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BIENVENIDOS A TOD@S A ESTE BLOG, ESPERO QUE DISFRUTÉIS LEYENDO LAS ADAPTACIONES DE CRÓNICAS VAMPÍRICAS.

COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


GRACIAS

09 enero 2013

La seductora Capitulo 16


Capitulo 16
Riley estaba sentada en el último escalón agarrando firmemente un enorme cuchillo con su pequeña mano, Puffy estaba a su lado. El cuchillo no podía estar más fuera de lugar con el pijama rosa de corazones de caramelo y la cara redonda de la niña. No quería tener que enfrentarse a eso. ¿Por qué no estaba Elena allí? Ella sabía cómo manejar a Riley. Sabía cómo tratarla.



Tuvo que obligarse a subir las escaleras. Cuando llegó arriba, señaló el cuchillo con la cabeza.

—¿Qué piensas hacer con eso?

—Es que... es que oí ruidos. —Apretó más las rodillas contra el pecho—. Pensé que podía ser... un asesino o algo así.

—Pues sólo soy yo. —Se inclinó y le quitó el cuchillo. Puffy, considerablemente más limpio y mejor alimentado que el viernes, soltó un suspiro jadeante y cerró los ojos.

—Oí ruidos antes de que tú llegases. —Miró el condenado cuchillo como si pensara que él podía usarlo contra ella—. Fue justo a las diez y treinta y dos minutos. Ava metió mi despertador en la maleta.

—¿Llevas dos horas aquí sentada?

—Creo que me desperté cuando salió mi padre.

—¿No está aquí?

—No, creo que fue a ver a April.

No hacia falta mucha imaginación para adivinar qué estaban haciendo Mad Jack y su vieja y querida mamá. Se dirigió a paso vivo por el pasillo hasta la habitación de Jack y arrojó el cuchillo sobre la cama. Que se partiera la cabeza pensado cómo había llegado hasta allí.

Cuando regresó donde estaba Riley, ella seguía en la misma posición que la había dejado, abrazándose las rodillas. Pero el perro la había abandonado.

—Después de que saliera papá, oí varios chasquidos —dijo ella—. Como si alguien estuviera intentando entrar, y pensé que podía tener un arma o algo similar.

—Ésta es una casa vieja. Todas las casas viejas rechinan. ¿De dónde sacaste el cuchillo?

—Me lo llevé a la habitación antes de irme a dormir. En... en mi casa hay alarma, pero aquí no hay nada.
¿Llevaba dos horas allí sentada con un cuchillo de carnicero en la mano? La idea lo sacó de quicio.

—Vete a dormir —le dijo con más dureza de la que pretendía—. Ahora ya estoy yo aquí.
Ella asintió, pero no se movió.

—¿Qué pasa ahora?

Riley se mordisqueó una uña.

—Nada.

La acababa de encontrar con un cuchillo, estaba disgustado con Elena, y odiaba saber que April estaba montándoselo con Mad Jack, así que se desquitó con la niña.

—Dímelo, Riley. No puedo leerte la mente.

—No tengo nada que decir.

Pero siguió sin moverse. ¿Por qué no se levantaba y se iba a dormir? Puede que tuviera una paciencia infinita hasta con el más incompetente de los novatos, pero ahora sentía que estaba perdiendo la calma.

—Sí, sé que quieres algo. Escúpelo.

—No quiero nada —dijo con rapidez.

—Estupendo. Entonces vete a la cama.

—Vale. —Inclinó la cabeza hacia abajo, la enmarañada masa de cabello crespo le tapaba la cara, y su vulnerabilidad era como una cuerda arrastrándolo de regreso a los rincones más oscuros de su infancia.

Sintió que se quedaba sin respiración.

—Ya lo sabes, ¿no?, no se puede contar con Jack más que para que te dé dinero. No esperes nada más de él. Si quieres algo, tendrás que apañártelas tú sola porque él no estará ahí para ayudarte. Si no te buscas la vida, todo el mundo te avasallará.

La pena casi abogó la rápida respuesta de Riley.

—Está bien, lo haré.

La mañana del viernes en la cocina, ella había logrado conseguir lo que quería. A diferencia de él, había logrado imponer su voluntad ante su padre, pero ahora se veía desamparada y aquello lo sacaba de quicio.

—Lo dices porque piensas que es lo que yo quiero oír.

—Lo siento.

