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BIENVENIDOS A TOD@S A ESTE BLOG, ESPERO QUE DISFRUTÉIS LEYENDO LAS ADAPTACIONES DE CRÓNICAS VAMPÍRICAS.

COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


GRACIAS

15 febrero 2013

Dolor y Amor Capitulo 09


Capítulo 9
Aun estaba intentando comprender el deseo de Damon de intentar una fecundación artificial cuando entraron en el despacho del doctor. Lo único en lo que podía pensar era que no se creía capaz de concebir a sus hijos de ningún otro modo. Ella odiaba pensar que él se atormentaba por eso, pero sabía demasiado poco de ese asunto como para poder ayudarlo a superar sus miedos.
Tal vez debiera hablar con Tay.
-No será necesario realizar el procedimiento más agresivo, la fertilización in vitro -dijo el doctor, atrayen­do así la atención de Elena—. Le realizaremos una ex­tracción de esperma, señor Salvatore. Es un procedi­miento que no requiere hospitalización y es casi indoloro.
Damon asintió con la cabeza.
El médico se giró hacia ella.
-Usted tendrá que someterse a una inseminación in­trauterina, señora Salvatore.
Elena encontraba aquella conversación muy vio­lenta. Él habló de las opciones, y le hizo preguntas acerca de su ciclo de fertilidad para las que ella no te­nía respuestas muy claras. Nunca había llevado un ca­lendario como hacen muchas mujeres.
Después de la tercera pregunta sin respuesta, Damon suspiró.
-¿Prefieres que me vaya para que hables de estos detalles con el médico?
Ella se sintió enrojecer aún más.
-Sí -dijo, pidiéndole comprensión con la mirada.
Su media sonrisa le indicó que sí la comprendía. Salió del despacho y cerró la puerta.
-Me sorprende que se haya marchado, señora Salvatore. Su marido es un hombre al que le gusta mante­ner el control y sus deseos de protección hacia usted son evidentes.
Él había pensado en sus sentimientos y al menos en aquello su relación había avanzado. Ella sonrió com­placida por que hubiera pensado que a ella le resultase embarazoso hablar de ciertas cosas delante de él.
-¿Qué me estaba diciendo de la inseminación in­trauterina? -deseaba acabar con aquello cuanto antes para volver con Damon.
-Es el procedimiento menos complicado para este tipo de tratamientos y no hay razón para estar nervio­sos.
Ella asintió, animándolo a continuar. El doctor le explicó lo que necesitaba hacer para prepararse para el procedimiento y cómo llevar el control de su tempera­tura corporal y otros indicadores fisiológicos que deter­minasen el momento óptimo para realizar la insemina­ción.
-Aunque es un procedimiento sencillo, puede ser algo doloroso. ¿Lo entiende, verdad? -dijo el doctor para acabar.
Ella asintió con la cabeza a pesar de que no enten­día por qué tenía que doler. Hablar de aquellas cosas con hombres, aunque fueran un médico y su marido, no hacían que se sintiera cómoda.
-Notará algo entre una incomodidad y dolores fuer­tes durante el procedimiento. Sólo un tres por ciento de las mujeres que se someten al tratamiento declaran ha­ber sufrido más que dolores leves.
Aquello era más reconfortante, pero no se lo diría a Damon. Tal vez no la dejase someterse al procedimiento, y ella quería tener un niño. Lo deseaba.
-No me preocupa -declaró Elena.
-A veces se necesitan hasta seis intentos hasta con­seguir la concepción -avisó el médico.
Ella esperó que Damon se hubiera recuperado para en­tonces, pero asintió.
Volvieron a llamar a Damon y el doctor les dio toda la documentación necesaria para que estuvieran informa­dos. Ella miró los papeles y luego al doctor.
-¿Se supone que tengo que tomarme la temperatura todos los días?
-Sí. Y...
-No se preocupe. Leeré las instrucciones —interrum­pió ella. No quería que él médico le explicase nada más delante de Damon. Ya lo había pasado bastante mal ha­blando sólo con el médico.
Salieron de la clínica después de concertar una cita para Damon para el martes siguiente.


