Capítulo 1
Cuatro
años más tarde
Elena se
había pasado todo el vuelo desde Río ensayando qué iba a decir y cómo iba a
hacerlo. Se recordó una y otra vez que ya no era una chiquilla ingenua de
dieciocho años que no sabía nada, ni había visto el lado oscuro de la vida.
Ahora era una mujer de veintidós años que sabía perfectamente lo que era
sufrir, pero que no había perdido las ganas de amar, de compartir…
Elena no
sabía exactamente cuándo había empezado a arrepentirse de haber renunciado a su
herencia; y no lo hacía por sí misma, sino por lo que ese dinero habría
supuesto para aquellos niños, con él habría podido ayudarlos mucho más. Quizás
lo que la había hecho darse cuenta del valor de la herencia había sido la cara
de felicidad de la hermana María el día que había anunciado que la recaudación
de fondos en la que tanto habían trabajado había conseguido reunir una cantidad
que no era ni una décima parte de los ingresos que habría recibido Elena de no
haber rechazado lo que le correspondía de acuerdo con el testamento de su
padre.
También
entonces había empezado a preguntarse qué pensarían de ella sus compañeros si
se enteraran de todo el dinero al que había renunciado solo por orgullo. Esas y
otras cuestiones la habían llevado a tomar una decisión que deseaba haber
tomado mucho tiempo antes. Las monjas con las que trabajaba eran tan buenas y
tan generosas que jamás habrían criticado o juzgado nada que ella hiciera, pero
era ella misma la que criticaba su comportamiento.
Durante
los años que había pasado en Río, Elena se había acostumbrado a proteger su
intimidad a cal y canto y, con su actitud había conseguido que nunca le
hicieran preguntas sobre su pasado, que se había convertido en algo que no
compartía con nadie. Por supuesto que tenía amigos, pero con todos ellos
mantenía cierta distancia, especialmente con los hombres. Enamorarse era una
palabra que ya no entraba en su vocabulario; era una experiencia demasiado
dolorosa como para volver a pasar por ella.
No después
de Damon. Todavía seguía soñando con él de vez en cuando y, después de esos
sueños, pasaba varios días afectada y extrañamente sensible.
No quería
confesar a nadie lo sola y abandonada que se había sentido nada más llegar a
Brasil; cuántas veces había estado tentada de volver a casa, pero su orgullo se
lo había impedido… eso y la carta que le había mandado al abogado de su padre a
los pocos días de estar allí; en ella lo informaba de que renunciaba a su
herencia. De esa manera había pretendido que la dejaran empezar una nueva vida
y, para ello había dejado muy claro que no quería tener el menor contacto con
su madrastra o con Damon.
Después de
aquello había buscado trabajo como intérprete y profesora y, por medio de ese
empleo, había llegado a las monjas y a su organización benéfica para niños.
Todavía
recordaba la cara de sorpresa de la hermana María cuando, nada más decidir
reclamar el dinero que le correspondía por derecho, le había contado toda la
verdad de su pasado y el motivo que la había llevado hasta allí. La pobre no
podía dar crédito a que Elena no fuera realmente la joven de clase humilde que
ellas habían creído.
Elena
pensaba que sería suficiente con escribir al abogado y comunicarle que había
cambiado de idea y que deseaba recibir los ingresos de la herencia; sin embargo
unos días después de mandar aquella carta, le llegó la respuesta de un tal Stefan
Bennett que, según le explicaba, era el sobrino y sucesor de Henry Fairburn, el
abogado de su padre, que había muerto.
El nuevo
letrado le explicó que la situación era demasiado complicada como para
solucionarla por correo y que, por tanto lo más conveniente era que fuera a
Inglaterra a tratarlo personalmente; además le aconsejaba que lo hiciera lo
antes posible.
Hasta
aquel momento siempre había eludido la idea de volver a su país, pero ahora se
daba cuenta de que lo único que temía era su propio miedo. Desde luego ya no
tenía por qué temer volver a ver a Damon ya que lo que había sentido por él
había muerto hacía mucho tiempo.
