CAPITULO 08
¡Lord Rotherstone! —exclamó Elena con voz
entrecortada, bajando la vista y sin saber qué decir—. Estoy convencida de que
sabe que eso no sería correcto. ¡No tenemos carabina!
—Es igual —murmuró él, mirándola fijamente con una
íntima media sonrisa. Elena podía sentir la fuerza absoluta de su voluntad
rodeándola, tentándola para que hiciese lo que no debía—. Ya estamos
prometidos.
Ella alzó los ojos hacia él, alarmada.
—¡No es una cuestión zanjada!
La sonrisa de Damon se ensanchó de manera cómplice y
sus ojos claros se oscurecieron varios tonos. Elena se sintió hipnotizada por
ellos.
—¿No siente un poquito de curiosidad por ver lo que
le ofrezco?
—¿Es ese el motivo de que me haya traído aquí? ¿Para
sobornarme? —exigió saber en un acto de confusa rebeldía.
—Vamos, entre, aunque solo sea un momento —intentó
persuadirla con consumada destreza. Su voz había adquirido un profundo timbre
ronco que estimulaba sus sentidos como si se tratara de hábiles dedos desatando
los lazos de su corsé—. Me encantaría mostrarle las obras de arte que he
reunido en mis viajes, señorita Gilbert. Permítame ofrecerle un ligero
refrigerio. ¿Tal vez algo de beber?
Elena se estremeció. Sabía lo que estaba haciendo,
tejiendo nuevamente ese hechizo con su oscura y aterciopelada voz y aquella
seductora sonrisa.
—Sabe que desea ver dónde viviríamos.
Ella podía sentir cómo iban disolviéndose sus
esfuerzos por resistirse a él. Damon no esperó una respuesta, sino que se puso
en pie en el pescante y se apeó de un salto del carruaje, rodeándolo hasta el
lado de ella.
La joven se devanó los sesos buscando algo que poner
como excusa antes de que Rotherstone llegase junto a ella para ayudarla a
bajar, pero la conversación acerca de Penelope, momentos antes, le había
recordado la razón por la que ese día había recibido al marqués de un modo más
favorable y había decidido mostrarse más dispuesta a dejarse persuadir por él
en referencia al enlace.
Su madrastra le había dejado claro que no era
especialmente bienvenida en su propio hogar; por tanto, Elena tuvo que
preguntarse a sí misma por qué se empeñaba tanto en quedarse en un lugar donde
no se la quería.
¿No sería mejor aceptar aquel matrimonio en verdad
magnífico, a aquel hombre excepcional como esposo, y formar un hogar y una
familia propios?
Quizá ya era hora de seguir adelante con su vida. Al
fin y al cabo, no podía vivir eternamente como una niña bajo el techo de su
padre. Llegaba un momento en el que una joven adulta tenía que aceptar a un
hombre y convertirse en una mujer, en toda la extensión de la palabra.
Pero ¿era lord Rotherstone el hombre adecuado para
ella?
Carecía de toda lógica negar que se sintiera atraída
por él. Ese día se había cambiado tres veces de vestido antes de que
Rotherstone llegara. Jamás había hecho algo tan ridículo para impresionar a un
pretendiente. Más aún, después de veinticuatro horas dándole vueltas a aquello,
estaba considerando seriamente su proposición de matrimonio. No era ninguna
boba. Y, maldita sea, deseaba entrar y ver su casa. El hogar que, quizá, en un
futuro fuera el de ambos.
Pero, santo cielo, si los veían, si algún miembro de
la alta sociedad se enteraba de tal atrevimiento, no habría vuelta atrás. «
¿Podría tratarse de alguna estratagema del marqués?»
—Ah, cuánta concentración —comentó él con afectuosa
diversión mientras se acercaba parsimoniosamente y apoyaba el codo en la
portezuela—. Mi querida señorita, no sufra.
—Granuja —respondió Elena.
Damon le brindó una sonrisa que hizo que el corazón
de Elena se rebelase contra todas las restricciones impuestas a las jóvenes
damas.
—Creo que comienzo a gustarle, muy a su pesar. —Se
engaña usted.
Sin embargo, la sonrisa de Damon decía claramente
que no creía sus palabras.
—¿Va a quedarse ahí sentada discutiendo consigo
misma?
—¿Es que puede leer la mente?
—La expresión del rostro, y, ¿sabe lo que veo en la
suya? Confusión. Resulta verdaderamente adorable. Muy bien, ¿cuál es la
discusión? ¿Qué dice la acusación y qué afirma la defensa? ¿He de colocarme la
peluca del Parlamento y debatir el proyecto de ley que nos ocupa?
Elena sacudió la cabeza.
—Es usted imposible.
—No es más que una visita. Tomaremos un refresco
frío y daremos un paseo por la larga galería para ver mis cuadros italianos de
desnudos.
—¡Desnudos!
—Es escandaloso —dijo Damon con voz lánguida.
Elena reprimió la risa mientras sostenía su
chispeante mirada.
—¿Está seguro de que no va a aprovecharse de mí?
