Hola

BIENVENIDOS A TOD@S A ESTE BLOG, ESPERO QUE DISFRUTÉIS LEYENDO LAS ADAPTACIONES DE CRÓNICAS VAMPÍRICAS.

COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


GRACIAS

22 noviembre 2012

El Marqués Capitulo 08


CAPITULO 08

¡Lord Rotherstone! —exclamó Elena con voz entrecortada, bajando la vista y sin saber qué decir—. Estoy convencida de que sabe que eso no sería correcto. ¡No tenemos carabina!

—Es igual —murmuró él, mirándola fijamente con una íntima media sonrisa. Elena podía sentir la fuerza absoluta de su voluntad rodeándola, tentándola para que hiciese lo que no debía—. Ya estamos prometidos.
Ella alzó los ojos hacia él, alarmada.

—¡No es una cuestión zanjada!

La sonrisa de Damon se ensanchó de manera cómplice y sus ojos claros se oscurecieron varios tonos. Elena se sintió hipnotizada por ellos.

—¿No siente un poquito de curiosidad por ver lo que le ofrezco?

—¿Es ese el motivo de que me haya traído aquí? ¿Para sobornarme? —exigió saber en un acto de confusa rebeldía.

—Vamos, entre, aunque solo sea un momento —intentó persuadirla con consumada destreza. Su voz había adquirido un profundo timbre ronco que estimulaba sus sentidos como si se tratara de hábiles dedos desatando los lazos de su corsé—. Me encantaría mostrarle las obras de arte que he reunido en mis viajes, señorita Gilbert. Permítame ofrecerle un ligero refrigerio. ¿Tal vez algo de beber?

Elena se estremeció. Sabía lo que estaba haciendo, tejiendo nuevamente ese hechizo con su oscura y aterciopelada voz y aquella seductora sonrisa.

—Sabe que desea ver dónde viviríamos.

Ella podía sentir cómo iban disolviéndose sus esfuerzos por resistirse a él. Damon no esperó una respuesta, sino que se puso en pie en el pescante y se apeó de un salto del carruaje, rodeándolo hasta el lado de ella.
La joven se devanó los sesos buscando algo que poner como excusa antes de que Rotherstone llegase junto a ella para ayudarla a bajar, pero la conversación acerca de Penelope, momentos antes, le había recordado la razón por la que ese día había recibido al marqués de un modo más favorable y había decidido mostrarse más dispuesta a dejarse persuadir por él en referencia al enlace.

Su madrastra le había dejado claro que no era especialmente bienvenida en su propio hogar; por tanto, Elena tuvo que preguntarse a sí misma por qué se empeñaba tanto en quedarse en un lugar donde no se la quería.
¿No sería mejor aceptar aquel matrimonio en verdad magnífico, a aquel hombre excepcional como esposo, y formar un hogar y una familia propios?
Quizá ya era hora de seguir adelante con su vida. Al fin y al cabo, no podía vivir eternamente como una niña bajo el techo de su padre. Llegaba un momento en el que una joven adulta tenía que aceptar a un hombre y convertirse en una mujer, en toda la extensión de la palabra.

Pero ¿era lord Rotherstone el hombre adecuado para ella?
Carecía de toda lógica negar que se sintiera atraída por él. Ese día se había cambiado tres veces de vestido antes de que Rotherstone llegara. Jamás había hecho algo tan ridículo para impresionar a un pretendiente. Más aún, después de veinticuatro horas dándole vueltas a aquello, estaba considerando seriamente su proposición de matrimonio. No era ninguna boba. Y, maldita sea, deseaba entrar y ver su casa. El hogar que, quizá, en un futuro fuera el de ambos.
Pero, santo cielo, si los veían, si algún miembro de la alta sociedad se enteraba de tal atrevimiento, no habría vuelta atrás. « ¿Podría tratarse de alguna estratagema del marqués?»

—Ah, cuánta concentración —comentó él con afectuosa diversión mientras se acercaba parsimoniosamente y apoyaba el codo en la portezuela—. Mi querida señorita, no sufra.

—Granuja —respondió Elena.

Damon le brindó una sonrisa que hizo que el corazón de Elena se rebelase contra todas las restricciones impuestas a las jóvenes damas.

—Creo que comienzo a gustarle, muy a su pesar. —Se engaña usted.
Sin embargo, la sonrisa de Damon decía claramente que no creía sus palabras.

—¿Va a quedarse ahí sentada discutiendo consigo misma?

—¿Es que puede leer la mente?

—La expresión del rostro, y, ¿sabe lo que veo en la suya? Confusión. Resulta verdaderamente adorable. Muy bien, ¿cuál es la discusión? ¿Qué dice la acusación y qué afirma la defensa? ¿He de colocarme la peluca del Parlamento y debatir el proyecto de ley que nos ocupa?
Elena sacudió la cabeza.

—Es usted imposible.

—No es más que una visita. Tomaremos un refresco frío y daremos un paseo por la larga galería para ver mis cuadros italianos de desnudos.

