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COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


GRACIAS

11 abril 2013

Chantaje Capitulo 01


Capítulo 1
 Cuatro años más tarde
Elena se había pasado todo el vuelo desde Río ensayando qué iba a decir y cómo iba a hacerlo. Se recordó una y otra vez que ya no era una chiquilla ingenua de dieciocho años que no sabía nada, ni había visto el lado oscuro de la vida. Ahora era una mujer de veintidós años que sabía perfectamente lo que era sufrir, pero que no había perdido las ganas de amar, de compartir…
Al pensar en los últimos cuatro años le parecía imposible haber sido alguna vez aquella niña que había huido de su propia boda; ya no tenía nada en común con ella. Elena cerró los ojos y se recostó en el asiento de clase turista, aunque podría haberse permitido un billete de primera clase, pero una persona que había pasado esos años ayudando a los huérfanos no habría sido capaz de gastar el dinero en un lujo como ese. Ahora, gracias a la organización benéfica para la que trabajaba, muchos de esos niños habían dejado de luchar a muerte por un miserable trozo de pan y podían disfrutar de un hogar, una educación y, lo más importante de todo, tenían amor.
Elena no sabía exactamente cuándo había empezado a arrepentirse de haber renunciado a su herencia; y no lo hacía por sí misma, sino por lo que ese dinero habría supuesto para aquellos niños, con él habría podido ayudarlos mucho más. Quizás lo que la había hecho darse cuenta del valor de la herencia había sido la cara de felicidad de la hermana María el día que había anunciado que la recaudación de fondos en la que tanto habían trabajado había conseguido reunir una cantidad que no era ni una décima parte de los ingresos que habría recibido Elena de no haber rechazado lo que le correspondía de acuerdo con el testamento de su padre.
También entonces había empezado a preguntarse qué pensarían de ella sus compañeros si se enteraran de todo el dinero al que había renunciado solo por orgullo. Esas y otras cuestiones la habían llevado a tomar una decisión que deseaba haber tomado mucho tiempo antes. Las monjas con las que trabajaba eran tan buenas y tan generosas que jamás habrían criticado o juzgado nada que ella hiciera, pero era ella misma la que criticaba su comportamiento.
Durante los años que había pasado en Río, Elena se había acostumbrado a proteger su intimidad a cal y canto y, con su actitud había conseguido que nunca le hicieran preguntas sobre su pasado, que se había convertido en algo que no compartía con nadie. Por supuesto que tenía amigos, pero con todos ellos mantenía cierta distancia, especialmente con los hombres. Enamorarse era una palabra que ya no entraba en su vocabulario; era una experiencia demasiado dolorosa como para volver a pasar por ella.
No después de Damon. Todavía seguía soñando con él de vez en cuando y, después de esos sueños, pasaba varios días afectada y extrañamente sensible.
No quería confesar a nadie lo sola y abandonada que se había sentido nada más llegar a Brasil; cuántas veces había estado tentada de volver a casa, pero su orgullo se lo había impedido… eso y la carta que le había mandado al abogado de su padre a los pocos días de estar allí; en ella lo informaba de que renunciaba a su herencia. De esa manera había pretendido que la dejaran empezar una nueva vida y, para ello había dejado muy claro que no quería tener el menor contacto con su madrastra o con Damon.
Después de aquello había buscado trabajo como intérprete y profesora y, por medio de ese empleo, había llegado a las monjas y a su organización benéfica para niños.
Todavía recordaba la cara de sorpresa de la hermana María cuando, nada más decidir reclamar el dinero que le correspondía por derecho, le había contado toda la verdad de su pasado y el motivo que la había llevado hasta allí. La pobre no podía dar crédito a que Elena no fuera realmente la joven de clase humilde que ellas habían creído.
Elena pensaba que sería suficiente con escribir al abogado y comunicarle que había cambiado de idea y que deseaba recibir los ingresos de la herencia; sin embargo unos días después de mandar aquella carta, le llegó la respuesta de un tal Stefan Bennett que, según le explicaba, era el sobrino y sucesor de Henry Fairburn, el abogado de su padre, que había muerto.
