Capítulo
3
Elena
apartó los ojos de la ventana del dormitorio de su niñez y miró la hora.
Las siete
y media; pronto tendría que bajar para salir a cenar con Damon, que la había
avisado de que, si no bajaba por su propio pie antes de las ocho, subiría a
buscarla.
—¿Por qué
haces todo esto? —le había preguntado ella desesperada.
—¿Y tú?
—Claro que
la tienes —había respondido Damon fríamente—. Podrías perfectamente dar media
vuelta y largarte.
—El
refugio necesita ese dinero… ya lo sabes.
Eso era
cierto, también era cierto que Elena era consciente de que no podría vivir
consigo misma si no hacía todo lo posible para ayudar a aquellos niños. Pero
dejar que Damon consumara el matrimonio, ¡y tener un hijo suyo! Volvió a perder
la mirada en el paisaje que se extendía al otro lado de la ventana mientras se
preguntaba si tendría el valor suficiente para seguir adelante.
Desde
aquella ventana era desde donde solía esperar impaciente la llegada de su
padre, momento en el que corría a recibirlo. Nunca, ni siquiera en los peores
momentos de la enfermedad de su madre, había olvidado dedicarle a Elena el
tiempo y el cariño necesarios.
Después
había llegado su matrimonio con Katrina, cuando la joven había empezado a
recurrir a Damon; entonces era él al que esperaba ver llegar desde la ventana
de su dormitorio, que en aquella época se había convertido en un verdadero
refugio.
Su padre
había sentido un cariño muy especial por aquella casa, había afirmado multitud
de veces que para él representaba todo lo que debía ser un hogar familiar.
—Algún día
traerás aquí a tus hijos a verme, Elena —le había dicho a menudo. Siempre había
deseado convertirse en abuelo.
Un niño,
pensó Elena con los ojos llorosos por la fuerza de aquellos recuerdos. Un niño
que fuera parte de Damon y de ella, a su padre le habría encantado y lo habría
querido con todo su corazón.
El hijo de
Damon. Cuántas veces se habría sentado allí mismo ella y habría fantaseado con
la posibilidad de que aquello ocurriera. Pero su fantasía era que Damon la
amara y ese niño fuera el fruto de su mutuo amor, y eso no era lo que estaba
pasando. Tuvo que admitirlo con lágrimas en los ojos, él no la amaba, solo
quería tener un hijo que llevara su sangre porque era la sangre de su padre.
Sin
embargo, al mirar al camino que llevaba hasta la puerta de la casa, podía
imaginarse perfectamente a los tres paseando tranquilamente: Damon, ella y el
pequeño de pelo negro y ojos azules y la misma tierna sonrisa de su abuelo.
«Estoy
loca», se dijo en tono reprobatorio mientras salía de la habitación para
dirigirse al encuentro de su marido.
Nunca
podría desear hacer lo que él estaba obligándola a hacer pero, tenía que
admitir que tampoco podía negar el fuerte instinto maternal que le provocaba la
sola idea de tener ese hijo que había evocado su imaginación.
Al bajar
al cuarto de estar comprobó que, a diferencia de ella, Damon se había cambiado
de ropa y se había puesto un atuendo más informal que el traje que había
llevado por la mañana.
Debía de
estar haciendo muy buen tiempo aquel verano, pensó Elena al ver el bronceado
que lucía él en los brazos. Siempre había encontrado algo extraordinario en
aquellos brazos sutilmente musculados, algo que la hacía sentir un sensual
escalofrío que le recorría la piel palmo a palmo. Había habido un tiempo en el
que solo la idea de que aquellos brazos la rodearan con fuerza había hecho que
sintiera un ardor en lo más profundo de su cuerpo adolescente.
Más tarde,
a medida que había ido creciendo, había empezado a fantasear con sus manos más
que con sus brazos; soñaba que aquellos dedos la acariciaban, excitándole de un
modo que, con solo imaginarlo en la soledad de su dormitorio, la hacía
sonrojarse llena de deseo.