—¡Desnudos!

—Es escandaloso —dijo Damon con voz lánguida.

Elena reprimió la risa mientras sostenía su chispeante mirada.

—¿Está seguro de que no va a aprovecharse de mí?

—No a menos que quiera que lo haga —murmuró roncamente, clavando los ojos en ella con una expresión que transformó sus huesos en gelatina; a continuación, le ofreció la mano para ayudarla a apearse del cabriolé.
La joven dejó escapar un débil gruñido paseando la mirada de la mano al apuesto semblante de Rotherstone, tan seguro y sereno.

—¡Oh, maldición! —espetó, poniéndose en pie y aceptando la ayuda, incapaz de resistirse—. Piensa arrastrarme con usted al fondo del precipicio, ¿no es así, Rotherstone?

—Damon —la corrigió por enésima vez aquel día.

—¡Lord Rotherstone! —repitió con una mirada admonitoria.

—Como desee —murmuró, llevándose su mano enguantada a los labios después de haberla ayudado a bajar del vehículo.

Damon le dirigió de nuevo una sonrisa tranquilizadora al ver la mirada indecisa de la joven, luego colocó la mano de Elena en el pliegue de su brazo y la escoltó hacia la entrada posterior de la casa.

—Aún no ha abierto el regalo que le llevé ayer, ¿verdad? —señaló.
La joven le lanzó una mirada culpable.

—¿Cómo lo sabe?

—Es obvio, si lo hubiera hecho estaría deslumbrante. —La contempló con interés antes de abrir la puerta para que entrase—. ¿De veras no tiene la más mínima curiosidad por descubrir de qué se trata?

Elena frunció el ceño preocupada como única respuesta.
El marqués desestimó la cuestión con un perezoso ademán.

—Es igual. Aunque espero que lo abra pronto. No me gusta verme privado del placer de consentirla.

Tras lo cual, le abrió la puerta y la hizo pasar a un mundo de opulencia.
Una vez dentro, ante ella se extendieron los suelos de mármol de lo que parecía ser un angosto vestíbulo trasero. Damon cerró y la condujo hacia el vestíbulo principal a través de una entrada rematada con un frontón y flanqueada por un par de arbustos podados de manera ornamental y plantados en urnas griegas.

Ella lo siguió y al pasar se fijó en la espléndida mesa en forma de media luna junto a la pared, flanqueada por delicadas sillas francesas de patas torneadas y tapizadas en damasco de color claro a cada lado de la misma.
Las paredes de tonos pastel estaban adornadas por paneles con molduras blancas, junto con elegantes cuadros: paisajes, retratos y escenas ecuestres, todas en gruesos marcos tallados.

Sus ojos se desviaron de las obras de arte a los elaborados frisos dorados que recorrían la estancia y a los intrincados frescos del techo, del que colgaban tres impresionantes arañas espaciadas entre sí de forma regular a lo largo de todo el amplio vestíbulo central. Estaban apagadas, como era natural, pero la luz del día arrancaba destellos a los innumerables cristales y una suave corriente de aire, procedente de las ventanas abiertas de la planta superior, los hacía tintinear débilmente y agitaba las diáfanas cortinas. Por lo demás, la casa estaba en silencio.

Elena se moría de la curiosidad, máxime teniendo en cuenta que podría convertirse en la señora de todo aquello. Damon se volvió hacia ella con aire despreocupado.

—Se está muy fresco aquí, ¿verdad?

—Sí —respondió concisa.

—¡Ah, Dodsley! Estás aquí.

Un mayordomo de rasgos suaves y cabello canoso había aparecido sigilosamente. El hombre se cogió las manos detrás de la espalda y los saludó con una reverencia respetuosa.

—Milord, milady. ¿En qué puedo servirles?

—Señorita Gilbert, le presento a Dodsley... el mayordomo más eficiente del mundo. No podría valérmelas sin él. Para cualquier cosa que necesite, el viejo Dodsley está a su servicio.

Ella sonrió y devolvió tímidamente el saludo con una inclinación de cabeza.

—Encantada de conocerlo.

—Dodsley, nos gustaría tomar un refresco. ¿Algo frío? Imagino que habrá champán bien frío en algún lugar de la casa.

—En el comedor, milord.

—¿Champán en pleno día? —intervino Elena. Su apuesto anfitrión se volvió hacia ella intrigado.

—Confío en que no le moleste...

Elena consideró aquello durante un momento. « ¿Por qué echarse atrás ahora? Ya puestos...» Se encogió de hombros.

—Yo me encargo, Dodsley. Si tienes la bondad de buscarnos algo para comer. ¿Queda aún algo de aquella especie de sorbete helado? ¿Cómo se llamaba...?

—¿La mousse de limón? —El mayordomo asintió con gravedad, como si estuvieran discutiendo una cuestión de Estado—. Así es. Señorita Gilbert, ¿me permite su sombrero?