El nuevo letrado le explicó que la situación era demasiado complicada como para solucionarla por correo y que, por tanto lo más conveniente era que fuera a Inglaterra a tratarlo personalmente; además le aconsejaba que lo hiciera lo antes posible.
Hasta aquel momento siempre había eludido la idea de volver a su país, pero ahora se daba cuenta de que lo único que temía era su propio miedo. Desde luego ya no tenía por qué temer volver a ver a Damon ya que lo que había sentido por él había muerto hacía mucho tiempo.
Entre ellos dos no había habido ningún contacto y, por lo que a ella respectaba, Katrina y él podían estar viviendo los dos juntos en amor y compañía. Lo cierto era que eran tal para cual; igual de fríos y manipuladores.
Era una verdadera pena que su padre hubiera creído oportuno nombrar a Damon fiduciario de su testamento y que Henry, el otro fiduciario, hubiera muerto. Aquello hacía que las cosas fueran mucho más difíciles para Elena, que no estaba segura de cuál era ahora su posición en relación a la herencia; pero confiaba en que ese Stefan Bennett pudiera asesorarla al respecto.
Había otra cuestión que también la tenía algo preocupada y era el hecho de que Damon y ella todavía estaban legalmente casados.
Para su sorpresa, lo único que la hermana María había comentado al oír la historia de su pasado, había sido que los votos matrimoniales eran para siempre. Eso la había hecho darse cuenta de lo tonta que había sido todos aquellos años por no molestarse en pedir la nulidad matrimonial. Seguramente al principio había tenido miedo de que Damon intentara hacerla volver.
Ese miedo ya no existía, tampoco tenía ninguna necesidad imperiosa de volver a ser legalmente soltera, salvo para establecer una buena base para un futuro de independencia. En realidad lo que más deseaba era poder escribir pronto a la hermana María para decirle que todo iba bien y que enseguida estaría de vuelta en Río.
Cuando el avión tomó tierra en suelo inglés se le hizo un nudo en la garganta, pero se esforzó por convencerse a sí misma de que era un sentimiento perfectamente comprensible.
La mujer que había tomado el avión en aquel mismo aeropuerto cuatro años antes era una chiquilla guapa pero quizás ligeramente carente de personalidad; sin embargo nadie habría calificado de insípida a la mujer que ahora llegaba a Londres. El trabajo duro y la dedicación a los demás habían hecho que los rasgos de Elena se perfilaran en su perfección y su figura se estilizara sin perder las curvas. En sus ojos violetas había una luminosidad que parecía casi espiritual y que hacía que mucha gente se volviera a mirarla.
Iba vestida con unos pantalones anchos color crema y una insulsa camisa blanca de algodón, pero toda mujer que hubiera vivido en Río absorbía algo de la sensualidad propia del pueblo brasileño que tanto veneraba el cuerpo femenino. A pesar de la sencillez de su ropa, se podía adivinar la delicadeza de su cintura, la curva que dibujaban sus pechos…
Elena salió del aeropuerto, se retiró el pelo de la cara con un pañuelo de seda blanca, respiró hondo y paró un taxi para que la llevara a la dirección que le había dado el abogado cuando le pidió que le recomendara un sitio barato en el que alojarse.
Para su sorpresa, Stefan Bennett no solo le había mandado el nombre de un lugar cercano a su oficina, sino también un cheque para correr con los gastos de alojamiento, así como un billete de primera clase que había decidido no utilizar.
A medida que el taxi se iba acercando a su destino Elena estaba más convencida de que había habido un malentendido, ya que el barrio de Londres por el que iban era una zona moderna, llena de coches caros, y gente vestida con ropa de diseño. Su sensación aumentó cuando vio que el taxista paraba a la entrada de un lujoso bloque de apartamentos. No obstante, pagó y salió del coche con decisión. De camino a la puerta del edificio vio de reojo que un enorme coche negro estaba aparcando en el hueco que había dejado su taxi, pero estaba demasiado ocupada en asegurarse de que aquella era realmente la dirección a la que tenía que dirigirse, por eso ni siquiera se volvió a mirar.
