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COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


GRACIAS

15 abril 2013

Chantaje Capitulo 03


Capítulo 3
Elena apartó los ojos de la ventana del dormitorio de su niñez y miró la hora.
Las siete y media; pronto tendría que bajar para salir a cenar con Damon, que la había avisado de que, si no bajaba por su propio pie antes de las ocho, subiría a buscarla.
—¿Por qué haces todo esto? —le había preguntado ella desesperada.
—¿Y tú?
—Sabes perfectamente por qué. No tengo elección.
—Claro que la tienes —había respondido Damon fríamente—. Podrías perfectamente dar media vuelta y largarte.
—El refugio necesita ese dinero… ya lo sabes.
Eso era cierto, también era cierto que Elena era consciente de que no podría vivir consigo misma si no hacía todo lo posible para ayudar a aquellos niños. Pero dejar que Damon consumara el matrimonio, ¡y tener un hijo suyo! Volvió a perder la mirada en el paisaje que se extendía al otro lado de la ventana mientras se preguntaba si tendría el valor suficiente para seguir adelante.
Desde aquella ventana era desde donde solía esperar impaciente la llegada de su padre, momento en el que corría a recibirlo. Nunca, ni siquiera en los peores momentos de la enfermedad de su madre, había olvidado dedicarle a Elena el tiempo y el cariño necesarios.
Después había llegado su matrimonio con Katrina, cuando la joven había empezado a recurrir a Damon; entonces era él al que esperaba ver llegar desde la ventana de su dormitorio, que en aquella época se había convertido en un verdadero refugio.
Su padre había sentido un cariño muy especial por aquella casa, había afirmado multitud de veces que para él representaba todo lo que debía ser un hogar familiar.
—Algún día traerás aquí a tus hijos a verme, Elena —le había dicho a menudo. Siempre había deseado convertirse en abuelo.
Un niño, pensó Elena con los ojos llorosos por la fuerza de aquellos recuerdos. Un niño que fuera parte de Damon y de ella, a su padre le habría encantado y lo habría querido con todo su corazón.
El hijo de Damon. Cuántas veces se habría sentado allí mismo ella y habría fantaseado con la posibilidad de que aquello ocurriera. Pero su fantasía era que Damon la amara y ese niño fuera el fruto de su mutuo amor, y eso no era lo que estaba pasando. Tuvo que admitirlo con lágrimas en los ojos, él no la amaba, solo quería tener un hijo que llevara su sangre porque era la sangre de su padre.
Sin embargo, al mirar al camino que llevaba hasta la puerta de la casa, podía imaginarse perfectamente a los tres paseando tranquilamente: Damon, ella y el pequeño de pelo negro y ojos azules y la misma tierna sonrisa de su abuelo.
«Estoy loca», se dijo en tono reprobatorio mientras salía de la habitación para dirigirse al encuentro de su marido.
Nunca podría desear hacer lo que él estaba obligándola a hacer pero, tenía que admitir que tampoco podía negar el fuerte instinto maternal que le provocaba la sola idea de tener ese hijo que había evocado su imaginación.
Al bajar al cuarto de estar comprobó que, a diferencia de ella, Damon se había cambiado de ropa y se había puesto un atuendo más informal que el traje que había llevado por la mañana.
Debía de estar haciendo muy buen tiempo aquel verano, pensó Elena al ver el bronceado que lucía él en los brazos. Siempre había encontrado algo extraordinario en aquellos brazos sutilmente musculados, algo que la hacía sentir un sensual escalofrío que le recorría la piel palmo a palmo. Había habido un tiempo en el que solo la idea de que aquellos brazos la rodearan con fuerza había hecho que sintiera un ardor en lo más profundo de su cuerpo adolescente.
Más tarde, a medida que había ido creciendo, había empezado a fantasear con sus manos más que con sus brazos; soñaba que aquellos dedos la acariciaban, excitándole de un modo que, con solo imaginarlo en la soledad de su dormitorio, la hacía sonrojarse llena de deseo.
El hecho de que se hubiera duchado y cambiado de ropa la hizo sentir incómoda porque ella seguía llevando la misma indumentaria con la que había viajado desde Río. Se había negado a cambiarse para demostrarle lo poco que le importaba lo que pensara de ella o el aspecto que tenía cuando estaba en su compañía. Sin embargo ahora lo único que sentía era incomodidad.
—¿Estabas demasiado ocupada para cambiarte? No te preocupes, estoy seguro de que Luigi lo entenderá—la disculpó Damon nada más verla.
—¿Le has dicho a Luigi que… que nosotros?