—Desde luego, gracias... sí.
Elena se quitó con sumo cuidado el sombrero rosa con la ligera y curvada pluma de avestruz. Y dado que también se había hablado de tomar un piscolabis, se despojó asimismo de los guantes.
Lord Rotherstone hizo lo mismo con los guantes de conducir.
—Señorita Gilbert, dada la temperatura a la que nos encontramos, me pregunto si le parecería una insolencia por mi parte que me desprendiera también de la chaqueta.
—Considerando que estamos casi a veintisiete grados, creo que podemos ser algo menos estrictos con respecto a las normas del decoro.
—Bendita sea. —Se quitó la chaqueta color añil hecha a medida y se la entregó al solícito mayordomo—. Así está mejor.
—No cabe duda —farfulló Elena casi en un susurro.
El ceñido chaleco se ajustaba perfectamente, revelando la dura arquitectura esculpida de su torso, así como el amplio contorno de sus hombros poderosos y el pecho cincelado que se estrechaba gradualmente hasta llegar a la delgada cintura. A causa del calor, las holgadas mangas de la camisa blanca se pegaban ligeramente a los definidos brazos bajo el finísimo y exquisito lino.
—Vamos, le enseñaré la casa mientras esperamos a que Dodsley nos traiga esa mousse de limón.
—Sí... desde luego.
Elena se sorprendió enormemente consigo misma sin poder dar crédito a su propia conducta. Contempló, embobada, el musculoso y turgente trasero de Rotherstone cuando este dio media vuelta y se adelantó para disponerse a enseñarle la casa. En su defensa podía alegar que dicha zona de los caballeros se encontraba, por lo general, cubierta por los faldones de la chaqueta y que, además, la del marqués era demasiado sublime para resistirse a mirar. Aquellos pantalones beige le sentaban como un guante.
—Esta es la antecámara, donde esperan mis visitas de negocios hasta que puedo atenderlas.
Elena bajó la mirada de golpe cuando él se volvió.
—¿Sucede algo?
—No, nada —dijo la joven sintiéndose culpable.
—Bien. Por aquí se encuentra mi estudio.
—Se acercó a la segunda puerta.
Elena se unió a él, asomándose a la estancia, oscura y bellamente decorada.
—Una vidriera preciosa. —Señaló con la cabeza la pared detrás del escritorio.
El sol de última hora de la tarde entraba por la ventana de estilo gótico, creando una atmósfera monástica en la estancia, revestida de paneles de madera.
—Gracias, sí. Procede de la capilla familiar de mi propiedad en Worcestershire. Una de las construcciones previas ardió hasta los cimientos hace cientos de años, pero esto se salvó.
—¿Es san Miguel?
—Mm. —Asintió mientras la miraba; luego se dio la vuelta y continuó tranquilamente por el corredor—. Al fondo se encuentra la salita de mañana. Al otro lado del vestíbulo está la antecocina, donde el personal de cocina se encarga de los últimos detalles antes de servir los platos aquí, en el comedor. —Seguido por ella, Damon señaló hacia la champanera que se encontraba al fondo—. Champán.
—¡Dios mío! —murmuró Elena, contemplando sobrecogida la suntuosa cámara. En la mayoría de las grandes casas, el propietario no reparaba en gastos en el comedor con tal de impresionar a los invitados con su fortuna y su buen gusto. El marqués de Rotherstone sin duda había cumplido con esa tradición.
Allí su lujoso estilo de vida era absolutamente patente, desde la alfombra de elaborado dibujo hasta el mobiliario de madera de caoba tallada, pasando por el primoroso trabajo de escayola blanca del techo que rodeaba la parte superior de las cuatro paredes con un exuberante diseño de guirnaldas, flores y urnas.
De inmediato pensó en cómo lo habría calificado su padre: ostentoso. Y de nuevo le vinieron a la memoria los rumores acerca de las pérdidas de su progenitor en la Bolsa.
Ahora que tenía pruebas fehacientes sobre lo acaudalado que era el marqués de Rotherstone, una pregunta no dejaba de molestarla en el fondo de su mente...
—¿Qué opina? —preguntó Rotherstone al tiempo que sacaba una botella de espumoso líquido francés de la champanera llena de hielo.
Elena hizo todo lo posible por sacudirse de encima las dudas acerca de que su amado padre podría haberla vendido por motivos económicos, y le brindó una sonrisa.
—Es sencillamente magnífico. Todo lo es.
—Celebro que le agrade. —Le devolvió la sonrisa y llevó la botella hasta el aparador—. También yo lo encuentro muy hermoso, sobre todo por la noche, a la luz de las velas.
—Puedo imaginarlo.
La araña central era un auténtico derroche de cristal, como una fuente. Justo debajo de la misma, en la larga mesa de comedor, cuya superficie pulida brillaba como un espejo, había un espléndido centro floral: una profusión de rosas de diversos tonos, azucenas y sencillas margaritas blancas.
