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BIENVENIDOS A TOD@S A ESTE BLOG, ESPERO QUE DISFRUTÉIS LEYENDO LAS ADAPTACIONES DE CRÓNICAS VAMPÍRICAS.

COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


GRACIAS

20 diciembre 2012

La seductora Capitulo 02


Capitulo 02
Elena se concentró en inspirar y expirar, esperando que eso la tranquilizara, pero el pánico seguía dominándola. Le dirigió al niño bonito una mirada de reojo. ¿De verdad esperaba que se creyera que era gay? Era cierto que llevaba botas de homosexual y que estaba demasiado bueno. Pero, aun así, desprendía suficientes megavatios heterosexuales como para iluminar a toda la población femenina. Era indudable que lo había estado haciendo desde el día de su nacimiento cuando vio su reflejo en las gafas de la comadrona y le lanzó al mundo un «choca esos cinco».


Ella había pensado que la traición de Jamie era el último desastre de su más que catastrófica vida, pero ahora estaba a merced de Damon Salvatore. Nunca se habría subido al coche del futbolista si no le hubiese reconocido. Había visto ese increíble cuerpo bronceado prácticamente desnudo en todas las vallas publicitarias anunciando Zona de Anotación, una línea de calzoncillos que tenía el memorable eslogan de «Mete el culo en la zona de anotación». Posteriormente había visto su foto en la lista de «Los cincuenta hombres más deseados» de People. En ella aparecía caminando descalzo por la playa con un esmoquin con los bajos remangados. No recordaba para qué equipo jugaba, pero sabía que era el tipo de hombre que debía evitar a toda costa, aunque claro, no todos los días aparecían hombres como ése en su vida. Sin embargo, en ese momento, él era lo único que se interponía entre ella, un refugio para los sin techo y un letrero que pusiera: PINTO POR COMIDA.

Tres días antes había descubierto que sus dos cuentas bancarias, una de ahorros y otra corriente—, que sumaban un saldo de ocho mil dólares, estaban vacías. Y para colmo, Jamie le había mangado los doscientos dólares que tenía para emergencias. Todo lo que le quedaba en la cartera eran dieciocho dólares. Ni siquiera tenía tarjeta de crédito —una enorme equivocación por su parte—. Se había pasado toda su vida adulta procurando no quedarse nunca en la estacada para acabar así.

—¿Qué hacías en Rawlins Creek? —preguntó en tono casual, como si le estuviera dando conversación en vez de obteniendo información para saber a qué atenerse con él.

—Buscaba un Taco Bell —dijo—, pero me temo que conocer a tu novio me ha quitado el apetito.

—Ex novio. Muy ex.

—-Hay algo que no entiendo. Nada más conocerlo, supe que era un perdedor. ¿Es que no tienes amigos en Seattle que te abrieran los ojos?

—No vivo en un sitio fijo.

—Caramba, cualquier desconocido te lo podría haber dicho.

—Eso se ve en retrospectiva.

La miró.

—No irás a llorar, ¿verdad?

Le llevó un momento entender lo que él quería decir.

—Me estoy conteniendo —contestó con cierto deje sarcástico.

—No tienes por qué disimular conmigo. Venga, desahógate. Es la manera más rápida de curar un corazón roto.

Jamie no le había roto el corazón. La había cabreado. Bueno, no había sido él quien vaciara sus cuentas bancarias, y sabía que se había pasado tres pueblos al atacarlo de esa manera. Jamie y ella habían sido amantes sólo dos semanas antes de echarle de una patada de su cama al darse cuenta que no era su tipo. Tenían intereses comunes y, a pesar de que era demasiado egocéntrico, disfrutaba de su compañía. Habían salido juntos, habían ido al cine y a salas de exposiciones, se habían interesado mutuamente por sus trabajos. Y aunque sabía que era demasiado melodramático, sus enardecidas llamadas desde Denver la habían preocupado.

—No estaba enamorada de él —dijo ella—. Yo no me enamoro. Pero éramos amigos y parecía cada vez más frenético cuando hablábamos por teléfono. Llegué a pensar que se iba a suicidar de verdad. Los amigos son importantes para mí. No podía darle la espalda.

