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04 diciembre 2012

El Marqués Capitulo 15


CAPITULO 15

El largo día había terminado. Elena estaba sentada ante el espejo del tocador, cepillándose el cabello hasta dejarlo brillante. Libre al fin de las medias y el corsé, lo único que llevaba puesto debajo de la bata azul de satén era una camisola blanca de lino. Era maravilloso poder relajarse después de la tensión de tener que ser el centro de atención durante tantas horas.
Disfrutaba viendo cómo la luz de la vela arrancaba destellos a la alianza de oro del dedo anular con cada pasada del cepillo.

Procuró no prestar atención a los nervios que le provocaba saber que Damon se uniría a ella de un momento a otro para pasar la primera noche juntos en lo que iba a ser el dormitorio conyugal. Naturalmente, le llevaría algún tiempo acostumbrarse a esa nueva vida, así como a la nueva casa. Tenía que recordarse con frecuencia que ahora era la señora del opulento palacete de Damon, con su espléndida galería de retratos, el ornamentado comedor y todo lo demás.
Era mucho más grande, imponente y fastuoso que la acogedora villa de su padre, tanto que hacía que sintiera que debía comportarse mejor que nunca. Aun allí, en el amplio e impresionante dormitorio, el débil resplandor del candelabro no conseguía alcanzar el oscuro techo, de cuatro metros y medio de altura.

Una casa tan enorme tenía que ser fría por fuerza, pero el fuego que ardía en la chimenea hacía que la extensa recámara estuviera caldeada en exceso. Teniendo en cuenta que muy pronto le pedirían que se despojase de la ropa, suponía que debía de estar agradecida. Al día siguiente partirían rumbo a la propiedad de Damon, pero esa noche...

Plenamente consciente de la enorme cama con dosel que se encontraba a unos metros de ella, tomó otro sorbo de vino y continuó intentando serenarse y dejar a un lado otro ataque de nervios virginales.

Era lógico que la primera noche juntos despertase en ella cierta ansiedad, puesto que desconocía los detalles de lo que iba a suceder, tan solo lo esencial. Pero estaba decidida a comenzar su vida matrimonial sin reservas y, además, no dudaba de que su caballeroso marido haría cuanto estuviese en sus manos para lograr que fuese lo más cómodo posible para ella.
Se preguntaba si quedaría en cinta aquella primera vez... La perspectiva era tan abrumadora que sus pensamientos se centraron, con cierto humor, en la imagen de su ya marido abandonando como un rayo la recepción y atravesando las calles de Londres en pos de un carterista.
«Un héroe de la cabeza a los pies», pensó mientras se miraba al espejo con una sonrisa colmada de orgullo. Damon parecía incapaz de no hacer gala de la valentía que lo caracterizaba. Aquel era uno de sus rasgos más adorables, consideró.

Elena se dio la vuelta al escuchar el clic de la puerta al otro extremo de la inmensa estancia tenuemente iluminada, reprimiendo un estremecimiento de excitación cuando se abrió y Damon entró en el dormitorio.

Él le sonrió mientras cerraba y ella curvó los labios, con el cepillo aún en la mano. Se le aceleró el corazón cuando Damon cruzó la habitación, mirándola con manifiesta admiración.

—Aquí está mi tesoro —la saludó tiernamente, con un murmullo grave y ronco.
Elena se ruborizó bajo su mirada halagadora y bajó la cabeza una vez que él se detuvo a su lado.

—¿De verdad eres mía? —susurró, pasando con suavidad los dedos sobre el reluciente cabello dorado de Elena.

Ella levantó la vista y lo miró a los ojos, asintiendo.

—Sabes que lo soy.

Damon se inclinó para depositar un beso colmado de adoración en sus labios.

—Soy el más afortunado de los hombres.

La boca de Elena se curvó bajo la de él y le cogió la mano cuando él se enderezó, dejando que descansasen entrelazadas entre ellos. Damon le sostuvo la mirada con ardor durante un prolongado momento.
El corazón de la joven irradiaba felicidad en medio de aquel silencio.