El hecho
de que se hubiera duchado y cambiado de ropa la hizo sentir incómoda porque
ella seguía llevando la misma indumentaria con la que había viajado desde Río.
Se había negado a cambiarse para demostrarle lo poco que le importaba lo que
pensara de ella o el aspecto que tenía cuando estaba en su compañía. Sin
embargo ahora lo único que sentía era incomodidad.
—¿Estabas
demasiado ocupada para cambiarte? No te preocupes, estoy seguro de que Luigi lo
entenderá—la disculpó Damon nada más verla.
—¿Le has
dicho a Luigi que… que nosotros?
—Le he
dicho que íbamos a ir a cenar —confirmó él—. Espero que te siga gustando la
tarta de pera y almendra y el helado de miel.
Sin querer
fijarse en que recordaba perfectamente su postre preferido, Elena le dijo
secamente:
—¿Y qué
más le has dicho?
—Nada —respondió
encogiéndose de hombros.
Tuvo que
preguntarse a sí misma por qué en lugar de sentirse aliviada, lo que sentía era
una especie de rabia de que él no hubiera hecho público su reencuentro.
—Pues
tendrás que decir algo, ¿no? No podemos empezar de repente a vivir juntos como
un matrimonio.
—Entonces
tendremos que decirle a la gente lo que quieren oír —respondió Damon con
naturalidad.
—¿Y qué es
eso exactamente?
—Pues que
ha habido un acercamiento entre nosotros y hemos decidido darle una segunda
oportunidad a nuestro matrimonio.
—¿Una
segunda oportunidad? —la pregunta se le escapó de los labios y, en cuanto vio
el modo en que la miraba Damon, se arrepintió de haberlo dicho.
—No creo
que nadie piense que no éramos amantes antes de casamos y, no sé por qué, pero
me imagino que no querrás que la gente sepa que sigues siendo virgen.
—No te
hagas ilusiones de que mi virginidad tenga nada que ver contigo —espetó Elena
ofendida—. El que yo no… bueno, es asunto mío y, de nadie más.
Mientras
ella hablaba Damon había comenzado a andar hacia la puerta y ella lo había
seguido sin pensar.
—Espera un
momento —dijo él justo antes de abrir la puerta y, acto seguido sacó una cajita
del bolsillo del pantalón—. Creo que te vendrá bien llevar esto —afirmó con
extrema frialdad—. Me he fijado que no llevas el original. Este no tiene la
bendición de un cura, y he tenido que adivinar el tamaño; espero haber acertado…
no pensé que fueras a estar tan delgada.
A Elena le
sorprendió ver la similitud de aquel anillo con su verdadera alianza de boda,
pero lo que hizo que le diera un vuelco el corazón fue el otro objeto que había
en la cajita, algo que se había arrepentido todos aquellos años de haber dejado
atrás: su anillo de compromiso, en el que entonces Damon había mandado engarzar
los tres diamantes que antes habían pertenecido al anillo de compromiso de su
madre. Aquellas piedras significaban tanto para ella que al verlas se le
llenaron los ojos de lágrimas.
—Mi anillo
—dije en un susurro.
—A lo
mejor te está grande —respondió él tomando su mano entre las suyas.
Elena no
pudo hacer nada para que su cuerpo entero no empezara a temblar y su mente no
volviera al momento en el que, cuatro años antes, Damon le había puesto otro
anillo. Y recordó exactamente lo que había sentido entonces; la fuerza con la
que había deseado que aquel matrimonio significara para él algo más que un
negocio.
Efectivamente
el anillo le estaba un poco grande, pensó con agitación mientras él lo
deslizaba con suavidad por su dedo. De pronto le resultaba increíblemente
difícil respirar con normalidad; tenía la sensación de que las costillas le
oprimían los pulmones. Notó que Damon estaba mirándola. Y como si estuviera ocurriendo
a cámara lenta, vio cómo se disponía a besarle la mano al igual que había hecho
el día de su boda.