Entre
ellos dos no había habido ningún contacto y, por lo que a ella respectaba, Katrina
y él podían estar viviendo los dos juntos en amor y compañía. Lo cierto era que
eran tal para cual; igual de fríos y manipuladores.
Era una
verdadera pena que su padre hubiera creído oportuno nombrar a Damon fiduciario
de su testamento y que Henry, el otro fiduciario, hubiera muerto. Aquello hacía
que las cosas fueran mucho más difíciles para Elena, que no estaba segura de
cuál era ahora su posición en relación a la herencia; pero confiaba en que ese Stefan
Bennett pudiera asesorarla al respecto.
Había otra
cuestión que también la tenía algo preocupada y era el hecho de que Damon y
ella todavía estaban legalmente casados.
Para su
sorpresa, lo único que la hermana María había comentado al oír la historia de
su pasado, había sido que los votos matrimoniales eran para siempre. Eso la
había hecho darse cuenta de lo tonta que había sido todos aquellos años por no
molestarse en pedir la nulidad matrimonial. Seguramente al principio había
tenido miedo de que Damon intentara hacerla volver.
Ese miedo
ya no existía, tampoco tenía ninguna necesidad imperiosa de volver a ser
legalmente soltera, salvo para establecer una buena base para un futuro de
independencia. En realidad lo que más deseaba era poder escribir pronto a la
hermana María para decirle que todo iba bien y que enseguida estaría de vuelta
en Río.
Cuando el
avión tomó tierra en suelo inglés se le hizo un nudo en la garganta, pero se
esforzó por convencerse a sí misma de que era un sentimiento perfectamente
comprensible.
La mujer que
había tomado el avión en aquel mismo aeropuerto cuatro años antes era una
chiquilla guapa pero quizás ligeramente carente de personalidad; sin embargo
nadie habría calificado de insípida a la mujer que ahora llegaba a Londres. El
trabajo duro y la dedicación a los demás habían hecho que los rasgos de Elena
se perfilaran en su perfección y su figura se estilizara sin perder las curvas.
En sus ojos violetas había una luminosidad que parecía casi espiritual y que
hacía que mucha gente se volviera a mirarla.
Iba
vestida con unos pantalones anchos color crema y una insulsa camisa blanca de
algodón, pero toda mujer que hubiera vivido en Río absorbía algo de la
sensualidad propia del pueblo brasileño que tanto veneraba el cuerpo femenino.
A pesar de la sencillez de su ropa, se podía adivinar la delicadeza de su
cintura, la curva que dibujaban sus pechos…
Elena
salió del aeropuerto, se retiró el pelo de la cara con un pañuelo de seda
blanca, respiró hondo y paró un taxi para que la llevara a la dirección que le
había dado el abogado cuando le pidió que le recomendara un sitio barato en el
que alojarse.
Para su
sorpresa, Stefan Bennett no solo le había mandado el nombre de un lugar cercano
a su oficina, sino también un cheque para correr con los gastos de alojamiento,
así como un billete de primera clase que había decidido no utilizar.
A medida
que el taxi se iba acercando a su destino Elena estaba más convencida de que
había habido un malentendido, ya que el barrio de Londres por el que iban era
una zona moderna, llena de coches caros, y gente vestida con ropa de diseño. Su
sensación aumentó cuando vio que el taxista paraba a la entrada de un lujoso
bloque de apartamentos. No obstante, pagó y salió del coche con decisión. De
camino a la puerta del edificio vio de reojo que un enorme coche negro estaba
aparcando en el hueco que había dejado su taxi, pero estaba demasiado ocupada
en asegurarse de que aquella era realmente la dirección a la que tenía que
dirigirse, por eso ni siquiera se volvió a mirar.
Sí, eran
las mismas señas. Entró al vestíbulo pero, nada más hacerlo, se quedó
paralizada como si algo la hubiera detenido. Sin saber por qué sintió la
necesidad de volverse a mirar qué, o quién, había a su espalda. Al reconocer al
hombre que la observaba detenidamente se le cortó la respiración.
