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BIENVENIDOS A TOD@S A ESTE BLOG, ESPERO QUE DISFRUTÉIS LEYENDO LAS ADAPTACIONES DE CRÓNICAS VAMPÍRICAS.

COMO SABÉIS LOS PERSONAJES NO ME PERTENECEN Y LAS HISTORIAS QUE ADAPTARÉ TENDRÁN EL NOMBRE DE LA AUTORA AL FINAL DE CADA HISTORIA


GRACIAS

06 febrero 2013

Salvaje Capitulo 01


CAPITULO 1

Elena abrió la puerta trasera y salió. El aire olía a nieve y la joven lo aspiró, disfrutando de su frescura mientras contemplaba el gris cielo invernal.
Más allá del jardín podía apreciar el panorama de campos de labranza, intercalados con secciones de bosque y, como fondo, las colinas del Border, con sus cimas ya blanqueadas por la primera nevada de ese invierno. Todo parecía muy quieto e inmóvil bajo el frío aire de enero; aquello era muy diferente de Londres y la vida que ella había llevado allá, pero también le resultaba conocido, familiar.
Después de todo, había pasado los primeros diecisiete años de su vida cerca de esas colinas fronterizas, y los últimos ocho lejos de allí, excepto por sus breves visitas a la casa paterna.
Llegó al borde del jardín y permaneció allí un momento, contemplando a su padre, quien lanzaba el resto de la hojarasca a la fogata que había encendido. Llevaba puesta la misma ropa que Elena recordaba desde sus años de adolescencia; prendas holgadas y viejas. El anciano se volvió y le dedicó una sonrisa cariñosa al verla.
—Ya está listo el almuerzo —anunció la muchacha.
—Estupendo, tengo hambre. Sólo apagaré la hoguera y luego los alcanzo.
Elena había heredado la elevada estatura de su padre y los enormes ojos verdes de los ancestros celtas de su madre; así como la abundante cabellera de color castaño rojizo y el ánimo belicoso. Los escoceses e ingleses habían reñido y se habían casado en aquella frontera durante muchos siglos, pero la familia de su madre había salido de las tierras altas, y su progenitora lamentaba a veces que Elena hubiese heredado el feroz espíritu guerrero de sus parientes.
La chica esperó a que su padre terminara de apagar el fuego.
—¿Sabes una cosa, hija? —dijo él—. Me alegro de tenerte en casa; aunque hubiera preferido que fuese en circunstancias más felices. No tienes que quedarte ¿sabes? Tu madre.
—Quiero quedarme —lo interrumpió la joven con firmeza —. Habría venido aun si a mamá no la hubieran operado. En Londres es fácil perder el contacto con la realidad, con todo lo que es de verdad importante en la vida —suspiró y se puso seria—. Renuncié a mi empleo, papi.
Durante la angustiosa llamada telefónica que su padre le hizo, para avisar que su madre había tenido que ser operada de emergencia, no había tenido la oportunidad de darle esa noticia, pero ahora que había pasado lo peor y que su progenitora estaba fuera de peligro y de regreso en casa, era el momento de que Elena hablara de sus planes.
—Pero parecías muy contenta de trabajar para Taylor Loockbood —protestó su padre—. Cuando nos visitaste, el verano pasado, parecías muy satisfecha.
—Lo estaba, pero Taylor fue invitado a escribir la música para una película estadounidense y tiene que viajar a Hollywood. Me pidió que lo acompañara, pero no acepté, de modo que presenté mi renuncia.
Rezó para que su padre aceptara esa explicación, sin pedir mayores detalles. Lo que le había dicho era, en efecto, la verdad, pero había mucho más que le había ocultada.
Por ejemplo, nada le dijo sobre el afán de Taylor en que se hicieran amantes. Se estremeció ligeramente, y no a causa del frío… No amaba a Taylor, pero era un hombre muy atractivo y viril; reconocía que si él no hubiera cejado en sus intentos de seducirla... habría estado muy tentada a ceder y se hubiera despreciado por haberse entregado a él. No era ciega ni tonta; sabía que Taylor era infiel a su esposa, Bonnie, y que ella aceptaba sus aventuras con otras mujeres como el precio que debía pagar por estar casada con un hombre cuyas habilidades artísticas lo habían hecho famoso a nivel mundial, antes de cumplir los treinta años.
Las correrías con que se deleitaba Taylor no tenían valor emocional alguno; era un hombre muy sensual y apasionado a quien le gustaban las mujeres, y Elena reconocía, con vergüenza, que hubo momentos en los que se vio impelida a ceder a la tentación, acuciada por el enorme magnetismo sexual del músico.
