CAPITULO
1
Elena
abrió la puerta trasera y salió. El aire olía a nieve y la joven lo aspiró,
disfrutando de su frescura mientras contemplaba el gris cielo invernal.
Más allá
del jardín podía apreciar el panorama de campos de labranza, intercalados con
secciones de bosque y, como fondo, las colinas del Border, con sus cimas ya
blanqueadas por la primera nevada de ese invierno. Todo parecía muy quieto e
inmóvil bajo el frío aire de enero; aquello era muy diferente de Londres y la
vida que ella había llevado allá, pero también le resultaba conocido, familiar.
Después de todo, había pasado los primeros diecisiete años de su vida cerca de
esas colinas fronterizas, y los últimos ocho lejos de allí, excepto por sus
breves visitas a la casa paterna.
Llegó al
borde del jardín y permaneció allí un momento, contemplando a su padre, quien
lanzaba el resto de la hojarasca a la fogata que había encendido. Llevaba
puesta la misma ropa que Elena recordaba desde sus años de adolescencia;
prendas holgadas y viejas. El anciano se volvió y le dedicó una sonrisa
cariñosa al verla.
—Ya está
listo el almuerzo —anunció la muchacha.
—Estupendo,
tengo hambre. Sólo apagaré la hoguera y luego los alcanzo.
Elena
había heredado la elevada estatura de su padre y los enormes ojos verdes de los
ancestros celtas de su madre; así como la abundante cabellera de color castaño
rojizo y el ánimo belicoso. Los escoceses e ingleses habían reñido y se habían
casado en aquella frontera durante muchos siglos, pero la familia de su madre
había salido de las tierras altas, y su progenitora lamentaba a veces que Elena
hubiese heredado el feroz espíritu guerrero de sus parientes.
La chica
esperó a que su padre terminara de apagar el fuego.
—¿Sabes
una cosa, hija? —dijo él—. Me alegro de tenerte en casa; aunque hubiera
preferido que fuese en circunstancias más felices. No tienes que quedarte
¿sabes? Tu madre.
—Quiero
quedarme —lo interrumpió la joven con firmeza —. Habría venido aun si a mamá no
la hubieran operado. En Londres es fácil perder el contacto con la realidad,
con todo lo que es de verdad importante en la vida —suspiró y se puso seria—.
Renuncié a mi empleo, papi.
Durante
la angustiosa llamada telefónica que su padre le hizo, para avisar que su madre
había tenido que ser operada de emergencia, no había tenido la oportunidad de
darle esa noticia, pero ahora que había pasado lo peor y que su progenitora
estaba fuera de peligro y de regreso en casa, era el momento de que Elena
hablara de sus planes.
—Pero
parecías muy contenta de trabajar para Taylor Loockbood —protestó su padre—.
Cuando nos visitaste, el verano pasado, parecías muy satisfecha.
—Lo
estaba, pero Taylor fue invitado a escribir la música para una película
estadounidense y tiene que viajar a Hollywood. Me pidió que lo acompañara, pero
no acepté, de modo que presenté mi renuncia.
Rezó
para que su padre aceptara esa explicación, sin pedir mayores detalles. Lo que
le había dicho era, en efecto, la verdad, pero había mucho más que le había
ocultada.
Por
ejemplo, nada le dijo sobre el afán de Taylor en que se hicieran amantes. Se
estremeció ligeramente, y no a causa del frío… No amaba a Taylor, pero era un
hombre muy atractivo y viril; reconocía que si él no hubiera cejado en sus intentos
de seducirla... habría estado muy tentada a ceder y se hubiera despreciado por
haberse entregado a él. No era ciega ni tonta; sabía que Taylor era infiel a su
esposa, Bonnie, y que ella aceptaba sus aventuras con otras mujeres como el
precio que debía pagar por estar casada con un hombre cuyas habilidades
artísticas lo habían hecho famoso a nivel mundial, antes de cumplir los treinta
años.