—¡Elena!
He ido al aeropuerto a buscarte, pero te me has escapado.
—¡Damon!
Su voz
sonó floja y temblorosa, como la de una niña… Se aclaró la garganta al tiempo
que se recordaba que era una persona adulta, pero ni su cuerpo ni su cerebro
respondían a sus órdenes porque ambos estaban demasiado centrados en Damon.
Aquellos
cuatro años no lo habían cambiado tanto como a ella; pero claro, él ya era un
adulto cuando ella se marchó. Para su pesar, Damon seguía teniendo ese
magnetismo sexual que tanto había recordado; sin embargo, viéndolo ahora desde
la perspectiva de una mujer hecha y derecha, ese atractivo le parecía aún más
poderoso. Era como si lo que había visto hacía tantos años hubiera sido solo
una imagen borrosa que ahora veía con total definición.
Quizás
había olvidado lo increíblemente sexy que era, o a lo mejor había sido
demasiado joven e ingenua para apreciarlo en su totalidad. Fuera lo que fuera,
ahora podía percibirlo con total claridad.
Llevaba el
pelo más corto que antes, lo que le daba un toque de dureza; y también sus ojos
parecían más duros y fríos.
—No has
venido en primera clase.
—¿Sabías
que venía? —por mucho que lo intentara no podía evitar que se notara su
sorpresa.
—Claro. Te
recuerdo que soy tu fiduciario y, dado que el motivo de tu visita es hablar de
la herencia…
¡Su
fiduciario! Claro que lo sabía, pero había dado por hecho que sería Stefan Bennett
con el que tendría que tratar el tema, y que él actuaría como intermediario
entre Damon y ella. Lo que menos necesitaba en esos momentos era tener que
hacer frente a esa situación, porque ya estaba suficientemente nerviosa.
—Me
sorprende que Katrina no esté contigo —dijo intentando recuperar el control de
la situación.
—¿Katrina?
—por la expresión de su rostro era obvio que aquel comentario no le había hecho
ninguna gracia—. Esto no tiene nada que ver con Katrina —añadió fríamente.
Por
supuesto, allí estaba él para proteger a su amante. Con dolor se dio cuenta de
que deseaba con todas sus fuerzas echarle en cara acusaciones que había creído
olvidadas, pero el modo en el que la había mirado al recordarle que era su
fiduciario parecía decirle que tuviera cuidado. Después de todo quizás no le
resultara tan sencillo reclamar aquel dinero. Claro que, si hubiera algún
impedimento, el señor Bennett la habría avisado en sus cartas, en lugar de
animarla a que fuera a Inglaterra.
Lo cierto
era que, en lo que se refería al dinero de la herencia, se sentía bastante
segura de sus argumentos; al fin y al cabo, dado que Damon se había casado con
ella para disponer del control de la empresa, lo lógico era que no pusiera
ningún impedimento a garantizarle ciertos ingresos a cambio de mantener las
acciones del negocio. Él debía tener en cuenta que Elena también podría vender
esas acciones en el mercado, donde quizás obtuviera una cantidad mayor. El
saber de su poder en ese aspecto le dio algo más de seguridad.
Damon se
puso a su lado y ella se dio cuenta de que había algo más que no había
cambiado: todavía tenía que alzar bastante la cabeza para mirarlo a los ojos.
Ya era demasiado tarde para arrepentirse de las cómodas zapatillas sin tacón
que había decidido ponerse.
—Vamos —le
dijo poniéndole la mano en la espalda, momento en el que Elena comprobó que el
mero roce seguía provocando en ella un deseo irrefrenable.
¿Qué
demonios le ocurría? Sabía perfectamente que no podía dejarse llevar por ese
deseo sexual que Damon despertaba en ella como no lo había hecho ningún otro
hombre. El problema era que, hasta solo unos minutos antes, Elena había estado
convencida de que su vulnerabilidad hacia aquel hombre era asunto concluido y
ahora estaba claro que no era así, ni mucho menos.