Había trabajado para él durante cuatro años, y llegó a ser bien aceptada por Bonnie y sus hijos, casi como un miembro honorario de la familia. Elena sabía lo que los amoríos de Taylor provocaban en su hogar y lo que menos deseaba era lastimar a los miembros del mismo, de manera que había hecho lo único que le pareció factible: escapar de allí.
Había avisado a su jefe, poco antes de Navidad, que iba a renunciar. Taylor no tuvo necesidad de preguntar por qué y la joven recordaba aún la forma en que su boca se había apretado con ira y desdén. Había en él una faceta infantil que no le permitía aceptar el rechazo y en consecuencia se valió de su punzante lengua para destruir, sin piedad las defensas de la joven, llevándola al borde de las lágrimas y la rendición, pero de alguna manera, ella logró controlarse.
Una amarga sonrisa curvó sus labios. Sabía a quién debía su autocontrol, pues la capacidad que tenía para resistir el llamado de los instintos, la había empezado a adquirir ocho años antes, como fruto de la decepción.
Pasó la Navidad sola, a pesar de las insistentes invitaciones de Bonnie, y luego, cuando llegó a creer que su soledad y abatimiento podrían hacerla ceder y aceptar la invitación, recibió la llamada de su padre comunicándole la triste noticia del colapso materno.
Partió hacia la casa paterna de inmediato y, ahora que se encontraba allí, pretendía quedarse. Estaba más calmada, segura y a gusto de lo que se había sentido en mucho tiempo. Su madre iba a necesitar amorosos cuidados, por lo menos durante dos meses, tiempo suficiente para que la joven pensara en lo que haría el resto de su vida.
Podría incluso trabajar con su padre, en su oficina de abogado rural, si era necesario, pues la secretaria que él tuvo durante treinta años estaba a punto de jubilarse.
Sabía que había tomado la decisión correcta, la única posible. Si hubiera permanecido en Londres, Taylor habría hallado la forma de persuadirla de que lo acompañara a Hollywood, en apariencia, como asistente particular pero ella sabía que acceder a ir con él a los Estados Unidos, hubiera significado aceptar su deseo de tener una aventura con ella.
De modo que cortó de manera definitiva todos sus vínculos con Londres; dejó el apartamento y renunció a sus nuevas amistades. Fue muy perturbador darse cuenta de los pocos amigos que había hecho en sus ocho años de estancia en la gran ciudad, pero ella fue siempre un poco reservada y cautelosa en sus relaciones, sobre todo después de aquel desastroso verano, cuando tenía diecisiete años.
Volvió a apretar los labios al abrir la puerta trasera y entrar en la tibia cocina.
La casa de sus padres, muy aislada, estaba situada al final de un estrecho sendero rural, a unos quince kilómetros del poblado donde su padre practicaba la abogacía. Sus progenitores llegaron allí poco después de su matrimonio, cuando su padre inició una sociedad con otros abogados para abrir el bufete; ahora, los otros socios habían muerto o estaban jubilados y su padre dirigía el negocio con la sola ayuda de un empleado.
La casa era una sólida construcción de piedra; el poblado, con su escuela y vicaría, estaba a menos de un kilómetro y medio de distancia y Elena podía recordar con claridad las largas caminatas invernales hasta la parada del autobús donde ella, de adolescente, esperaba con otros chicos la llegada del transporte escolar. Esos habían sido buenos días hermosos; la vida era sencilla entonces y ella fue feliz, aunque un poco solitaria, pues los demás chicos la hostigaban y se burlaban de ella, llamándola “zanahoria” debido al color de su cabello.
Lo pasado era pasado, se recordó, mientras se ocupaba en poner la mesa para el almuerzo. Ya había subido a ver a su madre y supervisado la frugal comida que le tenían permitida por el momento.
—Recibí un mensaje de la clínica esta mañana, avisando que el médico vendría a ver a mamá esta tarde. ¿Todavía los atiende el doctor Broughton? —inquirió la joven cuando su padre se sentó a la mesa.
—No. ¿No te lo dijo tu madre? Alan Broughton se jubiló poco antes de Navidad. Damon Salvatore es nuestro médico ahora.
Un movimiento convulsivo del brazo hizo que Elena soltara las verduras que estaba cortando. Se alegró de estar hacia el fregadero, pues así su padre no podía ver su expresión.
