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BIENVENIDOS A TOD@S A ESTE BLOG, ESPERO QUE DISFRUTÉIS LEYENDO LAS ADAPTACIONES DE CRÓNICAS VAMPÍRICAS.

COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


GRACIAS

20 diciembre 2012

La Magia Existe Capitulo 03


Capítulo 3

La impresión que le produjo el susurro de Emma hizo que Damon se olvidara de todo: del lugar donde se encontraba y de la mujer que estaba detrás del mostrador. Llevaban seis meses intentando que Emma dijera algo, cualquier cosa. Ya analizaría más tarde con Stefan el motivo por el que había sucedido en ese sitio y en ese instante. De momento, tenía que controlarse para no agobiar a Emma con su reacción. Pero… ¡Dios!


No pudo evitar arrodillarse en el suelo para estrechar a la niña con fuerza. Emma le echó sus delgados bracitos al cuello. Se escuchó pronunciar el nombre de su sobrina con voz desgarrada. Le escocían los ojos y le espantó darse cuenta de que estaba a punto de perder el control.
No obstante, le era imposible detener los temblores provocados por el alivio de saber que Emma estaba preparada para volver a hablar. Tal vez por fin podía permitirse pensar que la niña se recuperaría.

Cuando notó que su sobrina intentaba zafarse de sus brazos, le dio un cariñoso beso en la mejilla y se obligó a apartarse de ella. Se puso en pie, comprobó el estado de su garganta, aún afectada por la emoción, y comprendió que había muchas posibilidades de que le fallara la voz si intentaba decir algo. Tragó saliva y clavó la vista en la pared donde se encontraba la letra de la canción de Pink Floyd. En realidad, no leyó el texto, se limitó a concentrarse en los colores y en las irregularidades del yeso.

Por último, miró con cautela a la pelirroja que seguía tras el mostrador, Elena, en cuyas manos estaba la bolsa con todo lo que acababa de comprar. Se percató de que entendía perfectamente la relevancia del momento.

No sabía muy bien qué pensar de ella. Debía de medir un metro sesenta y tenía el pelo tan rizado que parecía indomable. Era delgada y vestía de forma sencilla, con una camiseta blanca de manga corta y unos vaqueros.

Su cara, semi-oculta por culpa de los rizos, era bonita, de rasgos delicados y piel clara, salvo en las mejillas, que tenía muy coloradas. Sus ojos eran oscuros, del mismo color que el chocolate fundido, y tenía unas pestañas muy largas. Le recordaba a las chicas con las que se relacionaba en la universidad. Chicas alegres e interesantes con las que podía quedarse toda la noche hablando, pero con las que no salía. Porque prefería salir con las tías buenas, para provocar la envidia de los demás. Tardó mucho en comprender que tal vez se hubiera perdido algo importante.

—¿Puedo hablar contigo en algún momento? —le preguntó, con más brusquedad de la que pretendía.

—Me encontrarás siempre aquí —contestó Elena con voz alegre, tuteándolo también—. Puedes pasarte cuando quieras —añadió al tiempo que empujaba la caracola hacia Emma—. ¿Por qué no te la llevas a casa? Sólo por si vuelves a necesitarla en algún momento.

—¡Hola, chicos! —exclamó una voz cantarina y suave tras ellos.

Era Bonnie Daniels, una amiga de Seattle. Una chica lista y guapa, y una de las mejores personas que Damon había conocido en la vida. Bonnie era capaz de integrarse en cualquier grupo y en cualquier lugar al que la llevaran.

Se acercó a ellos mientras se colocaba un lustroso mechón de pelo rubio tras una oreja. Iba vestida con unos pantalones capri de color caqui, una prístina camisa blanca y unas bailarinas, sin más complementos que sus pendientes de perlas.

—Siento haber llegado tarde. Quería probarme unas cosillas en una tienda que hay aquí al lado, pero no me han convencido. Emma, veo que habéis comprado muchas cosas.

La niña asintió, en silencio como de costumbre.
Damon comprendió con una mezcla de preocupación y buen humor que su sobrina no diría ni pío delante de Bonnie. ¿Debería contarle lo que acababa de suceder?
No, porque tal vez eso sería como presionar a Emma. Mejor dejar las cosas tal como estaban.
Bonnie echó un vistazo a su alrededor y comentó:

—¡Qué tiendecita más mona! La próxima vez que venga, compraré algo para mis sobrinos. Antes de que nos demos cuenta, estaremos en Navidad. —Tomó a Damon del brazo y le sonrió—. Será mejor que nos vayamos ya si quiero coger el avión.