—Mis amigos también son importantes para mí, pero si uno de ellos tuviera problemas, tomaría el primer vuelo disponible, en vez de recogerlo todo y mudarme.

Ella sacó una goma elástica del bolsillo y se recogió el pelo en una coleta suelta.

—De todas maneras pensaba marcharme de Seattle. Aunque no era mi intención acabar en Rawlins Creek.

Pasaron junto a un cartel que anunciaba la venta de ovejas. Repasó mentalmente la lista de sus amigos más cercanos, tratando de encontrar a alguno que le pudiera prestar dinero, pero todos tenían dos cosas en común. Un buen corazón y poco dinero. El bebé de Brinia tenía serios problemas médicos, al señor Grey apenas le llegaba con lo de la seguridad social, Mai no se había recobrado aún del fuego que había arrasado su estudio, y Tonya se había ido a recorrer el Nepal con la mochila a cuestas. Lo que la hacía depender totalmente de un desconocido. Era como volver a la infancia una vez, más, y odiaba esa sensación familiar de miedo que la invadía.

—Venga, Castora, cuéntame algo de ti.

—Soy Elena. 

—Cariño, si tuviera tu gusto con los hombres, yo también sería Infeliz.

—Elena es mi nombre. Elena Gilbert.

—Parece un nombre falso.

—Mi madre estaba algo deprimida el día que rellenó mi certificado de nacimiento. Se suponía que debía llamarme Harmony, por armonía, pero ese día había habido una revuelta en Sudáfrica, y Angola se había sumido en el caos... —se encogió de hombros—, no era un buen día para llamarse Harmony.

—Tu madre debe de ser una persona con conciencia social.

Elena le dirigió una sonrisa de pesar.

—Podría decirse que sí. —La conciencia social de su madre era la causa de que las cuentas de Elena estuvieran vacías.

Él le señaló con la cabeza la parte trasera del coche. Ella percibió un diminuto agujero en el lóbulo de su oreja.

Esas pinturas que hay en el maletero —dijo—, ¿es un hobby o un trabajo?
'Trabajo. Hago retratos de niños y mascotas. Y murales. —¿ No es difícil captar clientes yendo de aquí para allá?

—No demasiado. Por lo general, busco un barrio de clase alta y dejo propaganda de mi trabajo en los buzones. Normalmente funciona, aunque no en una ciudad como Rawlins Creek donde los barrios exclusivos ni siquiera existen.

—Lo que explica el disfraz de castor. ¿Y cuántos años tienes, si no te importa decirlo?

—Treinta. Y no, no miento. No puedo evitar parecer más joven.

—SafeNet.

Elena se sobresaltó cuando una incorpórea voz femenina invadió el interior del vehículo.

—Comprobación de rutina —ronroneó la mujer.

Damon adelantó a un tractor que iba a paso de tortuga.

—¿Elaine?

—Soy Claire. Elaine libra hoy.

La voz provenía de los altavoces del coche.

—Hola Claire. Hace tiempo que no hablo contigo.

—-Fui a visitar a mi madre. ¿Cómo te trata la carretera?

—No hay queja.

—Cuando vuelvas a Chicago, ¿por qué no te pasas por San Luis? Tengo un par de filetes en el congelador que llevan tu nombre.

Damon ajustó la visera del sol.

—Eres demasiado buena conmigo, cariño.

—Nada es demasiado bueno para el cliente favorito de SafeNet.

Cuando finalmente cortó la comunicación, Elena puso los ojos en blanco.

—Seguro que las tienes haciendo cola, ¿no? Qué desperdicio.

Él se negó a entrar en el juego.

—¿Nunca has sentido el deseo de establecerte en algún lugar? ¿O la razón por la que te mudas con tanta frecuencia tiene que ver con algún programa de protección de testigos?

—Me queda demasiado mundo por ver para establecerme. Quizá comience a planteármelo cuando cumpla los cuarenta. Tu amiga habló de Chicago. Creía que ibas a Tennessee.

—Y voy. Pero vivo en Chicago.

Ahora lo recordaba. Jugaba en los Chicago Stars. Miró con envidia el impresionante salpicadero del coche y el cambio de marchas manual.

—No me importaría conducir un rato.