Las
correrías con que se deleitaba Taylor no tenían valor emocional alguno; era un
hombre muy sensual y apasionado a quien le gustaban las mujeres, y Elena
reconocía, con vergüenza, que hubo momentos en los que se vio impelida a ceder
a la tentación, acuciada por el enorme magnetismo sexual del músico.
Había
trabajado para él durante cuatro años, y llegó a ser bien aceptada por Bonnie y
sus hijos, casi como un miembro honorario de la familia. Elena sabía lo que los
amoríos de Taylor provocaban en su hogar y lo que menos deseaba era lastimar a
los miembros del mismo, de manera que había hecho lo único que le pareció
factible: escapar de allí.
Había
avisado a su jefe, poco antes de Navidad, que iba a renunciar. Taylor no tuvo
necesidad de preguntar por qué y la joven recordaba aún la forma en que su boca
se había apretado con ira y desdén. Había en él una faceta infantil que no le
permitía aceptar el rechazo y en consecuencia se valió de su punzante lengua
para destruir, sin piedad las defensas de la joven, llevándola al borde de las
lágrimas y la rendición, pero de alguna manera, ella logró controlarse.
Una
amarga sonrisa curvó sus labios. Sabía a quién debía su autocontrol, pues la
capacidad que tenía para resistir el llamado de los instintos, la había
empezado a adquirir ocho años antes, como fruto de la decepción.
Pasó la
Navidad sola, a pesar de las insistentes invitaciones de Bonnie, y luego,
cuando llegó a creer que su soledad y abatimiento podrían hacerla ceder y
aceptar la invitación, recibió la llamada de su padre comunicándole la triste
noticia del colapso materno.
Partió
hacia la casa paterna de inmediato y, ahora que se encontraba allí, pretendía
quedarse. Estaba más calmada, segura y a gusto de lo que se había sentido en
mucho tiempo. Su madre iba a necesitar amorosos cuidados, por lo menos durante
dos meses, tiempo suficiente para que la joven pensara en lo que haría el resto
de su vida.
Podría
incluso trabajar con su padre, en su oficina de abogado rural, si era
necesario, pues la secretaria que él tuvo durante treinta años estaba a punto
de jubilarse.
Sabía
que había tomado la decisión correcta, la única posible. Si hubiera permanecido
en Londres, Taylor habría hallado la forma de persuadirla de que lo acompañara
a Hollywood, en apariencia, como asistente particular pero ella sabía que
acceder a ir con él a los Estados Unidos, hubiera significado aceptar su deseo
de tener una aventura con ella.
De modo
que cortó de manera definitiva todos sus vínculos con Londres; dejó el
apartamento y renunció a sus nuevas amistades. Fue muy perturbador darse cuenta
de los pocos amigos que había hecho en sus ocho años de estancia en la gran
ciudad, pero ella fue siempre un poco reservada y cautelosa en sus relaciones,
sobre todo después de aquel desastroso verano, cuando tenía diecisiete años.
Volvió a
apretar los labios al abrir la puerta trasera y entrar en la tibia cocina.
La casa
de sus padres, muy aislada, estaba situada al final de un estrecho sendero
rural, a unos quince kilómetros del poblado donde su padre practicaba la
abogacía. Sus progenitores llegaron allí poco después de su matrimonio, cuando
su padre inició una sociedad con otros abogados para abrir el bufete; ahora,
los otros socios habían muerto o estaban jubilados y su padre dirigía el
negocio con la sola ayuda de un empleado.
La casa
era una sólida construcción de piedra; el poblado, con su escuela y vicaría,
estaba a menos de un kilómetro y medio de distancia y Elena podía recordar con
claridad las largas caminatas invernales hasta la parada del autobús donde
ella, de adolescente, esperaba con otros chicos la llegada del transporte
escolar. Esos habían sido buenos días hermosos; la vida era sencilla entonces y
ella fue feliz, aunque un poco solitaria, pues los demás chicos la hostigaban y
se burlaban de ella, llamándola “zanahoria” debido al color de su cabello.