—No.
Retiró la
mano asustada por el nudo que se le había hecho en la garganta al predecir lo
que aquel beso la habría hecho sentir. Hacía cuatro años, cuando había hecho lo
mismo en la iglesia, todo su cuerpo había empezado a temblar llenándola de
confusión; entonces había sabido que debía hacerle aquella pregunta. Ahora no
podía evitar imaginar qué habría pasado si aquellas palabras nunca hubieran salido
de su boca… No, era mejor no torturarse pensando qué habría pasado si… Tenía
muy claro que no le habría gustado vivir en la ignorancia. No, así tampoco
habría sido feliz.
Sin darse
la vuelta para mirar a Damon salió de la casa y se dejó embriagar por el aroma
de las rosas que flanqueaban la entrada. Aquellos rosales los había plantado su
madre… ¡Dios! La casa entera estaba llena de recuerdos de tiempos felices. De
repente se encontró pensando en su futuro hijo, lo imaginó creciendo allí.
—Si has
cambiado de opinión, quizás no deberíamos…
Era obvio
que Damon deseaba tener aquel niño a toda costa porque en sus palabras le había
parecido adivinar verdadera aprensión. A lo mejor era por eso por lo que no se
había casado con Katrina, porque no había querido tener un hijo con ella. Lo
cierto era que la mera posibilidad de que hubiera sido así llenó a Elena de
satisfacción.
—No has
cambiado nada. Eso sí, estás aún más guapa que nunca. ¡Bella, bellísima! —le
dijo Luigi mientras los acompañaba hasta su mesa.
—Pero
Luigi, si no ha cambiado, ¿cómo puede estar más guapa? —bromeó Damon.
—Porque
antes era una chiquilla muy guapa —empezó a explicar el dueño del restaurante
sin dejarse intimidar—, pero ahora —continuó mirando a Elena con admiración— ¡Ahora
es una mujer hermosísima! Y tú tienes mucha suerte de tener una esposa tan
espléndida.
Parecía
que Luigi recordaba perfectamente que estaban casados.
—Menos mal
que no se le quedó el aspecto que tenía después de una de tus lecciones de
comer espaguetis —a pesar de que su voz era seria, en los ojos de Damon al
mirar a Elena había un brillo tan sorprendente que ella fue incapaz de dejar de
mirarlos durante varios segundos. Aquel rostro guardaba un peligroso parecido
con el del joven que recordaba de su adolescencia: los mismos ojos llenos de
brillo burlón, la misma boca siempre a punto de sonreír. Además aquel siempre
había sido el restaurante preferido de Elena, un lugar que asociaba con muchos
momentos felices de su vida.
—Os he
guardado una mesa muy especial les dijo mientras cruzaban el comedor abarrotado
de gente hasta llegar a su mesa de siempre, que también había sido la preferida
del señor Gilbert.
Siguiendo
un impulso, Elena se acercó a Luigi y le agradeció el detalle con un sincero
abrazo y, al principio él respondió del mismo modo, pero de repente la soltó y
dio un paso atrás sin dejar de mirar a Damon.
—Se me
olvidaba que ya no eres una chiquilla sino una mujer casada —dijo en tono de
disculpa.
En cuanto
se quedaron solos, ya sentados a la mesa, Damon la miró muy serio y le dijo:
—Preferiría
que no coquetearas con otros hombres.
—¿Coquetear?
—preguntó ella asombrada—. No estaba coqueteando, solo estaba… —se quedó
callada al darse cuenta de que no tenía por qué defenderse; no había hecho nada
malo y aquella acusación era una ridiculez.
—Puede que
sigas siendo virgen, Elena —continuó diciéndole Damon apoyado en la mesa para
acercarse a ella y que nadie pudiera oír su conversación— pero eso no quiere
decir que sigas siendo una jovencita ingenua. Ahora eres una mujer casada… eres
mi esposa.