Elena apoyó las manos en el respaldo de una silla, sin apartar la vista de una abeja intrusa que debía de haber entrado a través de una ventana abierta y que merodeaba sobre el ramo, posándose aquí y allá para libar el néctar de las flores. Luego Damon vertió agua de una jarra blanca en un aguamanil de porcelana y se lavó las manos para el liviano tentempié, seguido por Elena, que se alegró de poder hacerlo tras el polvoriento paseo.
Mientras se secaba las manos en una pequeña toalla, Damon señaló con la cabeza en dirección a la botella de champán.
—Haré los honores si tiene la bondad de traer dos copas de aquel armario.
—Me parece justo.
Elena asintió y, obsequiándolo con una sonrisa, cruzó la habitación hasta la vitrina de madera de caoba y abrió una de sus puertas de cristal, reparando en la vajilla de porcelana con filo de oro cuando sacaba las dos copas. Estaba pintada a mano con el blasón familiar y una inicial «erre» grabada en ella.
El sonido de la botella al ser descorchada resonó en toda la sala.
Elena rompió a reír al escuchar la exclamación de Damon cuando salió la burbujeante espuma y se apresuró a ayudarle a recogerla en las copas.
—Chinchín —dijo al cabo de un momento cuando había servido el líquido—. Por usted, señorita Gilbert.
El brindis hizo que Elena se sonrojara levemente, pero se encogió de hombros y le regaló una sonrisa.
—Si insiste... ¡Por mí!
Ambos rieron y chocaron las copas, tomando a continuación un sorbo sin dejar de mirarse el uno al otro.
—Mm —murmuró Elena con deleite un segundo después.
Los ojos de Damon adquirieron un brillo plateado mientras la veía disfrutar del excelente espumoso. Justó en ese momento llamaron suavemente a la puerta abierta del fondo de la habitación y Rotherstone dirigió la vista más allá de ella.
—Pasa, Dodsley.
La joven dio media vuelta cuando el mayordomo tomaba la bandeja de manos del lacayo que la sujetaba, entrando ambos en el comedor con aire solemne. Con una sonrisa galante en los labios, Damon retiró la silla más próxima para que Elena se sentara, ocupando acto seguido el asiento de al lado mientras Dodsley colocaba la bandeja de plata entre ambos. Una vez que los criados se hubieron retirado, la pareja volvió a sonreírse y se sirvieron ellos mismos el frugal refrigerio, que era la viva estampa de la elegante sencillez.
La mousse de limón les aguardaba en tacitas de porcelana con sus cucharillas de plata, junto con una tentadora fuente de cristal de ensalada de fruta fresca: albaricoques y ciruelas, frambuesas y arándanos, todo ello generosamente espolvoreado con azúcar.
Las crujientes y finas galletitas, que eran universalmente apreciadas y conocidas como barquillos de ratafía, equilibraban de forma sublime el regusto ácido y la textura esponjosa de la mousse de limón. El toque sofisticado del dulce regusto de la almendra armonizaba a la perfección con el cremoso sorbete.
Pese a que Dodsley les había llevado además una jarra de té helado con una ramita de menta y una rodaja de limón, ambos optaron por tomar una segunda copa de champán.
—Hay algo que deseaba preguntarle —dijo Elena.
—¿De qué se trata?
—La noche del baile de los Edgecombe... bueno, no pretendía escuchar, pero oí que Stefan le decía que usted había desaparecido cuando eran niños. Aquello pareció desconcertarlo en exceso y, francamente, a mí también. ¿Qué fue lo que sucedió?
—Ah, me enviaron a un colegio cuando tenía trece años. Stefan y sus hermanos asistieron a Eton, pero... mi padre no podía costearlo en aquellos tiempos. De modo que fui a una pequeña academia en Escocia.
—Oh. —La joven le sonrió, pues no deseaba recordarle su temprana separación de la familia—. Eso tiene lógica.
Echando un vistazo a aquella casa pudo ver que, ciertamente, Rotherstone había recorrido un largo camino.
—¿Proseguimos? —le preguntó él un rato después, una vez terminaron el tan refrescante tentempié—. La llevaré a ver la amplia galería del piso superior.
—Sí.
Elena se unió a él, impaciente por continuar con la visita. Las horas pasaban volando y no se atrevía a demorarse mucho más tiempo.
Damon la escoltó fuera del comedor hasta la gran escalera con peldaños de mármol y un ornamentado pasamanos de hierro forjado. Elena tenía la impresión, cada vez más irracional, de compartir cierta intimidad con un hombre al que había visto únicamente en tres ocasiones... un hombre que, incluso en esos instantes, se consideraba su prometido.
Lo más extraño de todo era el compañerismo que parecían compartir de forma natural. Le resultaba tan fácil hablar con él como con Jonathon, a pesar de que ambos hombres no podían ser más diferentes.
Quizá Rotherstone supiera realmente lo que estaba haciendo, pensó mirándolo de reojo una vez más. Al fin y al cabo, era mayor y poseía mucha más experiencia que ella.