—Claro. —Damon cogió la bolsa del mostrador y alargó la mano para quitarle la caracola a Emma

—. ¿Quieres que la lleve?

Su sobrina la aferró con más fuerza, dejando claro que la llevaría ella.

—Vale —dijo Damon—, pero ten cuidado de que no se te caiga. —Volvió a mirar a la pelirroja de detrás del mostrador y la vio colocando los bolígrafos que descansaban en una taza junto a la caja registradora, tras lo cual enderezó una fila de diminutos peluches. Ambas cosas eran innecesarias. 

La luz del sol que entraba por las ventanas le arrancaba brillantes destellos rojos a su pelo—. Adiós —le dijo—. Y gracias.

Elena Gilbert se despidió con un gesto de la mano, pero no lo miró. Una reacción que le indicó que estaba tan desconcertada como él.

Después de dejar a Bonnie en el pequeño aeropuerto de la isla, con su única pista, Damon regresó a Viñedos Sotavento con Emma. Los viñedos de Stefan estaban a unos nueve kilómetros de Friday Harbor, en el suroeste de la isla, en False Bay. Los domingos había que conducir con cuidado, porque la carretera estaba plagada de ciclistas y jinetes. Y también era frecuente encontrarse con ciervos de cola negra, tan mansos como perros, que atravesaban las carreteras tranquilamente tras atravesar los zarzales y los pastizales.

Damon dejó bajada la ventanilla de su camioneta para que entrara la brisa del mar.

—¿Has visto eso? —le preguntó a Emma, señalando un águila de cabeza blanca que planeaba sobre ellos.

—Aja.

—¿Ves lo que lleva en las garras?

—¿Un pez?

—Posiblemente. O lo ha pescado en el mar o se lo ha quitado a otro pájaro.

—¿Adónde lo lleva? —Emma hablaba con voz titubeante, como si a ella también le sorprendiera escucharse.

—A su nido, a lo mejor. Los machos se hacen cargo de las crías, de la misma forma que las hembras.

Emma respondió asintiendo con la cabeza; un gesto prosaico. Según le había enseñado la vida, lo que acababa de decirle su tío era plausible.

A Damon le costó la misma vida no aferrar el volante con todas sus fuerzas. Estaba pletórico de alegría. Hacía tanto tiempo que Emma no hablaba que se le había olvidado cómo era su voz.

El psicólogo de la niña les había recomendado empezar con respuestas no verbales, como pedirle que señalara lo que quería comer, hasta conseguir que dijera una palabra.

Hasta ese momento, la única vez que Damon había logrado que la niña emitiera un sonido fue durante un reciente trayecto por la carretera de Roche Harbor, durante el cual Emma vio a Mona, la camella, en su pastizal. El animal, una isleña muy famosa, había sido adquirido a un tratante de animales exóticos en Mili Creek, hacía cosa de ocho o nueve años, y desde entonces residía en la isla. Damon se dedicó a entretener a Emma haciendo sonidos semejantes a los de un camello, un comportamiento por el que se sintió un poco tonto, y sus esfuerzos se vieron recompensados cuando la niña se animó a participar brevemente.

—¿Qué te ha ayudado a encontrar tu voz, cariño? ¿Elena ha tenido algo que ver? ¿La pelirroja de la juguetería?

—Fue la caracola mágica —contestó la niña, mirando la caracola que acunaba entre las manos.

—Pero es que no es… —Damon guardó silencio.

Lo importante no era que la caracola fuera mágica o no. Lo importante era que Emma había captado la idea y que se la habían propuesto en el momento preciso para ayudarla a salir de su mutismo. Magia, hadas… todo formaba parte de un vocabulario infantil desconocido para él, de un territorio ubicado en la imaginación que hacía mucho que había abandonado. No podía decirse lo mismo de Elena Gilbert.

Nunca había visto a Emma conectar de esa forma con una mujer, ni con las antiguas amigas de April, ni con su maestra, ni siquiera con Bonnie, con quien había pasado mucho tiempo. ¿Quién era la tal Elena Gilbert? ¿Por qué se mudaba una veinteañera a una isla donde la mayoría de los residentes sobrepasaba la barrera de los cuarenta? ¡Para abrir una juguetería, por el amor de Dios!