—No puedo
creer lo que estoy oyendo —lo interrumpió Elena tan pronto como pudo reaccionar—.
Solo le he dado un abrazo.
—Puede que
para ti no tenga ninguna importancia —continuó él con repentina tristeza—. Pero
es mucho más de lo que me has dado a mí.
—Eso es
muy diferente.
—Claro que
es diferente. Yo soy tu marido —respondió con verdadero pesar en el rostro—.
Espero que lleves tus cosas al dormitorio principal cuanto antes.
Elena se
preguntó si tendría la menor idea del efecto que aquellas palabras tenían en
ella; lo sorprendida y, sí, lo asustada que la hacían sentir.
—A eso se
le llama seducir a alguien de forma sutil —dijo ella con sarcasmo y, haciendo
un verdadero esfuerzo por no revelar sus emociones, ocultó su rostro detrás de
la carta.
Al ver que
no había respuesta a sus palabras, bajó la carta y observó en sus ojos que
parecía haber llegado a su sensibilidad, atravesando esa coraza que tenía la
virtud de haberla repelido y atraído desde el mismo momento en que conoció a Damon.
Pero entonces su expresión cambió y ella comenzó a temblar.
—Voy a ser
mucho menos sutil. Te prometo que voy a hacer que grites mi nombre de placer
bajo las sábanas, querrás que…
—¡No!
La
respuesta de Elena salió de sus labios como una explosión justo en el momento
en el que llegaba el camarero para ver si estaban listos para pedir.
¿Cómo era
posible que Damon pudiera decir algo como lo que acababa de decir y, al
instante siguiente, estar hablando con el camarero sobre los platos especiales
del día y el vino adecuado para acompañarlos?
—Te va a
encantar este vino, Elena —le dijo cuando volvieron a quedarse solos—. A mí me
lo enseño tu padre. Esta cosecha es del mismo año en el que tú naciste. Y al
igual que tú… —su voz se había ido convirtiendo en un sensual susurro que
acariciaba las palabras mientras que la imaginación traicionera de Elena se
entretenía en preguntarse si su lengua le acariciaría la piel del mismo modo.
—No, no te
voy a decir todavía las características que tenéis en común.
Elena
había pedido los mejillones en salsa que tanto había recordado durante aquellos
años y los disfrutó con un placer casi infantil, sin darse cuenta de que Damon la
observaba maravillado mientras se los comía.
Al mirarla
se preguntó cómo reaccionaría ella si supiera lo que estaba pensando, y lo que
estaba sintiendo… y deseando. Bebió un buen trago de vino y decidió que
seguramente era mejor que no tuviera la menor idea de lo que le estaba pasando
por la cabeza; si lo hubiera sabido habría salido corriendo y no habría parado
hasta llegar a Río.
Lo cierto
era que, si ella no hubiera regresado, él habría ido a buscarla como llevaba
tiempo planeando. Y ahora que estaba en casa tenía que asegurarse de que no
volvía a marcharse.
En ese
momento Elena levantó la mirada como si hubiera notado los ojos de Damon clavados
en ella, pero inmediatamente él se concentró en su plato y ella se sintió
estúpida por haber creído que estaba observándola a ella.
—¡Damon y Elena!
Me pareció que erais vosotros —una voz interrumpió sus pensamientos de repente—.
¡Qué sorpresa!
Elena se
quedó desorientada al ver aquella cara tan familiar; era una de las mejores
amigas de su madrastra, por la que tampoco había sentido nunca excesiva
simpatía. Le resultaba muy chocante ver a alguien conocido cuando llevaba tan
poco tiempo allí, pero era comprensible ya que Emporio siempre había sido el
restaurante más concurrido de la ciudad.
Podía
sentir la curiosidad de Caroline, que estaba de pie al lado de su mesa mientras
su marido la esperaba visiblemente impaciente por marcharse.