—No a menos que quiera que lo haga —murmuró
roncamente, clavando los ojos en ella con una expresión que transformó sus
huesos en gelatina; a continuación, le ofreció la mano para ayudarla a apearse
del cabriolé.
La joven dejó escapar un débil gruñido paseando la
mirada de la mano al apuesto semblante de Rotherstone, tan seguro y sereno.
—¡Oh, maldición! —espetó, poniéndose en pie y
aceptando la ayuda, incapaz de resistirse—. Piensa arrastrarme con usted al
fondo del precipicio, ¿no es así, Rotherstone?
—Damon —la corrigió por enésima vez aquel día.
—¡Lord Rotherstone! —repitió con una mirada
admonitoria.
—Como desee —murmuró, llevándose su mano enguantada
a los labios después de haberla ayudado a bajar del vehículo.
Damon le dirigió de nuevo una sonrisa
tranquilizadora al ver la mirada indecisa de la joven, luego colocó la mano de Elena
en el pliegue de su brazo y la escoltó hacia la entrada posterior de la casa.
—Aún no ha abierto el regalo que le llevé ayer,
¿verdad? —señaló.
La joven le lanzó una mirada culpable.
—¿Cómo lo sabe?
—Es obvio, si lo hubiera hecho estaría deslumbrante.
—La contempló con interés antes de abrir la puerta para que entrase—. ¿De veras
no tiene la más mínima curiosidad por descubrir de qué se trata?
Elena frunció el ceño preocupada como única
respuesta.
El marqués desestimó la cuestión con un perezoso
ademán.
—Es igual. Aunque espero que lo abra pronto. No me
gusta verme privado del placer de consentirla.
Tras lo cual, le abrió la puerta y la hizo pasar a
un mundo de opulencia.
Una vez dentro, ante ella se extendieron los suelos
de mármol de lo que parecía ser un angosto vestíbulo trasero. Damon cerró y la
condujo hacia el vestíbulo principal a través de una entrada rematada con un
frontón y flanqueada por un par de arbustos podados de manera ornamental y
plantados en urnas griegas.
Ella lo siguió y al pasar se fijó en la espléndida
mesa en forma de media luna junto a la pared, flanqueada por delicadas sillas
francesas de patas torneadas y tapizadas en damasco de color claro a cada lado
de la misma.
Las paredes de tonos pastel estaban adornadas por
paneles con molduras blancas, junto con elegantes cuadros: paisajes, retratos y
escenas ecuestres, todas en gruesos marcos tallados.
Sus ojos se desviaron de las obras de arte a los
elaborados frisos dorados que recorrían la estancia y a los intrincados frescos
del techo, del que colgaban tres impresionantes arañas espaciadas entre sí de
forma regular a lo largo de todo el amplio vestíbulo central. Estaban apagadas,
como era natural, pero la luz del día arrancaba destellos a los innumerables
cristales y una suave corriente de aire, procedente de las ventanas abiertas de
la planta superior, los hacía tintinear débilmente y agitaba las diáfanas
cortinas. Por lo demás, la casa estaba en silencio.
Elena se moría de la curiosidad, máxime teniendo en
cuenta que podría convertirse en la señora de todo aquello. Damon se volvió
hacia ella con aire despreocupado.
—Se está muy fresco aquí, ¿verdad?
—Sí —respondió concisa.
—¡Ah, Dodsley! Estás aquí.
Un mayordomo de rasgos suaves y cabello canoso había
aparecido sigilosamente. El hombre se cogió las manos detrás de la espalda y
los saludó con una reverencia respetuosa.
—Milord, milady. ¿En qué puedo servirles?
—Señorita Gilbert, le presento a Dodsley... el
mayordomo más eficiente del mundo. No podría valérmelas sin él. Para cualquier
cosa que necesite, el viejo Dodsley está a su servicio.
Ella sonrió y devolvió tímidamente el saludo con una
inclinación de cabeza.
—Encantada de conocerlo.
—Dodsley, nos gustaría tomar un refresco. ¿Algo
frío? Imagino que habrá champán bien frío en algún lugar de la casa.
—En el comedor, milord.
—¿Champán en pleno día? —intervino Elena. Su apuesto
anfitrión se volvió hacia ella intrigado.
—Confío en que no le moleste...
Elena consideró aquello durante un momento. « ¿Por
qué echarse atrás ahora? Ya puestos...» Se encogió de hombros.
—Yo me encargo, Dodsley. Si tienes la bondad de
buscarnos algo para comer. ¿Queda aún algo de aquella especie de sorbete
helado? ¿Cómo se llamaba...?
—¿La mousse de limón? —El mayordomo asintió con
gravedad, como si estuvieran discutiendo una cuestión de Estado—. Así es.
Señorita Gilbert, ¿me permite su sombrero?
—Desde luego, gracias... sí.
Elena se quitó con sumo cuidado el sombrero rosa con
la ligera y curvada pluma de avestruz. Y dado que también se había hablado de
tomar un piscolabis, se despojó asimismo de los guantes.
Lord Rotherstone hizo lo mismo con los guantes de
conducir.