Lo
pasado era pasado, se recordó, mientras se ocupaba en poner la mesa para el
almuerzo. Ya había subido a ver a su madre y supervisado la frugal comida que
le tenían permitida por el momento.
—Recibí
un mensaje de la clínica esta mañana, avisando que el médico vendría a ver a
mamá esta tarde. ¿Todavía los atiende el doctor Broughton? —inquirió la joven
cuando su padre se sentó a la mesa.
—No. ¿No
te lo dijo tu madre? Alan Broughton se jubiló poco antes de Navidad. Damon Salvatore
es nuestro médico ahora.
Un
movimiento convulsivo del brazo hizo que Elena soltara las verduras que estaba
cortando. Se alegró de estar hacia el fregadero, pues así su padre no podía ver
su expresión.
—¿Damon?
¿No estaba en los Estados Unidos?
—Así
era, pero decidió regresar. Supongo que es lógico, de cierta manera. Su abuelo
fue el único médico general en este sitio durante mucho tiempo y él fundó la
clínica.
—Pero Damon
siempre me pareció tan… tan ambicioso.
—La
gente cambia —aseguró su padre con una sonrisa—. Mira tu caso, por ejemplo.
Recuerdo que hubo una época en la que la simple mención del nombre de Damon,
hacía que te pusieras roja como un tomate.
Elena
forzó una sonrisa.
—Sí; mi
enamoramiento de adolescente fue muy obvio, ¿verdad? ¡Gracias a Dios que una
madura y se olvida de semejantes tonterías! Supongo que a todos los habré
vuelto locos, en especial a Damon.
—Oh, no
lo sé. Siempre me pareció que él te tenía un afecto muy especial.
¡Un
afecto especial! Si su padre supiera… Lo último que había esperado o deseado
cuando regresó, de forma tan apresurada, a la casa paterna, al hogar y la
seguridad, era encontrarse con Damon Salvatore de nuevo. Dudó de su capacidad
para afrontarlo con ecuanimidad y reserva, en especial ahora que se sentía tan
vulnerable y confundida. Se estremeció al recordar cómo los ojos grises del
médico podían ver, en el pasado, a través de sus defensas y cómo esa voz
profunda e incisiva hacía polvo sus torpes argumentos.
El
corazón de la joven latía con violencia mientras servia la comida. Si hubiese
podido habría tomado el siguiente tren que fuera a Londres y allá se hubiera
quedado, pero era demasiado tarde. No podía arrepentirse ahora y, además, tenía
que pensar en sus padres. Su madre necesitaba de muchos cuidados y la casa, de
alguien que la mantuviera aseada.
Mientras
fregaba los platos y cubiertos, su padre subió a charlar con su esposa. Damon
debía visitarlos a las tres y Elena se preguntó si podría inventar alguna
excusa para no estar presente cuando él llegara. Su rostro se encendió al
recordar el último y espantoso encuentro.
Era
cierto que a los diecisiete ella estuvo enamorada del joven médico como una
tonta, pero lo que sus padres no sabían, era que Damon fue el responsable
indirecto de que ella decidiera ir a la universidad, lejos de su pueblo natal,
para luego trabajar en Londres. Después del último y traumático encuentro, no
había sido capaz de soportar la idea de verlo otra vez y, por lo tanto, decidió
huir, virtualmente. Sin embargo, eso fue innecesario, en realidad, ya que, poco
después, Damon se marchó de Setondale, en otoño, para continuar sus estudios en
los Estados Unidos.
Incapaz
de soportar los recuerdos que brotaban en su mente, se encaminó a la puerta
trasera. Necesitaba salir, respirar el aire fresco y sereno para recobrar el
aplomo.