—¿Damon? ¿No estaba en los Estados Unidos?
—Así era, pero decidió regresar. Supongo que es lógico, de cierta manera. Su abuelo fue el único médico general en este sitio durante mucho tiempo y él fundó la clínica.
—Pero Damon siempre me pareció tan… tan ambicioso.
—La gente cambia —aseguró su padre con una sonrisa—. Mira tu caso, por ejemplo. Recuerdo que hubo una época en la que la simple mención del nombre de Damon, hacía que te pusieras roja como un tomate.
Elena forzó una sonrisa.
—Sí; mi enamoramiento de adolescente fue muy obvio, ¿verdad? ¡Gracias a Dios que una madura y se olvida de semejantes tonterías! Supongo que a todos los habré vuelto locos, en especial a Damon.
—Oh, no lo sé. Siempre me pareció que él te tenía un afecto muy especial.
¡Un afecto especial! Si su padre supiera… Lo último que había esperado o deseado cuando regresó, de forma tan apresurada, a la casa paterna, al hogar y la seguridad, era encontrarse con Damon Salvatore de nuevo. Dudó de su capacidad para afrontarlo con ecuanimidad y reserva, en especial ahora que se sentía tan vulnerable y confundida. Se estremeció al recordar cómo los ojos grises del médico podían ver, en el pasado, a través de sus defensas y cómo esa voz profunda e incisiva hacía polvo sus torpes argumentos.
El corazón de la joven latía con violencia mientras servia la comida. Si hubiese podido habría tomado el siguiente tren que fuera a Londres y allá se hubiera quedado, pero era demasiado tarde. No podía arrepentirse ahora y, además, tenía que pensar en sus padres. Su madre necesitaba de muchos cuidados y la casa, de alguien que la mantuviera aseada.
Mientras fregaba los platos y cubiertos, su padre subió a charlar con su esposa. Damon debía visitarlos a las tres y Elena se preguntó si podría inventar alguna excusa para no estar presente cuando él llegara. Su rostro se encendió al recordar el último y espantoso encuentro.     
Era cierto que a los diecisiete ella estuvo enamorada del joven médico como una tonta, pero lo que sus padres no sabían, era que Damon fue el responsable indirecto de que ella decidiera ir a la universidad, lejos de su pueblo natal, para luego trabajar en Londres. Después del último y traumático encuentro, no había sido capaz de soportar la idea de verlo otra vez y, por lo tanto, decidió huir, virtualmente. Sin embargo, eso fue innecesario, en realidad, ya que, poco después, Damon se marchó de Setondale, en otoño, para continuar sus estudios en los Estados Unidos.
Incapaz de soportar los recuerdos que brotaban en su mente, se encaminó a la puerta trasera. Necesitaba salir, respirar el aire fresco y sereno para recobrar el aplomo.
Afuera, el cielo se había vuelto más gris y amenazante, y el olor de la humedad era más intenso. En las colinas, Elena pudo ver a un pastor con su perro, llevando a las ovejas a pastos más bajos. Comenzó a caminar a una velocidad que hizo ondear su cabello; la tensión le atenazaba los músculos y el aire helado le flagelaba el rostro.
El camino que siguió era conocido, conducía a las faldas de las colinas y, gradualmente, conforme avanzaba, la tensión en su interior fue cediendo. Pasó frente a la vicaría, y su presencia perturbó a un perro, el cual ladró de manera estruendosa. La casa y sus alrededores habían sido vendidos hacía poco, pero no se detuvo a pensar en los nuevos habitantes del sólido edificio de piedra.
¡Damon estaba de regreso! Su cuerpo se volvió a tensar mientras lanzaba un profundo suspiro de angustia.
Su padre había dicho que Damon había sentido un afecto especial por ella. ¡Cuán poco sabía!
Con unas cuantas palabras que quedaron grabadas para siempre en su alma, Damon destrozó sus fantasías de juventud y destruyó su inocencia; exhibió ante ella sus cándidos sentimientos de adolescente en una imagen distorsionada, lo cual le causó una honda vergüenza y una angustia que aún ahora la atormentaba. Todo fue culpa de ella, por supuesto. Debió haberse conformado con adorarlo a distancia. Los padres de ambos habían sido amigos y, desde muy temprana edad, Elena se había apegado mucho a Damon, aunque éste era ocho años mayor que ella. El joven Salvatore vivió con sus padres mientras trabajaba como médico practicante en el hospital de Alnwick. El enamoramiento de Elena había comenzado cuando ella tenía dieciséis años, y sin duda se habría conformado con sólo verlo y suspirar por él, de no haber sido por sus compañeras de escuela.