—Señorita Gilbert, dada la temperatura a la que nos
encontramos, me pregunto si le parecería una insolencia por mi parte que me
desprendiera también de la chaqueta.
—Considerando que estamos casi a veintisiete grados,
creo que podemos ser algo menos estrictos con respecto a las normas del decoro.
—Bendita sea. —Se quitó la chaqueta color añil hecha
a medida y se la entregó al solícito mayordomo—. Así está mejor.
—No cabe duda —farfulló Elena casi en un susurro.
El ceñido chaleco se ajustaba perfectamente,
revelando la dura arquitectura esculpida de su torso, así como el amplio
contorno de sus hombros poderosos y el pecho cincelado que se estrechaba
gradualmente hasta llegar a la delgada cintura. A causa del calor, las holgadas
mangas de la camisa blanca se pegaban ligeramente a los definidos brazos bajo
el finísimo y exquisito lino.
—Vamos, le enseñaré la casa mientras esperamos a que
Dodsley nos traiga esa mousse de limón.
—Sí... desde luego.
Elena se sorprendió enormemente consigo misma sin
poder dar crédito a su propia conducta. Contempló, embobada, el musculoso y
turgente trasero de Rotherstone cuando este dio media vuelta y se adelantó para
disponerse a enseñarle la casa. En su defensa podía alegar que dicha zona de
los caballeros se encontraba, por lo general, cubierta por los faldones de la
chaqueta y que, además, la del marqués era demasiado sublime para resistirse a
mirar. Aquellos pantalones beige le sentaban como un guante.
—Esta es la antecámara, donde esperan mis visitas de
negocios hasta que puedo atenderlas.
Elena bajó la mirada de golpe cuando él se volvió.
—¿Sucede algo?
—No, nada —dijo la joven sintiéndose culpable.
—Bien. Por aquí se encuentra mi estudio.
—Se acercó a la segunda puerta.
Elena se unió a él, asomándose a la estancia, oscura
y bellamente decorada.
—Una vidriera preciosa. —Señaló con la cabeza la
pared detrás del escritorio.
El sol de última hora de la tarde entraba por la
ventana de estilo gótico, creando una atmósfera monástica en la estancia,
revestida de paneles de madera.
—Gracias, sí. Procede de la capilla familiar de mi
propiedad en Worcestershire. Una de las construcciones previas ardió hasta los
cimientos hace cientos de años, pero esto se salvó.
—¿Es san Miguel?
—Mm. —Asintió mientras la miraba; luego se dio la
vuelta y continuó tranquilamente por el corredor—. Al fondo se encuentra la
salita de mañana. Al otro lado del vestíbulo está la antecocina, donde el
personal de cocina se encarga de los últimos detalles antes de servir los
platos aquí, en el comedor. —Seguido por ella, Damon señaló hacia la champanera
que se encontraba al fondo—. Champán.
—¡Dios mío! —murmuró Elena, contemplando sobrecogida
la suntuosa cámara. En la mayoría de las grandes casas, el propietario no
reparaba en gastos en el comedor con tal de impresionar a los invitados con su
fortuna y su buen gusto. El marqués de Rotherstone sin duda había cumplido con
esa tradición.
Allí su lujoso estilo de vida era absolutamente
patente, desde la alfombra de elaborado dibujo hasta el mobiliario de madera de
caoba tallada, pasando por el primoroso trabajo de escayola blanca del techo
que rodeaba la parte superior de las cuatro paredes con un exuberante diseño de
guirnaldas, flores y urnas.
De inmediato pensó en cómo lo habría calificado su
padre: ostentoso. Y de nuevo le vinieron a la memoria los rumores acerca de las
pérdidas de su progenitor en la Bolsa.
Ahora que tenía pruebas fehacientes sobre lo
acaudalado que era el marqués de Rotherstone, una pregunta no dejaba de
molestarla en el fondo de su mente...
—¿Qué opina? —preguntó Rotherstone al tiempo que
sacaba una botella de espumoso líquido francés de la champanera llena de hielo.
Elena hizo todo lo posible por sacudirse de encima
las dudas acerca de que su amado padre podría haberla vendido por motivos
económicos, y le brindó una sonrisa.
—Es sencillamente magnífico. Todo lo es.
—Celebro que le agrade. —Le devolvió la sonrisa y
llevó la botella hasta el aparador—. También yo lo encuentro muy hermoso, sobre
todo por la noche, a la luz de las velas.
—Puedo imaginarlo.
La araña central era un auténtico derroche de
cristal, como una fuente. Justo debajo de la misma, en la larga mesa de
comedor, cuya superficie pulida brillaba como un espejo, había un espléndido
centro floral: una profusión de rosas de diversos tonos, azucenas y sencillas
margaritas blancas.
Elena apoyó las manos en el respaldo de una silla,
sin apartar la vista de una abeja intrusa que debía de haber entrado a través
de una ventana abierta y que merodeaba sobre el ramo, posándose aquí y allá
para libar el néctar de las flores. Luego Damon vertió agua de una jarra blanca
en un aguamanil de porcelana y se lavó las manos para el liviano tentempié,
seguido por Elena, que se alegró de poder hacerlo tras el polvoriento paseo.