—Pues no lo sientas. ¡Lo que quiero es que me digas qué demonios quieres!

Los pequeños hombros de Riley se sacudieron cuando soltó de golpe las palabras.

—¡Quiero que mires si hay un asesino escondido en mi habitación!
Él contuvo el aliento.

A Riley le cayó una lágrima sobre la pernera del pijama, justo al lado de un corazón de caramelo que decía BÉSAME TONTO.

Se había comportado como el imbécil más grande de la tierra, y ya no podía soportarlo más. No podía seguir ignorándola sólo porque fuera un inconveniente. Se sentó a su lado en el escalón. El perro trotó fuera del dormitorio y olisqueó entre ellos.

Durante toda su vida adulta, había temido que el recuerdo de su infancia volviera para llevarlo a la ruina. Sólo en el campo de fútbol dejaba que el caldero oscuro de sus emociones hirviera en su interior. Pero ahora había permitido que su cólera lastimara a la persona que menos lo merecía. Había castigado a esa niña sensible e indefensa haciendo que se sintiera todavía más vulnerable.

—Soy un imbécil —le dijo con suavidad—. No debería haberte gritado.

—Está bien.

—No, no está bien. No estaba enfadado contigo. Estaba enfadado conmigo mismo. Estaba disgustado con Jack. Tú no has hecho nada malo.

Damon podía sentir cómo ella asimilaba sus palabras, procesándolas en ese complicado cerebro suyo y, probablemente, buscando la manera de seguir echándose la culpa. No podía soportarlo.

—Venga, dame un puñetazo —dijo él.

Riley levantó la barbilla y sus ojos llorosos se abrieron con asombro.

—No puedo hacer eso.

—Claro que puedes. Es lo que las hermanas les hacen a los hermanos cuando se comportan como imbéciles. —No le resultó fácil decir esas palabras, pero necesitaba dejar de actuar como un asno egocéntrico y asumir su papel.

Riley abrió la boca sorprendida de que él finalmente estuviera dispuesto a admitir que era su hermana. La esperanza asomó a sus húmedos ojos. Riley quería que él estuviera a la altura de sus sueños.

—No eres un imbécil.

Damon tenía que hacerlo bien ahora o no podría seguir viviendo consigo mismo. Le deslizó el brazo alrededor de los hombros. Ella tensó la espalda, como si le diera miedo moverse por si él la soltaba. Ya comenzaba a contar con él. Con un suspiro de resignación, la acercó más a él.

—No sé cómo ser un hermano mayor, Riley. En el fondo soy como un niño.

—A mí me pasa lo mismo —dijo ella con seriedad—. En el fondo, también soy una niña.

—No tenía intención de gritarte. Yo sólo estaba... preocupado. Sé muy bien cómo te sientes. —No podía decirle nada más, no ahora, así que se puso de pie y le tiró de la mano para levantarla—. Vamos a ver si hay algún asesino en tu habitación para que puedas irte a dormir.

—Me siento mejor ahora. La verdad es que no creo que haya ningún asesino allí dentro.

—Ni yo, pero será mejor que lo miremos de todas maneras. —Se le ocurrió una idea, una idea estúpida para que olvidara el dolor que le había causado—. Tengo que advertirte que los hermanos mayores que conozco son bastante malvados con sus hermanitas.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, podrían abrir el armario de su hermanita y gritar como si allí dentro hubiera un monstruo de verdad sólo para asustarla.

Una sonrisa brilló en los ojos de Riley y jugueteó en la comisura de su boca.

—No se te ocurrirá hacer eso, ¿verdad?

Él puso cara de circunstancias.

—Pues... creo que sí. A menos que llegues allí antes que yo.

Y lo hizo. Ella corrió por delante de él hasta su dormitorio, gritando sin parar. Damon le siguió el juego. Tenía una hermana, le gustara o no.

Puffy se unió al barullo, y, en la conmoción, Damon no oyó el sonido de pasos. Lo siguiente que supo fue que algo le había golpeado la espalda; perdió el equilibrio y se cayó. Cuando se dio la vuelta, vio a Jack cerniéndose sobre él con la cara retorcida por la cólera.

—¡Déjala en paz!

Mad Jack agarró a Riley, que ahora gritaba de verdad, mientras la perra ladraba y saltaba a su alrededor. Jack la apretó contra su pecho.