Afuera,
el cielo se había vuelto más gris y amenazante, y el olor de la humedad era más
intenso. En las colinas, Elena pudo ver a un pastor con su perro, llevando a
las ovejas a pastos más bajos. Comenzó a caminar a una velocidad que hizo
ondear su cabello; la tensión le atenazaba los músculos y el aire helado le
flagelaba el rostro.
El
camino que siguió era conocido, conducía a las faldas de las colinas y,
gradualmente, conforme avanzaba, la tensión en su interior fue cediendo. Pasó
frente a la vicaría, y su presencia perturbó a un perro, el cual ladró de
manera estruendosa. La casa y sus alrededores habían sido vendidos hacía poco,
pero no se detuvo a pensar en los nuevos habitantes del sólido edificio de
piedra.
¡Damon
estaba de regreso! Su cuerpo se volvió a tensar mientras lanzaba un profundo
suspiro de angustia.
Su padre
había dicho que Damon había sentido un afecto especial por ella. ¡Cuán poco
sabía!
Con unas
cuantas palabras que quedaron grabadas para siempre en su alma, Damon destrozó
sus fantasías de juventud y destruyó su inocencia; exhibió ante ella sus
cándidos sentimientos de adolescente en una imagen distorsionada, lo cual le
causó una honda vergüenza y una angustia que aún ahora la atormentaba. Todo fue
culpa de ella, por supuesto. Debió haberse conformado con adorarlo a distancia.
Los padres de ambos habían sido amigos y, desde muy temprana edad, Elena se
había apegado mucho a Damon, aunque éste era ocho años mayor que ella. El joven
Salvatore vivió con sus padres mientras trabajaba como médico practicante en el
hospital de Alnwick. El enamoramiento de Elena había comenzado cuando ella
tenía dieciséis años, y sin duda se habría conformado con sólo verlo y suspirar
por él, de no haber sido por sus compañeras de escuela.
Caroline
Forbes era una de las muchachas más sofisticadas y precoces del grupo y, por
alguna razón desconocida, escogió a Elena como su mejor amiga. Ella disfrutaba
de la amistad un tanto protectora de Caroline y, poco a poco había ido
perdiendo su reticencia y pudor para hablar con ella y sus otras compañeras
acerca de temas prohibidos como el sexo y el amor. Naturalmente, como Caroline
era la que tenía más experiencia, o imaginación, fue la que llevó siempre la
voz cantante en esas charlas subrepticias.
Por
supuesto, Caroline terminó por hacer que Elena confesara todo lo relativo a su
amor por Damon y la instó a no ser tan boba e infantil.
—Si lo
quieres, tienes que ganártelo —dijo la precoz jovencita y sonrió con malicia al
agregar—: Es fácil, si sabes hacerlo. ¿Quieres que te diga cómo?
Una
punzada en el costado hizo que Elena se detuviera y se apoyara un momento en
una gran roca. Una oleada de náuseas la recorrió y trató de apartar de su mente
las escenas del pasado. Recordar no le hacía bien alguno y, por más que
reviviera lo sucedido, nada podría hacer para cambiar los acontecimientos. Se
estremeció con violencia mientras aspiraba una bocanada de aire helado.
Ya debía
haberlo olvidado todo. La memoria de Damon Salvatore debió haberse desvanecido
y perdido bajo recuerdos más dichosos de otros hombres, pero permaneció inamovible
entre ella y su culminación física como mujer como una barrera infranqueable.
Sonrió
sin humor al recordar la expresión de incredulidad de Taylor cuando se lo
confesó.
—¿Todavía
eres virgen? Pero ¡eso es imposible! ¡Caramba, Elena, basta con que un hombre
te lance una mirada para que te desee! Esos ojos, ese cabello rojo y abundante…
tu cuerpo. Todo eso no puede pertenecer a una casta doncella victoriana.