—Creo que sería demasiado para ti conducir un coche que no echa humo. —Subió el volumen de la radio donde emitían una mezcla de viejos temas de rock y otras melodías más actuales.

Durante los siguientes cincuenta kilómetros, Elena escuchó la música e intentó apreciar el paisaje, pero estaba demasiado preocupada. Necesitaba distraerse y consideró provocarlo preguntándole qué encontraba más atractivo en un hombre, pero si quería jugar con ventaja debía mantener la farsa de que él era gay, y no quería presionarle demasiado. Si bien, al final ya no pudo reprimirse más y le preguntó si no preferiría escuchar una emisora que emitiera canciones de Bárbara Streisand.

—No pretendo ser grosero —replicó él con altivez—, pero algunos de nosotros, los gays, estamos un poco hartos de esos viejos clichés.

Ella se esforzó en parecer contrita.

—Perdón.

—Disculpa aceptada.

Sonó U2 y luego Nirvana. Elena se obligó a llevar el ritmo con la cabeza, no quería que él sospechara lo desesperada que estaba. Él tarareó con Nickelback con una impresionante voz de barítono y luego con Coldplay «Speed of Sounds», pero cuando Jack Patriot comenzó a cantar «¿Por qué no sonreír?» Damon cambió de emisora.

—Vuelve a ponerlo —dijo ella—. «¿Por qué no sonreír?» era mi canción favorita en el último año de secundaria. Me encanta Jack Patriot.

—A mí no.

—Eso es como si no te gustara... Dios.

—Cada cual tiene sus gustos. —El encanto nato había desaparecido. Ahora parecía distante y serio. No la estrella de fútbol amable y despreocupada que se hacía pasar por modelo gay con aspiraciones a estrella de cine. Sospechó que veía por primera vez al hombre que había de verdad detrás de la brillante fachada, y no le gustó. Prefería pensar que era estúpido y vanidoso, pero al parecer sólo lo último era cierto.

—Tengo hambre. —Él volvió a adoptar su rol ocultando esa faceta que no quería que ella viera—. Espero que no te importe ir a un autoservicio. Así no tendré que contratar a nadie para que me vigile el coche.

—¿Tienes que contratar a gente para que te vigile el coche?

—La llave de contacto está codificada, así que no lo pueden robar, pero llama mucho la atención, lo que lo convierte en el blanco perfecto de los gamberros.

—¿No crees que la vida ya es demasiado complicada sin tener que contratar una niñera para el coche?

—Es duro llevar un estilo de vida elegante. —Pulsó un botón en el salpicadero y alguien llamado Missy le dio una lista de lugares donde comer en esa zona.

—¿Cómo te ha llamado? —preguntó Elena cuando terminó de hablar.

—Boo. Es el diminutivo de Malibú. Crecí en el sur de California, y pasé mucho tiempo en la playa. Mis amigos me pusieron ese mote.
Boo era uno de esos apodos del fútbol americano. Eso también explicaba por qué los de People lo habían fotografiado caminando descalzo por la playa. Elena señaló con el pulgar el altavoz del coche.

—Tienes a todas esas mujeres a tus pies, ¿no te remuerde la conciencia al engañarlas?

—Intento compensarlo siendo un buen amigo.

Él no cedía. Ella giró la cabeza y fingió contemplar el paisaje. Aunque aún no le había dicho que se bajara del coche, tarde o temprano lo haría. A menos que consiguiera que le interesara tenerla a su lado.


Damon pagó la comida rápida con un par de billetes de veinte dólares y le dijo al chico de la ventanilla que se quedara con el cambio. Elena contuvo las ganas de saltar y quitarle el dinero. Había trabajado en sitios como ése bastantes veces, y las propinas eran bienvenidas, pero ésa era demasiado.

Unos kilómetros más adelante encontraron un merendero al lado de la carretera, con varias mesas dispuestas bajo la sombra de los álamos. El aire se había vuelto frío y ella cogió una sudadera de la bolsa mientras Damon se encargaba de sacar la comida. Elena no había comido desde la noche anterior y el olor de las patatas fritas le hizo la boca agua.

—Aquí tienes el perrito caliente —le dijo él cuando se acercó.

Había pedido lo más barato del menú, así que supuso que con dos dólares y treinta y cinco centavos debería llegar.

