CAPITULO 04
—Vaya, no doy crédito —susurró Elena.
No lograba decidir si se sentía encantada, fascinada
o molesta porque se hubiera llevado a Stefan y la hubiera privado de la
satisfacción de echarle la reprimenda que se merecía.
Pero una cosa estaba clara: el tal Rotherstone era
tan osado como insolente, y escurridizo como ninguno. Se había entrometido dos
veces en sus asuntos y, aunque había escuchado su nombre por casualidad, seguía
sin saber quién era en realidad.
Cosa extraña, pues normalmente conocía a todo el
mundo. Se puso de puntillas presa de la curiosidad, tratando de no perderlo de
vista entre la multitud.
Cuando lo divisó al otro lado del salón de baile,
realizando las presentaciones entre los hermanos Carew y la gran duquesa de
Mecklenberg, tal y como había prometido, no pudo evitar sonreír ampliamente. La
expresión del rostro de Stefan era impagable cuando Rotherstone le presentó a
una vieja dama de aspecto extremadamente severo y con el ceño fruncido de forma
desagradable. Su excelencia observó a los hermanos Carew con absoluta
desaprobación.
«Vaya, es toda una caja de sorpresas.» Un sinfín de
preguntas sobre aquel hombre se arremolinaba en la cabeza de Elena en el
momento en que escuchó la voz de su padre.
—¡Ah, hija, estás aquí! —Se giró cuando lord Gilbert
se acercó tranquilamente hacia ella, con los ojos grises rebosantes de cariño—.
¿Has oído el anuncio? Va a servirse la cena. ¿Quieres acompañarnos?
Elena le brindó una sonrisa.
—Jamás rehusaría tu compañía, papá. —Tomó el brazo
que él le ofrecía al tiempo que se esforzaba por centrarse—. ¿Te importa que
Jonathon se una a nosotros? Ha ido a por una copa de ponche para mí.
—Si es necesario —masculló. No era ningún secreto
que su padre consideraba a Jono un joven muy estúpido.
—¿Papá? —Mientras se dirigían hacia el comedor donde
se servía la cena ligera, cogida de su padre, se acercó para murmurarle al oído
a fin de que nadie pudiera oírles
—: Hay un caballero, papá... de lo más
misterioso. Me pregunto si lo conoces.
—Hum. ¿Dónde?
Elena echó un vistazo a su alrededor y frunció el
ceño.
—¡Oh, diantre, ya no lo veo! Parece tener el don de
desvanecerse como el humo... He oído que alguien se dirigía a él como Damon
Rotherstone.
—¿Lord Rotherstone? —Su padre se detuvo y se volvió
hacia ella sorprendido—. ¿El Marqués Perverso?
Elena frunció el ceño ante su respuesta y a
continuación rompió a reír.
—¿El Marqués Perverso?
—Vaya, qué valiente eres —bromeó su padre—. Baila
con él, mi dulce Perséfone, y te llevará consigo al Hades y yo no te veré más
que la mitad del año.
—¡Oh, papá! —lo riñó, riendo y todavía de su brazo—.
¿Por qué lo llaman así?
—Qué sé yo, pero es probable que lo merezca. —Le
guiñó un ojo—. Tal vez deberías preguntárselo al muy granuja.
—¡George! —Fueron interrumpidos cuando Penelope
salió de la multitud y se presentó ante ellos, agitando el abanico
enérgicamente—. ¡George, George! ¡Oh, George, por todos los santos, estás aquí!
¡Te he buscado por todas partes! ¿Adónde diablos te fuiste?
—Estoy aquí mismo, querida —dijo con voz
tranquilizadora, sumiéndose de nuevo en su afable estado de estupor.
—¡Ha sido muy desconsiderado por tu parte dejarme
sola, George! —Penelope se arrimó con premura a lord Gilbert y reclamó su otro
brazo, totalmente dispuesta a enzarzarse en un tira y afloja con Elena por la
atención del pobre hombre o, más aún, a partirle en dos como si fuera un hueso
de los deseos.
—Como puedes ver, querida, solo he venido a buscar a
Elena para que cenara con nosotros.
—Pero, George, ¡es imposible! Ya he conseguido dos
asientos para nosotros en la mesa de lord y lady Edgecombe... ¡Solo dos!
—¿No podríamos hacerle un hueco a la niña?
—¿Pedir una tercera silla en la mesa de los
anfitriones? ¡Jamás cometería tal grosería! ¡Lord y lady Edgecombe nos
considerarían unos bárbaros!
Elena contuvo una tosecilla educada.
—Estoy segura de que nunca podrían pensar nada
semejante, señora —murmuró.
Su padre le lanzó una severa mirada de soslayo.
—¡Ya es honor suficiente que nos hayan invitado a
todos, George!
Elena no tenía duda alguna de que su madrastra se
había invitado sola.
—No pasa nada —dijo alzando la voz—. Me sentaré con
mis amistades.
—Sí, dejemos que se siente con los jóvenes, George.
Así es como debe ser. ¡Vamos, no podemos hacer esperar a los Edgecombe!
Penelope se llevó a lord Gilbert sin más dilación,
dejando sola a Elena. Por fortuna, Jono volvió justo a tiempo con el ponche.
—Tu padre es un santo —comentó mientras le entregaba
la copa. Al parecer había escuchado la conversación.
—No estoy segura de que ese sea el término exacto
para describirlo —dijo ella con cierto tono irónico y filosófico—. ¿Por qué
crees que deja que lo avasalle de ese modo?
Jono se encogió de hombros.
—Tu madrastra es una mujer con una voluntad de
hierro. —Afortunadamente, también yo. De lo contrario, en estos momentos
estaría prometida a Stefan Carew. —Se estremeció—. Si el matrimonio consiste en
una tiranía hogareña, no quiero saber nada de él.
—Ni yo. —Jonathon alzó su copa—. Brindemos por la
soltería, querida.
Elena asintió, chocó su copa con la de él y bebieron
a la salud de aquello en perfecta armonía, como de costumbre.
Una vez que su mejor amiga, Bonnie Portland, se unió
a ellos, los tres pasaron al largo comedor rectangular, repleto de mesas con
manteles de damasco para los invitados. Se dirigieron a una mesa ocupada por
otras amistades suyas, un grupo de encantadoras jóvenes y petimetres ataviados
con vistosos trajes. Esa noche Elena había sido objeto de algunas miradas
críticas aquí y allá, y había recibido unos cuantos saludos lacónicos y
distantes, pero aún había un buen número de amigos que Stefan no había podido
volver en su contra y que resultaba una compañía jubilosa y elegante.