Una vez en la primera planta, el blanco mármol daba paso a un complejo entarimado de madera de roble de tonos claros. La escalera continuaba su ascenso hacia lo que, supuestamente, debían de ser los dormitorios, pero su destino se encontraba en aquella planta, con sus elegantes salas de recepción.
Damon le mostró la sala azul, en la parte delantera de la casa, y la sala de música situada junto a esta, ambas separadas por unas puertas correderas. La última no solo contenía una gran y elegante arpa, sino también un bonito pianoforte negro.
Elena miró a su anfitrión.
—¿Toca usted?
—No, pero soy un ávido oyente. A veces contrato a un trío para que toque para mí. ¿Toca usted, señorita Gilbert?
A su memoria volvieron los tiempos en que tocaba el pianoforte junto a su madre, pero eso había quedado atrás hacía mucho, de modo que negó con la cabeza.
—Bien, ¿dónde está esa magnífica colección de arte de la que no deja de alardear?
—Al fondo del corredor. Usted primero.
Damon hizo un gesto hacia la entrada de la sala de música y Elena, tras lanzarle una mirada burlona, salió tal y como él le pedía. Sin embargo, cuando cruzó el amplio y elegante pasillo y echó un vistazo por delante de él hacia la amplia galería, se encontró con que la estancia estaba a oscuras.
El marqués pasó por su lado para tomar la delantera.
—Mantenemos las contraventanas cerradas para proteger los cuadros.
Damon cruzó la galería, aproximándose a la hilera de ventanas, que ocupaban prácticamente del techo al suelo, y abrió los postigos.
La luz penetró de forma paulatina en la esplendorosa y clásica galería de arte de dorados suelos entarimados y paredes rojas, un marco tradicional para su colección.
Elena entró en la estancia y miró maravillada a su alrededor. Sin la menor duda, aquel era un tesoro oculto. Algunos cuadros tenían un tamaño enorme, otros eran preciosas miniaturas enmarcadas. Estaban presentes todas las épocas: amantes cortesanos vestidos al estilo barroco, con gran profusión de encajes, altas pelucas y trajes recargados; impresionantes paisajes venecianos y, en la pared contraria, una losa con jeroglíficos egipcios. Había numerosas estatuas, tanto de bronce como de mármol. Retratos alemanes, oscuros y sombríos. Un par de ánforas romanas, de dos asas, tan altas como ella.
Se quedó impresionada con un manuscrito colocado en un atril bien iluminado y, acto seguido, extasiada con un resplandeciente mosaico bizantino que se encontraba a su derecha.
Damon la observó sumido en un misterioso silencio.
Elena contuvo el aliento al acercarse a un modesto bosquejo en color sepia de una corpulenta mujer desnuda, dibujado con una sensibilidad extraordinaria. Luego se volvió hacia él con los ojos desmesuradamente abiertos.
—¿Es...?
Él asintió, con la mirada rebosante de satisfacción. —Leonardo.
—Dios mío —susurró, llevándose la mano al corazón. Era lo más cerca que había estado jamás del genio de Leonardo da Vinci.
—Tengo gustos eclécticos, como puede ver. Esta pieza en concreto es una de mis predilectas —agregó, volviéndose hacia la alta figura de alabastro de una mujer llevando un cántaro de agua, situada a unos metros de donde se encontraban. Luego se acercó a ella, seguido por Elena—. Es romana, del año 56 antes de Cristo. ¿No le parece espléndida? Qué destreza debió requerir... y el tipo que la esculpió ni siquiera grabó su nombre en ella. Es uno de los héroes no reconocidos de la historia.
—Es exquisita.
—Hum. Es de piedra sólida y sin embargo... —apostilló en un murmullo meditabundo, acariciando con las yemas de los dedos el muslo de la mujer—uno casi espera sentir el diáfano tejido de su túnica.
La perezosa caricia hizo que la atención de Elena recayera por completo en su mano fuerte y grácil. Se estremeció ligeramente, pero combatió el espontáneo deseo que la invadió de forma repentina.
—¿Qué túnica? —preguntó con picardía. Rotherstone la obsequió con una sonrisa contrita.
—Apenas lleva nada puesto, ¿verdad?
Elena le devolvió la sonrisa, bastante desconcertada. Luego sacudió la cabeza y se volvió para echarle otro buen vistazo. —No puedo creer que tenga estas cosas.
—Bueno, ya sabe, Europa ha sido un campo de batalla durante muchos años. Tuve el privilegio de salvar muchas de estas hermosas piezas de la destrucción. ¿Continuamos? —Con un ademán cortés la invitó a que paseara con él por la galería.
Damon se cogió las manos detrás de la espalda mientras ella caminaba a su lado. Se detuvo a explicarle algunos de los cuadros en tanto que en otros se mantuvo apartado y dejó que ella disfrutara. Pero Elena se quedó fascinada cuando llegaron al retrato de un hombre de ojos claros y cabello oscuro.