Quería volver a verla. Quería saber todo lo que hubiera que saber sobre ella.
El sol del atardecer dominical era intenso y su luz dorada hacía brillar las charcas y los estrechos canales de False Bay. El hábitat de la bahía, que comprendía unas ochenta hectáreas de playa, parecía de lo más normal hasta que bajaba la marea. En ese momento, la arena se llenaba de gaviotas, garzas y águilas en busca del banquete marino que quedaba en las charcas: cangrejos, gusanos, camarones y almejas. Se podía caminar casi un kilómetro sobre el rico sedimento que quedaba al descubierto con la marea baja.

Giró al llegar al camino de gravilla privado por el que se accedía a Viñedos Sotavento. Si se contemplaba el exterior de la casa, aún parecía destartalada y en muy malas condiciones, pero el interior se había sometido a una reforma estructural completa. Lo primero que hizo Damon fue arreglar el dormitorio de Emma. Pintó las paredes de color azul celeste con una cenefa en blanco roto. Trasladó los muebles del que había sido hasta entonces el dormitorio de la niña, e incluso volvió a colocar las mariposas en el dosel de la cama.

El proyecto más complicado hasta la fecha había sido el del cuarto de baño, empeñado como estaba en que Emma tuviera uno decente. Stefan y él habían dejado los tabiques desnudos, tan sólo con el armazón de madera, para instalar tuberías nuevas. Después habían nivelado el suelo y habían colocado sanitarios nuevos. El lavabo contaba con una encimera de mármol. Una vez que los tabiques estuvieron recubiertos de nuevo por las placas de yeso, dejaron que Emma escogiera el color de las paredes. Evidentemente, se decantó por el rosa.

—Es apropiado para el diseño de la casa —dijo Damon, recordándole así a Stefan que las muestras de color procedían de una paleta empleada en la época victoriana.

—Es… de niñas —protestó Stefan—. Cada vez que entro en ese cuarto de baño de color rosa, salgo con ganas de hacer algo muy masculino.

—Sea lo que sea, hazlo fuera para que no te veamos.

El siguiente proyecto fue la cocina, donde Damon instaló una placa nueva con seis fuegos y un nuevo frigorífico. Se vio obligado a rascar al menos seis capas de pintura antigua de los marcos de las ventanas y de las puertas, para lo cual utilizó un aparato de infrarrojos y una lijadora que le prestó Klaus, que se mostró muy generoso a la hora de ofrecerles herramientas, suministros y consejos. De hecho, empezó a pasarse por la casa al menos una vez por semana, posiblemente porque era un experto en reformas y en construcción, y porque saltaba a la vista que necesitaban su ayuda. En sus manos, cualquier trozo de madera inservible se convertía en algo útil e ingenioso.

Durante su segunda visita, incluyó una serie de compartimentos en el armario de Emma para que la niña colocara sus zapatos. Le encantó descubrir que algunos estaban ocultos, como si fueran un escondite secreto. En otra ocasión, después de que Stefan y Damon se percataran de que algunas de las vigas del porche estaban cediendo e incluso descomponiéndose por la carcoma, Klaus llegó acompañado por una cuadrilla de trabajadores. Se pasaron todo el día colocando postes nuevos, sustituyendo las vigas antiguas e instalando canalones. Damon y Stefan no habrían podido hacerlo solos, de modo que le agradecieron la ayuda. Claro que conociendo a Klaus…

—¿Qué crees que quiere? —le preguntó Stefan a Damon.

—¿Evitar que su sobrina acabe aplastada por un derrumbe?

—No, de esa forma le estás atribuyendo motivaciones humanas, y recuerda que acordamos no hacerlo.

Damon intentó contener una sonrisa en vano. Klaus era tan frío y tan distante desde el punto de vista emocional que a veces se planteaba si tendría pulso.

—A lo mejor se siente culpable por no haberse relacionado más con April antes de que muriera.

—A lo mejor está utilizando cualquier excusa para mantenerse alejado de Caroline. En el hipotético caso de que no odiara tanto la idea del  matrimonio, ver el de Klaus me habría hecho aborrecerla.

—Es obvio que un Salvatore no debe casarse con alguien que se parezca a nosotros —apostilló Damon.

—Yo creo que un Salvatore no debería casarse con una mujer que esté dispuesta a aceptarlo tal como es.

Fuera cual fuese su motivo, Klaus siguió ayudando con las reformas. Gracias a los esfuerzos de los tres, la casa comenzó a tener mejor aspecto. O al menos a parecer habitable para una familia normal.

—Como intentes darnos la patada después de esto —le dijo Damon a Stefan—, te juro que acabas enterrado en el patio.