Taylor
tenía la suficiente perspicacia para saber que no mentía. ¡Si no hubiese estado
casado! ¡Cuán dócilmente se hubiera rendido a su poder sexual! Aunque no lo
amaba, lo consideraba atractivo desde el punto de vista físico. Había deseado
su evidente habilidad para acariciar y hacer el amor, pero no podía herir a Bonnie
y, por lo tanto, el abismo de temor y vergüenza que Damon había abierto entre
ella y su sexualidad, se agrandó.
Mientras
permanecía apoyada contra la roca, comenzaron a caer unos copos de nieve. Sabía
que tenía que regresar, pero no quería hacerlo; se consideraba incapaz de
enfrentarse con Damon hasta haber revivido todo el horror de esa noche
espantosa.
No iba a
incriminar a Caroline; la culpa, el deseo fue de ella nada más. Fue Elena quien
escuchó con fascinado horror, la descripción de su amiga acerca de la forma en
que debía seducir a un hombre. Con ojos dilatados, absorbió las instrucciones
detalladas de Caroline.
—Pero. .
. ¿y si él no?. . . ¿Sino me hace el amor? —Su amiga se había encogido de
hombros.
—No
tienes que preocuparte por eso. Una vez que lo hayas excitado, no podrá controlarse.
Ningún hombre puede hacerlo.
La
alarma y la excitación se debatieron en su interior; excitación ante la idea de
que Damon le hiciera el amor, y alarma al pensar en su propia osadía.
Fue
fácil averiguar qué noche estaría Damon a solas en su casa. Cada quincena, los
padres del joven médico y los señores Gilbert se reunían en el hogar de éstos
para jugar a las cartas, y lo único que ella tuvo que hacer fue aguardar a que
los señores Salvatore llegaran a su casa.
—Ponte
algo sensual —le aconsejó Caroline. Era fácil decir eso, pero Elena no pudo
encontrar en su ropero algo que mereciera semejante descripción.
Por fin,
sintiéndose más incómoda y abochornada que sensual, se quitó el sostén y
desabotonó su blusa de algodón para dejar al descubierto el nacimiento de los
senos.
Un
suéter ocultó de sus padres la evidencia de su falta de ropa interior cuando
fue a decirles que saldría a pasear en bicicleta.
Había
sido un verano agobiante y las ventanas dobles de la casa de los Salvatore
estaban abiertas cuando ella pedaleó por el sendero particular hasta la puerta
trasera.
Puesto
que los padres de ambos eran buenos amigos, no era extraño que ella visitara la
casa pero al bajarse de la bicicleta sintió que estaba cometiendo una
infracción a las normas.
Se encontró
a punto de volver por donde había llegado, pero la idea de tener que confrontar
a Caroline sin haber logrado su pequeña hazaña la obligó a permanecer firme en
su propósito. Se acercó a las ventanas y llamó antes de entrar.
La sala
estaba vacía; con el corazón desbocado, atravesó el vestíbulo y luego se quedó
petrificada cuando vio que Damon se le acercaba, descendiendo por la escalera y
terminando de ponerse una camisa blanca.
Tenía el
cabello húmedo y la piel bronceada y reluciente sobre los poderosos músculos de
su torso. Algo pareció expandirse y florecer dentro de la chica, una excitación
profunda y palpitante que llevó un delicado rubor a sus mejillas y ensombreció
sus ojos del color del jade.
—Elena,
¿todo está bien?
La
aspereza en la voz de Damon la hizo volver a la realidad, de golpe.
—Sí.
—Entonces,
¿qué haces aquí? —la miraba con el ceño fruncido mientras se abotonaba la
camisa y, como él nunca le había hablado con ese tono ella solo lo miró con
fijeza sin pronunciar palabra—. Pregunté qué haces aquí.
Estaba
ya al pie de la escalera y la miraba con la misma expresión, entre extrañada y
severa, y la chica siguió mirándolo, como alelada. Elena se había quitado el
suéter mientras retrocedía y los últimos rayos del sol vespertino revelaron la
descubierta turgencia de sus senos de adolescente.