—Está bien. No dejaré que se vuelva a acercar a ti. Te lo prometo. —Le acarició el pelo enmarañado—. Nos iremos de aquí. Ahora.

Una mezcla de furia incontrolable, resentimiento y repugnancia inundó a Damon. Ése era el resultado del caos que era su vida en ese momento. Se puso de pie. Riley tiró con fuerza de la camiseta de Jack, tragando saliva e intentando hablar, pero estaba demasiado histérica para que le salieran las palabras. La repulsión que se reflejaba en la cara de Jack produjo en Damon una extraña satisfacción. Genial. Era hora de poner las cartas sobre la mesa. Y quería desquitarse.

—Sal de aquí —le dijo Jack.

Damon quería darle un puñetazo, pero Riley todavía tiraba de la camiseta de Jack. Finalmente recuperó el habla.

—Él no hizo... él no... ¡es culpa mía! Damon vio... el cuchillo.
Jack le tomó la cabeza entre las manos.

—¿Qué cuchillo?

—El que cogí de la cocina —dijo hipando.

—¿Y qué estabas haciendo con un cuchillo? —La voz de Jack se alzó sobre los ladridos de la perra.

—Estaba... era...

—Tenía miedo —escupió Damon con desprecio, pero Riley lo soltó todo de golpe.

—Me desperté y no había nadie en la casa, y me asusté y...

Damon no se quedó a escuchar sino que se dirigió hacia su dormitorio. El hombro ya le dolía por la pelea con Ronnie, y se lo había golpeado de nuevo al caer al suelo. Dos peleas en una noche. Genial. Los ladridos pararon mientras cogía un par de Tylenol. Se quitó la ropa, entró en la ducha y puso el agua tan caliente como pudo resistir.

Jack estaba esperándolo en el dormitorio cuando salió. La casa estaba tranquila. Riley y Puffy debían estar ya acostadas. Jack señaló el pasillo con la cabeza.

—Quiero hablar contigo. Abajo. —Se fue sin esperar respuesta.
Damon soltó la toalla y metió las piernas húmedas en unos vaqueros. Había llegado el momento de dejar las cosas claras.

Encontró a Jack en la sala desierta, con las manos metidas en los bolsillos traseros.

—La oí gritar —dijo, mirando por la ventana—. Parecía estar en problemas.

—Caramba, me alegro de que al final te acordaras de que la habías dejado sola. Buen trabajo, Jack.

—Sé cuando jodo las cosas. —Jack se giró y dejó caer las manos a los costados—. No sé muy bien cómo comportarme con ella, y algunas veces meto la pata... como esta noche. Cuando eso ocurre, intento arreglarlo.

—Genial. Jodidamente genial. Me siento humillado.

—¿Nunca te has equivocado?

—Caramba, sí. Dejé que me interceptaran diecisiete veces la última temporada.

—Ya sabes lo que quiero decir.

Damon enganchó el pulgar en la cinturilla de los vaqueros.

—Bueno, tengo la mala costumbre de coleccionar multas por exceso de velocidad, y puedo llegar a ser un hijo de perra muy sarcástico cuando me lo propongo, pero no he dejado a ninguna tía embarazada si te refieres a eso. No tengo bastardos correteando por ahí. Me avergüenza decirlo, Jack, pero no soy como tú.

—Jack parecía afectado, pero Damon quería aniquilarle; quería destruirle—. Sólo para que lo entiendas bien, la única razón por la que permito que te quedes aquí es Riley. Para mí no eres más que un donante de esperma, colega, así que mantente fuera de mi camino.
Jack no se amilanó.

—No hay problema. Soy bueno en eso. —Se acercó más —. Sólo voy a decírtelo una vez. Sé que no lo has pasado bien, y lo siento más de lo que te imaginas. Cuando April me dijo que estaba embarazada, puse pies en polvorosa. Si hubiera sido por mí, jamás habrías nacido, así que tenlo en cuenta la próxima vez que le digas cuánto la odias.

Damon se sintió mareado, pero se negó apartar la mirada y Jack añadió con desdén:

—Tenía veintitrés años, hombre. Era demasiado crío para asumir responsabilidades. Todo lo que me importaba era la música, colocarme y follar. Era mi abogado quien cuidaba de ti cuando April no estaba. Era él quien se aseguraba de que tuvieras una niñera por si tu madre tomaba una raya de más y se olvidaba de volver a casa después de pasar la noche con una glamurosa estrella de rock con pantalones de lamé dorado.