Mientras se secaba las manos en una pequeña toalla, Damon
señaló con la cabeza en dirección a la botella de champán.
—Haré los honores si tiene la bondad de traer dos
copas de aquel armario.
—Me parece justo.
Elena asintió y, obsequiándolo con una sonrisa,
cruzó la habitación hasta la vitrina de madera de caoba y abrió una de sus puertas
de cristal, reparando en la vajilla de porcelana con filo de oro cuando sacaba
las dos copas. Estaba pintada a mano con el blasón familiar y una inicial
«erre» grabada en ella.
El sonido de la botella al ser descorchada resonó en
toda la sala.
Elena rompió a reír al escuchar la exclamación de Damon
cuando salió la burbujeante espuma y se apresuró a ayudarle a recogerla en las
copas.
—Chinchín —dijo al cabo de un momento cuando había
servido el líquido—. Por usted, señorita Gilbert.
El brindis hizo que Elena se sonrojara levemente,
pero se encogió de hombros y le regaló una sonrisa.
—Si insiste... ¡Por mí!
Ambos rieron y chocaron las copas, tomando a
continuación un sorbo sin dejar de mirarse el uno al otro.
—Mm —murmuró Elena con deleite un segundo después.
Los ojos de Damon adquirieron un brillo plateado
mientras la veía disfrutar del excelente espumoso. Justó en ese momento
llamaron suavemente a la puerta abierta del fondo de la habitación y
Rotherstone dirigió la vista más allá de ella.
—Pasa, Dodsley.
La joven dio media vuelta cuando el mayordomo tomaba
la bandeja de manos del lacayo que la sujetaba, entrando ambos en el comedor
con aire solemne. Con una sonrisa galante en los labios, Damon retiró la silla
más próxima para que Elena se sentara, ocupando acto seguido el asiento de al
lado mientras Dodsley colocaba la bandeja de plata entre ambos. Una vez que los
criados se hubieron retirado, la pareja volvió a sonreírse y se sirvieron ellos
mismos el frugal refrigerio, que era la viva estampa de la elegante sencillez.
La mousse de limón les aguardaba en tacitas de
porcelana con sus cucharillas de plata, junto con una tentadora fuente de
cristal de ensalada de fruta fresca: albaricoques y ciruelas, frambuesas y
arándanos, todo ello generosamente espolvoreado con azúcar.
Las crujientes y finas galletitas, que eran
universalmente apreciadas y conocidas como barquillos de ratafía, equilibraban
de forma sublime el regusto ácido y la textura esponjosa de la mousse de limón.
El toque sofisticado del dulce regusto de la almendra armonizaba a la
perfección con el cremoso sorbete.
Pese a que Dodsley les había llevado además una
jarra de té helado con una ramita de menta y una rodaja de limón, ambos optaron
por tomar una segunda copa de champán.
—Hay algo que deseaba preguntarle —dijo Elena.
—¿De qué se trata?
—La noche del baile de los Edgecombe... bueno, no
pretendía escuchar, pero oí que Stefan le decía que usted había desaparecido
cuando eran niños. Aquello pareció desconcertarlo en exceso y, francamente, a
mí también. ¿Qué fue lo que sucedió?
—Ah, me enviaron a un colegio cuando tenía trece
años. Stefan y sus hermanos asistieron a Eton, pero... mi padre no podía
costearlo en aquellos tiempos. De modo que fui a una pequeña academia en
Escocia.
—Oh. —La joven le sonrió, pues no deseaba recordarle
su temprana separación de la familia—. Eso tiene lógica.
Echando un vistazo a aquella casa pudo ver que,
ciertamente, Rotherstone había recorrido un largo camino.
—¿Proseguimos? —le preguntó él un rato después, una
vez terminaron el tan refrescante tentempié—. La llevaré a ver la amplia
galería del piso superior.
—Sí.
Elena se unió a él, impaciente por continuar con la
visita. Las horas pasaban volando y no se atrevía a demorarse mucho más tiempo.
Damon la escoltó fuera del comedor hasta la gran
escalera con peldaños de mármol y un ornamentado pasamanos de hierro forjado. Elena
tenía la impresión, cada vez más irracional, de compartir cierta intimidad con
un hombre al que había visto únicamente en tres ocasiones... un hombre que,
incluso en esos instantes, se consideraba su prometido.
Lo más extraño de todo era el compañerismo que
parecían compartir de forma natural. Le resultaba tan fácil hablar con él como
con Jonathon, a pesar de que ambos hombres no podían ser más diferentes.
Quizá Rotherstone supiera realmente lo que estaba
haciendo, pensó mirándolo de reojo una vez más. Al fin y al cabo, era mayor y
poseía mucha más experiencia que ella.
Una vez en la primera planta, el blanco mármol daba
paso a un complejo entarimado de madera de roble de tonos claros. La escalera
continuaba su ascenso hacia lo que, supuestamente, debían de ser los
dormitorios, pero su destino se encontraba en aquella planta, con sus elegantes
salas de recepción.