Estaba
confundida, era incapaz de pensar con lógica o de mirar a algo que no fuera él.
—Es por
aquí.
Lo siguió
de manera automática hasta el ascensor de cristal donde el ascensorista lo
saludó amablemente.
—Buenas
tardes, Lookbood —contestó Damon cordialmente—. ¿La familia bien?
—Sí, muy
bien, señor Salvatore. Mi hijo Tyler está encantado con ese trabajo que usted
le buscó.
Se limitó
a responder con una sonrisa que a Elena le recordó el modo en el que solía
sonreírle a ella y sintió un dolor tan intenso que la hizo tambalearse
ligeramente.
—¿Te sigue
dando miedo la altura? No mires hacia abajo —le recomendó con frialdad—. Por alguna
razón, todos los arquitectos de la ciudad se han puesto de acuerdo en que están
de moda los ascensores de cristal.
Su voz era
extremadamente neutra; claro que tampoco había ningún motivo por el que tuviera
que mostrar simpatía alguna hacia ella. ¿O sí? Al fin y al cabo le había
ahorrado la molestia de fingir ser un marido feliz, o que ella le importaba lo
más mínimo y, al mismo tiempo, le había dado exactamente lo que quería. En la
misma carta en la que había renunciado a su herencia, Elena le había otorgado
poder absoluto sobre las acciones de la empresa.
Pero no lo
había hecho por él, lo había hecho por su padre, porque sabía que Damon llevaría
el negocio hasta lo más alto. Al menos en eso estaba segura de poder confiar en
él.
Había
cerrado los ojos nada más ponerse en marcha el ascensor, pero los recuerdos y
las imágenes que le venían a la cabeza eran mucho peores que unos cuantos
metros de altura. Nunca perdonaría a Damon por lo que había intentado hacer con
ella, por haber intentado manipularla de aquel modo y por abusar de la
confianza que su padre había depositado en él.
El
ascensor se detuvo.
—Ya puedes
abrir los ojos.
Nada más
poner un pie en el pasillo Elena vio que estaban en el ático, la parte más
lujosa de cualquier edificio de apartamentos. Aquello debía de ser muy caro.
—Le pedí a
Stefan Bennett que me buscara un sitio barato y cerca de su oficina —murmuró
mientras Damon abría la puerta.
—Pues ha
cumplido ambos requisitos: su despacho está bastante cerca, y aquí eres mi
invitada.
—¿Tu invitada?
—se quedó helada en el umbral de la puerta, mirándolo con los ojos abiertos de
par en par—. ¿Este es tu apartamento?
—Sí —confirmó
él—. Cuando Stefan me dijo que querías quedarte en algún sitio cerca de la
oficina, pensé que lo mejor era que te quedaras aquí conmigo. Al fin y al cabo
tenemos un montón de cosas de las que hablar… y no solo sobre la herencia.
Elena
comprobó que estaba mirando fijamente a su mano izquierda; la misma mano de la
que se había quitado el anillo de boda que él le había puesto cuatro años
antes. Aquella alianza había volado por la ventana del taxi cuando se dirigía
al aeropuerto el mismo día de la boda.
—¿Quieres
decir… —le costaba demasiado hablar sabiendo que los ojos de Damon estaban
clavados en ella—…de nuestro matrimonio?
—Exactamente
—afirmó él sin dejar de mirarla—. ¿Sabes? Para alguien que sigue siendo virgen…,
tienes un aspecto muy poco virginal.
—¿Y tú…
cómo lo sabes? —le preguntó con voz temblorosa sin dar crédito a lo que acababa
de oír.
—¿Que cómo
sé que todavía eres virgen?—dijo él levantando su maleta del suelo—. Lo sé todo
sobre ti. Elena… sigues siendo mi mujer.
¡Su mujer!
Tenía la
sensación de estar a punto de vomitar y un sudor frío le empapaba el cuerpo.