—¿Quién es? —murmuró, impresionada e intimidada en igual medida por el modo en que la imponente figura miraba desde el lienzo con un rostro lleno de arrogante intensidad.
—Ese era mi padre —respondió Damon con sequedad.
Elena lo miró con sorpresa.
—Oh... debería haberme dado cuenta. Tiene sus ojos. En realidad es usted una copia suya.
—No, no lo soy —respondió airado, eludiendo su mirada con una débil sonrisa melancólica.
Elena se volvió hacia él con expresión inquisitiva, sorprendida por el inflexible trasfondo de su serena respuesta, pero decidió no presionarlo al ver que él la ignoraba por completo.
—¿Son también antepasados suyos? —Señaló con la cabeza hacia los siguientes retratos.
—Así es, hay toda una hilera de sinvergüenzas.
La aparente ambivalencia de Damon en relación a sus ancestros la tenía perpleja. Presa de la intriga, Elena pasó unos minutos estudiando a los diversos hombres que habían ostentado el título de lord Rotherstone. Sus atuendos reflejaban las distintas épocas a las que pertenecían, pero era obvio que aquella misma intensidad precavida había pasado de padres a hijos durante el curso de la historia. Algunos de los marqueses habían posado con trajes cortesanos para sus retratos oficiales. Otros con uniforme militar, en tanto que unos pocos aparecían vestidos con la indumentaria de un caballero de campo, con un caballo y una mansión de fondo.
Pero un pequeño detalle en algunos de los retratos llamó su atención: una cruz de Malta blanca adornada con una insignia apenas discernible.
—¿Qué es eso? —preguntó, picada por la curiosidad.
—¿El qué?
Ella señaló el símbolo que, en unas ocasiones, aparecía en la ropa y, en otras, disimulado en una esquina del cuadro. —Eso.
—Ah... no es más que uno de los títulos honoríficos. Distintos miembros de mi familia fueron reclutados por diversas órdenes de caballería. Muchos de ellos son hereditarios. Básicamente carecen de valor alguno, pero ya sabe, no son más que una excusa para ponerse divertidas túnicas y todo eso. Y se celebra una extraña ceremonia una vez cada diez años o cuando se le antoja al monarca que en esos momentos esté en el trono.
—Entiendo.
Había llegado al final de la estancia, donde una alfombra persa rectangular delimitaba una pequeña zona de descanso dispuesta ante la sencilla chimenea blanca.
La galería entera era un verdadero festín para los ojos, pero su mirada errante se vio irremisiblemente atraída hacia la fantástica espada enjoyada expuesta sobre la repisa de la chimenea.
Una débil exclamación escapó de sus labios.
—Qué... maravilla. —Elena avanzó hasta la chimenea y alzó la vista hacia la reluciente espada de acero.
Damon se acercó a su lado y luego la contempló con curiosidad.
—Señorita Gilbert. Es usted muy sabia.
Ella lo miró sorprendida.
—¿Lo soy?
—Ha reconocido la pieza más valiosa de toda mi colección.
—¿Esta? —Señaló la espada—. ¿Más aún que el Da Vinci?
—Para mí lo es.
—¿Por qué? ¿Dónde la consiguió?
Cuando Rotherstone alzó la vista hacia el acero, ella clavó los ojos en su aristocrático perfil.
—Me fue entregada por mi padre, a quien se la entregó el suyo... y así ha sido desde hace más de seiscientos años. Perteneció al primer lord Rotherstone. Fue un guerrero, un caballero de la época de Ricardo Corazón de León. Llevó esta espada consigo a Tierra Santa y con ella dio muerte a un centenar de mamelucos de Saladino en la lucha por liberar Jerusalén.
—¿De veras? —Susurró la joven—. ¿Con esta misma espada?
—Sí. —Se volvió nuevamente hacia ella, con los rabillos de los ojos fruncidos con un leve dejo de diversión en su mirada, al ver el entusiasmo de la joven por aquel período histórico de su familia.
—Y ahora es suya —musitó Elena.
El asintió mientras se acercaba a ella.
Claro, ahora comprendía que hubiera estado dispuesto a pelear en Bucket Lane, pensó Elena.
—¿Alguna vez la ha probado? —preguntó mirándolo de reojo con coquetería y desviando acto seguido la vista hacia la espada de los cruzados.
—Usted cree realmente que me dedico a atacar a la gente, ¿no es cierto?
—No ha respondido a mi pregunta.
—¿Cómo dice?
Damon tenía los ojos clavados en su boca mientras se acercaba a ella.
Elena frunció el ceño.
—¿Por qué cada vez que no desea responder a una pregunta...? —Sus palabras se apagaron cuando Rotherstone posó las manos suavemente a ambos lados de la base de su cuello, allí donde se unía con sus hombros—. Milord...
—Lo lamento, pero tengo que hacer esto —susurró él.
Damon bajó la cabeza y la besó. A pesar de que tenía los labios suaves, el corto vello de la perilla era áspero y le raspaba la piel, lastimándola y espantándola. Elena echó la cabeza hacia atrás con brusquedad y lo miró a los ojos.