—Le he dicho que íbamos a ir a cenar —confirmó él—. Espero que te siga gustando la tarta de pera y almendra y el helado de miel.
Sin querer fijarse en que recordaba perfectamente su postre preferido, Elena le dijo secamente:
—¿Y qué más le has dicho?
—Nada —respondió encogiéndose de hombros.
Tuvo que preguntarse a sí misma por qué en lugar de sentirse aliviada, lo que sentía era una especie de rabia de que él no hubiera hecho público su reencuentro.
—Pues tendrás que decir algo, ¿no? No podemos empezar de repente a vivir juntos como un matrimonio.
—Entonces tendremos que decirle a la gente lo que quieren oír —respondió Damon con naturalidad.
—¿Y qué es eso exactamente?
—Pues que ha habido un acercamiento entre nosotros y hemos decidido darle una segunda oportunidad a nuestro matrimonio.
—¿Una segunda oportunidad? —la pregunta se le escapó de los labios y, en cuanto vio el modo en que la miraba Damon, se arrepintió de haberlo dicho.
—No creo que nadie piense que no éramos amantes antes de casamos y, no sé por qué, pero me imagino que no querrás que la gente sepa que sigues siendo virgen.
—No te hagas ilusiones de que mi virginidad tenga nada que ver contigo —espetó Elena ofendida—. El que yo no… bueno, es asunto mío y, de nadie más.
Mientras ella hablaba Damon había comenzado a andar hacia la puerta y ella lo había seguido sin pensar.
—Espera un momento —dijo él justo antes de abrir la puerta y, acto seguido sacó una cajita del bolsillo del pantalón—. Creo que te vendrá bien llevar esto —afirmó con extrema frialdad—. Me he fijado que no llevas el original. Este no tiene la bendición de un cura, y he tenido que adivinar el tamaño; espero haber acertado… no pensé que fueras a estar tan delgada.
A Elena le sorprendió ver la similitud de aquel anillo con su verdadera alianza de boda, pero lo que hizo que le diera un vuelco el corazón fue el otro objeto que había en la cajita, algo que se había arrepentido todos aquellos años de haber dejado atrás: su anillo de compromiso, en el que entonces Damon había mandado engarzar los tres diamantes que antes habían pertenecido al anillo de compromiso de su madre. Aquellas piedras significaban tanto para ella que al verlas se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Mi anillo —dije en un susurro.
—A lo mejor te está grande —respondió él tomando su mano entre las suyas.
Elena no pudo hacer nada para que su cuerpo entero no empezara a temblar y su mente no volviera al momento en el que, cuatro años antes, Damon le había puesto otro anillo. Y recordó exactamente lo que había sentido entonces; la fuerza con la que había deseado que aquel matrimonio significara para él algo más que un negocio.
Efectivamente el anillo le estaba un poco grande, pensó con agitación mientras él lo deslizaba con suavidad por su dedo. De pronto le resultaba increíblemente difícil respirar con normalidad; tenía la sensación de que las costillas le oprimían los pulmones. Notó que Damon estaba mirándola. Y como si estuviera ocurriendo a cámara lenta, vio cómo se disponía a besarle la mano al igual que había hecho el día de su boda.
—No.
Retiró la mano asustada por el nudo que se le había hecho en la garganta al predecir lo que aquel beso la habría hecho sentir. Hacía cuatro años, cuando había hecho lo mismo en la iglesia, todo su cuerpo había empezado a temblar llenándola de confusión; entonces había sabido que debía hacerle aquella pregunta. Ahora no podía evitar imaginar qué habría pasado si aquellas palabras nunca hubieran salido de su boca… No, era mejor no torturarse pensando qué habría pasado si… Tenía muy claro que no le habría gustado vivir en la ignorancia. No, así tampoco habría sido feliz.
Sin darse la vuelta para mirar a Damon salió de la casa y se dejó embriagar por el aroma de las rosas que flanqueaban la entrada. Aquellos rosales los había plantado su madre… ¡Dios! La casa entera estaba llena de recuerdos de tiempos felices. De repente se encontró pensando en su futuro hijo, lo imaginó creciendo allí.
—Si has cambiado de opinión, quizás no deberíamos…
Era obvio que Damon deseaba tener aquel niño a toda costa porque en sus palabras le había parecido adivinar verdadera aprensión. A lo mejor era por eso por lo que no se había casado con Katrina, porque no había querido tener un hijo con ella. Lo cierto era que la mera posibilidad de que hubiera sido así llenó a Elena de satisfacción.