El día después de la cita, Elena lo siguió hasta la sala de fisioterapia. Tay no había llegado, pero Damon ya se había colocado en la máquina de remo y estaba en­trenando con la misma concentración con que hacía todo en la vida.
Elena rellenó una botella de agua y la colocó a su lado.
-Tay me dijo que ayer diste unos pasos.
Se había ido de compras con Renata y no se había en­terado de los progresos de Damon hasta que Tay y su mujer fueron a cenar. Elena había hablado con Tay a solas y, cuando lo mencionó, ignoró delicadamente su sorpresa.
El que Damon no hubiera compartido sus progresos con ella la dolía y le extrañaba. Ella pensaba que habían avanzado en su relación.
-Sí. ¿Se lo dirás a todo el mundo esta noche en la cena?
Ella pilló el sarcasmo.
-Tus padres y tu hermano están interesados en tus progresos.
El hizo una mueca.
-Tienes razón, cara. Diles lo que quieras.
Ella no podía evitar pensar si le dolería el procedi­miento al que se había sometido el día anterior. Se mor­dió el labio al ver cómo él se esforzaba cada vez más.
-¿Estás seguro de que debes esforzarte tanto des­pués de lo de ayer?
Su mandíbula se tensó y tardó un momento en res­ponder.
-No necesito una enfermera, Elena.
Rara vez la llamaba por su nombre, y aquella vez no pudo evitar pensar que no era un gesto de intimidad.
-No intento serlo.
-Entonces, ¿por qué estás aquí?
Buena pregunta. Al principio lo había acompañado para animarlo a prestar más atención a su rehabilita­ción, pero desde que estaban en Italia, se había concen­trado en su deseo de andar. Ella seguía asistiendo a las sesiones para pasar tiempo con él, porque el resto del día estaba ocupado con sus negocios. Ella lo veía a la hora de cenar, pero poco más.
La mayoría de las noches ella ya estaba dormida cuando él subía a acostarse, y cuando no, no quería ha­blar. Le hacía el amor, pero seguía negándose a que ella lo tocara. A ella le gustaba dormir entre sus brazos, pero se sentía rechazada cuando él no la dejaba tocarlo.
Aún no había logrado reunir el valor suficiente para hablar con Tay, sentía que era una traición a la intimi­dad de Damon.
-Creía que te gustaba tenerme aquí -replicó ella en voz baja-. Pero te dejaré para que sigas entrenando.
Ella se volvió para marcharse.
-Elena.
-¿Necesitas algo? -preguntó sin mirarlo.
Se hizo silencio.
-Me gusta que me acompañes.
Damon era demasiado educado como para decirle que le dejara tranquilo. Probablemente llevara días deseán­dolo, así que no le creyó.
Ella intentó parecer despreocupada y dijo:
-Buscaré a Renata y le preguntaré si hay algo que quiere que haga —al menos a su madre le encantaba in­troducir a Elena en la vida social y el trabajo volunta­rio siempre que podía.
-Cara.
-¿Qué? -tal vez se había equivocado y quería que se quedase.
-¿Te has tomado la temperatura esta mañana?
La pregunta le cayó encima como un jarro de agua fría. Lo único que parecía interesarle a Damon de ella era su vientre.
-No.
-¿Por qué?
-Acabo de empezar -él podía imaginarse a qué se refería-. Me someteré al procedimiento en menos de tres semanas si mi cuerpo sigue el ciclo normal.
Ella no espero su reacción. Ya sabía lo que quería, un niño, y ella era necesaria para eso. Nada más. A ve­ces, por la noche, cuando la acariciaba con una ternura que hacía que se le saltaran las lágrimas, ella se autoconvencía de que realmente significaba algo para él. Pero no era así, y cuanto antes lo aceptara, antes dejaría de dolerle su indiferencia.
Damon vio a Elena marchar y quiso llamarla de nue­vo, pero ¿qué decir? No le gustaba que ella tuviera que someterse a un tratamiento médico para tener a su hijo, le hacía sentirse menos hombre. Además, tenerla como testigo mientras luchaba por volver a la normalidad cada vez se le hacía más difícil. Ella lo trataba como a un inválido. Había pasado de reprocharle que no traba­jaba lo suficiente para mejorar a regañarlo por esforzar­se demasiado.
El único momento en que se sentía como su marido era cuando le hacía el amor por la noche. Entonces no importaba que no tuviera control sobre sus piernas. Ella respondía a las caricias con tal pasión que pronto se volvió adicto a los sonidos de placer que ella emitía, y al tacto de su cuerpo cuando se convulsionaba. Era tan gratificante, que era como si encontrara su propia satisfacción.
Según Tay, esa podría ser la única gratificación que Damon tuviera. Al final había decidido hablar con su fisioterapeuta y le había confiado sus dudas acerca de re­cuperarse en esa área. Él le había dicho que, en la ma­yoría de los casos, la recuperación era total, pero que unos pocos hombres, aún después de haber recuperado la movilidad, eran incapaces de mantener una erección.
El miedo a estar en ese grupo le hizo ser brusco con Elena. Ella era su esposa, su mujer, la amaba. No sa­bía cuándo se había dado cuenta de ello, pero sabía que la había necesitado desde el momento en que la vio en la habitación del hospital en Nueva York.
Quería estar completo para ella, y eso significaba entregarse al máximo a la rehabilitación, esforzarse e intentar andar aunque resultase humillante caer una y otra vez. Si no abandonaba en su empeño de estar com­pleto para Elena, no sería derrotado.