Él se detuvo a acariciar dulcemente con la yema de un dedo su mentón enrojecido. Luego le dedicó una leve sonrisa y se acercó poniendo mayor cuidado, ladeando la cabeza un poco más para no arañarla. Esta vez ella no sintió la más mínima molestia, tan solo dulzura y placer.
Elena cerró los ojos y se dedicó a explorar pausadamente las placenteras sensaciones que la embargaban mientras los labios de aquel hombre jugueteaban sobre los suyos. Apoyó las manos sobre el pecho de Damon, sintiéndose cada vez más mareada, y se aferró casi sin darse cuenta a las solapas del chaleco de seda.
—Elena —susurró.
La perezosa y embriagadora sonrisa con que ella le respondió animó a Damon a profundizar el embrujo. La saboreó con la punta de la lengua en una lánguida y seductora caricia que le arrancó un gemido apenas audible.
Cuando la joven se rindió a la persuasiva presión de aquellos labios y entreabrió la boca insegura, él aceptó la invitación sin prisas pero con resuelta desenvoltura. Se hizo con el control, dominando los sentidos de Elena al tiempo que le acariciaba el cuello con los pulgares al compás del hipnótico roce de las lenguas.
Damon sabía a limón azucarado y a champán francés.
Un torbellino de sensaciones se agolpaba en la cabeza de Elena y el corazón le latía aceleradamente. Rotherstone la dejaba sin aliento, dándole el suyo a cambio, profundo y pausado.
Aquel beso la tenía subyugada, y no sabía cómo o cuándo había conseguido llevarla hacia la pared más próxima. Encastrada entre un postigo plegado y el ornamentado marco de algún cuadro, oculta a la vista de cualquier criado que pudiera pasar por la amplia galería o viandante que paseara por la calle, el mundo entero de Elena se reducía a aquel beso y a la imponente figura de Damon. Rotherstone movía la lengua dentro de su boca demostrándole de una forma completamente nueva que la tenía a su merced gracias al increíble placer que podía darle.
Elena se entregó sin reservas, aun cuando tenía la vaga impresión de que las cosas estaban escapando a su control. Aquel beso era exquisito, celestial, capaz de transportarla a otros lugares.
Damon bajó la mano suavemente por la curva de la garganta hasta el agitado pecho femenino sembrando un sendero de fuego con las cálidas yemas de sus dedos entre los pliegues de encaje del escote. Durante un momento descansaron allí y comenzó a acariciarla justo por encima del corazón, al que hacía latir con fuerza. Los sentidos de Elena le pedían a gritos que correspondiese a las caricias.
Alzó las manos para amoldarlas tentativamente contra los duros y amplios hombros, entregada por completo a aquel beso. A él pareció agradarle. Luego bajó las palmas sobre la seda del chaleco que le cubría el torso y pudo sentir el enérgico latido del corazón del marqués.
A continuación exploró los fuertes brazos que la estrechaban, deleitándose con el poder masculino de aquellos recios bíceps que podía sentir a través de la fina camisa blanca.
Por último posó la mano en el rostro de aquel hombre y se maravilló con los duros ángulos, la mandíbula de acero bien afeitada y el mentón cuadrado con la áspera textura de la perilla.
Damon giró la cabeza y depositó un beso en la palma de su mano, inclinándose acto seguido para iniciar un sendero con sus labios por el grácil cuello femenino que Elena recibió con agrado. La joven se apoyó contra la pared roja de la galería para proporcionarle un acceso más cómodo.
Con los ojos cerrados lo atrajo hacia ella enroscando los dedos en aquel desaliñado cabello negro. Elena se derritió contra él mientras continuaba venerando su cuello sin refrenarse; aferrándole, apremiándole a que prosiguiera mientras le acariciaba sin delicadeza, aunque Damon no necesitaba que lo alentaran. El áspero roce de la perilla contra su piel, en extremo sensibilizada, provocaba ahora un efecto del todo diferente: no había molestia alguna, solo placer. Elena deseaba sentirlo en todas partes, contra la piel, en los pechos.
Damon amoldó el cuerpo al de ella, tan caliente, fuerte y excitante, presionando el muslo entre sus piernas en una sutil caricia que la hizo estremecer violentamente.
Elena se vio dominada por pensamientos impúdicos y lascivos anhelos.
Los finos visillos que enmarcaban las ventanas se agitaban con la suave brisa, envolviéndolos como un susurro de sábanas blancas, difuminando la luz de la tarde.
Damon se movía contra ella de un modo absolutamente embriagador; excitándola, llevándola a un febril estado de lujuria. Elena se sentía débil y temblorosa. Era obvio que había perdido el juicio, pues nada le habría gustado más que levantarse las faldas y dejar que aquel perverso marqués hiciera con ella lo que deseara de una vez por todas.