—No has cambiado nada. Eso sí, estás aún más guapa que nunca. ¡Bella, bellísima! —le dijo Luigi mientras los acompañaba hasta su mesa.
—Pero Luigi, si no ha cambiado, ¿cómo puede estar más guapa? —bromeó Damon.
—Porque antes era una chiquilla muy guapa —empezó a explicar el dueño del restaurante sin dejarse intimidar—, pero ahora —continuó mirando a Elena con admiración— ¡Ahora es una mujer hermosísima! Y tú tienes mucha suerte de tener una esposa tan espléndida.
Parecía que Luigi recordaba perfectamente que estaban casados.
—Menos mal que no se le quedó el aspecto que tenía después de una de tus lecciones de comer espaguetis —a pesar de que su voz era seria, en los ojos de Damon al mirar a Elena había un brillo tan sorprendente que ella fue incapaz de dejar de mirarlos durante varios segundos. Aquel rostro guardaba un peligroso parecido con el del joven que recordaba de su adolescencia: los mismos ojos llenos de brillo burlón, la misma boca siempre a punto de sonreír. Además aquel siempre había sido el restaurante preferido de Elena, un lugar que asociaba con muchos momentos felices de su vida.
—Os he guardado una mesa muy especial les dijo mientras cruzaban el comedor abarrotado de gente hasta llegar a su mesa de siempre, que también había sido la preferida del señor Gilbert.
Siguiendo un impulso, Elena se acercó a Luigi y le agradeció el detalle con un sincero abrazo y, al principio él respondió del mismo modo, pero de repente la soltó y dio un paso atrás sin dejar de mirar a Damon.
—Se me olvidaba que ya no eres una chiquilla sino una mujer casada —dijo en tono de disculpa.
En cuanto se quedaron solos, ya sentados a la mesa, Damon la miró muy serio y le dijo:
—Preferiría que no coquetearas con otros hombres.
—¿Coquetear? —preguntó ella asombrada—. No estaba coqueteando, solo estaba… —se quedó callada al darse cuenta de que no tenía por qué defenderse; no había hecho nada malo y aquella acusación era una ridiculez.
—Puede que sigas siendo virgen, Elena —continuó diciéndole Damon apoyado en la mesa para acercarse a ella y que nadie pudiera oír su conversación— pero eso no quiere decir que sigas siendo una jovencita ingenua. Ahora eres una mujer casada… eres mi esposa.
—No puedo creer lo que estoy oyendo —lo interrumpió Elena tan pronto como pudo reaccionar—. Solo le he dado un abrazo.
—Puede que para ti no tenga ninguna importancia —continuó él con repentina tristeza—. Pero es mucho más de lo que me has dado a mí.
—Eso es muy diferente.
—Claro que es diferente. Yo soy tu marido —respondió con verdadero pesar en el rostro—. Espero que lleves tus cosas al dormitorio principal cuanto antes.
Elena se preguntó si tendría la menor idea del efecto que aquellas palabras tenían en ella; lo sorprendida y, sí, lo asustada que la hacían sentir.
—A eso se le llama seducir a alguien de forma sutil —dijo ella con sarcasmo y, haciendo un verdadero esfuerzo por no revelar sus emociones, ocultó su rostro detrás de la carta.
Al ver que no había respuesta a sus palabras, bajó la carta y observó en sus ojos que parecía haber llegado a su sensibilidad, atravesando esa coraza que tenía la virtud de haberla repelido y atraído desde el mismo momento en que conoció a Damon. Pero entonces su expresión cambió y ella comenzó a temblar.
—Voy a ser mucho menos sutil. Te prometo que voy a hacer que grites mi nombre de placer bajo las sábanas, querrás que…
—¡No!
La respuesta de Elena salió de sus labios como una explosión justo en el momento en el que llegaba el camarero para ver si estaban listos para pedir.
¿Cómo era posible que Damon pudiera decir algo como lo que acababa de decir y, al instante siguiente, estar hablando con el camarero sobre los platos especiales del día y el vino adecuado para acompañarlos?
—Te va a encantar este vino, Elena —le dijo cuando volvieron a quedarse solos—. A mí me lo enseño tu padre. Esta cosecha es del mismo año en el que tú naciste. Y al igual que tú… —su voz se había ido convirtiendo en un sensual susurro que acariciaba las palabras mientras que la imaginación traicionera de Elena se entretenía en preguntarse si su lengua le acariciaría la piel del mismo modo.
—No, no te voy a decir todavía las características que tenéis en común.
Elena había pedido los mejillones en salsa que tanto había recordado durante aquellos años y los disfrutó con un placer casi infantil, sin darse cuenta de que Damon la observaba maravillado mientras se los comía.