Sí, eran las mismas señas. Entró al vestíbulo pero, nada más hacerlo, se quedó paralizada como si algo la hubiera detenido. Sin saber por qué sintió la necesidad de volverse a mirar qué, o quién, había a su espalda. Al reconocer al hombre que la observaba detenidamente se le cortó la respiración.
—¡Elena! He ido al aeropuerto a buscarte, pero te me has escapado.
—¡Damon!
Su voz sonó floja y temblorosa, como la de una niña… Se aclaró la garganta al tiempo que se recordaba que era una persona adulta, pero ni su cuerpo ni su cerebro respondían a sus órdenes porque ambos estaban demasiado centrados en Damon.
Aquellos cuatro años no lo habían cambiado tanto como a ella; pero claro, él ya era un adulto cuando ella se marchó. Para su pesar, Damon seguía teniendo ese magnetismo sexual que tanto había recordado; sin embargo, viéndolo ahora desde la perspectiva de una mujer hecha y derecha, ese atractivo le parecía aún más poderoso. Era como si lo que había visto hacía tantos años hubiera sido solo una imagen borrosa que ahora veía con total definición.
Quizás había olvidado lo increíblemente sexy que era, o a lo mejor había sido demasiado joven e ingenua para apreciarlo en su totalidad. Fuera lo que fuera, ahora podía percibirlo con total claridad.
Llevaba el pelo más corto que antes, lo que le daba un toque de dureza; y también sus ojos parecían más duros y fríos.
—No has venido en primera clase.
—¿Sabías que venía? —por mucho que lo intentara no podía evitar que se notara su sorpresa.
—Claro. Te recuerdo que soy tu fiduciario y, dado que el motivo de tu visita es hablar de la herencia…
¡Su fiduciario! Claro que lo sabía, pero había dado por hecho que sería Stefan Bennett con el que tendría que tratar el tema, y que él actuaría como intermediario entre Damon y ella. Lo que menos necesitaba en esos momentos era tener que hacer frente a esa situación, porque ya estaba suficientemente nerviosa.
—Me sorprende que Katrina no esté contigo —dijo intentando recuperar el control de la situación.
—¿Katrina? —por la expresión de su rostro era obvio que aquel comentario no le había hecho ninguna gracia—. Esto no tiene nada que ver con Katrina —añadió fríamente.
Por supuesto, allí estaba él para proteger a su amante. Con dolor se dio cuenta de que deseaba con todas sus fuerzas echarle en cara acusaciones que había creído olvidadas, pero el modo en el que la había mirado al recordarle que era su fiduciario parecía decirle que tuviera cuidado. Después de todo quizás no le resultara tan sencillo reclamar aquel dinero. Claro que, si hubiera algún impedimento, el señor Bennett la habría avisado en sus cartas, en lugar de animarla a que fuera a Inglaterra.
Lo cierto era que, en lo que se refería al dinero de la herencia, se sentía bastante segura de sus argumentos; al fin y al cabo, dado que Damon se había casado con ella para disponer del control de la empresa, lo lógico era que no pusiera ningún impedimento a garantizarle ciertos ingresos a cambio de mantener las acciones del negocio. Él debía tener en cuenta que Elena también podría vender esas acciones en el mercado, donde quizás obtuviera una cantidad mayor. El saber de su poder en ese aspecto le dio algo más de seguridad.
Damon se puso a su lado y ella se dio cuenta de que había algo más que no había cambiado: todavía tenía que alzar bastante la cabeza para mirarlo a los ojos. Ya era demasiado tarde para arrepentirse de las cómodas zapatillas sin tacón que había decidido ponerse.
—Vamos —le dijo poniéndole la mano en la espalda, momento en el que Elena comprobó que el mero roce seguía provocando en ella un deseo irrefrenable.