—Esto debería cubrir mi parte.

Él observó con manifiesta aversión el montón de monedas.

—Invito yo.

—Siempre pago mi parte —insistió ella con terquedad.

—No esta vez —le devolvió el dinero—. Sin embargo, puedes hacerme un retrato.

—Mis bocetos valen mucho más que dos dólares con treinta y cinco centavos.

—No te olvides que la gasolina va a medias.

Quizá no era un mal trato después de todo. Mientras los coches volaban por la carretera, ella saboreó otro mordisco del grasiento perrito. Él dejó a un lado su hamburguesa y sacó una BlackBerry. Miró frunciendo el ceño a la pequeña pantalla mientras comprobaba su correo electrónico.

—¿Algún antiguo novio te está dando la lata? —preguntó ella.

Por un momento se la quedó mirando con una expresión vaga, luego negó con la cabeza.

—Es el ama de llaves de mi casa de Tennessee. Me tiene al corriente de todo a través de correos electrónicos, no importa las veces que la llame, sólo consigo comunicarme con ella por e-mails. 

Llevamos así dos meses, y aún no he hablado con ella en persona. Es muy raro.
Elena no podía ni imaginarse lo que sería ser dueña de una casa, y mucho menos tener contratada a un ama de llaves.

—Mi administradora me ha asegurado que la señora O'Hara es estupenda, pero estoy hasta las narices de comunicarme por ínternet. Me gustaría que, aunque sólo fuera por una vez, esa mujer cogiera el maldito teléfono. —Siguió revisando sus mensajes.

Elena quería saber más cosas de él.

—Si vives en Chicago, ¿cómo has terminado comprando una casa en Tennessee?

Pasé por allí con algunos amigos el verano pasado. Había estado buscando algo en la costa oeste, pero vi la granja y la compré.

—Colocó la BlackBerry encima de la mesa—. Está en medio del valle más hermoso que he visto nunca. Es un lugar muy privado. Tiene un estanque y un granero con establos, lo que me viene muy bien pues siempre he querido tener caballos. La casa necesita algunas reformas, así que la administradora buscó a un contratista y contrató a la señora O'Hara para supervisarlo todo.

—Si tuviera una casa, me ocuparía de ella personalmente.

—No puedo quejarme. Le envío fotos por correo con muestras de pintura. Tiene un gran gusto y me guío mucho por sus ideas.

—Aun así, no es lo mismo que estar allí.

—Exacto, por eso he decidido hacerle una visita sorpresa. —Abrió otro correo electrónico, frunció el ceño y sacó el móvil. Unos momentos después, tenía a su presa al teléfono—. Heathcliff, he recibido tu e-mail, y no quiero hacer ese anuncio de colonia. Después del asunto de Zona de Anotación, esperaba mantenerme alejado de toda esa mierda. —Se levantó y se alejó dos pasos de la mesa—. Puede que alguna bebida deportiva o... —Se interrumpió. Segundos después, su boca se curvaba en una lenta sonrisa—. ¿Tanto? Joder. Tener esta cara bonita es como abrir una caja registradora.

Fuera lo que fuese lo que le contestó la otra persona hizo reír a Tyler; un sonido ronco y muy masculino. Él apoyó una de las botas en un tocón.

—De acuerdo. Mi peluquero odia que me retrase, y tengo que ponerme reflejos. Dales besos a tus pequeños diablillos. Y dile a tu esposa que la invito a lo que sea cuando regrese. Sólo Annabelle y yo. —Con una risita satisfecha, cerró el teléfono y se lo metió en el bolsillo—. Era mi agente.

—Me encantaría tener un agente —dijo Elena—. Así podría hablar de mí por ahí. Pero supongo que no soy el tipo de persona que interesaría a un agente.

—Seguro que tienes otras cualidades.

—Cientos —dijo ella sombríamente.

Damon tomó la interestatal tan pronto como se incorporaron a la carretera. Elena se percató de que se estaba mordiendo la uña del pulgar y con rapidez dejó las manos en el regazo. Él conducía muy rápido, pero mantenía la mano firme sobre el volante, tal como a ella le gustaba conducir.

—¿Dónde quieres que te deje? —preguntó él.