—¿Cómo te sientes? —preguntó el marqués en voz baja.

—¡Bien! Soy feliz.

—Espléndido —susurró Damon.

—¿Y tú?

—Feliz —repitió con mesurada cautela, como si saboreara la palabra con recelo, dejando que ella fuera quien lo guiase. Elena enarcó una ceja. 

—¿No estás seguro? 

—No estoy acostumbrado. Ella apretó la mano de Damon un poco más. 

—Pronto lo estarás.

—Así pues, estamos casados —dijo él con una entonación ligeramente formal.

—Así es —respondió ella, y una amplia sonrisa se dibujó en sus labios—. ¡Puedes creerlo! Te has salido con la tuya.

Damon frunció el ceño con expresión alicaída.

—No digas eso. Ha de ser mutuo, Elena.

—Solo estaba bromeando. Desde luego que lo es. Sin embargo, ¿qué posibilidades tenía yo con alguien como tú persiguiéndome? Pero me pregunto una cosa...

—¿El qué?

Elena se levantó del tocador y le echó los brazos al cuello. —Ahora que me has atrapado, Rotherstone, ¿qué vas a hacer conmigo?

Damon prorrumpió en una carcajada, bajando la cabeza para después besarla con avidez. La joven se sobresaltó cuando el fuego crepitó ruidosamente en la chimenea, dejando así entrever el nerviosismo que la consumía.

Damon puso fin al beso y la miró compasivo, con el ceño un tanto fruncido, dándose cuenta de que su esposa estaba sufriendo un ataque de nervios.

—Vamos, tranquila, cielo. No hay motivo para que estés tan alterada. Ven aquí. Siéntate conmigo. 

—La condujo hasta la butaca de piel marroquí, se sentó y le tendió la mano a modo de invitación.
Ella sonrió con timidez y aceptó, acomodándose sobre su regazo. Luego se alisó la tela de la camisola y la bata y le rodeó flojamente el cuello con los brazos

—Relájate, ¿verdad que se está bien aquí? —bromeó, metiendo los pies descalzos de su esposa de forma delicada bajo su muslo para mantenerlos calientes.
Elena sonrió agradeciendo los esfuerzos de Damon por calmarla. Él le sostuvo la mirada durante largo rato con expresión perpleja.

—Pareces diferente —dijo inopinadamente. 

—¿De veras?

—Sí. Tienes algo, no sé... un brillo en los ojos. Desde la ceremonia. Aquel beso que me diste... ¡Vaya! La joven esbozó una amplia sonrisa. 

—¿Te gustó?

—Cariño, si me hubiera gustado un poco más te habría tomado en el altar y a ambos nos habría partido un rayo. ¿Y bien? Confiesa. ¿A qué se debe ese brillo pícaro?

—A ti. —Dejó escapar un suspiro con aire soñador y le acarició el rostro, pero recordó el peso que tenía sobre su conciencia. No deseaba que quedaran secretos entre ellos antes de entregarse a él por primera vez—. ¿Damon?

—Sí.

—He de... confesarte una cosa.

—Ay, Dios mío. Te escucho.

—¿Me prometes que no te enojarás?

—Por supuesto. Es el día de nuestra boda. ¿Qué sucede, cariño?
Elena bajó la mirada.

—He empeñado el collar de zafiros para el orfanato. —Estremeciéndose, levantó la vista hacia él por debajo de las pestañas para calibrar su reacción—. ¿Recuerdas aquel edificio que quería comprar para los niños? ¿El internado que estaba en venta?

Él enarcó una ceja.

—¿Sí?

—Por desgracia, mis esperanzas de hacer el bien están encontrándose con obstáculos.
Damon la observó atentamente pero, fiel a su palabra, no parecía furioso.

—¿Qué clase de impedimentos, querida mía? ¿La suma no era suficiente?