¿Qué demonios le ocurría? Sabía perfectamente que no podía dejarse llevar por ese deseo sexual que Damon despertaba en ella como no lo había hecho ningún otro hombre. El problema era que, hasta solo unos minutos antes, Elena había estado convencida de que su vulnerabilidad hacia aquel hombre era asunto concluido y ahora estaba claro que no era así, ni mucho menos.
Estaba confundida, era incapaz de pensar con lógica o de mirar a algo que no fuera él.
—Es por aquí.
Lo siguió de manera automática hasta el ascensor de cristal donde el ascensorista lo saludó amablemente.
—Buenas tardes, Lookbood —contestó Damon cordialmente—. ¿La familia bien?
—Sí, muy bien, señor Salvatore. Mi hijo Tyler está encantado con ese trabajo que usted le buscó.
Se limitó a responder con una sonrisa que a Elena le recordó el modo en el que solía sonreírle a ella y sintió un dolor tan intenso que la hizo tambalearse ligeramente.
—¿Te sigue dando miedo la altura? No mires hacia abajo —le recomendó con frialdad—. Por alguna razón, todos los arquitectos de la ciudad se han puesto de acuerdo en que están de moda los ascensores de cristal.
Su voz era extremadamente neutra; claro que tampoco había ningún motivo por el que tuviera que mostrar simpatía alguna hacia ella. ¿O sí? Al fin y al cabo le había ahorrado la molestia de fingir ser un marido feliz, o que ella le importaba lo más mínimo y, al mismo tiempo, le había dado exactamente lo que quería. En la misma carta en la que había renunciado a su herencia, Elena le había otorgado poder absoluto sobre las acciones de la empresa.
Pero no lo había hecho por él, lo había hecho por su padre, porque sabía que Damon llevaría el negocio hasta lo más alto. Al menos en eso estaba segura de poder confiar en él.
Había cerrado los ojos nada más ponerse en marcha el ascensor, pero los recuerdos y las imágenes que le venían a la cabeza eran mucho peores que unos cuantos metros de altura. Nunca perdonaría a Damon por lo que había intentado hacer con ella, por haber intentado manipularla de aquel modo y por abusar de la confianza que su padre había depositado en él.
El ascensor se detuvo.
—Ya puedes abrir los ojos.
Nada más poner un pie en el pasillo Elena vio que estaban en el ático, la parte más lujosa de cualquier edificio de apartamentos. Aquello debía de ser muy caro.
—Le pedí a Stefan Bennett que me buscara un sitio barato y cerca de su oficina —murmuró mientras Damon abría la puerta.
—Pues ha cumplido ambos requisitos: su despacho está bastante cerca, y aquí eres mi invitada.
—¿Tu invitada? —se quedó helada en el umbral de la puerta, mirándolo con los ojos abiertos de par en par—. ¿Este es tu apartamento?
—Sí —confirmó él—. Cuando Stefan me dijo que querías quedarte en algún sitio cerca de la oficina, pensé que lo mejor era que te quedaras aquí conmigo. Al fin y al cabo tenemos un montón de cosas de las que hablar… y no solo sobre la herencia.
Elena comprobó que estaba mirando fijamente a su mano izquierda; la misma mano de la que se había quitado el anillo de boda que él le había puesto cuatro años antes. Aquella alianza había volado por la ventana del taxi cuando se dirigía al aeropuerto el mismo día de la boda.
—¿Quieres decir… —le costaba demasiado hablar sabiendo que los ojos de Damon estaban clavados en ella—…de nuestro matrimonio?
—Exactamente —afirmó él sin dejar de mirarla—. ¿Sabes? Para alguien que sigue siendo virgen…, tienes un aspecto muy poco virginal.
—¿Y tú… cómo lo sabes? —le preguntó con voz temblorosa sin dar crédito a lo que acababa de oír.