Elena apenas vio a Damon en las semanas siguientes. No lo acompañó durante las sesiones de fisioterapia y él no la buscó después. Tuvo tres cenas de negocios esa semana y, los días que cenaron juntos, ella mantuvo la conversación centrada en los planes de su madre de ce­lebrar su boda.
Elena evitó las conversaciones íntimas para no po­nerse en situación de ser rechazada. Damon parecía tam­bién evitarlo y se acostaba mucho más tarde que ella cada noche. Una noche la despertó cuando él se acostó y ella le dijo que estaba muy cansada. Ella no quería pasar por la mezcla de dolor y pasión que significaba hacer el amor con él, y él no había insistido.
Algunas noches ella habría jurado que había dormi­do entre sus brazos, pero él nunca estaba en la cama cuando ella se despertaba, así que sólo le quedaba pre­guntarse si habría soñado con esa sensación de seguri­dad y calidez.
Una noche de la tercera semana, ella salió del baño y lo encontró en la cama.
-¿Qué haces aquí?
-Esta es mi cama, ¿no? -dijo él, enarcando una ceja.
-Quiero decir, ahora. Normalmente no vienes a la cama tan temprano.
-Hoy es distinto.
Había algo distinto en él... sus ojos brillaban triun­fales. ¿Triunfo sobre qué? Y entonces se dio cuenta.
-¿Dónde está la silla de ruedas?
-Ha desaparecido.
-¿Puedes andar? -casi estaba gritando.
-Tengo que usar un bastón, pero es un progreso, ¿no?
-¡Sí! -gritó, y se lanzó sobre la cama para abrazar­lo en un gesto de alegría sin límites-. Puedes andar. Sa­bía que lo conseguirías.
-Con el incentivo adecuado, un hombre puede ha­cer milagros.
Ella sonrió con ojos llorosos.
-Oh, Damon...
No sabía cuál había sido su incentivo, pero le estaba eternamente agradecida.
-Podríamos celebrarlo, ¿no?
Elena recordó la celebración del primer progreso de Damon y sonrió. Aquel beso había marcado el cambio de su relación. ¿Estaba pensando lo mismo? Por el bri­llo de su mirada, apostaba a que sí.
-Sí -dijo ella suspirando.
Él la dejó besarlo durante unos minutos, permitien­do que explorara sus labios con la lengua. Era delicio­so; por fin iba a dejarla participar. Ella le acarició el pelo con los dedos y lo besó con mayor profundidad.
El gimió contra sus labios mientras sus manos toca­ban posesivamente sus pechos. Ella se arqueó ante sus caricias, loca de amor por su logro y por que la dejara acariciarlo. Recorrió su cuello con los dedos y él tem­bló, dejando claro el poder que ella tenía sobre él por primera vez. Aquella reacción le dio confianza, y colo­có ambas manos sobre su pecho ardiente. Había desea­do hacer aquello desde hacía mucho tiempo, y ahora podía sentir el rápido latido de su corazón y la dureza de sus masculinos pezones con sus dedos.
Ella quería tocarlo por todas partes, y sus manos ba­jaron más y más hasta acercarse a la parte más miste­riosa de su cuerpo, que ella no había visto aún. Nunca había visto a un hombre desnudo y quería ver a Damon. Su marido.
Entonces sus manos la agarraron de las muñecas como esposas:
-¡No!
-¡Quiero tocarte! -dijo ella, sorprendida por la du­reza de su mirada.
-Es mejor que sea yo quien te toque, tesoro.
No, no y no. Quería estar a su altura.
-¡Por favor!
Él la ignoró, bajando la cabeza para atrapar su boca en un beso incendiario ante el que su cuerpo reaccionó quedando casi inconsciente de placer, pero una peque­ña parte de su cerebro no dejó de funcionar.
Él no quería que lo tocara. ¡No quería que lo tocara!
-¡No!