Era mi abogado quien estaba al tanto de tus notas. Era él quien llamaba al colegio cuando estabas enfermo. Yo estaba demasiado ocupado intentando olvidar que existías.

Damon se había quedado paralizado. Jack curvó los labios en una mueca.

—Pero tienes tu venganza, colega. Deberé pasarme el resto de mi vida viendo al hombre en el que te has convertido y sabiendo que si hubiera sido por mí, jamás habrías venido al mundo. ¿Qué te parece?
Damon no pudo soportarlo más, y se dio la vuelta, pero Jack le lanzó un último misil a la espalda.

—Puedo prometerte una cosa. Jamás te pediré que me perdones. Al menos te debo eso.

Damon salió precipitadamente al vestíbulo, y atravesó la puerta principal. Antes de saber dónde iba, había alcanzado la caravana.

Elena acababa de dormirse cuando la puerta de su tranquilo habitat se abrió de golpe. Palpó a su alrededor buscando la linterna hasta que finalmente la encontró y la levantó iluminando delante de ella. Él estaba sin camisa, y los ojos le brillaban tan intensamente como el hielo de medianoche.

—Ni una palabra —dijo él, cerrando la puerta con un golpe tan fuerte que tembló toda la caravana—. Ni una palabra.

Bajo otras circunstancias, ella habría tomado cartas en el asunto, pero él parecía tan torturado —tan magnífico en su dolor— que se quedó muda. Se acomodó sobre las almohadas, ese seguro refugio que ya no era tan seguro. Algo lo había contrariado profundamente, y por una vez, no había sido ella. Damon avanzó y se dio con la cabeza contra el techo curvo de la caravana. Una abrasadora blasfemia surcó el aire tras la sacudida que sufrió el vehículo.

Ella se humedeció los labios.

—Hum, no creo que sea aconsejable tomar el nombre de Dios en vano cuando hace tan buen tiempo.

—¿Estás desnuda? —exigió él.

—En este preciso momento, no.

—Entonces, quítate lo que sea. No me importa qué mierda de ropa lleves puesta, sólo quítatela. —Los rayos de luna que entraban por la ventana dividían su rostro en planos de luces y sombras—. Este juego ya ha durado suficiente. Desnúdate.

—¿Así de golpe?

—Como lo oyes —dijo él con rotundidad—. Desnúdate, o te desnudo yo.

Si cualquier otro hombre le hubiera hablado de esa manera, hubiera comenzado a gritar, pero él no era cualquier hombre. Algo había roto su brillante fachada, y lo había herido. Y aunque era ella la que estaba sin hogar, sin trabajo y sin dinero, era él quien más consuelo necesitaba. Él no lo había admitido, claro. Ninguno de los dos había llegado a ese punto todavía.

—Sé que estás tomando la píldora. —La semana anterior habían mantenido una conversación sobre análisis de sangre y salud sexual, y él ya lo sabía.

—Sí, pero... —De nuevo, se abstuvo de aclarar que la tomaba más por la piel que por su vida sexual.

Damon se acercó a la alacena. Abrió un cajón de la parte inferior, y sacó un paquete de condones que ella no había metido allí. A Elena no le gustó su premeditación, pero al mismo tiempo, apreció su sentido común.

—Dame eso —le arrancó la linterna de la mano, y dejó la caja de condones al lado de la almohada. El rayo de luz iluminó su camiseta MI CUERPO POR UNA CERVEZA—. Si crees que ver esa camiseta me va hacer cambiar de idea, estás muy equivocada. Aún sigo esperando.

—Quéjate a la poli de la moda.

—¿Y si me tomo la justicia por mi mano?

Ella se preparó psicológicamente... ¿Para qué?... ¿Para que le desgarrara la camiseta?, pero él la decepcionó deslizando la luz de la linterna por sus piernas desnudas.

—Muy bonitas. Deberías lucirlas más a menudo.

—No son largas.

—Pero son preciosas. Y hacen bien su trabajo. —Le levantó el dobladillo de la camiseta. Sólo unos centímetros. Lo justo para dejar a la vista la otra prenda que llevaba puesta, unas sencillas bragas de color carne— . Te compraré un tanga  —dijo—. Rojo.

—Que no verás nunca.