Damon le mostró la sala azul, en la parte delantera
de la casa, y la sala de música situada junto a esta, ambas separadas por unas
puertas correderas. La última no solo contenía una gran y elegante arpa, sino
también un bonito pianoforte negro.
Elena miró a su anfitrión.
—¿Toca usted?
—No, pero soy un ávido oyente. A veces contrato a un
trío para que toque para mí. ¿Toca usted, señorita Gilbert?
A su memoria volvieron los tiempos en que tocaba el
pianoforte junto a su madre, pero eso había quedado atrás hacía mucho, de modo
que negó con la cabeza.
—Bien, ¿dónde está esa magnífica colección de arte
de la que no deja de alardear?
—Al fondo del corredor. Usted primero.
Damon hizo un gesto hacia la entrada de la sala de
música y Elena, tras lanzarle una mirada burlona, salió tal y como él le pedía.
Sin embargo, cuando cruzó el amplio y elegante pasillo y echó un vistazo por
delante de él hacia la amplia galería, se encontró con que la estancia estaba a
oscuras.
El marqués pasó por su lado para tomar la delantera.
—Mantenemos las contraventanas cerradas para
proteger los cuadros.
Damon cruzó la galería, aproximándose a la hilera de
ventanas, que ocupaban prácticamente del techo al suelo, y abrió los postigos.
La luz penetró de forma paulatina en la esplendorosa
y clásica galería de arte de dorados suelos entarimados y paredes rojas, un
marco tradicional para su colección.
Elena entró en la estancia y miró maravillada a su
alrededor. Sin la menor duda, aquel era un tesoro oculto. Algunos cuadros
tenían un tamaño enorme, otros eran preciosas miniaturas enmarcadas. Estaban
presentes todas las épocas: amantes cortesanos vestidos al estilo barroco, con
gran profusión de encajes, altas pelucas y trajes recargados; impresionantes
paisajes venecianos y, en la pared contraria, una losa con jeroglíficos
egipcios. Había numerosas estatuas, tanto de bronce como de mármol. Retratos
alemanes, oscuros y sombríos. Un par de ánforas romanas, de dos asas, tan altas
como ella.
Se quedó impresionada con un manuscrito colocado en
un atril bien iluminado y, acto seguido, extasiada con un resplandeciente
mosaico bizantino que se encontraba a su derecha.
Damon la observó sumido en un misterioso silencio.
Elena contuvo el aliento al acercarse a un modesto
bosquejo en color sepia de una corpulenta mujer desnuda, dibujado con una sensibilidad
extraordinaria. Luego se volvió hacia él con los ojos desmesuradamente
abiertos.
—¿Es...?
Él asintió, con la mirada rebosante de satisfacción.
—Leonardo.
—Dios mío —susurró, llevándose la mano al corazón.
Era lo más cerca que había estado jamás del genio de Leonardo da Vinci.
—Tengo gustos eclécticos, como puede ver. Esta pieza
en concreto es una de mis predilectas —agregó, volviéndose hacia la alta figura
de alabastro de una mujer llevando un cántaro de agua, situada a unos metros de
donde se encontraban. Luego se acercó a ella, seguido por Elena—. Es romana,
del año 56 antes de Cristo. ¿No le parece espléndida? Qué destreza debió
requerir... y el tipo que la esculpió ni siquiera grabó su nombre en ella. Es
uno de los héroes no reconocidos de la historia.
—Es exquisita.
—Hum. Es de piedra sólida y sin embargo...
—apostilló en un murmullo meditabundo, acariciando con las yemas de los dedos
el muslo de la mujer—uno casi espera sentir el diáfano tejido de su túnica.
La perezosa caricia hizo que la atención de Elena
recayera por completo en su mano fuerte y grácil. Se estremeció ligeramente,
pero combatió el espontáneo deseo que la invadió de forma repentina.
—¿Qué túnica? —preguntó con picardía. Rotherstone la
obsequió con una sonrisa contrita.
—Apenas lleva nada puesto, ¿verdad?
Elena le devolvió la sonrisa, bastante
desconcertada. Luego sacudió la cabeza y se volvió para echarle otro buen
vistazo. —No puedo creer que tenga estas cosas.
—Bueno, ya sabe, Europa ha sido un campo de batalla
durante muchos años. Tuve el privilegio de salvar muchas de estas hermosas
piezas de la destrucción. ¿Continuamos? —Con un ademán cortés la invitó a que
paseara con él por la galería.
Damon se cogió las manos detrás de la espalda mientras
ella caminaba a su lado. Se detuvo a explicarle algunos de los cuadros en tanto
que en otros se mantuvo apartado y dejó que ella disfrutara. Pero Elena se
quedó fascinada cuando llegaron al retrato de un hombre de ojos claros y
cabello oscuro.
—¿Quién es? —murmuró, impresionada e intimidada en
igual medida por el modo en que la imponente figura miraba desde el lienzo con
un rostro lleno de arrogante intensidad.
—Ese era mi padre —respondió Damon con sequedad.