Un enjambre de carabinas vigilaban de cerca a las
jóvenes que tenían a su cargo. Mientras los demás mantenían una animada
conversación, Elena continuó escudriñando disimuladamente el comedor en busca
del enigmático lord Rotherstone. « ¿Por qué lo llamarán el Marqués Perverso?»
Pero claro, no tenía sentido preguntarse tal cosa después de cuanto conocía de
él hasta el momento. Lo cierto era que se había quedado un tanto desconcertada
al descubrir que era amigo de Stefan.
Justo en aquel instante divisó a los cuatro —lord
Rotherstone, lord Stefan y los dos hermanos menores de este—reunidos a las
puertas del comedor, de pie junto a una de las numerosas entradas abovedadas de
la columnata adyacente. Parecían estar poniéndose al día de los viejos tiempos
en tanto que el resto de los invitados pasaban tranquilamente junto a ellos en
busca de sus asientos en las diversas mesas.
La preocupación empañó la expresión de Elena
mientras los observaba conversar, quedándose paralizada cuando vio que lord
Rotherstone señalaba discretamente en su dirección. De pronto le faltó el aire
al ver que arrimaban las cabezas para hablar sin duda sobre ella y lord
Rotherstone cruzaba con parsimonia los brazos a la altura del pecho.
Él escuchaba con atención a Stefan chismorrear
acerca de ella y a Elena se le cayó el alma a los pies. « ¡No! —Pensó con
furiosa impotencia—. ¡No crea las mentiras que cuenta sobre mí!» Apartó la
mirada, con el corazón latiéndole aceleradamente, pero en ese momento tuvo que
enfrentarse al hecho de que le gustaba el tal Rotherstone.
No sabría decir por qué ni aunque su vida dependiera
de ello. Ese hombre visitaba horribles burdeles, peleaba como un bárbaro
salvaje y poseía una extraña y escurridiza habilidad para manipular a la gente,
tal y como acababa de demostrar con Stefan. Y en el salón de baile la había
mirado como si la estuviera imaginando desnuda.
Jamás en toda su vida había conocido a nadie como
él: un hombre magnífico, de audaz bravura, con una mente ágil, un férreo coraje
y estilo fluido.
Hacía que le faltase el aliento.
Pero ahora, antes de que hubieran sido presentados, Stefan
iba a arruinarlo todo porque, si él no podía tenerla, en su rencor, deseaba
verla acabar sola.
En la mesa, sus amigas continuaban charlando pero Elena
ya no escuchaba. ¿Qué podía hacer? ¿Correr hasta ellos y pedirle a Stefan que
cerrara la boca?
Oh, de todos modos, ¿qué podía importarle lo que le
contara a lord Rotherstone? El Marqués Perverso era un necio si creía las
mentiras de Stefan sin escuchar su versión de la historia.
A pesar de todo, resultaba doloroso después de
haberse pasado las últimas veinticuatro horas pensando en él como en su héroe.
Tal vez fuese rudo, pero ese hombre había arriesgado
el pellejo por ella. Y ahora, al escuchar las mentiras que su viejo amigo Stefan
le estaría contando sobre su persona, el interesante marqués no desearía tener
nada que ver con ella.
Sabía que los hombres estaban hablando aún sobre
ella y se sentía desnuda allí sentada, como un blanco fácil para sus burlas.
Necesitaba desesperadamente un momento para
recomponerse, de modo que se excusó sin más ante sus amigas y se levantó de la
mesa. Luego se encaminó con rigidez hasta una puerta al fondo de la estancia a
fin de evitar pasar junto a aquel hombre.
Podría jurar que sintió sus ojos fijos en ella
mientras salía del comedor. Mantuvo la cabeza bien alta, decidida a fingir al
menos cierta dignidad, pero tan pronto escapó de su vista, se recogió las
faldas de crepé de seda y corrió hasta la seguridad del tocador de señoras.
«Hurra», pensó Damon, observando a Elena Gilbert.
Parecía un tanto alterada en esos momentos. Su
delicado rostro había palidecido casi como si pudiera escuchar las poco
halagüeñas palabras de su antiguo pretendiente.
Stefan continuó despotricando, pero Damon se había
cansado de ocultar los verdaderos sentimientos que le provocaban los comentarios
de aquel sinvergüenza.
Había deseado escuchar de primera mano qué quejas
exactamente tenía contra ella para poder enfrentarse al hombre del modo
apropiado.
Desde luego, Damon solo había tenido que animarle
ligeramente a hablar del tema para que este soltase la lengua.
—Es una coqueta altanera, voluble y narcisista.
Atrae a los hombres solo para espantarlos. Se cree demasiado buena para
todos...
—¿Sabes?, Carew —le interrumpió Damon con voz suave,
dispuesto a dominarse—.
Si continúas hablando de ella de ese modo, la gente va
a pensar que estás despechado.
—¿A qué te refieres? —replicó Stefan, pillado por
sorpresa.
—No da buena impresión. Es mezquino —adujo Damon con
languidez, haciendo uso de su férrea disciplina para mantener su ira a raya—.
Qué sé yo, hace que parezca que simplemente deseas perjudicarla ante los demás
solo porque no has podido
conquistarla.
—¡Ese no es el caso! —Bramó Stefan—. Mi único
propósito es que se sepa al fin la verdad sobre la tan querida señorita Gilbert.
¡Quizá de ese modo el próximo no acabe herido!
—Oh, de modo que solo actúas de buena fe. Entiendo.
—¡Por supuesto!
—Bien —dijo pausadamente, con la voz cargada de
significado y mirándolo con fijeza a los ojos—; de todos modos, yo cerraría la
boca si fuera tú.
Stefan guardó silencio, percatándose de la amenaza
que subyacía tras aquellas palabras quedas y la fría mirada cortés de Damon.
Los dos hermanos Carew se miraron sobresaltados. Parecían recordar que era así
como solía empezar todo.
Stefan se mofó y apartó la mirada, sacudiendo la
cabeza con una sonrisa burlona.
—Oh, pero no eres yo, ¿no es cierto, Rotherstone?