Al mirarla se preguntó cómo reaccionaría ella si supiera lo que estaba pensando, y lo que estaba sintiendo… y deseando. Bebió un buen trago de vino y decidió que seguramente era mejor que no tuviera la menor idea de lo que le estaba pasando por la cabeza; si lo hubiera sabido habría salido corriendo y no habría parado hasta llegar a Río.
Lo cierto era que, si ella no hubiera regresado, él habría ido a buscarla como llevaba tiempo planeando. Y ahora que estaba en casa tenía que asegurarse de que no volvía a marcharse.
En ese momento Elena levantó la mirada como si hubiera notado los ojos de Damon clavados en ella, pero inmediatamente él se concentró en su plato y ella se sintió estúpida por haber creído que estaba observándola a ella.
—¡Damon y Elena! Me pareció que erais vosotros —una voz interrumpió sus pensamientos de repente—. ¡Qué sorpresa!
Elena se quedó desorientada al ver aquella cara tan familiar; era una de las mejores amigas de su madrastra, por la que tampoco había sentido nunca excesiva simpatía. Le resultaba muy chocante ver a alguien conocido cuando llevaba tan poco tiempo allí, pero era comprensible ya que Emporio siempre había sido el restaurante más concurrido de la ciudad.
Podía sentir la curiosidad de Caroline, que estaba de pie al lado de su mesa mientras su marido la esperaba visiblemente impaciente por marcharse.
—¿Hemos de entender que estáis juntos otra vez? —les dijo con una actitud tan directa que le dio náuseas—. La verdad es que siempre me pareció que habías sido demasiado impetuosa al marcharte de aquella manera el mismo día de tu boda —afirmó riéndose con falsedad—. Estoy deseando contárselo a Katrina.
Al ver que ninguno de los dos decía nada, ella continuó hablando.
—Porque no lo sabe todavía, ¿o sí? ¡Madre mía! No creo que vaya a hacerle mucha gracia. Está en el Caribe y no vuelve hasta la próxima semana, ¿no es así? —preguntó dirigiéndose a Damon.
—Disculpadme —sin esperar a oír la respuesta, Elena se puso en pie y se dirigió al servicio.
Sabía que era una estupidez que aquello la sorprendiera tanto, se suponía que no debía importarle lo más mínimo la relación que Damon tuviera con su madrastra. Después de todo, ella estaba allí solo para conseguir el dinero para los niños brasileños, no era porque deseara volver con su marido. Del mismo modo que Damon solo quería estar con ella para conseguir ese hijo, por eso y por nada más.
Aun así no podía dejar de pensar que las palabras de Caroline habían dejado bien claro lo que seguía habiendo entre Katrina y Damon. ¿Le habría dicho a ella cuáles eran sus planes con Elena? Por algún motivo, ella sospechaba que no.
Se secó las manos y la cara, respiró hondo y volvió al comedor con fuerzas renovadas. Cuando llegó a la mesa no había señal de Caroline, así que se sentó sin decir nada. Había empezado a dolerle la cabeza enormemente y tuvo la sensación de estar incubando una gripe o algo así; tenía el estómago revuelto y le dolían los músculos de todo el cuerpo.
—¿Te encuentras bien, Elena?
—La verdad es que no —respondió algo confundida—. Estoy un poco mareada.
Damon se levantó y fue hasta ella con cara de preocupación.
—Vamos fuera, el aire fresco te vendrá bien.
Al ver que se acercaba a ella, Elena se apartó de manera instintiva; tenía que huir de aquellas manos que también habían tocado a Katrina, su enemigo; de aquella voz que ahora demostraba preocupación por ella, pero que seguramente habría pronunciado apasionadas palabras de deseo dirigidas a su madrastra. El acto de procreación que iba a compartir con ella como un mero trámite, con Katrina habría sido algo más íntimo y placentero para él… Elena comenzó a temblar incapaz de soportar las náuseas que estaba sintiendo.
Su rostro debía de estar reflejando sus pensamientos porque Damon se dio cuenta del rechazo que sentía en aquel momento hacia él.
—Se supone que estamos dándole una segunda oportunidad a nuestro matrimonio —le susurró mientras se dirigían a la puerta del restaurante.
—Tú no quieres dar ninguna oportunidad a nuestro matrimonio —contraatacó Elena con debilidad—. Tú lo único que quieres es… —al notar la brisa en la cara se quedó callada pensando mejor lo que iba a decir.
—¿Me puedes decir qué demonios te ocurre?