Elena lo miró con sorpresa.
—Oh... debería haberme dado cuenta. Tiene sus ojos.
En realidad es usted una copia suya.
—No, no lo soy —respondió airado, eludiendo su
mirada con una débil sonrisa melancólica.
Elena se volvió hacia él con expresión inquisitiva,
sorprendida por el inflexible trasfondo de su serena respuesta, pero decidió no
presionarlo al ver que él la ignoraba por completo.
—¿Son también antepasados suyos? —Señaló con la
cabeza hacia los siguientes retratos.
—Así es, hay toda una hilera de sinvergüenzas.
La aparente ambivalencia de Damon en relación a sus
ancestros la tenía perpleja. Presa de la intriga, Elena pasó unos minutos
estudiando a los diversos hombres que habían ostentado el título de lord
Rotherstone. Sus atuendos reflejaban las distintas épocas a las que
pertenecían, pero era obvio que aquella misma intensidad precavida había pasado
de padres a hijos durante el curso de la historia. Algunos de los marqueses
habían posado con trajes cortesanos para sus retratos oficiales. Otros con
uniforme militar, en tanto que unos pocos aparecían vestidos con la
indumentaria de un caballero de campo, con un caballo y una mansión de fondo.
Pero un pequeño detalle en algunos de los retratos
llamó su atención: una cruz de Malta blanca adornada con una insignia apenas
discernible.
—¿Qué es eso? —preguntó, picada por la curiosidad.
—¿El qué?
Ella señaló el símbolo que, en unas ocasiones,
aparecía en la ropa y, en otras, disimulado en una esquina del cuadro. —Eso.
—Ah... no es más que uno de los títulos honoríficos.
Distintos miembros de mi familia fueron reclutados por diversas órdenes de
caballería. Muchos de ellos son hereditarios. Básicamente carecen de valor
alguno, pero ya sabe, no son más que una excusa para ponerse divertidas túnicas
y todo eso. Y se celebra una extraña ceremonia una vez cada diez años o cuando
se le antoja al monarca que en esos momentos esté en el trono.
—Entiendo.
Había llegado al final de la estancia, donde una
alfombra persa rectangular delimitaba una pequeña zona de descanso dispuesta
ante la sencilla chimenea blanca.
La galería entera era un verdadero festín para los
ojos, pero su mirada errante se vio irremisiblemente atraída hacia la
fantástica espada enjoyada expuesta sobre la repisa de la chimenea.
Una débil exclamación escapó de sus labios.
—Qué... maravilla. —Elena avanzó hasta la chimenea y
alzó la vista hacia la reluciente espada de acero.
Damon se acercó a su lado y luego la contempló con
curiosidad.
—Señorita Gilbert. Es usted muy sabia.
Ella lo miró sorprendida.
—¿Lo soy?
—Ha reconocido la pieza más valiosa de toda mi
colección.
—¿Esta? —Señaló la espada—. ¿Más aún que el Da
Vinci?
—Para mí lo es.
—¿Por qué? ¿Dónde la consiguió?
Cuando Rotherstone alzó la vista hacia el acero,
ella clavó los ojos en su aristocrático perfil.
—Me fue entregada por mi padre, a quien se la
entregó el suyo... y así ha sido desde hace más de seiscientos años. Perteneció
al primer lord Rotherstone. Fue un guerrero, un caballero de la época de
Ricardo Corazón de León. Llevó esta espada consigo a Tierra Santa y con ella
dio muerte a un centenar de mamelucos de Saladino en la lucha por liberar
Jerusalén.
—¿De veras? —Susurró la joven—. ¿Con esta misma
espada?
—Sí. —Se volvió nuevamente hacia ella, con los
rabillos de los ojos fruncidos con un leve dejo de diversión en su mirada, al
ver el entusiasmo de la joven por aquel período histórico de su familia.
—Y ahora es suya —musitó Elena.
El asintió mientras se acercaba a ella.
Claro, ahora comprendía que hubiera estado dispuesto
a pelear en Bucket Lane, pensó Elena.
—¿Alguna vez la ha probado? —preguntó mirándolo de
reojo con coquetería y desviando acto seguido la vista hacia la espada de los
cruzados.
—Usted cree realmente que me dedico a atacar a la
gente, ¿no es cierto?
—No ha respondido a mi pregunta.
—¿Cómo dice?
Damon tenía los ojos clavados en su boca mientras se
acercaba a ella.
Elena frunció el ceño.
—¿Por qué cada vez que no desea responder a una
pregunta...? —Sus palabras se apagaron cuando Rotherstone posó las manos
suavemente a ambos lados de la base de su cuello, allí donde se unía con sus
hombros—. Milord...
—Lo lamento, pero tengo que hacer esto —susurró él.
Damon bajó la cabeza y la besó. A pesar de que tenía
los labios suaves, el corto vello de la perilla era áspero y le raspaba la
piel, lastimándola y espantándola. Elena echó la cabeza hacia atrás con
brusquedad y lo miró a los ojos.