Tan solo te gustaría serlo.
—Escúchame bien, emperifollado saco de mediocridad.
—Damon se acercó, clavando los ojos en los de Stefan con mayor ferocidad—. Deja
a Elena Gilbert para alguien más capacitado para manejar a una dama con su
clase.
—¿Y quién podría ser? ¿Jonathon White? Es un
alfeñique mayor incluso que mi hermano Hayden. Aguarda un momento... ¿te
refieres a ti? —Stefan entrecerró los ojos de repente—. ¿Estás interesado en
ella?
—Pronuncia una sola palabra más contra ella y lo
averiguarás.
Stefan prorrumpió en una breve carcajada.
—¿Me estás amenazando, Damon? —lo desafió, sin darse
cuenta del peligro que corría.
Damon se inclinó con lentitud hacia él, con
expresión gélida, y susurró:
—Simplemente te doy un buen consejo... Alby. El
mensaje pareció ser recibido al fin.
Stefan se puso tenso y dio un paso atrás,
aferrándose sin embargo a su característica arrogancia.
—¿Crees que puedes vencer allí donde yo fracasé?
Buena suerte, Damon —dijo indignado, lanzándole una fugaz mirada de desdén—. Te
estaré animando.
—Vaya, vaya, ¿otra vez como en los viejos tiempos?
Ya veo que volvéis a las andadas.
Ambos miraron a Hayden, el hermano mayor de Stefan,
de débil complexión, cuando se unió a ellos. El despreocupado joven duque de
Holyfield tenía el aspecto delicado de un poeta. Este paseó la mirada entre Damon
y Stefan con una sonrisa atribulada.
—Vamos, tranquilos, caballeros, somos adultos, ¿no
es cierto?
Stefan puso los ojos en blanco, pero Damon sabía que
tenía razón, pues habían comenzado a actuar como dos jovencitos groseros.
No le sorprendió en absoluto que Stefan hubiera
lanzado abiertamente el guante, desafiándolo a demostrar que era más hombre que
él si creía que podía tener éxito allá donde este había fracasado. Stefan había
fallado. Lo que sorprendía a Damon era que funcionara. Ahora que tenía una idea
de la bondad y la compasión de Elena Gilbert, le desagradaba el ímpetu de su
naturaleza competitiva, que había estado a punto de hacerle morder el azuelo
para convertirla en una especie de trofeo entre ellos. Damon era perfectamente
consciente de que hacer de aquello una competición era algo estúpido e
incorrecto pero, maldición, los condenados Carew siempre habían sacado lo peor
de él.
Stefan profirió un bufido de desprecio y se volvió
hacia sus dos hermanos menores.
—Vámonos de aquí. —Escrutó a Damon y a Hayden con
renovada prepotencia—. La compañía es terriblemente tediosa. Los Edgecombe
deben de estar bajando el listón.
Damon le sonrió de forma amenazadora, pero en
absoluto lamentaba ver marchar a aquel bastardo. Quizá ahora la señorita Gilbert
pudiera disfrutar del baile. Exhaló para atemperar su ardiente irritación y
acto seguido se volvió para saludar al mayor de los Carew con una sonrisa más
adulta.
—Holyfield.
—Rotherstone. ¡Me alegra verte de nuevo! Creí
reconocerte. ¡Dios santo, han pasado años! Lamenté enterarme de la muerte de tu
padre —agregó Hayden, haciendo que Damon se olvidase de su agitada distracción.
—¿Qué? Ah, sí, naturalmente. Gracias. Lo mismo digo.
—Bueno, Damon... con tanto como has viajado, ¿algún
consejo en cuanto a qué ver en París? Mi esposa desea ir antes de dar a luz.
—¿Dar a luz? ¡Hayden! —Damon lo miró sorprendido—.
¿Vas a ser padre?
El joven duque esbozó una amplia sonrisa. —Es
nuestro primer hijo.
—¡Enhorabuena!
—En realidad, estoy muerto de miedo.
—Ah, la preocupación típica de todo padre
primerizo... —dijo con una sonrisa picara, como si él entendiera de esas
cosas—. Así que ¿vas a llevarla a París?
—Mariah quiere ver la ciudad mientras aún pueda
viajar. Supongo que una vez que nazca el bebé no tendremos posibilidades de
asueto durante un tiempo.
—Bueno, debéis visitar las Tullerías y el Louvre,
naturalmente. Y Versalles y la catedral de Notre Dame.
Mantuvieron una breve conversación acerca de los
magníficos monumentos turísticos parisinos, pero Damon estaba ansioso por
encontrar a Elena Gilbert.
Tras felicitar de nuevo a Hayden, se excusó. Pero
mientras iba en busca de su presa de dorados cabellos, seguía sin poder creer
que aquel tipo debilucho hubiera conseguido antes que él casarse y engendrar un
hijo con su esposa.
Diantre, jamás lo hubiera creído posible. De hecho,
resultaba un tanto deprimente.
No había visto regresar al comedor a Elena Gilbert
mientras la buscaba, de modo que fue a mirar en el salón de baile, pero también
estaba prácticamente desierto. Echó un vistazo con indiferencia a algunas de
las salas de recepción pero, al no encontrarla en ninguna parte, concluyó
sombríamente que estaba escondiéndose de él.
Maldición, pensó. Quizá fuera suficiente por esa
noche. No habían tenido el mejor comienzo. Tal vez resultara más conveniente
intentarlo de nuevo más tarde, cuando no hubiera ojos curiosos por doquier, por
lo que Damon decidió irse. Al menos había conseguido lo que se había propuesto
esa noche: había dejado que ella lo viera a fin de que no tuviera que
preocuparse porque hubiera sufrido algún daño por su causa.
Pensándolo mejor, podría ser un tanto presuntuoso
por su parte pensar que a ella le preocupaba. Su rostro se endureció ante los
siniestros derroteros que tomaban sus pensamientos. Se retiró del desierto
salón de baile y se dirigió a la salida más próxima.
De todas formas, aquel no era su sitio.
Refugiada a salvo en el tocador de señoras, Elena
examinó con ojo crítico su reflejo en el espejo. Después de haber dispuesto de
unos momentos para serenarse sabía lo que tenía que hacer, y eso no incluía
ocultarse ni un segundo más como una cobarde.
Tenía que salir y hablar con él.