Oyó que Damon
contenía el aliento con lo que parecía un gruñido de impaciencia y dijo, con
precipitación:
—Vine a…
a verte.
—¿A
verme? —la expresión de él era cada vez más adusta—. ¿Para qué?
La
muchacha fue presa del pánico. Las cosas no sucedían como esperaba. El no debía
estarla interrogando, sino mirándola con deseo. No iba a resultar tan fácil
corno aseguró Caroline. La confusión creció en ella y lo miró con ojos
perplejos, preocupados, que revelaron más de lo que ella imaginaba.
—So…
solo quería hablar contigo —balbuceo con timidez y se puso roja como una
amapola cuando él replicó, con acritud:
—Elena,
¿qué es todo esto? ¿Qué vienes a hacer vestida de ese modo? —con un movimiento
de la mano indicó los pechos semidesnudos de la muchacha. ¡No era así como se
suponía que él debía reaccionar! ¡Caroline había dicho que!
Se
mordió el labio inferior y se acercó a Damon, al tiempo que decía con voz
trémula e implorante:
—Damon,
por favor, no te enfades conmigo… —estaba muy próxima a las lágrimas, y un nudo
se le había formado en la garganta.
Lo oyó
suspirar y luego, incrédula sintió que la abrazaba. El joven médico la estrechó
contra su pecho y ella apoyó la cabeza en su hombro.
Se
estremeció de nervios y excitación, ansiosa de alargar una mano para tocarlo,
pero incapaz incluso de respirar.
Caroline
había tenido razón, se dijo emocionada. Las piernas le temblaron y amenazaron
con no sostenerla más. Su corazón parecía haberse asentado en su garganta y Elena
creyó que la sofocaría. ¿Podía Damon sentir su palpitar? Ella podía percibir el
rítmico latido del pulso masculino. De forma instintiva, deslizó la mano hacia
el sitio donde sentía el poderoso palpitar.
Las
puntas de sus dedos temblaron contra la piel masculina y luego, para su azoro y
consternación, sintió que su muñeca era asida por un puño de acero y, luego, se
vio bruscamente apartada de él.
Unos
ojos furiosos se encontraron con los azorados y confusos de ella.
—¿Qué
diablos crees que haces?
El
impacto del brusco rechazo fue demasiado para ella. Todavía perdida en su
cautivador ensueño de amor y deseo, y sin comprender el motivo de su ira,
exclamó con vehemencia:
—¡Damon,
hazme el amor! ¡Por favor sé que tú también lo deseas!
Por un
momento, fue como si hubieran quedado congelados en el tiempo; ella lo miraba
con expresión implorante, los labios trémulos y entreabiertos, el cuerpo
ansioso de las caricias masculinas; él, tenso y furioso, los ojos grises
ensombrecidos, sus labios apretados y el cuerpo rígido.
Y de
pronto se rompió el hechizo; la realidad de la furia de Damon penetró con
brusquedad en la conciencia de la chica, cuando él dijo con aspereza:
—¡Dios
mío, apenas puedo creer que estoy oyendo esto! ¿Es por eso que viniste vestida
como… como una ramera? ¿Para suplicar que te haga el amor? ¡Y además lo pides
con tanto descaro!
Damon
pudo notar el sobresalto y el dolor en el rostro de la muchacha y su voz se
suavizó un poco:
—Elena,
no puedo hacerte el amor. . . lo sabes.
—¿Porque
no me deseas? —se obligó a mirarlo a los ojos y vio que el rostro del joven se
tornaba frío y reservado.
—Entre
otras cosas —aceptó él con tono impasible—. Además, se acostumbra que sea el
hombre quien dé el primer paso. ¿Quién te aconsejó que hicieras esto? Vamos, Elena,
no quiero mentiras. Te conozco; tú nunca habrías imaginado semejante tontería.