Caroline Forbes era una de las muchachas más sofisticadas y precoces del grupo y, por alguna razón desconocida, escogió a Elena como su mejor amiga. Ella disfrutaba de la amistad un tanto protectora de Caroline y, poco a poco había ido perdiendo su reticencia y pudor para hablar con ella y sus otras compañeras acerca de temas prohibidos como el sexo y el amor. Naturalmente, como Caroline era la que tenía más experiencia, o imaginación, fue la que llevó siempre la voz cantante en esas charlas subrepticias.
Por supuesto, Caroline terminó por hacer que Elena confesara todo lo relativo a su amor por Damon y la instó a no ser tan boba e infantil.
—Si lo quieres, tienes que ganártelo —dijo la precoz jovencita y sonrió con malicia al agregar—: Es fácil, si sabes hacerlo. ¿Quieres que te diga cómo?
Una punzada en el costado hizo que Elena se detuviera y se apoyara un momento en una gran roca. Una oleada de náuseas la recorrió y trató de apartar de su mente las escenas del pasado. Recordar no le hacía bien alguno y, por más que reviviera lo sucedido, nada podría hacer para cambiar los acontecimientos. Se estremeció con violencia mientras aspiraba una bocanada de aire helado.
Ya debía haberlo olvidado todo. La memoria de Damon Salvatore debió haberse desvanecido y perdido bajo recuerdos más dichosos de otros hombres, pero permaneció inamovible entre ella y su culminación física como mujer como una barrera infranqueable.
Sonrió sin humor al recordar la expresión de incredulidad de Taylor cuando se lo confesó.
—¿Todavía eres virgen? Pero ¡eso es imposible! ¡Caramba, Elena, basta con que un hombre te lance una mirada para que te desee! Esos ojos, ese cabello rojo y abundante… tu cuerpo. Todo eso no puede pertenecer a una casta doncella victoriana.
Taylor tenía la suficiente perspicacia para saber que no mentía. ¡Si no hubiese estado casado! ¡Cuán dócilmente se hubiera rendido a su poder sexual! Aunque no lo amaba, lo consideraba atractivo desde el punto de vista físico. Había deseado su evidente habilidad para acariciar y hacer el amor, pero no podía herir a Bonnie y, por lo tanto, el abismo de temor y vergüenza que Damon había abierto entre ella y su sexualidad, se agrandó.
Mientras permanecía apoyada contra la roca, comenzaron a caer unos copos de nieve. Sabía que tenía que regresar, pero no quería hacerlo; se consideraba incapaz de enfrentarse con Damon hasta haber revivido todo el horror de esa noche espantosa.
No iba a incriminar a Caroline; la culpa, el deseo fue de ella nada más. Fue Elena quien escuchó con fascinado horror, la descripción de su amiga acerca de la forma en que debía seducir a un hombre. Con ojos dilatados, absorbió las instrucciones detalladas de Caroline.
—Pero. . . ¿y si él no?. . . ¿Sino me hace el amor? —Su amiga se había encogido de hombros.
—No tienes que preocuparte por eso. Una vez que lo hayas excitado, no podrá controlarse. Ningún hombre puede hacerlo.
La alarma y la excitación se debatieron en su interior; excitación ante la idea de que Damon le hiciera el amor, y alarma al pensar en su propia osadía.
Fue fácil averiguar qué noche estaría Damon a solas en su casa. Cada quincena, los padres del joven médico y los señores Gilbert se reunían en el hogar de éstos para jugar a las cartas, y lo único que ella tuvo que hacer fue aguardar a que los señores Salvatore llegaran a su casa.
—Ponte algo sensual —le aconsejó Caroline. Era fácil decir eso, pero Elena no pudo encontrar en su ropero algo que mereciera semejante descripción.
Por fin, sintiéndose más incómoda y abochornada que sensual, se quitó el sostén y desabotonó su blusa de algodón para dejar al descubierto el nacimiento de los senos.
Un suéter ocultó de sus padres la evidencia de su falta de ropa interior cuando fue a decirles que saldría a pasear en bicicleta.
Había sido un verano agobiante y las ventanas dobles de la casa de los Salvatore estaban abiertas cuando ella pedaleó por el sendero particular hasta la puerta trasera.