Sin duda ese era el motivo por el que estaba prohibido que las parejas no estuvieran acompañadas por una carabina durante el cortejo, pensó la joven con los últimos resquicios de lógica que subsistían en su cerebro.
Pero Elena sabía en lo más hondo de su ser que jamás podría sentirse de aquel modo con otro hombre que no fuera él.
Rotherstone levantó la cabeza con los ojos nublados por el deseo; tenía el cabello despeinado, los labios húmedos y levemente inflamados y el rostro enrojecido. Era lo más hermoso que ella había visto en toda la vida. Luego Damon simplemente sacudió la cabeza cuando Elena se enfrentó a su mirada anhelante; aquel galán de pico de oro se había quedado sin palabras.
No necesitaba hablar. Elena no podía estar más de acuerdo con él.
Recorrió aquel torso masculino con las manos, reverenciando el recio cuerpo mientras él la miraba a los ojos. Damon tomó el rostro de la muchacha entre las palmas y reclamó su boca una vez más, liberando un ansia sin medida en aquel beso que hizo que el pulso de la joven se desbocara.
Elena quería más.
Arqueó el cuerpo con infinita sensualidad, atrapada deliciosamente entre la pared y Damon. Se quedó inmóvil al ver llamas de pasión que tan sinuoso movimiento avivó en los ojos de él, recordando de pronto que estaba jugando con fuego.
—Dios —susurró Rotherstone más para sí mismo que para ella—, tienes un inmenso poder sobre mí.
La miró con avidez y se dispuso a continuar.
—¿Yo? —Preguntó de forma inocente—. ¿Cómo? ¿Así?
Le rodeó con los brazos y fue al encuentro de su ardiente beso con temerario abandono.
Escuchar cómo aquel hombre gemía de placer fue casi más de lo que Elena podía soportar. Sentía cómo el corazón le martilleaba fuertemente contra las costillas y el cuerpo le ardía con sensaciones jamás soñadas. En lo más profundo de su ser ansiaba aquella culminación de la que había oído hablar en un par de ocasiones en eufemísticos susurros.
Sabía que Damon, el perverso marqués de Rotherstone, podría enseñárselo todo.
Poseía una elegancia mundana y una refinada experiencia que hacían de él el mejor tutor que una mujer podría desear para ser instruida en los maravillosos placeres que podían descubrirse con un hombre. Prácticamente emanaba sexo.
Pero aún no, le recordó su conciencia, cada vez más debilitada.
No hasta que no estuviera casada con él, y ¿acaso no era como huir del fuego para caer en las brasas?
Damon abandonó los labios femeninos con brusquedad y dirigió la mirada hacia la puerta, con el sigilo de un lobo en pleno bosque que ha escuchado algún sonido en la distancia.
—Alguien viene —susurró.
—¿Qué? —espetó en voz baja, jadeante aún de deseo.
—Dodsley.
—¡Oh...!
Elena se zafó inmediatamente de aquellos brazos, apartándose de él y volviéndose hacia la puerta del fondo a fin de que el mayordomo no viera la culpabilidad que llevaba escrita en el rostro, y menos aún el intenso sonrojo que se adueñó de ella. A continuación se apresuró sin demora a arreglar su aspecto desaliñado con manos trémulas.
Damon respiró hondo e hizo lo mismo. Luego se aclaró la garganta y, justo cuando apareció el mayordomo, había recuperado su habitual aire desenfadado.
Elena deseó poder esconderse, sorprendida por la convincente máscara de serenidad del marqués.
—¡Milord!
—Sí, ¿qué sucede? —dijo de forma sucinta, dejando traslucir únicamente un leve asomo de irritación en la profunda voz.
—Milord, le ruego disculpe la interrupción. Pero tiene visita...
—¿Visita? —replicó furioso—. ¡Dodsley!
—¡Le pido disculpas, señor! No pude... es decir, dicen que es muy urgente.
El bufido airado de Rotherstone hizo pensar a Elena que debía tener una idea clara de quién se trataba.
—Dígales a esos bastardos que no estoy en casa —ordenó.
—¡La dama se niega a marcharse hasta que le haya visto, señor! —barbotó el mayordomo al mismo tiempo que el marqués.
Elena se quedó quieta al escuchar el intercambio de palabras de los dos hombres. Paseó la mirada entre Dodsley y su ceñudo señor.
—¿Dama? —repitió la joven.
La sorpresa y la indignación se impusieron a la sensación de bochorno que la embargaba. Santo Dios, ¿qué error tan grande acababa de cometer? Al fin y al cabo, ¿no era Rotherstone el Marqués Perverso, un destacado miembro del Club Inferno? No cabía la menor duda de que acababa de saborear una muestra de su talento de libertino.
Sabía Dios cuántas visitas femeninas llevaba a casa un día cualquiera.
Se apartó de él mientras lo fulminaba con la mirada.
En aquel momento llegó hasta ellos el eco de unos pasos ligeros que correteaban escaleras arriba y, al cabo de un instante, un niño pequeño entró a toda prisa en la habitación y se precipitó hacia Rotherstone.
—¡Tío Damon!

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Post Relacionados

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...