—¿Lo crees de veras? —Movió el haz de la linterna sobre las bragas de una cadera a la otra, luego se centró en la base de operaciones.

—Si hago esto...

—Oh, lo harás, puedes estar segura.

—Si lo hago —dijo ella—. No se repetirá. Y estaré encima.

—Arriba, debajo, de espaldas. Te pondré en más posturas de las que puedas imaginar.

Una descarga erótica atravesó su cuerpo y encogió los dedos de los pies.

—Pero antes... —Con la linterna le frotó la unión de los muslos durante unos tentadores segundos, y luego la utilizó para levantar el borde de la camiseta. Al fin, el plástico frío se detuvo debajo de sus pechos, enviando un escalofrío por todo su cuerpo. Le ahuecó un pecho por encima de la suave tela—. No puedo esperar más a saborearlos.

Ella casi gimió. Obviamente su libido no estaba al corriente de su política sexual.

—¿Por dónde voy a empezar? —La luz de la linterna bailó sobre ella. Elena la observó como si estuviera hipnotizada, esperando ver dónde aterrizaba el haz. Jugueteó entre sus pechos cubiertos, sobre el vientre desnudo y la tela de las bragas. Luego subió a los ojos de Elena. Ella entrecerró los ojos, el colchón se hundió a su lado y sus caderas se rozaron a través de la tela de los vaqueros cuando él dejó caer la linterna encima de la almohada.

—Empecemos por aquí. —Sintió las palabras en la mejilla cuando Damon se inclinó para amoldar su boca a la de ella, y Elena se sintió perdida ante el beso más apasionado que jamás había experimentado, suave un momento, brusco al siguiente. Damon bromeó y la atormentó, le exigió y la sedujo. Ella se estiró para rodearle el cuello con los brazos, pero él se alejó de su alcance—. No hagas eso otra vez —le dijo él con un ronco jadeo—. Conozco todos tus trucos.

«¿Ella tenía trucos?»

—Sé que quieres distraerme, pero no te va a funcionar. —Le quitó la camiseta por la cabeza y la dejó caer a un lado, dejándola sólo con las bragas. Cogió la linterna y le iluminó los pechos. Tener poco pecho no era algo tan malo, decidió ella. Sus pequeños pechos estaban firmes y preparados para lo que vendría a continuación.

Que era su boca.

El pecho desnudo de Damon le rozó las costillas mientras la lamía, y ella enterró los dedos en el colchón. Él se tomó su tiempo, usó los labios y la lengua. El suave roce de sus dientes la estimuló hasta que ya no pudo soportarlo más. Le apartó la cabeza con fuerza.

—No tan rápido —susurró Damon, acariciando con su cálido aliento la piel húmeda de Elena. Enganchó los pulgares en las bragas y tiró hacia abajo, luego las dejó a un lado y se puso de pie. La linterna abandonada reposaba sobre las sábanas, así que ella no podía ver lo que se ocultaba bajo los vaqueros. Intentó coger la linterna, luego se detuvo. Él era siempre el objeto del deseo, era perseguido y adorado. Dejaría que la conquistara.

Elena se cubrió con la sábana y deslizó la mano hacia la linterna para apagarla, dejando la caravana a oscuras. La novedad de ese juego erótico la dejaba tan débil como sus caricias, pero necesitaba asegurarse que en medio de esa oscuridad él sabía que estaba con Elena Gilbert, no con alguna mujer sin rostro.

—Buena suerte —logró decir—. Es difícil conseguir que me quede satisfecha con menos de dos hombres.

—Eso será en tus sueños más pervertidos. —Los vaqueros cayeron al suelo con un suave frufrú—. ¿Dónde está la linterna? —La rozó con la mano mientras la buscaba. La encendió, y bajó la sábana, luego dejó que la luz se deslizara por el cuerpo desnudo de Elena, por los pechos, por el vientre y más abajo. Se detuvo—. Ábrete, cariño —le dijo suavemente—. Déjame verte.

Era demasiado, y Elena casi se derritió allí mismo. Él le abrió las piernas sin que ella ofreciera resistencia, y el plástico frío de la linterna le enfrió la piel suave del interior de los muslos.

—Perfecta —susurró él, observando cómo se humedecía.