Sus ojos se abrieron de golpe, sorprendidos.
-¿Por qué no me dejas tocarte?
-¿No te basta que te de placer, tesoro? -preguntó el con voz grave.
-No -dijo ella mientras su corazón se partía en pe­dazos.
-¿Cómo puedes decir eso cuando tu cuerpo está an­sioso de placer?
Su expresión ya no era de sorpresa, sino calculado­ra, y ella no pudo soportarlo. No quería oír las razones de por qué deseaba amarla si no quería que ella lo co­rrespondiera.
Era todo una cuestión de que él tenía que tener el control sobre ella, para aumentar su ego masculino. Y compasión. Se compadecía de ella porque sabía cuánto lo amaba, ya se lo había dicho una vez. Así que le hacía el amor por compasión. Tal vez también fuera una es­pecie de pago por tener a su hijo.
Ella no quería ninguna recompensa. Quería ser amada. Dejó escapar un sollozo y escapó de sus brazos.
-Quiero tener mi propia habitación.
-¿Qué? -él se levantó como si lo hubieran golpeado.
-No quiero seguir durmiendo contigo.
Él apartó las mantas revelando sus boxers de seda granates.
-¡Ni hablar! Eres mi mujer y dormirás en mi cama.
Ella estaba tan enfadada, que no podía dejar de tem­blar.
-Soy tu incubadora -le gritó—, no tu mujer.
Su piel olivácea se tornó blanca y sus ojos grises parecieron cegados.
-¡No!
Él intentó alcanzarla, pero ella se giró con rapidez y se encerró en el baño.
Ella oyó un golpe y toda una serie de juramentos en italiano. Unos segundos más tarde, él llamaba a la puerta del baño.
-Sal de ahí, Elena.
-¡No! -sus mejillas estaban surcadas de lágrimas. No podía soportar la idea del sexo por compasión.
-Sal, tesoro. Tenemos que hablar -hablaba con una calma que no sentía.
-No quiero.
-Por favor, Elena.
-No... no quiero que me vuelvas a tocar -dijo ella entre sollozos.
-De acuerdo. No te tocaré.
-¿Lo prometes? -una parte de su mente era cons­ciente de que su reacción estaba siendo desmesurada, pero sus emociones estaban fuera de control.
-Te doy mi palabra.
Ella desbloqueó la cerradura. Él abrió la puerta y se apoyó contra el marco. Tenía una expresión dolorida y apretaba las mandíbulas con fuerza.
-No soy un violador.
Ella lo miró sintiéndose mal.
-Ya lo sé.
-Entonces ven a la cama, esposa mía.
¿Era de verdad su esposa o tan sólo una fábrica de bebés? En ese momento no importaba. Agotada para seguir luchando, se metió en la cama y se arropó.
Él la siguió lentamente, con pasos cuidadosos y ges­to de determinación. Ella se dio cuenta de que el golpe que había oído probablemente fuera porque él se había caído. Se sintió culpable a la vez que alegre por ver a su marido andar por primera vez desde el accidente. La fe­licidad mitigaba en parte el dolor por su rechazo.
Cuando llegó a la cama, él se tumbó a su lado y ella apagó la luz.
-Tesoro.
-No quiero hablar -interrumpió ella.
-Tesoro, tengo que decirte algo.
-¡No! No hay nada que decir. Por favor, déjame dormir.
Ella empezó a llorar de nuevo y él la abrazo jurando para sus adentros.
Ella intentó soltarse, pero él no la dejó. Le acarició el pelo y le susurró palabras de consuelo en italiano y en inglés.
Cuando por fin dejó de llorar, él intentó hablar con ella, pero siguió negándose. No le dejaría que le expli­cara por qué no era lo suficiente mujer como para tener relaciones íntimas completas con él. Incluso si no esta­ba seguro de poder, si la deseara, ¿no querría intentar­lo? ¿No desearía su ayuda?
Él sólo suspiró, pero la abrazó dándole calor y pro­tección toda la noche.