Eso no era lo que había esperado, no estaba preparada para enfrentarse a algo
así.
Durante el
vuelo desde Río había luchado por deshacerse del temor que la había tenido tan
inquieta día y noche durante las semanas previas al viaje. Temor a que, si
volvía a ver a Damon, descubriera que parte de ese amor infantil que había
sentido por él no había muerto, sino que estaba allí esperando a estallar como
una bomba que destruiría su nueva vida y la estabilidad emocional que tanto le
había costado alcanzar. Pero lo que estaba sintiendo, ahora que lo tenía
delante no era amor, más bien era una mezcla de hostilidad y rabia.
Bueno, sí,
seguía siendo virgen. ¿Qué tenía eso de malo?
—No tienes
ningún derecho a espiarme y meterte en mi vida —empezó a decirle llena de
furia, pero Damon no la dejó continuar.
—Seguimos
estando casados. Sigo siendo tu marido y tú sigues siendo mi esposa —señaló,
fríamente. Quizás estuvieran casados para la iglesia, pero no para la ley
puesto que ese matrimonio no había sido consumado. De cualquier modo, eso no le
daba derecho a inmiscuirse en su vida y hablarle como si… como si… Bueno, tenía
que controlar su mente, porque era obvio que solo eran imaginaciones suyas que Damon
le hubiera hablado en tono posesivo.
Aquellas
palabras la habían dejado perpleja. ¿Por qué no se habría olvidado de su
matrimonio? Se suponía que estaba enamorado de otra mujer… ¡de su madrastra
nada menos!
Aun
después de tantos años seguía sintiendo un profundo asco con solo imaginar a Damon
y a Katrina juntos. La mujer de su padre y el hombre en el que tanto había
confiado. De pronto se le pasó por la cabeza si Damon y Katrina se habrían
acostado juntos antes de la muerte de su padre. Era como si todas las preguntas
que se había negado a plantearse durante tanto tiempo se agolparan ahora en su
cabeza.
Él la
había convencido de que se casaba con ella para protegerla, cuando lo único que
quería proteger eran sus propios intereses.
Cerró los
ojos exhausta de tanto pensar; había viajado hasta Inglaterra con un solo
propósito y eso era en lo que tenía que centrarse, en eso y en nada más…
—Mira, no
he venido para hablar de nuestro matrimonio —atajó Elena drásticamente antes de
que la conversación siguiera por esos derroteros—. Ya le dije a Stefan Bennett
cuál era el objetivo de mi viaje.
—Sí —la
interrumpió con cierta tristeza—. Darle toda tu herencia a no sé qué
organización benéfica. No, Elena. Como fiduciario no sería ético permitirte
hacer eso. Y como marido…
Deseaba
responderle con todas sus fuerzas, preguntarle cuándo le había importado lo más
mínimo lo que era ético y lo que no; pero algo dentro de ella le advirtió que
era mejor no decir nada.
—El dinero
es mío legalmente —le recordó después de contar hasta diez para calmarse.
—«Era»
tuyo —corrigió Damon duramente—. Tú misma insististe en renunciar a él, y lo
hiciste por escrito. ¿Te acuerdas?
Elena
volvió a respirar hondo. La situación se estaba poniendo más difícil de lo que
había esperado.
—Es cierto
que escribí a Henry —convino ella con calma—. Por cierto, ¿cuándo murió? No
tenía ni idea.
Damon le
estaba dando la espalda y, por un momento pensó que no la había oído o no tenía
intención de contestar; pero entonces, sin volverse a mirarla, dijo con extrema
frialdad:
—Tuvo un
ataque cardiaco poco después de… bueno, fue el día de nuestra boda.
Elena lo
miró horrorizada.
—Por lo
visto se había encontrado mal durante la ceremonia —continuó explicándole—. Y
después se derrumbó en la puerta de la iglesia. Fui con él al hospital… pero no
pudieron hacer nada.
—¿Fue…—estaba
demasiado destrozada como para no expresar sus pensamientos en voz alta— fue
por mi culpa?