—No, el dinero bastaba para cubrir el coste una vez que le sumé los donativos que habíamos recaudado.

—¿Qué obstáculos, pues? ¿Acaso ya lo ha comprado alguien?

—No. —Elena no pudo disimular su resentimiento—. No quieren venderme el edificio porque soy una mujer.

—Ah. —Arqueó ambas cejas y repuso—: Bueno, mi querida lady Rotherstone, tendremos que ocuparnos de eso. —La besó en la nariz y comenzó a reír suavemente—. A punto has estado de hacer que me preocupase.

—¿No te molesta que haya vendido el collar? Cuando lo hice no congeniábamos demasiado. Si hubiéramos...

—Basta. Tengo la inmensa fortuna de estar casado con una mujer que antepone el bienestar de un puñado de niños harapientos al suyo propio y se gasta lo que ha sacado de la venta de un regalo en ellos. Eres un ángel, Elena. No puedo creer que seas mía.
Ella lo abrazó.

—Gracias por entenderlo.

—¿Quieres otro collar?

—No. Preferiría camas y ropa nueva para todos los niños. 

—Hecho —susurró—. Será mi regalo de bodas. 

—¡Oh, Damon!

—En realidad, Elena, ya que estamos desnudando nuestras almas, hay algo que he de contarte.

La joven frunció el ceño decidida a asimilar el secreto de su esposo tan bien como él se había tomado el suyo. Cuando este clavó los ojos en ella durante un momento, Elena atisbo cierta picardía en ellos.

—¿De qué se trata, pedazo de granuja? —murmuró, estudiándolo con recelo.

—Aquel día en Bucket Lane, ¿recuerdas que me viste salir del... burdel?

Ella asintió, procurando ocultar la repulsión que le provocaba tan repugnante establecimiento.

—No me encontraba allí por el motivo que tú crees —la informó—. En realidad, estaba allí únicamente para echarte un vistazo.

—¿Qué?

—Como que Dios es mi testigo... —Procedió a contarle la historia completa de cómo había ordenado a su abogado que confeccionara una lista de posibles novias antes de haber regresado incluso de Europa.

Aquella absurda explicación hizo reír y exclamar maravillada a Elena. No pensaba creer ni una palabra de todo aquello, hasta que Damon se levantó y sacó la carta, entregándosela para que la leyera.

—¿Caroline Forbes? ¿Era esa mi rival? Ah, con que soy problemática, ¿eh?

—Mucho —convino el marqués.

Elena se echó a reír porque, al fin y al cabo, ¿qué otra cosa podía hacer? No iba a enojarse con él en su noche de bodas.

A decir verdad, la complacía en sumo grado escuchar que su esposo no había ido a aquel burdel para usar a las mujeres que allí trabajaban, sino para espiarla a ella.
Era una explicación extraña, sin duda, pero la aceptó.

—Llevas suficiente tiempo moviéndote en la alta sociedad como para saber que en cuanto un aristócrata soltero muestra el más mínimo interés por una joven dama, comienzan a circular un sinfín de rumores.

—Aun así —lo reprendió, meneando la cabeza a pesar de estar riéndose—, ¡no puedo creer que hicieses una lista poniendo como requisito estas cualidades! Buena cuna, belleza, dote, temperamento... ¿qué más?

—Reputación intachable.

—¡Bah! ¡Pobre abogado! Es un milagro que encontrara a una sola joven que pudiera cumplir con tu lista de valores. Mucho más a cinco. ¡La verdad, Rotherstone, me cuesta creer que prácticamente me pidieses por catálogo como si fuera un apero agrícola! —Rió con alegría tras el reproche—. ¡Oh, te tienes bien merecido hasta el más mínimo problema que te he causado!

—Solo sé que estoy más que contento con mi elección.

—Eres increíble. —Riendo aún, cogió el rostro de Damon entre las manos y lo besó—. Tengo el presentimiento de que vas a hacer que mi vida resulte muy interesante.