—¿Hemos de
entender que estáis juntos otra vez? —les dijo con una actitud tan directa que
le dio náuseas—. La verdad es que siempre me pareció que habías sido demasiado
impetuosa al marcharte de aquella manera el mismo día de tu boda —afirmó riéndose
con falsedad—. Estoy deseando contárselo a Katrina.
Al ver que
ninguno de los dos decía nada, ella continuó hablando.
—Porque no
lo sabe todavía, ¿o sí? ¡Madre mía! No creo que vaya a hacerle mucha gracia.
Está en el Caribe y no vuelve hasta la próxima semana, ¿no es así? —preguntó
dirigiéndose a Damon.
—Disculpadme
—sin esperar a oír la respuesta, Elena se puso en pie y se dirigió al servicio.
Sabía que
era una estupidez que aquello la sorprendiera tanto, se suponía que no debía
importarle lo más mínimo la relación que Damon tuviera con su madrastra.
Después de todo, ella estaba allí solo para conseguir el dinero para los niños
brasileños, no era porque deseara volver con su marido. Del mismo modo que Damon
solo quería estar con ella para conseguir ese hijo, por eso y por nada más.
Aun así no
podía dejar de pensar que las palabras de Caroline habían dejado bien claro lo
que seguía habiendo entre Katrina y Damon. ¿Le habría dicho a ella cuáles eran
sus planes con Elena? Por algún motivo, ella sospechaba que no.
Se secó
las manos y la cara, respiró hondo y volvió al comedor con fuerzas renovadas.
Cuando llegó a la mesa no había señal de Caroline, así que se sentó sin decir
nada. Había empezado a dolerle la cabeza enormemente y tuvo la sensación de
estar incubando una gripe o algo así; tenía el estómago revuelto y le dolían
los músculos de todo el cuerpo.
—¿Te
encuentras bien, Elena?
—La verdad
es que no —respondió algo confundida—. Estoy un poco mareada.
Damon se
levantó y fue hasta ella con cara de preocupación.
—Vamos
fuera, el aire fresco te vendrá bien.
Al ver que
se acercaba a ella, Elena se apartó de manera instintiva; tenía que huir de
aquellas manos que también habían tocado a Katrina, su enemigo; de aquella voz
que ahora demostraba preocupación por ella, pero que seguramente habría
pronunciado apasionadas palabras de deseo dirigidas a su madrastra. El acto de
procreación que iba a compartir con ella como un mero trámite, con Katrina
habría sido algo más íntimo y placentero para él… Elena comenzó a temblar
incapaz de soportar las náuseas que estaba sintiendo.
Su rostro
debía de estar reflejando sus pensamientos porque Damon se dio cuenta del
rechazo que sentía en aquel momento hacia él.
—Se supone
que estamos dándole una segunda oportunidad a nuestro matrimonio —le susurró
mientras se dirigían a la puerta del restaurante.
—Tú no
quieres dar ninguna oportunidad a nuestro matrimonio —contraatacó Elena con
debilidad—. Tú lo único que quieres es… —al notar la brisa en la cara se quedó
callada pensando mejor lo que iba a decir.
—¿Me
puedes decir qué demonios te ocurre?
—Nada, ya
te lo he dicho, estoy un poco mareada. Claro que no es de extrañar en estas
circunstancias… Nada ha cambiado, ¿verdad, Damon? —le preguntó en tono
desafiante.
—¿Es que
esperabas que lo hubiera hecho? Eso es un poco ingenuo, ¿no crees?
¡Dios! No
se avergonzaba lo más mínimo de lo que estaba haciendo ni de lo que había hecho
en el pasado.
—No me
habías dicho que Katrina siguiera viviendo por aquí —le dijo con amargura, pero
él simplemente se encogió de hombros dando a entender que aquel enfado le
parecía totalmente irrelevante—. Katrina estuvo casada con mi padre, es…
—Ya sé
quién es Katrina, Elena —la interrumpió drásticamente.
—Lo sabes
pero no te importa, ¿verdad? —ahora que había empezado no podía dejar de decir
lo que pensaba.