Hablar... con el Marqués Perverso.
Tragó saliva con fuerza ante aquella perspectiva,
experimentando un instante de duda. Su sensibilidad femenina se rebelaba solo
de pensar en abordar a un hombre que no le había sido debidamente presentado,
pero si Stefan le había contado mentiras sobre ella, su orgullo insistía en
defender su reputación.
Por alguna razón, en esos momentos aquello le
interesaba más que el enfrentamiento con Stefan que había planeado. No se
atrevía a ahondar en el porqué le importaba tanto lo que aquel desconocido pensase
de ella, y prefería decirse a sí misma que se trataba de una simple cuestión de
etiqueta. Ese hombre le había salvado la vida; lo mínimo que podía hacer era ir
a agradecérselo.
Se encaminó de nuevo hacia la fiesta con paso grácil
pero alerta, al tiempo que lo buscaba atentamente con la mirada al amparo de su
abanico.
No lo encontró de pie en la entrada del atestado
comedor ni tampoco lo vio en el salón de baile. Elena frunció el ceño. ¿Adónde
había ido? Y justo cuando comenzaba a temerse que había perdido su oportunidad,
lo divisó en un largo pasillo de mármol rumbo a una puerta lateral de Edgecombe
House.
«¿Se marcha?»
«Oh... ¡Maldición!» Se recogió las faldas y corrió
tras él con los ojos clavados en la amplia espalda en forma de uve; el latido
de su corazón se aceleró para seguir el suave compás de las pisadas de sus
zapatillas de satén.
«¡Di algo! —se ordenó a sí misma—. ¡Se está yendo!»
Casi había llegado a las escaleras que se
encontraban al fondo del corredor y que llevaban a un pequeño vestíbulo que
daba a una puerta que apenas se utilizaba. Sabía que tenía que detenerlo, pero
Elena era incomprensiblemente incapaz de articular
palabra, algo nada propio de ella.
—Esto... discúlpeme. —Su voz era apenas un susurro,
demasiado queda como para que él la oyera.
Se apresuró decidida a intentarlo otra vez, pese a
que no sabía qué haría con tan peligroso depredador una vez lo alcanzara.
Mientras lo observaba no pudo evitar admirar sus
andares audaces y seguros, como si pudiera atravesar el fuego sin quemarse.
—¡Discúlpeme! —lo llamó alzando la voz. Flaqueó,
pero se recuperó con celeridad—. Ejem... ¿no nos conocemos?
Él se detuvo de golpe.
Elena hizo una mueca ante su indudablemente poco
original saludo y después se mordió el labio inferior. Al menos esta vez parecía
que la había oído llamarle.
Aguardó expectante su reacción, sin saber qué
esperar, pero decidió en ese mismo instante ocultar el hecho de que ya conocía
su nombre. En caso de que hubiese estado burlándose de ella con Stefan, ¿por
qué darle la satisfacción de que supiera que le importaba lo bastante como para
prestar atención a algo así?
Él se mantuvo muy quieto, sin tan siquiera darse la
vuelta, pues, de haberlo hecho, Elena habría visto el sorprendido brillo
triunfal en sus ojos y la secreta satisfacción que curvaba sus labios.
—Le ruego me disculpe, señor. —Elena se armó de
valor y dio un paso titubeante en su dirección—. ¿Se marcha usted... tan
pronto?
De forma cautelosa y pausada, el moreno y apuesto
marqués se dio finalmente la vuelta hacia ella, recorriéndola con mirada
precavida.
—No estoy seguro —dijo con languidez—de que haya
algún motivo por el que deba quedarme. —Enarcó una ceja ligeramente, como si la
desafiara a discrepar con él.
A Elena le temblaban las rodillas bajo las enaguas,
amenazando con ceder cuando se enfrentó al magnetismo del Marqués Perverso en
toda su gloria masculina.
Tragó saliva con fuerza.
—No se me ocurre ninguno.
—¿De veras?
Jugueteó con el abanico, pero estaba resuelta a
decir cuánto tenía que decir.
—Que quería darle las gracias por lo de ayer
—aseveró—. Fue muy noble por su parte acudir en mi auxilio.
—¿Noble? —repitió él, enarcando sus cejas negras.
—Sí. —Asintió enérgicamente. Algo en su mirada hacía
que sintiese un cosquilleo en los dedos, que fue ascendiendo por sus brazos con
dulce calor, anidando en su pecho y extendiéndose a sus senos. Soslayó la
extraña sensación a base de voluntad—. Fue una artimaña ingeniosa... ¡Oh, pero
muy peligrosa! —lo reprendió—. Sabe bien que podría haber salido mal. No estoy
segura de que debiese haberlo hecho. —Tragó saliva
—. Pero, por fortuna, y
puesto que parece ileso, le ruego que acepte mi agradecimiento.
El marqués se limitó a mirarla con cierto regocijo,
entrecerrando ligeramente los ojos como si examinara alguna extraña especie de
presa. Elena no supo qué más hacer aparte de realizar una modesta reverencia
formal para resaltar su gratitud.
A él pareció divertirle el reconocimiento a su
heroicidad y aquel cincelado semblante se suavizó considerablemente mientras le
sostenía la mirada.
—Celebro haber sido de ayuda, señorita Gilbert, y me
siento honrado por su preocupación. Ha sido un honor para mí. —Le ofreció una
galante reverencia como respuesta.
Se miraron el uno al otro durante un segundo,
separados aún por varios metros de pasillo de mármol.
Elena apenas se dio cuenta de que estaba conteniendo
la respiración, como si se encontrara en presencia de alguna criatura mágica,
un unicornio en un bosquecillo iluminado por la luna.
La joven reparó demasiado tarde en que lord
Rotherstone había empleado su nombre.
—Supongo que lord Stefan le ha informado de quién
soy.
—En realidad, no —dijo él como si tal cosa—. Yo ya
estaba al corriente.
—¿De veras?
—Ninguna luz tan deslumbrante como la suya puede
pasar inadvertida, señorita Gilbert.
«Vaya, qué bonitas palabras», pensó. Tal vez no
estuviera tan dispuesto como otros a creer las mentiras de Stefan. Lo observó
fascinada avanzar pausadamente algunos pasos hacia ella, alejándose del
vestíbulo.
—Es usted la santa patrona de los recién llegados, ¿me
equivoco? —la saludó con una sonrisa enigmática.