Ambos sabían que era imposible que Stefan los echara. Porque Stefan, para su sorpresa, adoraba a la niña desde el primer día. Al igual que Damon, daría su vida por ella si fuera necesario. Emma merecía lo mejor que pudieran darle.

Aunque al principio Emma se mostró cauta, no tardó en encariñarse con sus tíos. Pese a los consejos bien intencionados de muchas personas que les advertían que 
no la malcriaran, ni Stefan ni Damon veían muestras de que su actitud indulgente le estuviera ocasionando daño alguno. De hecho, les habría encantado ver a Emma haciendo travesuras. Era una niña tan buena que siempre hacía lo que le decían.

En los días que no había colegio, acompañaba a Damon a su empresa en Friday Harbor y observaba cómo los granos de café arábica de color amarillo claro acababan con un brillante tono marrón después de salir de la gigantesca torrefactora. A veces, Damon le compraba un helado en la heladería situada cerca del puerto y después iban a ver las embarcaciones y paseaban entre las hileras de yates, lanchas y barcos de pesca.

Stefan solía llevársela cuando iba a inspeccionar los viñedos, o a False Bay en busca de erizos y estrellas de mar durante la marea baja. Se ponía los collares que Emma hacía en el colegio con distintos tipos de pasta y colocaba sus dibujos en las paredes de la casa.

—No tenía ni idea de que esto fuera así —confesó Stefan una noche mientras entraba en casa con Emma en brazos, ya que se había quedado dormida en el coche.

Habían pasado la tarde en English Camp, el lugar donde los ingleses se asentaron durante la ocupación británica antes de que la isla pasara a manos de los norteamericanos. El parque nacional, con sus más de dos kilómetros de playa, era el lugar perfecto para merendar al aire libre y jugar con el disco. A fin de que Emma se lo pasara en grande, tanto Stefan como Damon se dedicaron a hacer acrobacias mientras se lanzaban el juguete. Habían llevado consigo la caña de pescar y la pequeña caja de aparejos de la niña, y Damon le había enseñado la mejor forma de lanzar el anzuelo para pescar escorpinas en la orilla.

—¿A qué te refieres? —le preguntó Damon, que abrió la puerta delantera y encendió las luces del porche.

—A vivir con un niño. —Y añadió un tanto avergonzado—: A que te quiera un niño.

La presencia de Emma en sus vidas había supuesto una bendición que ninguno había conocido hasta entonces. Era un recuerdo de la inocencia. Y descubrieron que algo cambiaba cuando se recibía el amor incondicional y la confianza de un niño.

Porque se ansiaba merecerlos.

Damon y Emma entraron en la casa a través de la cocina y dejaron las bolsas de la compra y la caracola en los bancos hechos a medida del anticuado office. Encontraron a Stefan en el salón, una estancia dolorosamente desnuda con las placas de yeso recién colocadas en las paredes y una chimenea agrietada con un revestimiento temporal de tela metálica. Stefan estaba justo al lado, construyendo un molde para verter el hormigón sobre el cual iría el nuevo hogar.

—Esto va a ser un quebradero de cabeza —dijo mientras medía—. Tengo que ver cómo me las apaño, porque quiero usar el mismo conducto para dos hogares diferentes. Este conducto pasa justo por el dormitorio de la planta de arriba. Increíble, ¿verdad? Damon se agachó y le dijo a Emma al oído: —Ve a preguntarle qué hay para cenar. La niña obedeció, se acercó a Stefan y después de pegar los labios a una de sus orejas, le susurró algo y se apartó.
Damon vio que su hermano se quedaba petrificado.

—Hablas —dijo Stefan mientras se volvía despacio para mirar a la niña, aunque su voz ronca traslucía un claro interrogante.

Emma negó con la cabeza. Estaba muy seria.

—Sí, has hablado. Acabas de hablarme al oído.

—No. —Y soltó una risilla al ver la expresión de Stefan.

—¡Lo has hecho otra vez, Dios! Di mi nombre. Dilo.

—Tío Herbert.

Stefan soltó una trémula carcajada y la abrazó para estrecharla contra su pecho.

—¿Herbert? Pues ahora cenaremos picos de pollo y patas de lagarto. —Sin soltar a Emma, miró a Damon mientras meneaba la cabeza,asombrado. Estaba sonrojado y tenía un brillo sospechoso en los ojos—. ¿Cómo? —fue lo único que consiguió preguntar.

—Luego te lo cuento —respondió Damon con una sonrisa.

