió la puerta trasera de golpe y salió al
jardín.
Allí no había nadie. Una tapia alta de ladrillo
circundaba el huerto del comerciante. Lo más probable era que la familia
viviese encima de la tienda. Damon reconoció la zona con mirada torva y agudizó
el oído en busca de algún sonido. «Nada.» No podía verlo ni oírlo, pero le
sentía muy cerca.
—¡Drake! —gritó de pronto—. ¡Déjate ver!
En lugar de su camarada fue el tendero quien salió
en aquel momento, hecho una furia.
—¡Oiga! ¡Intruso! ¿Adónde cree que va? ¡No puede
estar aquí!
—¿Ha visto usted a un hombre salir por esta puerta?
—¿Aparte de usted? —replicó el robusto comerciante,
ataviado con un delantal y con los brazos en jarras. «Malditos aristócratas»,
parecía decir su beligerante expresión ceñuda.
—Lo lamento —farfulló Damon, pero se alejó del
hombre y se subió a la tapia.
—Voy a llamar a las autoridades si no se larga de mi
propiedad. No tiene ningún derecho a estar aquí.
—De acuerdo.
Damon saltó al otro lado y prosiguió con la búsqueda
justo cuando Warrington y Falconridge entraban aceleradamente en el jardín del
tendero.
—¡Damon!
—¿Quiénes demonios son ustedes? —gritó furioso el
hombre.
—Lo sentimos, estamos buscando a nuestro amigo.
—Se ha ido por allí.
—¿Cómo, ha saltado la tapia?
—Estoy aquí —respondió Damon, contrariado al no
encontrar rastro alguno de Drake. Volvió a saltar al jardín y se reunió con sus
amigos.
—Ustedes, muévanse o enviaré a buscar a las
autoridades. ¡No quiero su dinero!
—replicó el propietario cuando Warrington
intentó ofrecerle cinco guineas por las molestias.
—¿Qué diablos sucede? —murmuró Jordán.
Los tres abandonaron la tienda.
—He visto a Drake.
—¿Qué?
Damon los miró con gravedad mientras se alejaban del
comerciante, que continuaba en la entrada del establecimiento para asegurarse
de que no volvieran.
—¿Aquí?
—¿Vivo?
—Juro que era él.
—Debes de estar equivocado.
—¡Imposible!
—Lo sé. Al fin y al cabo, si Drake estuviera vivo,
¿por qué no habría de avisarnos? Pero os aseguro que sé lo que he visto. Vine
persiguiéndolo hasta aquí, pero escapó.
—Lo buscaremos. ¿Por dónde se ha ido?
—¡Ha desaparecido! Tal y como nos enseñaron a
hacer—agregó Damon sombrío—. En estos momentos... —Miró a su alrededor y
sacudió la cabeza—. Podría estar en cualquier parte.
—Bien, si Drake está vivo más vale que lo
encontremos. Y rápido.
—Lo sé. No lo entiendo. —Damon meneó nuevamente la
cabeza, desconcertado
—. ¿Acaso estoy teniendo visiones?
—Podría ser una mala pasada de la mente, ¿verdad?
¿Añoranza, el recuerdo de viejos amigos? —sugirió Jordán.
—O su fantasma... —agregó Rohan.
Los otros dos se quedaron mirándolo.
—Crecí en un castillo encantado, muchachos. Hasta
que un fantasma no intente tiraros por las escaleras, no habréis vivido.
—Eso no ayuda, Rohan —dijo Jordán, poniéndole una
mano a Damon en el hombro de forma fraternal—. Quizá solo te sientas culpable
porque tú has vuelto mientras que él no. Sé que todos hemos padecido nuestra
buena parte de culpa. Y ahora tienes a una muchacha encantadora, una vida
maravillosa por delante...
—No me estoy imaginando cosas, Jordán. —Damon se
pasó la mano por el pelo
—. Al menos... no lo creo.
—Escucha, deja que nosotros nos encarguemos de esto
—murmuró Rohan—. Encontraremos a Drake, sea hombre o fantasma. Tú tienes cosas
mejores que hacer.
—Aseguraos de hablar con el cochero del vehículo de
alquiler —dijo—. No creo que sepa nada, pero lo ha visto y podría aportar una
descripción de él y de dónde lo recogió. Averiguad lo que podáis.
Jordán asintió, pero luego intercambió una mirada
dubitativa con Rohan.