—Lo intentaré.

—Bien, me alegro de que me lo hayas contado —dijo sentándose de nuevo sobre su regazo y arrojando a un lado la carta de Oliver Smith—. Comprendo que tienes por delante un largo camino que recorrer para aprender a ser más sincero, amor mío, pero este es sin duda un paso en la dirección correcta. Estoy orgullosa de ti.

—Gracias por no estrangularme.

—¡Bueno, todavía no he conseguido lo que quiero de ti! Puede que después. ¿Damon?
Él la obsequió con una sonrisa ardiente. 

—¿Sí, Elena?

La joven lo miró a los ojos con expresión grave. 

—Voy a ser una esposa excelente. 

—No me cabe la menor duda.

—No, hablo en serio. He luchado mucho contra esto, pero ahora... estoy absolutamente comprometida —susurró, jugueteando con el botón del cuello de la camisa de él.

—Me parece espléndido.

Elena sonrió y acercó la cabeza para darle otro beso en los labios, cerrando los ojos con una suave risilla.

—Caroline Forbes, nada menos. Ahora eres mío, todo mío. Tus labios, tu nariz, tus ojos y tus mejillas... —Besó cada parte una por una—. La barbilla, todo tú. El cuello... ¿Qué es eso? —exclamó de pronto, deteniéndose y mirando la pálida cicatriz bajo la oreja, en un lado del cuello.

—Oh, ¿eso? No es nada —dijo él—. Simplemente que un desdichado trató de matarme.

—¿Que trató de matarte? —gritó—. ¿Por qué?

—Por diversión y por sacar tajada, principalmente. Además, intentó robarme. Fue en Roma. No te preocupes, aquello pasó hace mucho.

—¡Cariño, podrían haberte matado!

—No, el destino me tenía reservados mejores planes, mi preciosa dama. Tú, por ejemplo. ¡No te inquietes! Yo fui más rápido. —La atrajo hacia él y la besó para disipar su sorpresa.
Elena se olvidó de la cicatriz y se aferró a su camisa, casi sin aliento.

—¿Damon?

—¿Sí, esposa mía?

—Ya no necesitas esto, ¿verdad?

Vio la chispa de sorprendido placer que brilló en los ojos de Damon cuando clavó la mirada en ella fascinado.

—Tienes razón. —Asintió vagamente y se sacó la prenda por la cabeza.

—Mmm, qué maravilla. —Acurrucada en su regazo, apoyó la cabeza sobre el hombro desnudo de Damon y se dedicó a pasear los dedos por aquel espléndido torso.
Pero de pronto sus dedos se detuvieron, una vez más.

—Damon —dijo con firmeza.

—¿Sí, amor? —respondió él. El deseo teñía de cierta aspereza su profunda entonación. Al parecer el aire juguetón de Elena estaba provocando un curioso efecto en el marqués.

—Damon, tienes otra cicatriz aquí. En el pecho.

—¿De veras?

—¡Damon! ¿Acaso el ladrón te apuñaló también ahí? 

—Uf, eso me lo hizo otro tipo.

—¿Que otro tipo también intentó matarte? 

—No fue culpa mía.

—¡Tienes que aprender a llevarte bien con los demás, cariño! ¿La gente tiene por costumbre intentar matarte?

—Solo de cuando en cuando. Pero no has de temer por mí, amor mío. ¿Acaso has olvidado que desciendo de guerreros y cruzados? —le recordó de forma sardónica—. Incluso hubo algunos caballeros templarios en mi familia.

Elena lo miró de reojo aunque emocionada al escuchar el apelativo cariñoso: amor mío. Lo guardó en su corazón como si de un tesoro se tratase y se atrevió a abrigar la esperanza de que por fin estuviera haciendo progresos con él. Luego depositó un beso en la cicatriz.

—Algún día tendrás que hablarme de ello.