—Bueno, dime qué ha pasado —insistió Stefan mientras removía la salsa de tomate que acompañaría a los espaguetis. Emma estaba ocupada en la estancia contigua, entretenida con su nuevo rompecabezas—. ¿Cómo lo has hecho?

Damon abrió una cerveza.

—Yo no he sido —contestó después de darle un trago, disfrutando del frescor—. Estábamos en la juguetería de Spring Street, esa nueva, hablando con la dueña, una pelirroja muy mona. Nunca la había visto, por cierto…

—La conozco. Elena no sé qué. Gillian, Carter…

—Gilbert. ¿La conoces?

—No personalmente. Pero Mikaelson ha intentado que quede con ella.

—A mí no me ha dicho ni pío —replicó Damon, ofendido al instante.

—Tú estás saliendo con Bonnie.

—Bonnie y yo no tenemos una relación exclusiva.

—Mikaelson cree que Elena es mi tipo. Tenemos casi la misma edad. ¿Has dicho que es mona? 
Me alegro. Creo que iré a echarle un vistazo antes de comprometerme a algo más.

—Yo sólo soy dos años mayor que tú —le recordó Damon, indignado.
Stefan soltó la cuchara y cogió una copa de vino.

—¿La has invitado a salir?

—No. Estaba con Bonnie en ese momento y, además…

—Reclamo mis derechos.

—No tienes derechos sobre ella —dijo Damon con voz cortante.

Stefan enarcó las cejas.

—Tú ya tienes novia. Y los derechos le pertenecen al que lleve más tiempo de sequía.

Damon se encogió de hombros con cierta irritación.

—Bueno, dime qué hizo Elena —insistió Stefan—. ¿Cómo consiguió que Emma hablara?
Damon le describió la escena que tuvo lugar en la juguetería, el detalle de la caracola mágica y cómo hizo el milagro la idea de que fingiera guardar su voz en ella.

—Alucinante —replicó Stefan—. En la vida se me habría ocurrido algo así.

—Fue más bien cuestión del momento. Emma estaba lista para hablar y Elena le ofreció una forma de hacerlo.

—Sí, pero… ¿es posible que Emma lo hubiera hecho hace semanas si se nos hubiera ocurrido algo así a ti o a mí?

—¿Quién sabe? ¿Adónde quieres llegar?

—¿Alguna vez te has parado a pensar cómo van a ser las cosas cuando crezca? —le preguntó su hermano a su vez en voz baja—. ¿Cuando necesite a alguien con quien hablar de cosas de chicas? ¿Cómo nos las vamos a apañar?

—Stefan, sólo tiene seis años. Ya nos preocuparemos por eso cuando llegue el momento.

—Me preocupa que ese momento llegue antes de lo que pensamos. Es que… —Stefan dejó la frase en el aire y se frotó la frente como si quisiera aliviar un inminente dolor de cabeza—. Tengo que enseñarte una cosa cuando Emma esté acostada.

—¿El qué? ¿Debo preocuparme?

—No lo sé.

—¡Joder, dímelo ahora!

—Vale —susurró su hermano—. Estaba ojeando la carpeta de Emma donde guarda las tareas del colegio para ver si había acabado de colorear un dibujo y encontré esto. —Se acercó a la encimera y cogió una hoja de papel—. La maestra les ha puesto deberes de Lengua esta semana. Tienen que escribirle una carta a Papá Noel. Y ésta es la que ha escrito Emma.

Damon lo miró sin comprender.

—¿Una carta a Papá Noel? ¡Si estamos a mediados de septiembre!

—Ya han empezado a poner anuncios navideños. Y ayer cuando fui a la ferretería oí a Chuck decir que empezarían a sacar los árboles de Navidad a final de mes.

—¿Antes del Día de Acción de Gracias? ¿¡Antes de Halloween!?

—Sí. Supongo que forma parte de un diabólico plan mundial para fomentar el consumo. No intentes luchar contra él. —Stefan le dio la hoja de papel—. Échale un vistazo.

Querido Papá Noel:
Este año sólo quiero una cosa
Una mamá

Por favor no te olvides de que ahora vivo en Friday Harbor,  gracias  te quiere

EMMA

Damon guardó silencio durante un buen rato.

—Una mamá —dijo Stefan.

—Sí, ya veo. —Con los ojos clavados en la carta, Damon murmuró—: Menudo calcetín va a necesitar.


Después de cenar, Damon se sentó en el porche delantero con una cerveza. La mecedora de madera estaba hecha polvo, pero era muy cómoda. Stefan era el encargado de arropar a Emma y de leerle una de las historias del libro de cuentos que habían comprado esa tarde.