—Llevaba
tiempo sufriendo mucha presión —contestó sin responder a su pregunta—. La
muerte de tu padre le había afectado enormemente, además de darle una increíble
cantidad de trabajo. Parece ser que los médicos ya le habían avisado de que su
corazón no estaba muy fuerte, pero él no había hecho ni caso de las
advertencias —entonces hizo una pausa y la miró con pesar—. Me pidió que te
dijera lo orgulloso que se había sentido de acompañarte hasta el altar.
Los ojos
de Elena se llenaron de lágrimas al recordar al viejo abogado la mañana de la
boda. En el trayecto hacia la iglesia le había tomado la mano con algo de
timidez, pero intentando transmitirle el cariño de un padre, intentando hacer
lo que habría hecho su padre de haber estado allí, porque sabía que Elena lo
echaba mucho de menos en esos momentos.
—Si te vas
a regodear en ese absurdo sentimiento de culpabilidad… —advirtió Damon ásperamente—.
Henry tenía el corazón muy delicado y aquello habría ocurrido aunque tú
hubieras estado allí.
Por algún
motivo sus palabras solo consiguieron hacerla sentir peor en lugar de
consolarla.
—No quiero
discutir contigo —dijo Elena cambiando de tema radicalmente—. Tú eres muy rico
sin necesidad de ese dinero. Si pudieras ver a esos niños…
—Me parece
una buenísima causa. Mi gente me ha dicho que…
—¿Tu
gente? —aquello era sencillamente increíble—. No tienes ningún derecho.
—No
creerías que iba a dejar que desaparecieras así como así. Aunque solo fuera por
tu padre… se lo debía.
—Lo que no
puedo creer es que puedas haber caído tan bajo, incluso para alguien como tú,
hacer que me espiaran es…
—Estás
exagerando —le dijo algo condescendiente—. Es cierto que hice ciertas
averiguaciones para saber dónde estabas y qué hacías… y con quién —admitió con
más suavidad—. Cualquiera habría hecho lo mismo; eras demasiado joven e
ingenua. Podría haberte pasado cualquier cosa.
Elena
intentó deshacerse inmediatamente de la sensación que le provocaba pensar que
en algún momento hubiera estado realmente preocupado por ella.
—No me
importa lo que digas, Damon. No voy a darme por vencida —aseguró con
determinación—. El refugio necesita dinero y estoy dispuesta a hacer cualquier
cosa para conseguirlo.
El
silencio que siguió a su estallido provocó en Elena un intenso escalofrío, especialmente
al notar que Damon la miraba como si… como si…
¿Cómo era
posible que nunca se hubiera percatado del poder de aquella mirada? Agitó la
cabeza y le echó la culpa al cambio horario.
—Bueno,
dado que ahora ya eres una mujer, sabrás muy bien que todo en esta vida tiene
un precio. Me cediste tu dinero libremente y ahora quieres que te devuelva no
solo lo que tus acciones han reportado, sino también los futuros beneficios de
la empresa.
—Me
pertenece —insistió ella—. De acuerdo con el testamento de mi padre, ese dinero
sería mío cuando cumpliera treinta años, o cuando me casara, lo que ocurriera
antes.
—Mmmm —se
quedó pensativo unos segundos después de los cuales la miró con una expresión
que Elena no supo identificar—. Ya me has dicho lo que quieres que te dé, pero
no has dicho nada de lo que estás dispuesta a dar tú a cambio. Suponiendo, por
supuesto, que yo estuviera dispuesto a llegar a un acuerdo.
Lo miró
confundida. ¿Qué diablos querría que le diera?
—Como ya
te he dicho —continuó él—, seguimos estando casados. Nunca solicitamos la
nulidad.
Entonces
lo entendió todo.
—Quieres
la nulidad matrimonial —afirmó sin querer hacer caso de la punzada que había
sentido en el corazón al decir aquello—. Por supuesto.
—No,
no es eso lo que quiero —la interrumpió inmediatamente—. Ni mucho menos.
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