—Oh... claro. —Elena bajó la mirada tras dibujar una
rápida y modesta sonrisa—. ¿He de suponer que está usted incluido? No le he
visto antes en ningún acto social. ¿Es usted nuevo en la ciudad, señor?
—He estado viajando por el extranjero durante algún
tiempo.
A medida que él se acercaba, tuvo que alzar la
cabeza para sostenerle la mirada, pues era muy alto.
—¿Ha estado viajando por el extranjero? ¿Con una
guerra en curso?
—¿Qué es la vida sin un poco de peligro? —repuso él,
obsequiándola con una sonrisa verdaderamente peligrosa.
—Ah. —Bajó la mirada, maldiciéndose por el rubor que
podía sentir aflorando en sus mejillas—. Yo jamás he ido más allá de los
condados que rodean Londres.
—Bueno, apostaría a que usted ha visitado algún que
otro sitio peligroso, señorita Gilbert. —Esbozó una débil sonrisa, ligeramente
divertido, y unas arruguitas se
formaron en esos astutos ojos claros que
mostraban un brillo cómplice.
Elena supo sin la menor duda que estaba haciendo
referencia a su visita del día anterior a Bucket Lane.
El marqués se detuvo justo delante de ella sin dejar
de mirarla fijamente con la misma expresión pensativa que ella había advertido
antes. Daba la impresión de que pudiera asomarse a su alma.
—Parecía afligida cuando se marchó del comedor hace
un rato.
Su franco comentario la pilló por sorpresa.
—Oh... sí, bueno... no es nada. So solo pensé...
—Creo adivinar lo que pensó —murmuró él cuando el
tartamudeo de la joven dio paso a un incómodo silencio.
Elena bajó la cabeza, pero lord Rotherstone la
sorprendió cuando le puso tiernamente la mano bajo la barbilla, inclinándola
hacia atrás para mirarla a los ojos. La joven se quedó sin aliento de repente.
—Sé lo que pensó —repitió—, pero puedo asegurarle
que estaba equivocada.
—¿Lo estaba? —El corazón se le aceleró al sentir la
ligera pero firme presión de las yemas de aquellos cálidos dedos sobre la piel.
—Mucho. No deseo ser el causante de su aflicción,
señorita Gilbert.
—¿Qué le contó Stefan sobre mí? —inquirió de pronto
en voz muy baja, luchando por pensar con claridad mientras sentía su mágico
contacto.
Rotherstone sonrió y bajó la mano nuevamente a su
costado. —Sería mejor que me preguntase qué fue lo que yo le dije acerca de
usted.
Elena le dirigió una cauta mirada inquisitiva. Él se
encogió de hombros con una sonrisa despreocupada. —Simplemente le advertí que
tuviera cuidado con lo que va diciendo, o podría perder la lengua.
La joven abrió los ojos desmesuradamente.
—¿Lo amenazó?
Damon sonrió con pesar, cogiéndose las manos detrás
de la espalda.
—Estoy convencido de que abandonó la fiesta por esa
razón. Es una lástima, ¿no cree?
Elena lo miró fijamente; su asombro rayaba la risa.
«Tenía razón desde el principio. Es un lunático.»
—Parece sorprendida.
—¡Pensé que era su amigo!
Él apartó la vista profiriendo una grave carcajada.
—No exactamente.
La joven sacudió la cabeza maravillada, tratando de
encontrarle el sentido a todo aquello.
—¿Cómo es que lo conoce?
—Crecimos cerca el uno del otro cuando éramos niños
en Worcestershire.
—Entiendo... —Era difícil imaginar a aquel hombre
alto y formidable que tenía delante de niño.
—Señorita Gilbert, jamás consentiría que un hombre
la insultase en mi presencia. Puede estar segura de ello.
—Oh —susurró, temblando ante su caballerosa
reverencia.
Cayó en la cuenta de que se estaba poniendo en
ridículo, pero parecía no poder remediarlo. La conversación que hasta el
momento habían mantenido estaba mermando su agudeza mental. Oh, la aliviaba
enormemente que no hubiera estado burlándose de ella ni que hubiera tolerado la
grosería de Stefan. Por el contrario, aquel magnífico demonio la había
defendido.
Esbozó una amplia sonrisa. Elena se sorprendió de
pronto deseando que fueran presentados formalmente. ¡Era un hombre absolutamente
excitante!
Ansiosa por cumplir con aquel requisito, se propuso
por todos los medios incitar al marqués a decirle su nombre. Claro que ya lo
sabía, pero en esos momentos parecía demasiado atrevido, grosero e indiscreto
admitir que había oído su nombre mientras escuchaba la conversación que había
mantenido con Stefan.
—¡No sé qué decir! —Exclamó, tratando de simular ser
la despreocupada coqueta en que podía convertirse en caso de necesidad—. ¡Dos
rescates en veinticuatro horas y ni siquiera sé su nombre!
Una vez más, el marqués enarcó las cejas. Tal vez
debiera interpretar aquel gesto como una advertencia.
—¿He de revelárselo o prefiere que perdure el
misterio? —preguntó con sequedad.
« ¡Vaya!» El tono cínico de su voz hizo que Elena se
preguntase de inmediato si de algún modo él podía adivinar que estaba
mintiendo.
—Esa sí que es una pregunta extraña —evitó contestar
con una rápida e inquieta sonrisa.
Rotherstone suspiró y alzó la vista al techo.
—Cierto. Lo que sucede es que en cuanto descubra
quién soy —meditó en voz alta—, puede que huya de mí, y eso me entristecería.
—La miró de nuevo fijamente, clavando en ella sus claros ojos verdes,
penetrantes e inquisitivos, tras el negro marco de sus cortas pestañas.
Atrapada en su mirada con la extraña sensación de
que casi podía leerle la mente, Elena no estaba segura de si había descubierto
o no su chapucero engaño.
Por desgracia, habiendo emprendido aquel camino, no
veía más opción que seguirlo. Agitó el abanico con mayor energía y continuó
sonriendo, aunque las mejillas comenzaban a arderle.
—¡Sin duda puede hacer usted lo que le plazca! Creo
que se ha ganado ese derecho. Por otra parte —replicó, agitando las pestañas
con coquetería—, no puedo bailar con usted si no sé su nombre, ¿no es cierto?