Después de eso, sólo hubo sensaciones. Unos dedos abriéndola e indagando. Unos labios buscando. Unas manos explorando todo lo que ella había querido tocar y acariciar desde hacía tanto tiempo.
El pequeño cuerpo de Elena lo recibió ofreciendo la resistencia perfecta. Suave perfume y áspero terciopelo. Se movieron juntos La linterna cayó al suelo. Él la embistió con dureza, se retiró y embistió otra vez. Ella se arqueó, exigente, se batió en duelo con él y, finalmente, se rindió.

Hacer el amor en una caravana sin agua no era tan romántico como parecía.

—¿Cómo hacían los pioneros? —se quejó Elena—. Necesito un baño.

—Usaremos tu camiseta. Puedes quemarla mañana. Ojala, Dios mío.

—Si dices algo más sobre mi camiseta...

—Dámela.

—Oye, mira que... —ella contuvo el aliento cuando él le mostró un uso más imaginativo de la camiseta.

Tampoco estuvo encima la segunda vez. Pero la tercera vez, sin embargo, logró invertir los términos. O eso creía, ya que era ella quién estaba en posesión de la linterna. La verdad era que no sabía quién dominaba a quién y a dónde conducía todo aquello. Sólo tenía clara una cosa. No podría burlarse de él nunca más llamándole Speed Racer.

Se quedaron dormidos. La pequeña litera de la caravana no era lo suficientemente larga para albergar la estatura de Damon, pero se quedó allí de todas maneras, rodeándole los hombros con el brazo.

Elena se despertó muy temprano y pasó a gatas sobre Damon con tanto cuidado como pudo. Un sentimiento de ternura hizo que demorase un momento la mirada sobre él. La luz del amanecer entraba por la ventana de atrás, esculpiendo cada curva de sus músculos y tendones. Durante toda su vida, Elena siempre se había conformado con menos. Pero no había sido así la noche anterior.

Recogió su ropa y se dirigió hacia la casa donde se duchó rápidamente, se puso unos vaqueros y una camiseta y se metió todo lo que iba a necesitar en los bolsillos. Cuando volvió a salir, le echó una última mirada a la caravana gitana debajo de los árboles. Damon había sido el amante desinteresado y audaz con el que siempre había soñado. No se arrepentía ni en lo más mínimo de lo sucedido la noche anterior, pero el tiempo de los sueños había llegado a su fin.

Sacó la bicicleta más pequeña del granero y pedaleó hacia la carretera. Cada colina parecía una montaña, y pronto comenzó a faltarle la respiración. Cuando coronó la última colina y comenzó a descender hacia Garrison, tenía las piernas como espagueti recocido.
Como suponía, a Nita Garrison también le gustaba madrugar.

Elena entró en la desordenada cocina y la observó prepararse unos gofres en la tostadora.

—Cobro cuatrocientos dólares por un cuadro de uno por uno —dijo Elena—, con un adelanto de doscientos dólares a pagar hoy mismo. Tómelo o déjelo.

—Trato hecho —dijo Nita—. Estaba dispuesta a pagar bastante más.

—Además debe darme alojamiento y comida mientras hago el trabajo. —Apartó de su mente las imágenes de lo acontecido en la caravana gitana—. Tengo que conocer a Tango para captar su verdadera personalidad.

Tango levantó un párpado y la miró con un ojo legañoso.
Nita volvió tan rápido la cabeza que Elena llegó a pensar que se le caería la peluca.

—¿Quieres hospedarte aquí? ¿En mi casa?

Era lo último que Elena quería, pero, tras lo sucedido, no tenía más remedio.

—Es la mejor manera de pintar algo de calidad.

Un diamante y un rubí brillaron intensamente en el dedo nudoso de Nita cuando señaló hacia la cocina.

—No quiero ver ningún desorden en la cocina.

—Puedo asegurarle que su cocina no podría estar en mejores manos.

Nita le dirigió una mirada calculadora que no auguraba nada bueno.

—Ve y tráeme el jersey rosa. Está encima de la cama. Y no me toques el joyero. Si lo haces, lo sabré.

Elena asestó una puñalada mental en el negro corazón de Nita y atravesó la recargada sala de la anciana para dirigirse al piso de arriba. Podía acabar el retrato en una semana y salir de allí pitando. Había sobrevivido a cosas mucho peores que pasar unos días con Nita Garrison. Era la manera más rápida de salir del pueblo.