—Nada, ya te lo he dicho, estoy un poco mareada. Claro que no es de extrañar en estas circunstancias… Nada ha cambiado, ¿verdad, Damon? —le preguntó en tono desafiante.
—¿Es que esperabas que lo hubiera hecho? Eso es un poco ingenuo, ¿no crees?
¡Dios! No se avergonzaba lo más mínimo de lo que estaba haciendo ni de lo que había hecho en el pasado.
—No me habías dicho que Katrina siguiera viviendo por aquí —le dijo con amargura, pero él simplemente se encogió de hombros dando a entender que aquel enfado le parecía totalmente irrelevante—. Katrina estuvo casada con mi padre, es…
—Ya sé quién es Katrina, Elena —la interrumpió drásticamente.
—Lo sabes pero no te importa, ¿verdad? —ahora que había empezado no podía dejar de decir lo que pensaba.
Damon murmuró algo ininteligible antes de contestar.
—Siempre fuiste demasiado sensible. Y demasiado… —fuera lo que fuera lo que iba a decir se perdió en el aire cuando otra pareja salió del restaurante y notaron que se quedaban mirándolos algo sorprendidos—. Este no es el lugar más apropiado para tener esta conversación —dijo él entonces agarrándola del brazo mientras comenzaba a andar hacia el coche.
—Suéltame —le pidió Elena muy alterada—. No soporto que me toques, ni ahora ni nunca…
Era consciente de que él no era el responsable de que Caroline hubiera aparecido en el restaurante, pero sí que lo era de haber traicionado la confianza de su padre y la suya. Lo odiaba, lo despreciaba y lo aborrecía con todas sus fuerzas.
Estaba tan inmersa en su preocupación porque Damon siguiera teniendo tanto poder sobre ella que no se dio cuenta de que habían llegado a casa hasta que vio que él estaba abriéndole la puerta desde fuera. Al salir se encontró con el cuerpo de Damon demasiado cerca, tanto que toda ella reaccionó ante su proximidad: podía percibir su olor, tan peligrosamente masculino que hizo que se le pusiera el vello de punta; más aún cuando, al rozarle el brazo notó que se le endurecían los pezones y se le sonrojaba el rostro.
Sin mirarlo a la cara ni un segundo, se apresuró a la puerta pero, una vez allí tuvo que esperarlo porque no tenía llaves. Un inmenso pánico la invadió al observar su rostro mientras se acercaba a ella.
—Elena —susurró poniéndole ambas manos en los hombros.
—¡No te atrevas a tocarme! —exclamó sin conseguir que la soltara.
—Escúchame.
—No.
Solo vio la furia que transmitían sus ojos durante un instante antes de que su rostro estuviera demasiado encima como para poder distinguir nada.
—Muy bien, parece que esta va a ser la única manera de comunicarme contigo.
Elena emitió un leve grito de protesta, pero enseguida se olvidó del odio que sentía hacia él porque lo que estaba ocurriéndole era mucho más poderoso y todo su cuerpo estaba concentrado en la explosión de sensaciones que aquel beso estaba provocando.
Fue como sumergir una bola de helado en chocolate caliente: hasta el último centímetro de su piel se estaba derritiendo por él. Era mucho más intenso de lo que jamás habría podido imaginar, y eso que había imaginado aquello millones de veces.
De algún modo, la ira de Damon se había convertido en una sensualidad en la que no solo estaban participando sus labios sino también sus lenguas, y sus manos. Los movimientos de ambos eran solo un pequeño indicio de toda la pasión contenida que existía entre ellos.
—Me has besado como si llevaras años deseando hacerlo —oyó las palabras de Damon, mientras todavía podía sentir sus manos pasearse por su espalda y provocándole un millón de escalofríos tan fuertes como descargas eléctricas. Sin embargo, consiguió asimilar lo que quería decir aquella afirmación y, al hacerlo, se alejó de él consciente de lo que acababa de hacer.
—No deseaba nada de esto —aseguró impetuosamente—. Lo único que quiero es recuperar el dinero para ayudar a esos niños, eso es por lo que estoy aquí, acuérdate.
Se quedó mirándolo aunque, en la penumbra en la que se encontraban, no podía ver muy bien la expresión de su rostro, solo notaba que la observaba mientras ella esperaba una respuesta que preveía tajante y fría; pero en lugar de responder, se limitó a abrir la puerta y dejarla entrar en la casa. Elena cruzó el umbral sin mirarlo siquiera y subió las escaleras, segura de que intentaría detenerla o al menos la llamaría antes de llegar arriba. Pero no fue así y ella no se atrevió a darse la vuelta.

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