A la mañana siguiente, Elena se despertó antes que Damon. Su reacción histérica de la noche anterior la hizo avergonzarse de sí misma por haber sido tan estú­pida. Él quería hablar y ella no le había dejado. Pero a pesar de todo, él la había abrazado toda la noche. Ella lo amaba, pero esa noche no había dejado que el amor guiara sus acciones. Aquel día todo sería distinto.
Ella disfrutó un rato más del calor de su abrazo an­tes de saltar de la cama para medirse la temperatura corporal. Unos minutos más tarde, descubría que su cuerpo estaba listo para la inseminación artificial. Al menos eso explicaba su irritabilidad del día anterior.
Un golpe tras ella la alertó de la presencia de Damon. Se dio la vuelta para ponerse frente a él, cerrándose la bata con una mano.
Él se quedó parado en el umbral de la puerta, des­nudo excepto por los boxers de seda. Tenía un aire peli­groso y atractivo a la vez con el pelo revuelto y la man­díbula con una sombra de barba. La observaba con atención.
-Cara, tenemos que hablar.
Ella asintió y tragó saliva. En efecto, pero en ese momento no tenían tiempo para ello.
-Mi cuerpo está a la temperatura óptima para la in­seminación.
-¿Qué acabas de decir? -dijo él, con los ojos muy abiertos.
-Tengo que llamar a la clínica.
-¿Hoy? -él parecía alucinado.
-Sí.
Él cerró los ojos como si estuviera librando una ba­talla mental. ¿Habría decidido que no quería que ella tuviera a su hijo?
-¿Has cambiado de idea?
-No lo sé... -dijo él sorprendido por la pregunta.
-¿Importa lo que yo quiera? -dijo ella sin poderlo creer.
-Importa y mucho, tesoro -respondió él con fran­queza.
-Quiero intentarlo.
Apretando los dientes, hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
Ella llamó a su médico desde el teléfono de la habi­tación y, cuando colgó, se volvió hacia Damon, lo que es­tuvo a punto de provocarle un ataque de nervios.
-Quiere que vaya inmediatamente. Es mejor que no coma nada.
-Estaré listo en quince minutos.
Ella lo miró asombrada.
-¿Quieres venir?
No había pensado que él quisiera acompañarla. Él había acudido solo a la clínica y suponía que ella ten­dría que hacer lo mismo.
-Sí.
-Pero no es necesario -¿acaso pensaba que era in­capaz de hacer nada sola después de lo de la noche an­terior? No lo culparía por ello.
-Claro que es necesario -si las palabras fueron im­pactantes, también lo fue su expresión.
-Pero... van a introducirme algo en el cuerpo...
-¿Y eso te da vergüenza?
-Sí -había acertado del todo.
-Mantendré los ojos fijos en tu bonito rostro, cara mia.
Aquella frase hizo que levantara la vista de la al­fombra.
-Yo no soy bonita -dijo ella.
-Eres la mujer más bella que he conocido nunca.
-No lo dices en serio -no podía, a no ser que estu­viera enamorado de ella. Sólo el amor podía hacer que le pareciera más bella que las mujeres con las que ha­bía estado.
Él hizo una mueca, como si sintiera dolor.
-Sí lo digo en serio, pero no espero que me creas.
-Damon... -quería creerlo, lo deseaba...
-¿Me dejarás que te acompañe?
-¿Podría impedírtelo? Puedes venir. Quiero que vengas.

2 comentarios:

  1. genial¡ espero el próximo >^.^<

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  2. Me alegra mucha que te sigan gustando las historias que voy subiendo, y siento no contestar a todos tus comentarios y por haber tardado algo más en subir.;)D

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