—Creo que no lo haré —murmuró, sonriendo al tiempo que acariciaba con los labios el largo cuello de su esposa y la abrazaba más estrechamente—. Es un asunto de lo más desagradable.

—Muy bien —desistió dejando escapar un suspiro sensual, disfrutando mientras él le mordisqueaba el lóbulo de la oreja—, parece que eres proclive a meterte en problemas. ¿Hay alguna otra cicatriz que yo deba conocer? Ya que ahora soy tu esposa...

—¿Por qué no continúas mirando a ver si lo descubres? —le dijo al oído.

—Eres en verdad perverso, ¿sabes?

—No tanto que no pueda redimirme, ¿verdad?

—Yo no he dicho que eso sea un defecto.

Damon profirió una profunda carcajada. Luego deslizó los brazos alrededor de su cintura y la besó apasionadamente. Elena se solazó con el satinado roce de su lengua mientras le acariciaba por todas partes, cautivada por su sabor embriagador.
Escuchó y percibió el roce de la respiración acelerada de Damon cuando sus dedos avanzaron sobre la piel desnuda, saboreando la cincelara dureza del abdomen y ascendiendo por el musculoso pecho hasta asirse a los poderosos hombros. Presa de una lujuriosa admiración, sus uñas recorrieron los enormes bíceps con provocativa ligereza. Mientras tanto él deslizaba sus dedos diestros bajo el borde de la bata de satén, bajándosela por los hombros.

A continuación Damon abandonó los labios de ella y trazó un sendero de besos allá por donde pasaban sus manos, arrancándole un suave gemido a la joven cuando le mordisqueó el hombro desnudo. Y una vez su boca se movió por la curva del cuello, bajó la mano para tomar en ella uno de sus senos por encima de la camisola.

Elena echó la cabeza hacia atrás al sentir que el pulgar de Damon comenzaba a juguetear con el pezón para ponerlo erecto. Dejó sus pechos por un momento para asirle las caderas y hacer que se pusiera a horcajadas sobre su regazo, tras lo cual empezó de nuevo a prodigarles su atención. La bata colgaba ahora de los codos de Elena a pesar de que continuaba completamente vestida con la camisola de lino.

Estaba impaciente por desprenderse de la prenda que había quedado atrapada debajo de sus rodillas, pero estar sentada a horcajadas sobre él, sentir el calor y aquella dureza en el vértice de los muslos, resultaba demasiado placentero.

Los pechos de Elena se apretaban contra el lino. Damon procuró rodear la zona, besando en su lugar la piel que asomaba por encima del escote de la camisola y provocando una dolorosa respuesta en ellos a través de la delgadísima tela.
La joven enroscó los dedos en el denso cabello de su esposo a la vez que se movía sobre él con un ritmo sutil mientras su cuerpo buscaba amoldarse al de Damon. Elena no creía que pudiera lograrlo en aquella butaca pero, por todos los santos, aquel hombre la estaba volviendo loca.

Le hervía la sangre clamando por sentirse profundamente colmada.
Elena ya no pudo soportarlo cuando Damon le aferró las caderas y la ayudó a apretarse contra él. Dios bendito, había deseado a aquel hombre desde el instante en que puso los ojos en él, cuando salió del burdel pareciendo la viva estampa en carne y hueso del sexo.
Esa noche deseaba saber de qué era capaz su querido libertino.

Cogió el mentón de Damon mientras se agolpaban en su cabeza los dulces y carnales recuerdos de aquella boca entre las piernas y puso fin a los besos con que él le agasajaba los pechos.

—Damon —susurró sin apenas aliento—. Necesito... un sorbo de vino. —Y con una mirada picara, se levantó de su regazo y se puso en pie un tanto temblorosa.

La joven se encogió de hombros perezosamente para dejar que la bata azul de satén resbalara hasta el suelo. La mirada voraz y lobuna de Damon la siguió cuando se dio la vuelta para ir a tomar un sorbo de vino con el que calmar los nervios. Elena podía sentir el peso de sus ojos en ella y volvió la cabeza para echar un vistazo por encima del hombro antes de llegar al tocador donde había dejado la copa. La expresión del marqués era casi de dolor cuando sus miradas se cruzaron.
Se detuvo y se volvió hacia él.