Puesto que los padres de ambos eran buenos amigos, no era extraño que ella visitara la casa pero al bajarse de la bicicleta sintió que estaba cometiendo una infracción a las normas.
Se encontró a punto de volver por donde había llegado, pero la idea de tener que confrontar a Caroline sin haber logrado su pequeña hazaña la obligó a permanecer firme en su propósito. Se acercó a las ventanas y llamó antes de entrar.
La sala estaba vacía; con el corazón desbocado, atravesó el vestíbulo y luego se quedó petrificada cuando vio que Damon se le acercaba, descendiendo por la escalera y terminando de ponerse una camisa blanca.
Tenía el cabello húmedo y la piel bronceada y reluciente sobre los poderosos músculos de su torso. Algo pareció expandirse y florecer dentro de la chica, una excitación profunda y palpitante que llevó un delicado rubor a sus mejillas y ensombreció sus ojos del color del jade.
—Elena, ¿todo está bien?
La aspereza en la voz de Damon la hizo volver a la realidad, de golpe.
—Sí.
—Entonces, ¿qué haces aquí? —la miraba con el ceño fruncido mientras se abotonaba la camisa y, como él nunca le había hablado con ese tono ella solo lo miró con fijeza sin pronunciar palabra—. Pregunté qué haces aquí.
Estaba ya al pie de la escalera y la miraba con la misma expresión, entre extrañada y severa, y la chica siguió mirándolo, como alelada. Elena se había quitado el suéter mientras retrocedía y los últimos rayos del sol vespertino revelaron la descubierta turgencia de sus senos de adolescente.
Oyó que Damon contenía el aliento con lo que parecía un gruñido de impaciencia y dijo, con precipitación:
—Vine a… a verte.
—¿A verme? —la expresión de él era cada vez más adusta—. ¿Para qué?
La muchacha fue presa del pánico. Las cosas no sucedían como esperaba. El no debía estarla interrogando, sino mirándola con deseo. No iba a resultar tan fácil corno aseguró Caroline. La confusión creció en ella y lo miró con ojos perplejos, preocupados, que revelaron más de lo que ella imaginaba.
—So… solo quería hablar contigo —balbuceo con timidez y se puso roja como una amapola cuando él replicó, con acritud:
—Elena, ¿qué es todo esto? ¿Qué vienes a hacer vestida de ese modo? —con un movimiento de la mano indicó los pechos semidesnudos de la muchacha. ¡No era así como se suponía que él debía reaccionar! ¡Caroline había dicho que!
Se mordió el labio inferior y se acercó a Damon, al tiempo que decía con voz trémula e implorante:
—Damon, por favor, no te enfades conmigo… —estaba muy próxima a las lágrimas, y un nudo se le había formado en la garganta.
Lo oyó suspirar y luego, incrédula sintió que la abrazaba. El joven médico la estrechó contra su pecho y ella apoyó la cabeza en su hombro.
Se estremeció de nervios y excitación, ansiosa de alargar una mano para tocarlo, pero incapaz incluso de respirar.
Caroline había tenido razón, se dijo emocionada. Las piernas le temblaron y amenazaron con no sostenerla más. Su corazón parecía haberse asentado en su garganta y Elena creyó que la sofocaría. ¿Podía Damon sentir su palpitar? Ella podía percibir el rítmico latido del pulso masculino. De forma instintiva, deslizó la mano hacia el sitio donde sentía el poderoso palpitar.
Las puntas de sus dedos temblaron contra la piel masculina y luego, para su azoro y consternación, sintió que su muñeca era asida por un puño de acero y, luego, se vio bruscamente apartada de él.
Unos ojos furiosos se encontraron con los azorados y confusos de ella.
—¿Qué diablos crees que haces?
El impacto del brusco rechazo fue demasiado para ella. Todavía perdida en su cautivador ensueño de amor y deseo, y sin comprender el motivo de su ira, exclamó con vehemencia:
—¡Damon, hazme el amor! ¡Por favor sé que tú también lo deseas!
Por un momento, fue como si hubieran quedado congelados en el tiempo; ella lo miraba con expresión implorante, los labios trémulos y entreabiertos, el cuerpo ansioso de las caricias masculinas; él, tenso y furioso, los ojos grises ensombrecidos, sus labios apretados y el cuerpo rígido.
Y de pronto se rompió el hechizo; la realidad de la furia de Damon penetró con brusquedad en la conciencia de la chica, cuando él dijo con aspereza:
—¡Dios mío, apenas puedo creer que estoy oyendo esto! ¿Es por eso que viniste vestida como… como una ramera? ¿Para suplicar que te haga el amor? ¡Y además lo pides con tanto descaro!