Él se detuvo a acariciar dulcemente con la yema de
un dedo su mentón enrojecido. Luego le dedicó una leve sonrisa y se acercó
poniendo mayor cuidado, ladeando la cabeza un poco más para no arañarla. Esta
vez ella no sintió la más mínima molestia, tan solo dulzura y placer.
Elena cerró los ojos y se dedicó a explorar
pausadamente las placenteras sensaciones que la embargaban mientras los labios
de aquel hombre jugueteaban sobre los suyos. Apoyó las manos sobre el pecho de Damon,
sintiéndose cada vez más mareada, y se aferró casi sin darse cuenta a las
solapas del chaleco de seda.
—Elena —susurró.
La perezosa y embriagadora sonrisa con que ella le
respondió animó a Damon a profundizar el embrujo. La saboreó con la punta de la
lengua en una lánguida y seductora caricia que le arrancó un gemido apenas
audible.
Cuando la joven se rindió a la persuasiva presión de
aquellos labios y entreabrió la boca insegura, él aceptó la invitación sin
prisas pero con resuelta desenvoltura. Se hizo con el control, dominando los
sentidos de Elena al tiempo que le acariciaba el cuello con los pulgares al
compás del hipnótico roce de las lenguas.
Damon sabía a limón azucarado y a champán francés.
Un torbellino de sensaciones se agolpaba en la
cabeza de Elena y el corazón le latía aceleradamente. Rotherstone la dejaba sin
aliento, dándole el suyo a cambio, profundo y pausado.
Aquel beso la tenía subyugada, y no sabía cómo o
cuándo había conseguido llevarla hacia la pared más próxima. Encastrada entre
un postigo plegado y el ornamentado marco de algún cuadro, oculta a la vista de
cualquier criado que pudiera pasar por la amplia galería o viandante que
paseara por la calle, el mundo entero de Elena se reducía a aquel beso y a la
imponente figura de Damon. Rotherstone movía la lengua dentro de su boca
demostrándole de una forma completamente nueva que la tenía a su merced gracias
al increíble placer que podía darle.
Elena se entregó sin reservas, aun cuando tenía la
vaga impresión de que las cosas estaban escapando a su control. Aquel beso era
exquisito, celestial, capaz de transportarla a otros lugares.
Damon bajó la mano suavemente por la curva de la
garganta hasta el agitado pecho femenino sembrando un sendero de fuego con las
cálidas yemas de sus dedos entre los pliegues de encaje del escote. Durante un
momento descansaron allí y comenzó a acariciarla justo por encima del corazón,
al que hacía latir con fuerza. Los sentidos de Elena le pedían a gritos que
correspondiese a las caricias.
Alzó las manos para amoldarlas tentativamente contra
los duros y amplios hombros, entregada por completo a aquel beso. A él pareció
agradarle. Luego bajó las palmas sobre la seda del chaleco que le cubría el
torso y pudo sentir el enérgico latido del corazón del marqués.
A continuación exploró los fuertes brazos que la
estrechaban, deleitándose con el poder masculino de aquellos recios bíceps que
podía sentir a través de la fina camisa blanca.
Por último posó la mano en el rostro de aquel hombre
y se maravilló con los duros ángulos, la mandíbula de acero bien afeitada y el
mentón cuadrado con la áspera textura de la perilla.
Damon giró la cabeza y depositó un beso en la palma
de su mano, inclinándose acto seguido para iniciar un sendero con sus labios
por el grácil cuello femenino que Elena recibió con agrado. La joven se apoyó
contra la pared roja de la galería para proporcionarle un acceso más cómodo.
Con los ojos cerrados lo atrajo hacia ella
enroscando los dedos en aquel desaliñado cabello negro. Elena se derritió
contra él mientras continuaba venerando su cuello sin refrenarse; aferrándole,
apremiándole a que prosiguiera mientras le acariciaba sin delicadeza, aunque Damon
no necesitaba que lo alentaran. El áspero roce de la perilla contra su piel, en
extremo sensibilizada, provocaba ahora un efecto del todo diferente: no había
molestia alguna, solo placer. Elena deseaba sentirlo en todas partes, contra la
piel, en los pechos.
Damon amoldó el cuerpo al de ella, tan caliente,
fuerte y excitante, presionando el muslo entre sus piernas en una sutil caricia
que la hizo estremecer violentamente.
Elena se vio dominada por pensamientos impúdicos y
lascivos anhelos.
Los finos visillos que enmarcaban las ventanas se
agitaban con la suave brisa, envolviéndolos como un susurro de sábanas blancas,
difuminando la luz de la tarde.
Damon se movía contra ella de un modo absolutamente
embriagador; excitándola, llevándola a un febril estado de lujuria. Elena se
sentía débil y temblorosa. Era obvio que había perdido el juicio, pues nada le
habría gustado más que levantarse las faldas y dejar que aquel perverso marqués
hiciera con ella lo que deseara de una vez por todas.
Sin duda ese era el motivo por el que estaba
prohibido que las parejas no estuvieran acompañadas por una carabina durante el
cortejo, pensó la joven con los últimos resquicios de lógica que subsistían en
su cerebro.