—¿Qué sucede?

—Tu camisola es casi transparente cuando estás delante del fuego.

—¿De veras? —Bajó la mirada hacia su cuerpo, sonrojándose ligeramente—. Bueno, supongo que ya no la necesito. —Con un osado impulso atrevido, brindó una sonrisa seductora a Damon y se quitó la prenda por la cabeza.

Escuchó el débil gemido de Damon cuando sacudió el cabello y dejó caer la delgada camisola. Durante un momento no se movió para permitir que él la mirase y luego, con aire indolente, se giró y se dirigió hacia el tocador para tomar su copa de vino.
En el espejo pudo ver cómo Damon devoraba su cuerpo desnudo con los ojos. No sabía con certeza qué le pasaba, tan solo sabía que lo deseaba.

Comenzaba a darse cuenta de que el placer físico le proporcionaba un medio de llegar a él a un nivel más profundo. Cuando Damon centraba toda su atención en ofrecer y recibir placer, se olvidaba de mantenerse en guardia. La máscara que siempre llevaba puesta se derrumbaba.
Incluso en esos momentos, su deseo parecía extenderse hacia ella desde el otro lado de la estancia, como una poderosa corriente de intenso calor.

Se volvió hacia él y lo observó mientras la miraba al tiempo que tomaba el último sorbo de vino. Después de eso se encaminó pausadamente hacia la cama en lugar de volver a su lado.
La mirada de Damon se tornó más penetrante, pero se contuvo como si estuviera sujeto con una correa. Elena retiró la ropa de cama y se subió a ella.

—Mmm —murmuró cuando se deslizó entre las sábanas de seda color crema, envolviéndose en la placentera calidez que desprendía el calientacamas relleno de brasas de carbón.
Se reclinó en los almohadones dispuestos contra la cabecera y luego le hizo señas con un dedo.

—Ven aquí, esposo.

Damon se levantó y fue hacia ella, que estaba apoyada sobre los codos sin apartar la mirada de la suya en ningún instante. La expresión de su rostro era la de un hombre que había conseguido lo que deseaba y que sabía que, por fin, había llegado el tan esperado momento de disfrutar de su premio.

Él había estado conteniéndose en consideración a su sensibilidad, pensó Elena, pero esperaba que viera que era suya si la deseaba.
Y sin duda la deseaba.

Con la mirada fija en la de ella, se unió lentamente a Elena en la cama colocándose encima apoyado en manos y piernas. La joven se estremeció mientras aguardaba a que la besara en la oscuridad y ladeó la cabeza para ofrecerle los labios.

Damon se inclinó y los reclamó como si no pudiera soportar un segundo más sin hacer nada. Le devoró la boca, el aliento, el alma, con una necesidad voraz, sujetándole la cabeza con una mano mientras que bajaba la otra para liberarse de los pantalones.
Elena se dejó llevar por sus besos mientras con las manos recorría ambos lados de su suave torso. Luego le ayudó a bajarse los pantalones, invadida por una excitación casi insoportable.

Lo sintió entre las piernas. Era plenamente consciente del duro abdomen esculpido contra su suave vientre, del roce de aquel torso musculoso sobre sus pechos sedosos. Sus bocas estaban unidas como muy pronto lo estarían sus cuerpos.
Elena entrelazó los dedos en el cuello de Damon, que la acarició tiernamente y gimió cuando descubrió que su sexo ya estaba húmedo y listo para recibirlo.

—Te necesito —le dijo Damon entre jadeos.

Elena lo atrajo hacia sí como respuesta mientras el corazón le latía desaforadamente. Acto seguido, sintió cómo él la penetraba de forma pausada y cuidadosa. Cerró los ojos dominada por un deseo salvaje.