—Pero mi querida señorita Gilbert, aún no se lo he
pedido.
El abanico se detuvo.
—Iba a hacerlo, ¿no es así?
Él esbozó una sonrisa.
—Quizá.
—¡Vaya! —Elena meneó la cabeza—. Tenía pensado
recompensarlo con un baile por haberme rescatado, pero ahora ya no estoy
segura.
—Mi querida jovencita, de haberlo hecho por la
recompensa —murmuró, acercándose más a ella—, le prometo que pediría mucho más
que un baile.
Elena lo miró con los ojos como platos.
La descarada picardía, de la sonrisa lenta y
perezosa con la que él la obsequió la dejó sin aliento. Sentía el corsé
demasiado ceñido y, de repente, ansiaba desprenderse de todo. De hecho, cuando
la miraba de ese modo deseaba despojarse de la mayor parte de su ropa. El
jueguecito que se traía entre manos se quedaba en nada comparado con la
palpable experiencia del marqués, lo que la llevó a pensar de nuevo en el
burdel. « ¿Cómo sería...?»
Puso freno a aquel atrevido pensamiento antes de que
pudiera tomar forma. Apartó la mirada, sintiéndose un tanto mareada, escandalizada
por el curso que estaba tomando su imaginación, tan impropio de una dama, y
agitó el abanico con verdadero entusiasmo.
Lord Rotherstone guardó silencio tras haberla dejado
sin habla con su dulcificada insinuación, como si dispusiera de todo el tiempo
del mundo para jugar con ella y conducir la conversación hacia el tema que
deseara.
—Verá, querida mía, lo que de verdad deseo de usted,
más incluso que una danza, es una promesa.
Elena le lanzó otra mirada fugaz con los ojos
brillantes.
—¿Qué clase de... promesa? —inquirió con voz ronca,
apenas atreviéndose a preguntarse qué era lo que el Marqués Perverso podría
querer de una muchacha.
Sin embargo, para su sorpresa, él se inclinó para
mirarla con ira a los ojos y la apuntó con el dedo al rostro.
—Que jamás vuelva a aquel peligroso callejón —le
ordenó sin ambages—. La próxima vez podría no estar allí para rescatarla. ¿Me
comprende?
Su orden y su mirada dominante la dejaron
desconcertada, y lo miró atónita. ¿Quién se creía que era?
—Perdón, ¿cómo dice?
Elena no estaba dispuesta a permitir que ningún
hombre le dijera lo que debía hacer, y mucho menos uno al que acababa de
conocer, de modo que levantó el dedo índice y apartó el de él con un delicado
golpe, como si de un duelo en miniatura se tratase.
—Ya me ha oído —murmuró él roncamente, doblando el
dedo y enganchando el de ella con firmeza—. Prométamelo —susurró, con un
encanto oscuro e irresistible que pareció envolverla.
Elena estudió sus labios por un segundo y se
estremeció cuando una oleada de calor recorrió su cuerpo.
—No —le comunicó con sequedad—. Me temo que no puedo
prometerle eso.
—Puede hacerlo —le dijo con suavidad—y lo hará.
—No —repitió, con igual amabilidad y firmeza—. Me
parece que no lo entiende, milord. Los niños del orfanato me necesitan.
—La necesitan viva, cabe suponer —repuso con una
sonrisa imperturbable, aunque con expresión inflexible—. Muerta no les sirve de
gran cosa, ¿no es así, mi dulce señorita Gilbert?
Cansada de su arbitrariedad, liberó el dedo de su
flojo gancho y lo fulminó con la mirada.
—Usted no lo entiende, tengo que regresar allí tanto
si me gusta como si no... ¡Al menos hasta que el orfanato sea trasladado! No
permitiré que los pobrecitos niños crean que los he abandonado como han hecho
sus padres. Además, yo no cuestiono los motivos que le llevaron a Bucket Lañe,
¿no es así? No considero apropiado que usted cuestione los míos.
Saboreó con deleite la expresión de sorpresa del
marqués provocada por el educado recordatorio de la visita a aquel repugnante
burdel, pese a que no tardó mucho en recobrarse.
—Jovencita, escúcheme...
—No diga tonterías —dijo con un ademán—. Bien está
lo que bien acaba.
Rotherstone la miró atónito.
—¿Acaba de decirme que digo tonterías?
—Caramba, eso creo, sí. —Cruzó los brazos a la altura
del pecho, obsequiándolo con una terca y serena sonrisa.
—¿Lord Rotherstone? —interrumpió una voz.
Ambos se volvieron a mirar.
—¿Sí? ¿Qué sucede? —El marqués miró a Elena ceñudo
mientras un apurado lacayo recorría el pasillo con celeridad, llevando un pedazo
de papel doblado en una bandeja de plata.
—Ha llegado un mensaje para usted, señor. ¡Temía que
ya se hubiera marchado! Disculpe la interrupción. El mensajero dijo que era
urgente.
—Bien, entréguemelo. —Le indicó al hombre que se
acercara chasqueando los dedos con impaciencia.
—Lord Rotherstone —repitió Elena en voz baja,
brindándole una sonrisa deslumbrante
—. ¿Está seguro de que no está dirigido al
Marqués Perverso?
Damon la miró con los ojos entrecerrados.
—Así pues, no me equivocaba. Usted ya sabía mi
nombre, pequeña insolente.
Elena sonrió ampliamente, sintiéndose mejor al haber
aclarado las cosas.
—No podía consentir que usted tuviera ventaja sobre
mí, ¿no le parece?
Él dejó escapar un bufido y sacudió la cabeza, dando
media vuelta para leer la nota tras soltar una carcajada.
—Si me dispensa un momento...
—Por supuesto, lord Rotherstone.
Le dirigió a la joven otra mirada sardónica ante la
repetición burlona de su nombre y desdobló la nota, echando un rápido vistazo a
la misma.
Elena guardó una distancia prudencial, pero observó
su cincelado semblante con ávida curiosidad. No tenía por costumbre leer por
encima del hombro de nadie, pero no pudo resistirse a bromear con él con la
esperanza de poder sonsacarle cierta información acerca del contenido.
—¿Detecto un cierto tufillo a azufre?
—Así es —repuso él con sequedad.
Lord Rotherstone dobló de nuevo la nota y se la
guardó en el bolsillo del chaleco. A continuación despidió con un ademán al
lacayo, que había estado aguardando por si deseaba enviar una respuesta, y la
miró.