Ahí estaba la pregunta que había estado temiendo todo el rato. Fingió considerar la idea.

—Por desgracia no hay ciudades demasiado grandes entre Denver y Kansas City. Supongo que Kansas City servirá.

Damon le dirigió una de esas miradas de «¿a quién crees que estás engañando?».

—Estaba pensando en la próxima gasolinera.

Ella tragó saliva.

—Pero eres el tipo de persona que disfruta con la compañía, y te aburrirás si viajas solo. Yo puedo entretenerte.

Los ojos de Damon bajaron a sus pechos. ¿ A qué clase de entretenimiento te refieres exactamente? —Juegos para viajes —dijo ella con rapidez—. Conozco un montón, —Él bufó, y ella siguió hablando muy deprisa—. Además soy una gran conversadora, y puedo librarte de los admiradores. Evitaré que todas esas mujeres pierdan el tiempo lanzándose sobre ti.

Sus ojos grises azulados destellaron, pero ella no supo si fue por irritación o por diversión.

—Me lo pensaré —dijo él.

Para sorpresa de Tyler, Castora continuaba en el coche cuando esa noche abandonó la interestatal en algún lugar al oeste de Kansas para seguir las indicaciones de un cartel que llevaba al hostal Los Buenos Tiempos. Ella se incorporó cuando él entraba en el aparcamiento. Mientras había estado dormida, Damon había tenido tiempo de sobra para observar el tamaño y movimiento de los pechos ocultos por la camiseta. La mayoría de la mujeres con las que pasaba el tiempo se los habían aumentado hasta cuatro veces el tamaño original, pero Castora no era una de ellas. 

Conocía a tíos que les gustaban así —caramba, él había sido uno de ellos—, pero hacía mucho tiempo que Annabelle Granger Donovan le había aguado la diversión.
«Son los hombres como tú que se pasan el tiempo babeando por las mujeres con unos pechos de silicona de ese tamaño, los que incitan a las pobres chicas inocentes con unos senos perfectamente normales a hacerse un aumento de mama. Las mujeres deberían concentrarse en expandir sus horizontes, no sus senos.» Aquello lo había hecho sentirse mal por todas las operaciones de aumento de pecho, pero Annabelle era así. Tenía opiniones muy definidas, y no se andaba con chiquitas. Annabelle era una buena amiga, pero entre que estaba casada con Matt Donovan, ese agente parásito suyo, y que acababa de nacer su segundo hijo, no podía dedicarle a él demasiado tiempo.

Ese mismo día había pensado un montón en Annabelle, puede que porque Castora también tenía fuertes convicciones y tampoco parecía interesada en impresionarle. Era extraño estar con una mujer que no le hacía insinuaciones. Por supuesto, él le había dicho que era gay, pero ella había averiguado que era una farsa hacía por lo menos doscientos kilómetros. Bueno, a pesar de todo, ella había intentado seguir con el jueguecito. Pero la pequeña Bo Beep no podía jugar a su mismo nivel.

Elena se quedó boquiabierta cuando vio el hostal de tres pisos perfectamente iluminado. A pesar de todo lo que le había exasperado hoy, él no estaba aún preparado para darle la patada. En primer lugar, quería que le pidiera dinero. En segundo lugar, había sido una buena compañía. Y además, no podía ignorar que había estado empalmado por culpa de ella los últimos trescientos kilómetros.

Él entró en el aparcamiento.

—Aquí aceptan cualquier tarjeta de crédito. —Debería sentirse mal por jugar con ella, pero era tan descarada y respondona que no lo hizo.

Ella apretó los labios.

—Por desgracia, no tengo tarjeta de crédito.

Lo que no era sorprendente.

—Abusé de ella hace unos años —continuó—, y desde entonces no han vuelto a confiar en mí. —Ella estudió el letrero del hostal Los Buenos Tiempos-—. ¿Qué vas a hacer con el coche?

—Darle una propina al tío de seguridad para que lo vigile.

—¿Cuánto?

—¿Y a ti que te importa?

—-Soy artista. Me interesa el comportamiento humano.

Aparcó el coche en una de las plazas.

—Supongo que cincuenta dólares ahora y otros cincuenta por la mañana.

—Genial. —Ella le tendió la mano—. Ya tienes vigilante.