—¿Que cómo sé que todavía eres virgen?—dijo él levantando su maleta del suelo—. Lo sé todo sobre ti. Elena… sigues siendo mi mujer.
¡Su mujer!
Tenía la sensación de estar a punto de vomitar y un sudor frío le empapaba el cuerpo. Eso no era lo que había esperado, no estaba preparada para enfrentarse a algo así.
Durante el vuelo desde Río había luchado por deshacerse del temor que la había tenido tan inquieta día y noche durante las semanas previas al viaje. Temor a que, si volvía a ver a Damon, descubriera que parte de ese amor infantil que había sentido por él no había muerto, sino que estaba allí esperando a estallar como una bomba que destruiría su nueva vida y la estabilidad emocional que tanto le había costado alcanzar. Pero lo que estaba sintiendo, ahora que lo tenía delante no era amor, más bien era una mezcla de hostilidad y rabia.
Bueno, sí, seguía siendo virgen. ¿Qué tenía eso de malo?
—No tienes ningún derecho a espiarme y meterte en mi vida —empezó a decirle llena de furia, pero Damon no la dejó continuar.
—Seguimos estando casados. Sigo siendo tu marido y tú sigues siendo mi esposa —señaló, fríamente. Quizás estuvieran casados para la iglesia, pero no para la ley puesto que ese matrimonio no había sido consumado. De cualquier modo, eso no le daba derecho a inmiscuirse en su vida y hablarle como si… como si… Bueno, tenía que controlar su mente, porque era obvio que solo eran imaginaciones suyas que Damon le hubiera hablado en tono posesivo.
Aquellas palabras la habían dejado perpleja. ¿Por qué no se habría olvidado de su matrimonio? Se suponía que estaba enamorado de otra mujer… ¡de su madrastra nada menos!
Aun después de tantos años seguía sintiendo un profundo asco con solo imaginar a Damon y a Katrina juntos. La mujer de su padre y el hombre en el que tanto había confiado. De pronto se le pasó por la cabeza si Damon y Katrina se habrían acostado juntos antes de la muerte de su padre. Era como si todas las preguntas que se había negado a plantearse durante tanto tiempo se agolparan ahora en su cabeza.
Él la había convencido de que se casaba con ella para protegerla, cuando lo único que quería proteger eran sus propios intereses.
Cerró los ojos exhausta de tanto pensar; había viajado hasta Inglaterra con un solo propósito y eso era en lo que tenía que centrarse, en eso y en nada más…
—Mira, no he venido para hablar de nuestro matrimonio —atajó Elena drásticamente antes de que la conversación siguiera por esos derroteros—. Ya le dije a Stefan Bennett cuál era el objetivo de mi viaje.
—Sí —la interrumpió con cierta tristeza—. Darle toda tu herencia a no sé qué organización benéfica. No, Elena. Como fiduciario no sería ético permitirte hacer eso. Y como marido…
Deseaba responderle con todas sus fuerzas, preguntarle cuándo le había importado lo más mínimo lo que era ético y lo que no; pero algo dentro de ella le advirtió que era mejor no decir nada.
—El dinero es mío legalmente —le recordó después de contar hasta diez para calmarse.
—«Era» tuyo —corrigió Damon duramente—. Tú misma insististe en renunciar a él, y lo hiciste por escrito. ¿Te acuerdas?
Elena volvió a respirar hondo. La situación se estaba poniendo más difícil de lo que había esperado.
—Es cierto que escribí a Henry —convino ella con calma—. Por cierto, ¿cuándo murió? No tenía ni idea.
Damon le estaba dando la espalda y, por un momento pensó que no la había oído o no tenía intención de contestar; pero entonces, sin volverse a mirarla, dijo con extrema frialdad:
—Tuvo un ataque cardiaco poco después de… bueno, fue el día de nuestra boda.
Elena lo miró horrorizada.
—Por lo visto se había encontrado mal durante la ceremonia —continuó explicándole—. Y después se derrumbó en la puerta de la iglesia. Fui con él al hospital… pero no pudieron hacer nada.