Los jadeos febriles de Damon le rozaban la mejilla cuando traspasó la barrera de su virginidad, y aunque las manos de Elena se tensaron sobre sus hombros, no gritó.
Rotherstone se detuvo, hundido profundamente en ella, para acariciarle la frente con los labios en un beso. Ahora solo podía esperar a que su cuerpo virginal aceptara su plena posesión, el grosor de su miembro.

Elena apenas se atrevía a respirar.

—Buena chica, buena chica —resolló Damon, tranquilizándola de forma seductora.

La joven procuró abrir su cuerpo por completo a él. Sintió placer. Sintió dolor. Se sintió absolutamente embriagada. El dolor fue remitiendo al cabo de unos segundos y ambos se vieron inmersos en una nueva oleada de placer que se apoderó de ellos.
Por fin Damon comenzó a moverse en su interior, excitándola con la deliciosa fricción de sus cuerpos, poseyéndola por entero con una intensidad que fue aumentando hasta resultar casi dolorosa. Elena le rodeó con las piernas, ofreciéndole una rendición que consiguió arrastrarlo más profundamente dentro de ella.

—Oh, Dios, Elena.

Ambos temblaban violentamente de necesidad. Los brazos de Damon le ciñeron con fuerza la cintura mientras la reclamaba para sí, consumando la unión en un derroche de pasión. Ella se retorcía debajo de su cuerpo, deseando todo cuanto él tenía para darle, dejando que desatara todo su ardor, llenando el dormitorio con sus gemidos de placer devastador.
Santo Dios, ese era el Damon que quería: despojado por completo de su férreo control, hambriento, desesperado incluso, por ella. Un Damon que no se escondía tras su locuacidad, su humor sardónico ni su mente ágil.

En esos momentos ninguno de los dos podía esconderse tras una coraza. A Elena ni siquiera le importaba que fuera algo tosco con ella porque, en esos instantes, él era natural y totalmente real. La oscuridad que intentaba enmascarar, las profundidades de su alma que nunca se permitía expresar, todo eso se reflejaba en cada caricia, en cada beso, en cada embate. Su cuerpo expresaba lo que su pico de oro se negaba a compartir.

Alcanzaron el clímax a la vez, unidos en una febril danza, retorciéndose, ardiendo, fundidos en un beso abrasador. Elena levantó las caderas para salir al encuentro de cada rotunda embestida. Luego Damon se detuvo cuando también él llegó al orgasmo, echando la cabeza hacia atrás y tensando los brazos alrededor de ella. Arqueó la espalda, hundido por entero dentro de Elena. Placer y realidad vibraban al son del ritmo desaforado de sus corazones.
Aquel éxtasis compartido desdibujó el mundo a su alrededor. El gemido que salió de la garganta de Damon cuando la colmaba poderosamente con su simiente la catapultó al cosmos, donde su mente, tan saciada como su cuerpo, quedó flotando durante un breve instante.

El tiempo pareció quedar suspendido...

Al cabo, Damon dejó escapar un profundo y estremecedor suspiro desde el fondo de su alma.

—Oh, Elena —susurró y acto seguido la besó tiernamente en la boca con los labios trémulos.

—Damon. —Los brazos le pesaban, pero rodeó a su esposo cuando él apoyó la cabeza en la almohada justo sobre su hombro.

La joven volvió la cabeza a un lado para mirarlo a los ojos. No había nada que decir, pues las palabras eran innecesarias. Era lo más cerca que se había sentido jamás de él.

Le acarició el cabello sin apenas fuerzas y sonrió cuando Damon cerró los ojos con una expresión de absoluta dicha. Continuó acariciándola hasta que se quedó dormido, atormentada por las palabras que Damon le había dicho en aquel establo: «Nadie me ha querido nunca».
Mirándolo dulcemente en silencio, depositó un beso en su frente. «Amor mío, para todo hay una primera vez.» 

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