—No vas a vigilar mi coche.

Los músculos de la garganta se le agarrotaron cuando tragó.

—Claro que sí. No te preocupes. Tengo el sueño ligero. Me despertaré al instante si se acerca alguien.

—Tampoco vas a pasar la noche en él.

—No me digas que eres uno de esos imbéciles que cree que una mujer no puede hacer el mismo trabajo que los hombres.

—Lo que creo es que no puedes pagarte una habitación. —Damon salió del coche—. Yo te invitaré.

Ella le dirigió una mirada airada mientras alzaba la nariz y luego salió del vehículo.

—No necesito que nadie me «invite».

—¿De veras?

—Lo que necesito es que me dejes vigilar el coche. -Ni de coña.

Él se dio cuenta de que ella estaba buscando la manera de aceptar su dinero sin quedar mal ante sí misma, y no se sintió sorprendido cuando comenzó a largarle lo que cobraba por los retratos.

-Incluso con el descuento, es mucho más de lo que cuesta la habitación de un hotelucho y algunas comidas —concluyó—. Estarás de acuerdo conmigo en que sales ganando. Comenzaré tu retrato mañana en el desayuno.

Lo último que necesitaba era otro retrato suyo. Lo que en realidad necesitaba era...

—Puedes empezar esta noche. —Y abrió el maletero. ¿Esta noche? Ya es muy tarde.
Apenas son las nueve. —Este equipo sólo podía tener un quarterback y ése era él.
Ella masculló por lo bajo y se puso a revolver en el maletero del coche. Damon sacó su maleta y la bolsa azul marino de Elena. Ella cogió una de las cajas que contenía su material de trabajo y, sin dejar de mascullar, lo siguió a la entrada. Él hizo los arreglos pertinentes con el vigilante de seguridad del hostal para que le echara un vistazo a su coche y se dirigió a recepción. Castora caminó a su lado. A juzgar por la música en vivo del bar y la gente que llenaba los locales del vestíbulo, el hostal Los Buenos Tiempos era el lugar de encuentro de la noche de los sábados de ese pequeño pueblo. Damon observó las cabezas que se giraban a su paso. Algunas veces pasaba un par de días sin que nadie lo reconociera, pero esa noche no ocurriría eso. Algunos se le quedaron mirando sin disimulo. Malditos anuncios de Zona de Anotación. Dejó las maletas al lado de recepción. El recepcionista, un veinteañero oriental con pinta de estudioso, lo saludó atentamente sin reconocerlo. Castora le dio un codazo en las costillas y señaló el bar con la cabeza.

—Admiradores —dijo ella como si él no se hubiera fijado en los dos tios que acababan de apartarse de la multitud y se dirigían hacia ellos. Ambos eran de mediana edad y tenían sobrepeso. Uno vestía una camisa hawaiana tensa sobre la prominente barriga. El otro lucía un gran bigote y llevaba botas vaqueras.

—Ha llegado el momento de que me ponga a trabajar —dijo Castora en voz alta—. Yo me encargaré de ellos. —No, tú no lo harás. Yo...

—Hola —dijo el de la camisa hawaiana—. Espero no molestar, pero mi amigo y yo nos hemos apostado a que eres Damon Salvatore. —Le tendió la mano.

Antes de que Damon pudiera responder, Castora bloqueó el brazo del hombre con su menudo cuerpo, y lo siguiente que supo fue que ella respondía con un acento extranjero que sonaba a una mezcla entre serbocroata e israelí.

—Ach, ese tal Damon Sal-va-tore ser un hombre muy famoso en América, ¿sí? Mi pobre marido... —colocó la mano sobre el brazo de Tyler—, su inglés es mucho, mucho malo, y no comprender. Pero mi inglés es mucho, mucho bueno, ¿sí? Y todas las partes que vamos, muchos hombre como vosotros..., se acercan y dicen que creen que es ese hombre, ese Damon Ro-mi-llar. Pero no, digo, mi marido no es famoso en América, sí es mucho, mucho famoso en nuestro país. Es un famoso... ¿cómo se dice?... por-no-gra-fo.

Damon simplemente sintió que se atragantaba.
Ella frunció el ceño.

—¿Sí? ¿Lo dije bien? Hace películas sucias.