Todas las puertas que daban al pasillo del primer piso estaban cerradas menos una. Estaba todo más limpio que abajo, aunque la alfombra rosa no había visto una aspiradora en mucho tiempo y había un buen puñado de insectos muertos en el fondo del plafón del techo. La habitación de Nita, empapelada en tonos rosas y dorados, tenía muebles blancos, y las cortinas rosas que colgaban en las ventanas le recordaron a Elena a una funeraria de Las Vegas. Cogió el jersey rosa de una silla de terciopelo dorado y lo llevó abajo atravesando la sala decorada en tonos dorados y blancos, donde había un sofá de terciopelo, lámparas de cristal y moqueta rosa de pared a pared.

Nita la esperaba en la puerta, con los tobillos hinchados sobre unos zapatos ortopédicos Oxford; le tendió a Elena unas llaves.

—Antes de empezar a trabajar, tienes que llevarme a un sitio.

—Por favor que no sea al Piggly Wiggly.

Por lo visto Nita no había visto nunca Paseando a Miss Daisy porque no entendió el chiste.

—En Garrison no hay Piggly Wiggly. No permito que se instalen las cadenas multinacionales. Si quieres el dinero, tienes que llevarme al banco.

—Antes de que la lleve a ningún sitio —dijo Elena—, llame a sus perros y ponga fin al boicot. Dígales que vuelvan a trabajar en la granja de Damon.

—Más tarde.

—Ahora. La ayudaré a buscar los números de teléfono.

Nita asombró a Elena por la poca resistencia que ofreció, aunque le llevó una hora hacer las llamadas, durante la cual, le ordenó a Elena vaciar todos los cubos de basura de la casa, buscar sus Maalox antiácido, y bajar una pila de cajas a un sótano aterrador. Al final, sin embargo, Elena se situó detrás del volante de un deportivo Corvette Roadster rojo que tenía menos de tres años.

—¿Te esperabas un sedán azul de cuatro puertas, no? —Nita alzó la nariz en el asiento del pasajero-—. O un Crown Victoria. El coche de una vieja.

—Esperaba un palo de escoba —masculló Elena, observando el polvoriento salpicadero—. ¿Cuánto tiempo lleva esta cosa sin salir del garaje?

—Ahora no puedo conducir por la cadera, pero pongo el motor en marcha una vez a la semana para que no se quede sin batería.

—Debería bajar la puerta del garaje mientras lo hace. En unos treinta minutos quedaría todo resuelto.
Nita chasqueó la lengua como si fuera a escupir fuego.

—¿Quién la lleva al pueblo? —preguntó Elena.

—El loco de Chauncey Crole. Conduce el taxi del pueblo. Pero siempre escupe por la ventanilla, y eso me revuelve el estómago. Su esposa dirigía el Club de Mujeres de Garrison. Me odian desde el día en que llegué.

—Menuda sorpresa. —Elena giró y enfiló por la calle mayor del pueblo.

—Lo pagaron caro.

—Júreme que no se ha comido a sus hijos.

—¿Tienes un comentario sarcástico para todo? Dirígete a la farmacia.

Elena deseó haber contenido la lengua. Oír más sobre la relación de Nita con las buenas mujeres de Garrison habría sido una buena distracción.

—Pensé que iba al banco.

—Primero tienes que recogerme una receta.

—Soy artista, no una recadera.

—Necesito mi medicina. ¿O traer la medicina de una anciana es demasiado trabajo para ti?

El estado de ánimo de Elena pasó del abatimiento al sufrimiento.

Después de parar en la farmacia —que tenía un letrero en el escaparate donde ponía que se hacían entregas a domicilio—, Nita la hizo entrar en un ultramarinos para comprar comida para perros y salvado, luego pararon en la panadería para comprar magdalenas de nueces. Al final, Elena tuvo que esperar mientras a Nita le hacían las uñas en la Peluquería-Spa de Barb. Elena aprovechó el tiempo para comprarse una magdalena de nueces para ella y una taza de café, con lo que gastó sus últimos doce dólares.

Quitó la tapa del vaso de café y esperó a que pasara una camioneta Dodge plateada para cruzar. Pero la camioneta no pasó. Frenó, y aparcó delante de una boca de incendios. Se abrió la puerta y salieron un par de familiares botas de gay, seguidas por un par de piernas delgadas igual de familiares embutidas en unos vaqueros.

Tuvo una ridícula sensación de vértigo antes de mirar con el ceño fruncido la brillante camioneta.

—No digas nada.

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