—Lamentablemente, señorita Gilbert, he de irme.
—Oh, pero si empezábamos a conocernos —dijo, con un
mohín divertido.
—Confíe en mí —murmuró con mirada picara—, pronto
continuaremos donde lo dejamos.
—Pero ¿qué hay de nuestro baile? —Me lo debe.
Elena frunció el ceño con repentina preocupación.
—No se tratará de malas noticias, espero.
—No, no, son excelentes, pero de la clase de
noticias que he de atender de inmediato. De hecho, se trata de una llegada que
llevo mucho tiempo esperando.
—¿Una llegada? —Una espantosa idea surgió en su
mente de ninguna parte—. ¿Su esposa está esperando un bebé? —espetó al tiempo
que se daba la vuelta. Al cabo de un segundo, se tapó la boca con la mano y lo
miró fijamente, sintiéndose horrorizada por lo que acababa de decir.
—¿Mi esposa? —Damon se detuvo y se volvió hacia
ella, frunciendo el ceño presa de la sorpresa—. ¿Qué sabe usted de mi esposa?
Elena se apartó la mano ligeramente de la boca,
deseando con toda su alma esconderse debajo de la roca más próxima.
—¡Nada! Ay, Dios mío... le ruego me perdone. No
pretendía... le aseguro que no es asunto mi...
La suave y burbujeante risa de Rotherstone puso fin
a su abochornado tartamudeo.
—Mi querida señorita Gilbert —bromeó, con los ojos
brillantes y riendo afectuosamente de su nervioso intento por averiguar si era
un hombre casado—, si tuviera una esposa a punto de dar a luz no estaría aquí,
dejándome encandilar por una encantadora joven. Aunque he de admitir que no
puedo evitar sentirme halagado porque, en mi presencia, sus pensamientos se
desvíen con tal facilidad hacia el tema de la reproducción.
Elena se quedó boquiabierta e incapaz de articular
palabra. Riendo aún mientras ella se ponía colorada, capturó su mano y se
inclinó sobre ella para depositar un breve beso sobre los nudillos.
—Au revoir, chérie. Hasta que volvamos a vernos.
—Oh, ¿volveremos a vernos? —replicó, retirando
bruscamente la mano cuando él la soltó, sin haberse recobrado por completo de
su burlona contrarréplica.
—Cuente con ello —susurró y se marchó guiñándole el
ojo.
¡Oh, qué hombre!
Permaneció donde él la dejó durante un brevísimo
instante, contemplando cómo se alejaba y, una vez que salió por la puerta, miró
aturdida al pasillo vacío.
Se llevó al corazón la mano que él había besado de forma
distraída. Podía sentir el fuerte latido en su pecho a causa de la desenfrenada
reacción que había provocado en ella, una potente mezcla de excitación y
júbilo, incertidumbre y absoluta exasperación.
« ¡Vaya!», pensó con humor teñido aún de cierta vergüenza.
Al menos ahora sabía que no estaba casado.
Se hallaba tan absorta en sus pensamientos que ni
siquiera se percató de que su amiga Bonnie corría por el pasillo hacia ella
hasta que una mano femenina la asió del brazo, haciendo que se diera la vuelta,
y oyó una voz familiar susurrándole al oído:
—¿Acaso te has vuelto loca?
—Oh... Bonnie. —Parpadeando igual que un sonámbulo
que despierta del sueño, sonrió a su amiga con aturdimiento—. Apenas te he
visto en toda la noche.
—¡Por suerte te he visto yo a ti! ¡Mejor que haya
sido yo que otro, eso seguro! ¿Qué crees que haces hablando con él... y sin
carabina, nada menos? ¿Es que has perdido el juicio?
Bonnie Portland tenía el cabello caoba, los ojos de
color esmeralda y rasgos etéreos, y en esos momentos aguardaba su explicación
como si fuera la enfurecida reina de las hadas.
Elena meneó la cabeza, sintiendo aún los efectos del
hechizo que Rotherstone había tejido sobre ella.
—¿A qué te refieres?
—¡Elena! ¡Es un canalla!
—¡Nooo! —Negó de forma enérgica, restándole
importancia a aquella protesta—. Es realmente amable, créeme.
«Bueno, salvo por el asuntillo del burdel», le vino
a la cabeza aquel molesto pensamiento.
—¿Sabes siquiera quién es? —exigió saber Bonnie.
—¡Por supuesto que lo sé! Es el marqués de
Rotherstone.
Bonnie bajó la voz hasta un susurro enfático:
—¡El Marqués Perverso!
—Oh, eso no es más que un disparat...
—¡No lo es!
—No digas tonterías. ¡Vamos a por unos dulces!
—Elena, escúchame. —Bonnie la agarró del brazo—. No
sé qué te ha entrado, pero no debes acercarte de nuevo a ese hombre malvado.
¿Me has entendido?
—¿Cómo?
—¡Es uno de los principales miembros del Club
Inferno!
—¿Qué has dicho?
—¡El Club Inferno! —La pelirroja le indicó que se
acercara un poco más y echó un vistazo a su alrededor con aire conspirador.
Seguidamente trató de explicarse—: Se reúnen en Dante House, no lejos de los
clubes de caballeros de St. James. Pero he oído que todos ellos son infames.
—¿Por qué? ¿Qué es lo que hacen para merecer
semejante apelativo? —preguntó Elena, impaciente.
—¡Cosas que las muchachas decentes como nosotras no
deben pensar siquiera!
Elena frunció el ceño. Normalmente Bonnie no era una
mojigata.
—¿Qué más sabes al respecto?
—Solo que son una sociedad escandalosa compuesta por
decadentes calaveras de buena familia y de triste fama por interesarse en todo
tipo de libertinaje. Por esa razón no debes hablar con él. Piensas que el
estúpido de Stefan Carew y sus habladurías de despecho pueden perjudicar tu
reputación, pues eso no es nada comparado con el daño que podrías sufrir si te
ven en compañía del mismísimo lord Diabólico. —Bonnie señaló con la cabeza
hacia la puerta por la que lord Rotherstone acababa de salir.
Elena pensó de nuevo en la encantadora sonrisa de
aquel hombre y miró a su amiga alicaída.