Pero Elena sabía en lo más hondo de su ser que jamás
podría sentirse de aquel modo con otro hombre que no fuera él.
Rotherstone levantó la cabeza con los ojos nublados
por el deseo; tenía el cabello despeinado, los labios húmedos y levemente
inflamados y el rostro enrojecido. Era lo más hermoso que ella había visto en
toda la vida. Luego Damon simplemente sacudió la cabeza cuando Elena se
enfrentó a su mirada anhelante; aquel galán de pico de oro se había quedado sin
palabras.
No necesitaba hablar. Elena no podía estar más de
acuerdo con él.
Recorrió aquel torso masculino con las manos,
reverenciando el recio cuerpo mientras él la miraba a los ojos. Damon tomó el
rostro de la muchacha entre las palmas y reclamó su boca una vez más, liberando
un ansia sin medida en aquel beso que hizo que el pulso de la joven se
desbocara.
Elena quería más.
Arqueó el cuerpo con infinita sensualidad, atrapada
deliciosamente entre la pared y Damon. Se quedó inmóvil al ver llamas de pasión
que tan sinuoso movimiento avivó en los ojos de él, recordando de pronto que
estaba jugando con fuego.
—Dios —susurró Rotherstone más para sí mismo que
para ella—, tienes un inmenso poder sobre mí.
La miró con avidez y se dispuso a continuar.
—¿Yo? —Preguntó de forma inocente—. ¿Cómo? ¿Así?
Le rodeó con los brazos y fue al encuentro de su
ardiente beso con temerario abandono.
Escuchar cómo aquel hombre gemía de placer fue casi
más de lo que Elena podía soportar. Sentía cómo el corazón le martilleaba
fuertemente contra las costillas y el cuerpo le ardía con sensaciones jamás
soñadas. En lo más profundo de su ser ansiaba aquella culminación de la que
había oído hablar en un par de ocasiones en eufemísticos susurros.
Sabía que Damon, el perverso marqués de Rotherstone,
podría enseñárselo todo.
Poseía una elegancia mundana y una refinada
experiencia que hacían de él el mejor tutor que una mujer podría desear para
ser instruida en los maravillosos placeres que podían descubrirse con un
hombre. Prácticamente emanaba sexo.
Pero aún no, le recordó su conciencia, cada vez más
debilitada.
No hasta que no estuviera casada con él, y ¿acaso no
era como huir del fuego para caer en las brasas?
Damon abandonó los labios femeninos con brusquedad y
dirigió la mirada hacia la puerta, con el sigilo de un lobo en pleno bosque que
ha escuchado algún sonido en la distancia.
—Alguien viene —susurró.
—¿Qué? —espetó en voz baja, jadeante aún de deseo.
—Dodsley.
—¡Oh...!
Elena se zafó inmediatamente de aquellos brazos,
apartándose de él y volviéndose hacia la puerta del fondo a fin de que el
mayordomo no viera la culpabilidad que llevaba escrita en el rostro, y menos
aún el intenso sonrojo que se adueñó de ella. A continuación se apresuró sin
demora a arreglar su aspecto desaliñado con manos trémulas.
Damon respiró hondo e hizo lo mismo. Luego se aclaró
la garganta y, justo cuando apareció el mayordomo, había recuperado su habitual
aire desenfadado.
Elena deseó poder esconderse, sorprendida por la
convincente máscara de serenidad del marqués.
—¡Milord!
—Sí, ¿qué sucede? —dijo de forma sucinta, dejando
traslucir únicamente un leve asomo de irritación en la profunda voz.
—Milord, le ruego disculpe la interrupción. Pero
tiene visita...
—¿Visita? —replicó furioso—. ¡Dodsley!
—¡Le pido disculpas, señor! No pude... es decir,
dicen que es muy urgente.
El bufido airado de Rotherstone hizo pensar a Elena
que debía tener una idea clara de quién se trataba.
—Dígales a esos bastardos que no estoy en casa
—ordenó.
—¡La dama se niega a marcharse hasta que le haya
visto, señor! —barbotó el mayordomo al mismo tiempo que el marqués.
Elena se quedó quieta al escuchar el intercambio de
palabras de los dos hombres. Paseó la mirada entre Dodsley y su ceñudo señor.
—¿Dama? —repitió la joven.
La sorpresa y la indignación se impusieron a la
sensación de bochorno que la embargaba. Santo Dios, ¿qué error tan grande
acababa de cometer? Al fin y al cabo, ¿no era Rotherstone el Marqués Perverso,
un destacado miembro del Club Inferno? No cabía la menor duda de que acababa de
saborear una muestra de su talento de libertino.
Sabía Dios cuántas visitas femeninas llevaba a casa
un día cualquiera.
Se apartó de él mientras lo fulminaba con la mirada.
En aquel momento llegó hasta ellos el eco de unos
pasos ligeros que correteaban escaleras arriba y, al cabo de un instante, un
niño pequeño entró a toda prisa en la habitación y se precipitó hacia Rotherstone.
—¡Tío Damon!
No hay comentarios:
Publicar un comentario