Damon había cambiado tantas veces de identidad que empezaba a perder la cuenta. Bueno, Castora merecía su apoyo por todo ese trabajo arduo —tan mal enfocado—, así que borró la sonrisa de la cara e intentó simular que no sabía inglés.

Había dejado tan flipados a los hinchas que los pobres no sabían como salir del atolladero.

—Nosotros... esto... bueno... lo sentimos. Pensamos..., y...

—No pasa nada —respondió ella con firmeza—. Ocurre todo el tiempo.
Tropezándose con sus propios pies, los hombres huyeron.
Castora lo miró con aire satisfecho.

—Soy demasiado joven para tener tanto talento. ¿A que te alegras de que haya decidido seguir contigo?

No cabía duda de que era muy creativa, pero dado que tenía que entregarle la VISA al recepcionista todos esos esfuerzos de mantener en secreto su identidad no servían para nada.

—Déme la mejor suite —dijo él—. Y una habitación pequeña junto a los ascensores para mi chiflada acompañante. Si no hay, bastará con un rincón al lado de la máquina del hielo.
El hostal Los Buenos Tiempos había hecho un gran trabajo instruyendo a su personal, y el joven recepcionista apenas parpadeó.

—Por desgracia, esta noche estamos completos, señor, y la suite ya está ocupada.

—¿No tenemos suite? —dijo Castora con voz arrastrada—. ¿Qué más cosas horribles nos pueden pasar?

El recepcionista estudió la pantalla del ordenador intentando encontrar una solución.

—Sólo quedan dos habitaciones. Una puede adaptarse a sus necesidades, pero la otra está sin arreglar.

—Bueno, a esta mujercita no le importará quedarse allí. Bastará con que no haya manchas de sangre en la moqueta. Las estrellas del porno pueden dormir casi en cualquier sitio. Y quiero decir en cualquiera.

Aunque parecía estar divirtiéndose, el recepcionista estaba demasiado bien entrenado para sonreír.

—Le haremos, por supuesto, un descuento, Elena se apoyó en el mostrador.

-Cóbrele el doble. Si no se sentirá ofendido. Después de que él aclarara aquel malentendido, se dirigieron hacia el ascensor. Cuando se cerraron las puertas, Castora levantó la vista hacia él rezumando inocencia en esos ojos violeta.

—Esos tíos sabían tu verdadero nombre. Jamás habría imaginado que hubiera tantos homosexuales sueltos por el mundo. Él le dio al botón. La verdad es que soy jugador profesional de fútbol americano y ése es mi verdadero nombre. Pero sólo juego a tiempo parcial, hasta que despegue mi carrera en el cine.

Castora lo miró simulando estar impresionada. —Vaya. No sabía que se podía jugar al fútbol americano a tiempo parcial.

—Sin ánimo de ofender, no pareces saber mucho de deporte.

—Bueno, un gay jugando al fútbol americano. Ver para creer. 

—Oh, hay muchos. Casi un tercio de los jugadores de la NFL. —Esperó a ver si al fin ella ponía punto y final a esa sandez, pero parecía no tener prisa en acabar el juego.

—Para que luego diga la gente que los deportistas no son sensibles —dijo ella.

—Es parte del espectáculo.

—Me he fijado en que llevas agujeros en las orejas.

—Me los hice cuando era joven.

—Y querías hacer gala de tu dinero, ¿no?

—Dos kilates en cada oreja.

—Dime que ya no los usas.

—Sólo si tengo un mal día. —Se abrieron las puertas del ascensor y caminaron por el pasillo hasta sus habitaciones. Castora caminaba con largas zancadas para ser tan pequeña. No estaba acostumbrado a las mujeres tan agresivas, claro que ella no era demasiado femenina a pesar de esos pequeños pechos redondos que tan duro lo ponían.

Las habitaciones estaban una junto a la otra. Él abrió la primera puerta y, aunque limpia, definitivamente olía a tabaco.
Ella pasó junto a él.

—Normalmente, sugeriría que nos la jugáramos a cara o cruz, pero como tú pagas la cuenta, no me parece justo.

—Bueno, si insistes.

Ella cogió su bolsa y de nuevo intentó deshacerse de él.