Los atardeceres todavía eran largos en esa época del año y pintaban el horizonte de la bahía con tonos rosados y naranjas. Con la vista clavada en los relucientes bajíos que se atisbaban entre los troncos de los madroños del Pacífico, intentó averiguar qué iba a hacer con Emma.
Una mamá.

Era normal que quisiera una madre. Por mucho que Stefan y él lo intentaran, había ciertas cosas que no podían hacer por ella. Y aunque el número de padres que criaban a solas a sus hijos era numeroso, nadie podía negar que existían miles de cosas para las que una niña necesitaba una madre.

Siguiendo el consejo del psicólogo, habían enmarcado unas cuantas fotos de April. Tanto Stefan como él se aseguraban de hablarle de ella, de ofrecerle un vínculo con su madre. Pero podían hacer mucho más y era muy consciente de ello. No había razón alguna por la que Emma tuviera que vivir su infancia sin una figura materna.

Bonnie casi rayaba en la perfección. Además, le había dejado muy claro que estaba dispuesta a ser paciente pese a la ambigüedad de sentimientos que le provocaba el matrimonio.
«Nuestro matrimonio no será como el de tus padres —le había señalado Bonnie con ternura—. Será distinto porque será sólo nuestro».

Damon entendía lo que quería decirle, incluso estaba de acuerdo con ella. Sabía que él no era como su padre, a quien no le importó cruzarles la cara a sus hijos. El hogar en el que crecieron fue tempestuoso, plagado de peleas, discusiones y melodrama. La versión matrimonial de los Salvatore, con sus peleas a grito pelado y sus increíbles reconciliaciones, les había enseñado la cara más amarga de la vida en pareja, pero ninguna de sus alegrías.

Damon entendía que, si bien el matrimonio de sus padres había sido un completo desastre, no siempre tenía por qué ser así, y había intentado tener una opinión neutral sobre el tema. Siempre había pensado que cuando encontrara a la mujer adecuada, si acaso lo hacía, habría algún tipo de reconocimiento inmediato, una especie de certeza avalada por su corazón que despejaría todas las dudas. De momento, nada que se le pareciera le había sucedido con Bonnie.

¿Y si no le pasaba con nadie? Intentó pensar en el matrimonio como un acuerdo práctico con alguien a quien apreciara. Tal vez ésa fuera la mejor forma de visualizarlo, sobre todo si había que tener muy presentes los intereses de una niña. Bonnie poseía la personalidad adecuada (era tranquila, agradable y cariñosa) para convertirse en una madre estupenda.

Él no creía en el amor romántico ni en las almas gemelas. Era el primero en admitir que tenía una mentalidad demasiado pragmática y que sus ideas estaban bien asentadas en la cruda realidad. Le gustaba ser así. ¿Era injusto para Bonnie que le propusiera un matrimonio basado en consideraciones prácticas? Tal vez no, siempre y cuando sus sentimientos fueran sinceros. O más bien su falta de sentimientos. Regresó al interior cuando apuró la cerveza. Una vez que tiró la lata al cubo de la basura para reciclar, se encaminó al dormitorio de Emma. Stefan ya la había acostado y había dejado la lamparita encendida.

Su sobrina tenía los ojos casi cerrados y estaba bostezando. A su lado, dormía un osito de peluche, cuyos brillantes ojos lo miraban expectantes.

Damon contempló a Emma y en ese instante experimentó uno de esos momentos en los que se toma conciencia del gran cambio que acaba de sufrir la vida en poco tiempo, de modo que la vida anterior queda ya muy atrás. Se inclinó para besarla en la frente como hacía todas las noches. Los delgados bracitos de la niña lo abrazaron por el cuello mientras la escuchaba murmurar con voz soñolienta:

—Te quiero. Te quiero. —Se dio media vuelta, abrazó a su osito y se quedó dormida.

Damon siguió donde estaba, parpadeando mientras intentaba asimilar el tremendo impacto que acababa de recibir. Por fin sabía lo que era que le rompieran el corazón. Y no de forma triste, ni en un sentido romántico. Hasta ese instante nunca había experimentado el deseo de cubrir de felicidad a otro ser humano.

Encontraría una madre para Emma. La madre perfecta. Crearía un círculo de personas que la rodeara.

Lo normal era que un niño fuera el fruto de una familia. En su caso, sin embargo, la familia sería el fruto del niño. 

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