Damon murmuró
algo ininteligible antes de contestar.
—Siempre
fuiste demasiado sensible. Y demasiado… —fuera lo que fuera lo que iba a decir
se perdió en el aire cuando otra pareja salió del restaurante y notaron que se
quedaban mirándolos algo sorprendidos—. Este no es el lugar más apropiado para
tener esta conversación —dijo él entonces agarrándola del brazo mientras
comenzaba a andar hacia el coche.
—Suéltame —le
pidió Elena muy alterada—. No soporto que me toques, ni ahora ni nunca…
Era
consciente de que él no era el responsable de que Caroline hubiera aparecido en
el restaurante, pero sí que lo era de haber traicionado la confianza de su
padre y la suya. Lo odiaba, lo despreciaba y lo aborrecía con todas sus
fuerzas.
Estaba tan
inmersa en su preocupación porque Damon siguiera teniendo tanto poder sobre
ella que no se dio cuenta de que habían llegado a casa hasta que vio que él
estaba abriéndole la puerta desde fuera. Al salir se encontró con el cuerpo de Damon
demasiado cerca, tanto que toda ella reaccionó ante su proximidad: podía
percibir su olor, tan peligrosamente masculino que hizo que se le pusiera el
vello de punta; más aún cuando, al rozarle el brazo notó que se le endurecían
los pezones y se le sonrojaba el rostro.
Sin
mirarlo a la cara ni un segundo, se apresuró a la puerta pero, una vez allí
tuvo que esperarlo porque no tenía llaves. Un inmenso pánico la invadió al
observar su rostro mientras se acercaba a ella.
—Elena —susurró
poniéndole ambas manos en los hombros.
—¡No te
atrevas a tocarme! —exclamó sin conseguir que la soltara.
—Escúchame.
—No.
Solo vio
la furia que transmitían sus ojos durante un instante antes de que su rostro
estuviera demasiado encima como para poder distinguir nada.
—Muy bien,
parece que esta va a ser la única manera de comunicarme contigo.
Elena
emitió un leve grito de protesta, pero enseguida se olvidó del odio que sentía
hacia él porque lo que estaba ocurriéndole era mucho más poderoso y todo su
cuerpo estaba concentrado en la explosión de sensaciones que aquel beso estaba
provocando.
Fue como
sumergir una bola de helado en chocolate caliente: hasta el último centímetro
de su piel se estaba derritiendo por él. Era mucho más intenso de lo que jamás
habría podido imaginar, y eso que había imaginado aquello millones de veces.
De algún
modo, la ira de Damon se había convertido en una sensualidad en la que no solo
estaban participando sus labios sino también sus lenguas, y sus manos. Los
movimientos de ambos eran solo un pequeño indicio de toda la pasión contenida
que existía entre ellos.
—Me has
besado como si llevaras años deseando hacerlo —oyó las palabras de Damon,
mientras todavía podía sentir sus manos pasearse por su espalda y provocándole
un millón de escalofríos tan fuertes como descargas eléctricas. Sin embargo,
consiguió asimilar lo que quería decir aquella afirmación y, al hacerlo, se
alejó de él consciente de lo que acababa de hacer.
—No
deseaba nada de esto —aseguró impetuosamente—. Lo único que quiero es recuperar
el dinero para ayudar a esos niños, eso es por lo que estoy aquí, acuérdate.
Se
quedó mirándolo aunque, en la penumbra en la que se encontraban, no podía ver
muy bien la expresión de su rostro, solo notaba que la observaba mientras ella
esperaba una respuesta que preveía tajante y fría; pero en lugar de responder,
se limitó a abrir la puerta y dejarla entrar en la casa. Elena cruzó el umbral
sin mirarlo siquiera y subió las escaleras, segura de que intentaría detenerla
o al menos la llamaría antes de llegar arriba. Pero no fue así y ella no se
atrevió a darse la vuelta.
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