—¿Fue…—estaba demasiado destrozada como para no expresar sus pensamientos en voz alta— fue por mi culpa?
—Llevaba tiempo sufriendo mucha presión —contestó sin responder a su pregunta—. La muerte de tu padre le había afectado enormemente, además de darle una increíble cantidad de trabajo. Parece ser que los médicos ya le habían avisado de que su corazón no estaba muy fuerte, pero él no había hecho ni caso de las advertencias —entonces hizo una pausa y la miró con pesar—. Me pidió que te dijera lo orgulloso que se había sentido de acompañarte hasta el altar.
Los ojos de Elena se llenaron de lágrimas al recordar al viejo abogado la mañana de la boda. En el trayecto hacia la iglesia le había tomado la mano con algo de timidez, pero intentando transmitirle el cariño de un padre, intentando hacer lo que habría hecho su padre de haber estado allí, porque sabía que Elena lo echaba mucho de menos en esos momentos.
—Si te vas a regodear en ese absurdo sentimiento de culpabilidad… —advirtió Damon ásperamente—. Henry tenía el corazón muy delicado y aquello habría ocurrido aunque tú hubieras estado allí.
Por algún motivo sus palabras solo consiguieron hacerla sentir peor en lugar de consolarla.
—No quiero discutir contigo —dijo Elena cambiando de tema radicalmente—. Tú eres muy rico sin necesidad de ese dinero. Si pudieras ver a esos niños…
—Me parece una buenísima causa. Mi gente me ha dicho que…
—¿Tu gente? —aquello era sencillamente increíble—. No tienes ningún derecho.
—No creerías que iba a dejar que desaparecieras así como así. Aunque solo fuera por tu padre… se lo debía.
—Lo que no puedo creer es que puedas haber caído tan bajo, incluso para alguien como tú, hacer que me espiaran es…
—Estás exagerando —le dijo algo condescendiente—. Es cierto que hice ciertas averiguaciones para saber dónde estabas y qué hacías… y con quién —admitió con más suavidad—. Cualquiera habría hecho lo mismo; eras demasiado joven e ingenua. Podría haberte pasado cualquier cosa.
Elena intentó deshacerse inmediatamente de la sensación que le provocaba pensar que en algún momento hubiera estado realmente preocupado por ella.
—No me importa lo que digas, Damon. No voy a darme por vencida —aseguró con determinación—. El refugio necesita dinero y estoy dispuesta a hacer cualquier cosa para conseguirlo.
El silencio que siguió a su estallido provocó en Elena un intenso escalofrío, especialmente al notar que Damon la miraba como si… como si…
¿Cómo era posible que nunca se hubiera percatado del poder de aquella mirada? Agitó la cabeza y le echó la culpa al cambio horario.
—Bueno, dado que ahora ya eres una mujer, sabrás muy bien que todo en esta vida tiene un precio. Me cediste tu dinero libremente y ahora quieres que te devuelva no solo lo que tus acciones han reportado, sino también los futuros beneficios de la empresa.
—Me pertenece —insistió ella—. De acuerdo con el testamento de mi padre, ese dinero sería mío cuando cumpliera treinta años, o cuando me casara, lo que ocurriera antes.
—Mmmm —se quedó pensativo unos segundos después de los cuales la miró con una expresión que Elena no supo identificar—. Ya me has dicho lo que quieres que te dé, pero no has dicho nada de lo que estás dispuesta a dar tú a cambio. Suponiendo, por supuesto, que yo estuviera dispuesto a llegar a un acuerdo.
Lo miró confundida. ¿Qué diablos querría que le diera?
—Como ya te he dicho —continuó él—, seguimos estando casados. Nunca solicitamos la nulidad.
Entonces lo entendió todo.
—Quieres la nulidad matrimonial —afirmó sin querer hacer caso de la punzada que había sentido en el corazón al decir aquello—. Por supuesto.
—No, no es eso lo que quiero —la interrumpió inmediatamente—. Ni mucho menos.

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