—Ha de haber algún error. Es un recién llegado a la
ciudad. Me ha dicho que ha estado viajando por el extranjero.
—Bueno, es cierto, pero cuando visita Londres
frecuenta la compañía de esos demonios del Club Inferno. La mitad de la alta
sociedad no le recibe en su casa —agregó Bonnie—. Y te aseguro que el único
motivo por el que ha sido invitado esta noche es que está emparentado con lord
Edgecombe.
A Elena se le cayó el alma a los pies.
A su mente acudió una imagen del hombre del día
anterior en la que salía dando tumbos del burdel pero, a pesar de ello, no
deseaba creer lo que Bonnie le estaba contando.
—Sabes bien que los rumores siempre tienden a
exagerar.
Bonnie sacudió la cabeza obstinadamente.
—Acabo de hablar con algunos de los oficiales que
conozco y no creerías lo que me han contado. Por lo que dicen, lord Rotherstone
hizo acto de presencia en Waterloo.
Aunque no para luchar contra Napoleón,
¡sino para contemplar la batalla, como si fuera el último espectáculo circense
de Astley's!
—¿De veras? ¿No fue para luchar? ¿Estás segura?
Bonnie asintió.
—Le han puesto el sobrenombre del Distinguido
Viajero, pues vive únicamente para el placer. Dicen de él que no hizo nada útil
por la causa, pero que pasó las horas que duró la batalla emborrachándose,
persiguiendo a las camareras de las tabernas y poniéndose en ridículo apostando
contra Bonaparte. Incluso se acomodó en el cuartel del general Wellington.
¿Puedes imaginarlo? Es todo un libertino, pero tan rico y poderoso que ninguno
de los oficiales pudo oponerse a él.
—Si es un incordio semejante, ¿por qué razón
Wellington no lo echó?
Su amiga se encogió de hombros.
—Probablemente lord Wellington sea demasiado
caballero... o simplemente estaba muy ocupado para preocuparse por eso la noche
previa a la batalla.
—Hum. —Elena frunció el ceño con absoluta consternación
y dirigió una mirada a la puerta por la que lord Rotherstone se había marchado.
Era obvio que Bonnie creía lo que los oficiales le
habían confiado, pero después de haber conocido al hombre en cuestión Elena
sentía que aquello carecía de lógica. Recordaba vívidamente la expresión
entusiasmada de él cuando rompió la botella en Bucket Lane e invitó a la mitad
de los habitantes de aquel lugar a ponerlo a prueba.
Naturalmente, reconoció escéptica, él estaba bebido
en aquel momento... o al menos sentía aún los efectos de la noche de placer.
—Hagas lo que hagas, ten cuidado con él —la advirtió
Bonnie—. Es poco probable que las intenciones de un hombre semejante sean
honestas y he visto el modo en que te miraba —agregó con una mezcla de humor y
desaprobación—. No deseo ser portadora de malas noticias, aunque espero que
sigas mi consejo como el de alguien que te adora y siempre estará en deuda
contigo.
—Qué disparate, señorita Portland, no existe tal
deuda —le dijo con una sonrisa—. Eres mi amiga.
—Y tú fuiste la única persona que fue amable conmigo
cuando llegué a Londres. Ni siquiera mis odiosas primas me mostraron un mínimo
de compasión. Tú me defendiste y ahora yo he de protegerte. Y por tu bien, mi
querida Elena, ¡debería ser como una... una mamá osa cuidando de sus oseznos!
—¿Tú? ¿Mamá osa? —exclamó divertida, mirando el
cuerpecillo delgado y menudo de su amiga. Rompió a reír—. El día menos pensado
se te llevará el viento.
—¡Lo soy en espíritu! —Bonnie se enganchó al brazo
de Elena y sonrió afectuosamente—. No permitas que tu naturaleza generosa te
haga caer en una trampa con ese hombre, ¿me lo prometes? Creo que cometerías un
gran error si intentases abanderar la causa de lord Rotherstone como hiciste
con la mía, por mucho que te tiente hacerlo. No hay esperanza para las almas
perdidas, ni siquiera tú podrías redimirlas.
« ¿Alma perdida? ¿El Marqués Perverso?» Elena no
sabía qué pensar.
—Francamente, no me ha causado mala impresión —lo
defendió mientras regresaban sin prisa al salón de baile, cogidas del brazo.
Bonnie se encogió de hombros, dudando.
—En verdad, es bien parecido. Por no hablar de que
es rico y poderoso. Y, seguramente, un partido magnífico... si acaso sea
posible meterlo en vereda. Aunque eso es improbable en grado sumo. Según he
oído, sus antepasados también eran viles.
No hagas que me preocupe por ti —se
quejó, propinándole un empujoncito con el hombro—. Ambas sabemos que estás
pisando hielo quebradizo después del desastre de Stefan. Por tu propio bien,
prométeme que te mantendrás alejada de él.
Elena miró a su amiga avergonzada.
—No puedo.
—¡Elena!
—¡Me es imposible remediarlo! —Exclamó, encogiéndose
de hombros y sonrojándose como una estúpida cabeza de chorlito—. Le debo un
baile, ¡ya se lo he prometido!
—¡No le debes nada a ningún hombre! —bramó la
delicada y pequeña dama con justificada indignación.
Elena se mordió el labio cuando su rubor se hizo más
intenso.
—¡Oh... aguarda un momento! ¡Ya comprendo lo que
sucede! —Bonnie apoyó una mano en la cadera y miró a su amiga con toda naturalidad—.
Ese hombre te gusta.
La acusación hizo estremecer a Elena. Frunció los
labios, negándose a admitirlo en voz alta.
—¡Elena! ¡Oh, qué típico! ¡La perfecta dama
interesándose por un malvado libertino!
—¡No es que vaya a casarme con ese hombre! —Replicó
en un susurro—. ¿Qué puede haber de malo en un baile?
—Del dicho al hecho... —replicó Bonnie con
picardía—. ¡Vamos, pequeña cabeza de chorlito, yo te salvaré de ti misma!
Rió de pronto y, tomando a Elena de la muñeca, la
arrastró de vuelta al salón de baile y la emparejó con alguien inofensivo y
aburrido.
Pero Elena no dejó de mirar a la puerta mientras
bailaba esperando, en contra de su buen juicio, que lord Diabólico regresara.
Afortunadamente para su reputación, no lo hizo.
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