Damon pudo notar el sobresalto y el dolor en el rostro de la muchacha y su voz se suavizó un poco:
—Elena, no puedo hacerte el amor. . . lo sabes.
—¿Porque no me deseas? —se obligó a mirarlo a los ojos y vio que el rostro del joven se tornaba frío y reservado.
—Entre otras cosas —aceptó él con tono impasible—. Además, se acostumbra que sea el hombre quien dé el primer paso. ¿Quién te aconsejó que hicieras esto? Vamos, Elena, no quiero mentiras. Te conozco; tú nunca habrías imaginado semejante tontería.
Ella tuvo que sentarse en ese momento, cabizbaja y avergonzada, respondiendo al interrogatorio y enfrentando la expresión de desdén y disgusto que oscurecía los ojos de Damon.
—Bien, ahora es mi turno de aclararte algo —dijo el joven médico por fin cuando ella concluyó—. Al contrario de lo que te contó tu amiga, no es tan fácil hacer que un hombre te desee.
Entonces, ella se sonrojó con bochorno y dolor, pero él no le permitió que apartara la vista al sostenerle la barbilla con dedos firmes, mientras decía con crueldad:
—Mírame, Elena. Anda… mírame bien… Tu amiga te dijo lo que debías ver. ¿Te parezco un hombre dominado por el deseo?
En ese instante ella hubiera querido levantarse y huir, pero el dolor y la vergüenza la retuvieron allí, rígida y temblorosa como un conejo ante un gavilán, incapaz de hacer otra cosa más que mirar los ojos grises que brillaban de ira.
Luego, Damon la agobió con un sermón sobre los peligros a los que se estaba exponiendo, acerca del riesgo de la promiscuidad sexual, el peligro de violación y cosas peores. Después la atormentó haciéndole ver lo mucho que sus padres la querían y confiaban en ella, y lo decepcionados que estarían si supieran lo que había hecho.
Más tarde, no la dejó volver a casa en la bicicleta, sino que la obligó a subir para que se lavara la cara hasta quitarse el maquillaje que se había aplicado con torpeza; la hizo cepillarse el pelo y una vez que ella hubo hecho lo ordenado, esperó a que se pusiera el suéter y luego la llevó a casa en su auto.
Sólo había ocho años de diferencia entre los dos, pero él fue tan severo e implacable como cualquier padre del siglo pasado y cuando la dejó al final del sendero particular de la casa paterna, Elena supo que lo odiaría y despreciaría por el resto de su vida.
Pero no tanto como se odiaba a sí, reflexionó con amargura, mientras emergía del pasado a la realidad presente.
Después de eso, evitó la compañía de Caroline y pidió a sus padres que la dejaran asistir a la universidad, en lugar de seguir sus estudios en la escuela de la localidad. Los señores Gilbert accedieron y la joven se sintió muy a gusto en Newcastle, donde aprendió a aceptarse otra vez como era.
Suspiró. La nieve caía ahora mas copiosamente era tiempo de que regresara a casa. Consultó su reloj de pulsera. Las tres y diez. Magnífico, cuando regresara, Damon ya se habría marchado. Sabía que no podría pasarse la vida esquivándolo, pero descubrir que él estaba de regreso había sido una tremenda sorpresa para ella. Ahora, habiéndose obligado a revivir el pasado, sería más fuerte; esa catarsis le permitiría juzgar sus acciones juveniles con más objetividad y también con mayor tolerancia.
Pero no podía. Ese era el problema. No conseguía librarse de los sentimientos de vergüenza y auto desprecio que Damon le había inculcado; todavía la afectaban como una enfermedad que tenía recurrencias esporádicas.
Odiaba a Damon por la imagen de ella misma que le había presentado; odiaba el hecho de que él hubiera presenciado su vergüenza y humillación. Lo odiaba porque la hizo despreciarse
Suspirando se puso la capucha del rompevientos y se encaminó de regreso a casa.
Capitulo 02

3 comentarios:

  1. mm.. tiene muy buena pinta¡ me muero ay de ganas por ver un encuentro entre ellos dos¡ gracias por el capitulo y espero el próximo¡ >^.^<

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  2. mm... me enganche a la historia¡ es muy buena¡ espero el próximo y ver que pasa con ellos cuando se encuentren¡ gracias por el capitulo >^.^<

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  3. Jajaja tranquila lo sabrás en un momento

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