—Me parece que será mejor que se lo digamos —le dijo
el escocés a Jordán en voz baja.
—¿Decirme qué? —El tono de Rohan hizo que a Damon se
le helara la sangre de antemano.
—Jordán divisó a Dresden Bloodwell en el baile del
final del verano.
—¿Dresden Bloodwell... el asesino? ¿Qué demonios
está haciendo él en Londres?
—Ni idea.
—¿Dónde lo viste?
—Dentro de la casa. Debió de entrar acompañando a
uno de los invitados.
Estaba apoyado en la pared del salón de baile y parecía
estar tomando nota. Yo me encontraba bailando con una mujer y cuando pude
librarme de ella, Dresden había desaparecido.
—¿Por qué demonios no me lo contaste? —espetó Damon.
—Ya te habías ido. Fue después de que te marcharas
tras el altercado con Carew.
—¡Eso pasó hace semanas!
—Nos hemos estado encargando nosotros. No te
preocupes. Vamos, hombre, no queríamos estropearte este momento. Te habías
enamorado locamente y te preparabas para la boda —repuso Rohan—. Y ya que
hablamos de eso, será mejor que vuelvas. Has provocado un buen alboroto con tu
marcha.
—Maldita sea, ¿qué voy a decir?
—Que viste cómo un carterista le robaba el bolso a
una anciana y tomaste cartas en el asunto —lo informó Jordán como si tal cosa—.
Bien, ve a cosechar la gloria de los héroes. Y descuida, que nosotros
respaldaremos la historia.
—De acuerdo. —Damon sacudió la cabeza con un suspiro
furioso y un profundo desasosiego en las entrañas—. Es perfecto, sencillamente
perfecto —masculló
—. No llevo ni un día casado y ya tengo que mentirle a Elena.
Aquello no auguraba nada bueno.
«Me conoce.»
Drake se coló a hurtadillas en el hotel Pulteney con
el corazón aún desbocado, subiendo por el balcón por el que había bajado. Tenía
que regresar antes de que James volviera de hacer sus recados. Gracias a Dios,
según le había dicho, Talón no estaría de vuelta hasta al cabo de unos días,
pero no sabía adónde había ido el hombre del parche.
Le había resultado extraño caminar libremente por la
ciudad y Drake se había desorientado. No conseguía encontrar un buen motivo por
el que debiera volver con sus captores, salvo que algo en su interior le decía
que tenía que hacerlo.
Tal vez había acabado creyendo realmente a los
prometeos cuando decían que eran sus amigos. Drake solo sabía que ahí fuera, en
esa extraña ciudad, no se sentía seguro sin James, mucho menos después de la
aterradora persecución de la que había sido objeto. Necesitaba la benévola
burbuja en que lo envolvía su anciano protector.
De modo que se propuso colarse de nuevo dentro del
hotel Pulteney. Daba la impresión de que su cuerpo sabía lo que estaba haciendo
aun cuando el cerebro lo ignorase. Parecía tener un plan. Tal vez sus razones
para regresar fueran otras.
Tal vez ese continente perdido, sumergido dentro de
él, sabía bien lo que se hacía. Drake lo ignoraba.
Pero en el fondo de su ser percibía que no debía
contarle a James lo que había hecho. Al menos por el momento, hasta que
averiguara si Rotherstone era amigo o enemigo.
Todavía no se explicaba de dónde procedía aquella
habilidad para evitar ser capturado de la que había hecho gala. Cierto era que
no había esperado que lo vieran, pero cuando Rotherstone comenzó a perseguirlo,
el instinto había guiado sus reacciones sin antes preverlas.
Aquello hizo que se preguntase cómo habían
conseguido capturarle en Baviera. « ¿Por qué no lograba acordarse?» Cuando
entró de nuevo por la ventana de la habitación que le había sido asignada se
sentía apabullado una vez más.
Drake se sirvió un vaso de agua de la jarra, con las
manos temblorosas, tras lo cual se sentó en la cama para intentar recobrar el
aliento. Aquietó el temblor y se aferró con todas sus fuerzas a aquellos únicos
indicios de reconocimiento.
Rotherstone lo conocía. La mujer de la cara pintada
de la noche pasada, Ginger, también lo conocía. Y ahora había logrado escapar y
volver a entrar sin ser detectado. Todo ello eran señales prometedoras. Exhaló
pausadamente y los temblores remitieron al fin.
Quizá, solo quizá, había esperanza para él.
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