Ella
tuvo que sentarse en ese momento, cabizbaja y avergonzada, respondiendo al
interrogatorio y enfrentando la expresión de desdén y disgusto que oscurecía
los ojos de Damon.
—Bien,
ahora es mi turno de aclararte algo —dijo el joven médico por fin cuando ella
concluyó—. Al contrario de lo que te contó tu amiga, no es tan fácil hacer que
un hombre te desee.
Entonces,
ella se sonrojó con bochorno y dolor, pero él no le permitió que apartara la vista
al sostenerle la barbilla con dedos firmes, mientras decía con crueldad:
—Mírame,
Elena. Anda… mírame bien… Tu amiga te dijo lo que debías ver. ¿Te parezco un
hombre dominado por el deseo?
En ese
instante ella hubiera querido levantarse y huir, pero el dolor y la vergüenza
la retuvieron allí, rígida y temblorosa como un conejo ante un gavilán, incapaz
de hacer otra cosa más que mirar los ojos grises que brillaban de ira.
Luego, Damon
la agobió con un sermón sobre los peligros a los que se estaba exponiendo,
acerca del riesgo de la promiscuidad sexual, el peligro de violación y cosas
peores. Después la atormentó haciéndole ver lo mucho que sus padres la querían
y confiaban en ella, y lo decepcionados que estarían si supieran lo que había
hecho.
Más
tarde, no la dejó volver a casa en la bicicleta, sino que la obligó a subir
para que se lavara la cara hasta quitarse el maquillaje que se había aplicado
con torpeza; la hizo cepillarse el pelo y una vez que ella hubo hecho lo
ordenado, esperó a que se pusiera el suéter y luego la llevó a casa en su auto.
Sólo
había ocho años de diferencia entre los dos, pero él fue tan severo e
implacable como cualquier padre del siglo pasado y cuando la dejó al final del
sendero particular de la casa paterna, Elena supo que lo odiaría y despreciaría
por el resto de su vida.
Pero no
tanto como se odiaba a sí, reflexionó con amargura, mientras emergía del pasado
a la realidad presente.
Después
de eso, evitó la compañía de Caroline y pidió a sus padres que la dejaran
asistir a la universidad, en lugar de seguir sus estudios en la escuela de la
localidad. Los señores Gilbert accedieron y la joven se sintió muy a gusto en
Newcastle, donde aprendió a aceptarse otra vez como era.
Suspiró.
La nieve caía ahora mas copiosamente era tiempo de que regresara a casa.
Consultó su reloj de pulsera. Las tres y diez. Magnífico, cuando regresara, Damon
ya se habría marchado. Sabía que no podría pasarse la vida esquivándolo, pero
descubrir que él estaba de regreso había sido una tremenda sorpresa para ella.
Ahora, habiéndose obligado a revivir el pasado, sería más fuerte; esa catarsis
le permitiría juzgar sus acciones juveniles con más objetividad y también con
mayor tolerancia.
Pero no podía.
Ese era el problema. No conseguía librarse de los sentimientos de vergüenza y
auto desprecio que Damon le había inculcado; todavía la afectaban como una
enfermedad que tenía recurrencias esporádicas.
Odiaba a
Damon por la imagen de ella misma que le había presentado; odiaba el hecho de
que él hubiera presenciado su vergüenza y humillación. Lo odiaba porque la hizo
despreciarse
Suspirando
se puso la capucha del rompevientos y se encaminó de regreso a casa.
Capitulo 02
mm.. tiene muy buena pinta¡ me muero ay de ganas por ver un encuentro entre ellos dos¡ gracias por el capitulo y espero el próximo¡ >^.^<
ResponderEliminarmm... me enganche a la historia¡ es muy buena¡ espero el próximo y ver que pasa con ellos cuando se encuentren¡ gracias por el capitulo >^.^<
ResponderEliminarJajaja tranquila lo sabrás en un momento
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