—Trabajo mejor con luz natural. Nos veremos mañana.

—Si no me pareciera imposible, diría que te da miedo estar a solas conmigo.

—Vale, me has pillado. ¿Y si sin darme cuenta me interpongo entre tú y un espejo? Podrías ponerte violento.

Él sonrió ampliamente.

—Te espero en media hora.

Cuando él llegó a su habitación, encendió la televisión para ver el partido de los Bulls, se quitó las botas y desempacó sus cosas. Tenía tantos dibujos, retratos y fotos de sí mismo que no sabía ya qué hacer con ellos, pero ésa no era la cuestión. Cogió del minibar una cerveza y una bolsita de cacahuetes. Annabelle le había sugerido en una ocasión que mostrara a la gente algo del glamour que se suponía había heredado de su madre, y él le había dicho que no metiera las narices en sus asuntos. No dejaba que nadie se entrometiera en esa complicada relación.

Se tumbó en la cama en vaqueros y camisa blanca, una auténtica camisa blanca de Marc Jacobs diseñada por PR que le habían enviado un par de semanas antes. Los Bulls pidieron tiempo muerto. Otra noche, otro hotel. Poseía dos apartamentos en Chicago, uno no muy lejos del lago y otro en la zona oeste, junto a las oficinas de los Stars por si no tenía ganas de lidiar con el tráfico al atravesar la ciudad. Pero como había crecido en montones de habitaciones de Internados, no consideraba ningún sitio como su hogar. «Gracias, mamá».

La granja de Tennessee tenía su propia historia y raíces profundas, justo lo que a él le faltaba. Bueno, normalmente no era tan impulsivo y había tenido sus dudas sobre comprar un lugar tan alejado del océano. Ser propietario de una casa con cien acres hacía pensar en algo permanente, algo que él jamás había experimentado y a lo mejor no estaba preparado. Tenía que pensar en ella como en una casa de vacaciones. Y si no le gustaba, siempre podía venderla.

Oyó el agua de la ducha de la habitación de al lado. En la tele salió un anuncio de un telefilm sobre la muerte de la cantante de country Marli Moffatt. Pasaron imágenes de Marli y Jack Patriot saliendo de una capilla de Reno. Le dio al botón de silencio del mando.

Estaba deseando tener a Castora desnuda esa noche. El no haber estado nunca con alguien como ella hacía que las perspectivas fueran aún más interesantes. Se metió un puñado de cacahuetes en la boca y se recordó a sí mismo que hacía años que había dejado los rollos de una sola noche. La idea de acabar como su madre —alguien que se pasaba el tiempo dándole a la coca hasta el punto de olvidar que tenía un hijo— era demasiado deprimente, así que se limitaba a tener relaciones cortas, relaciones que duraban entre unas semanas y un par de meses. Pero en ese momento estaba a punto de violar la norma principal de toda una década de relaciones informales y no sentía remordimientos. Castora no era precisamente una groupie. Aunque sólo habían estado juntos un día, y a pesar de esa tendencia que tenía de mangonearlo, tenían una verdadera relación, 

Unas interesantes conversaciones, habían compartido comidas y tenían gustos similares en música. Y lo que era más importante aún, Castora no amenazaba de ninguna manera su soltería.
El último cuarto del partido de los Bulls acababa de empezar cuando sonó un golpe en la puerta. Tenía que dejar bien claro quién llevaba la voz cantante.

—Estoy desnudo —gritó.

Mejor aún. Hace años que no pinto a un adulto desnudo. Me vendrá bien para practicar.
No había picado. Sonrió y soltó el mando.

—No te lo tomes como algo personal, pero la idea de estar desnudo delante de una mujer es francamente repulsiva.

—Soy una profesional. Imagina que soy tu médico. Puedes taparte tus partes si te sientes incómodo.

Damon sonrió abiertamente. «Sus partes.»

—O mejor todavía, esperemos hasta mañana, entonces ya habrás tenido tiempo de hacerte a la idea.

Fin del juego.

Tomó un trago de cerveza.

—Está bien. Me pondré algo encima. —Se desabrochó los botones de la camisa y observó cómo el nuevo base de los Bulls perdía un pase antes de apagar la tele y cruzar la habitación para abrir la puerta.

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